En los años 50 la Guerra Fría estuvo a punto de entrar
en una fase “caliente” en varias
ocasiones, debido a la prepotencia y matonismo de la Unión Soviética, que
trataba de extender el comunismo por el mundo a cualquier precio. La actitud
norteamericana tampoco ayudaba mucho a mantener la paz, pues la política de
contención del comunismo inaugurada por Harry
Truman fomentaba el enfrentamiento. El espectro de una guerra nuclear
planeaba sobre el mundo, y en este ambiente vio la luz “Muerte en la estratosfera”, un bolsilibro de Pascual Enguídanos (George
H. White) publicado por Valenciana en su estupenda serie “Luchadores del espacio” con el nº 27 de
la misma. Enguídanos, preocupado como muchos de sus contemporáneos por el
cariz de las relaciones entre USA y la URSS, que amenazaban la paz mundial, pergeñó un relato donde
especulaba sobre cómo podría ser una guerra atómica. La novela, cuya acción se
desarrollaba en un futuro más bien cercano, quizá en la década de los 60, no
tenía muchos elementos de ciencia ficción, pero exponía con descarnada claridad
lo que podría llegar a ocurrir si Estados Unidos y Rusia se dejaban arrastrar
por la paranoia belicista inspirada por
sus diferencias ideológicas. Puesto que transcurría en el futuro, su
inclusión en “Luchadores…” resultaba
lógica, aunque no se tratara, en puridad, de un bolsilibro de tema fantástico,
sino una oscura premonición del destino que le aguardaba a la humanidad si
ambas superpotencias acababan por
enfrentarse militarmente. En este sentido, la novela de Enguídanos funcionaba como un relato ficticio que advertía sobre
una terrible posibilidad, y en eso radica su interés.
En general, la obra sigue los esquemas narrativos
característicos de la primera parte de “La
saga de los Aznar”, con batallas aéreas sin cuento y la destrucción atómica
esparciéndose por doquier. Enguídanos poseía
una gran habilidad para describir la acción bélica, y en “Muerte en la estratosfera” nos ofrece un pormenorizado relato de
un conflicto que por aquel entonces representaba una amenaza real. Los
problemas personales del protagonista, David
Stewart, son accesorios y sólo sirven para dotar a la obra del romance que
exigían público y editores. Lo importante es la acción bélica, la descripción
de la guerra atómica, y en este punto el novelista valenciano pasó la prueba
con nota. Porque a pesar de su carácter de novela concebida como puro entretenimiento,
“Muerte en la estratosfera” logra
trascender su condición de modesta obra de evasión gracias a la inclusión de
una nota preliminar del autor, en la que éste explica sucintamente los motivos
que le impulsaron a escribir el relato, a la vez que hace un llamamiento en
favor de la paz. Esa sencilla nota le confiere a “Muerte en la estratosfera” un significado mucho más profundo de lo
que pudiera dar a entender, en principio, su por otra parte algo tópico
argumento, pues en dicha introducción Enguídanos
se nos revela como un amante de la paz—el término “pacifista” ya ha sido corrompido en exceso por los seguidores de
la “corrección política”—,
sinceramente preocupado por el porvenir inmediato de la humanidad. Así, las
novela que nos ocupa se destaca como uno de los mejores títulos independientes
de su autor, y como un relato característico de aquellos años. No mucho tiempo
después, lo descrito por Enguídanos estuvo a punto de hacerse realidad cuando, en
un alarde de insensata chulería, de la que quizá Kruschev no fue tan responsable como pudiera parecer, pues se hallaba a merced de los personajes
más extremistas del Kremlin, la URSS comenzó a construir plataformas de
lanzamiento y a estacionar misiles nucleares en Cuba.
El protagonista pilota un aparato VTO, un caza de
despegue vertical descrito con detalle por el autor. Aquí quizá se le fue algo
la mano, porque describe este tipo de avión como una combinación de reactor
dotado de hélice. En teoría, la hélice se emplea para el despegue vertical,
aunque también sirve para propulsar el aparato cuando no se desea utilizar el
motor a reacción. En un momento de la acción, Enguídanos nos cuenta que el aeroplano del protagonista se
desplazaba a 1.000 k/h impulsado por su hélice, lo que no parece posible.
Durante la Segunda Guerra Mundial se diseñaron cazas muy veloces, pero se
descubrió que los motores de pistón, los que llevaban los aparatos de hélice,
no resultaban eficaces en velocidades superiores a los 730 k/m. Los aparatos de
hélice más veloces fueron el “Lockheed
P-38 Lightning”, que alcanzaba 666 km/h, el “North American P-51 Mustang”, con 703 km/h, el “Republic P-47 Thunderbolt”, que
desarrollaba 700 km/h, y el “Vought F4U Corsair” con 718 km/h por
parte estadounidense. Los británicos desarrollaron el fantástico “De Havilland Mosquito”, que llegaba
hasta los 668 km/h, el “Hawker Typhoon”,
con 663 km/h, y el “Supermarine Spitfire
PR Mk XI”, de 655 km/h. Después de la
guerra los ingleses aún desarrolaron un caza de hélice, el “Hawker Tempest Mk II”,
capaz de llegar a los 708 km/h. Los rusos lanzaron el “Lavochkin La-5”, caza-bombardero que llegaba hasta los 648
km/h, el “Mikoyan-Gurevich MiG-3” de 640 km/h y el “Yakolev Yak-1”, con 600 km/H. La industria aeronáutica italiana
puso en liza el “Macchi MC. 205V Veltro”,
un caza que llegaba a los 642 km/h. Alemania puso en combate el “Messerschmitt BF-109”, con 621 km/h y el
fabuloso “Focke Wulf FW 190”, capaz
de volar a 640 km/h. Fueron los alemanes los primeros en desarrollar reactores
eficaces y también en emplearlos en combate, con tres modelos que se
convirtieron en una auténtica pesadilla para los pilotos aliados. El “Messerschmitt Me 163 Komet” volaba a
nada menos que 955 km/h, y el bombardero de reconocimiento “Arado Ar 234 BLITZ” a 780 km/h en su versión cuatrimotor. El más
eficaz de todos fue el “Messerschmitt 262A-2”,
con 780 km/h de velocidad máxima, cuyo diseño sería estudiado posteriormente
por los americanos, que emplearían la configuración de sus alas en el estupendo
“North American F-86F Sabre”. Los
británicos construyeron el “Gloster
Meteor”, un caza monoplaza a reacción cuya alta velocidad, 962 km/h, lo hacía
ideal para “cazar” las bombas
volantes que los nazis lanzaron sobre Inglaterra en los últimos meses del
conflicto.
En cuanto a los aviones VTO descritos por Enguídanos, obviando el asunto de las
hélices, parecen basarse en los experimentos previos realizados por diversas
compañías aeronáuticas para desarrollar un caza de despegue vertical,
susceptible de ser empleado tanto por la marina de guerra como por el ejército
del aire. Cuando Enguídanos escribió
“Muerte…” este tipo de aeronaves
estaban en fase de estudio, pero muy pronto se convertirían en una realidad
merced a los esfuerzos combinados de las compañias “Aerospace” británica y la “McDonnell
Douglas” estadounidense, que en 1969 alumbraron el “Harrier GR. 1”, el primer avión de despegue vertical operativo del
mundo.
Por otra parte, en su novela Enguídanos presenta una coalición Rusochina que se consideraba
lógica en el momento en que el valenciano escribió su relato. No obstante, la
amistad y colaboración entre la URSS y la China roja se rompió a mediados de
los 60, cuando Kruschev descubrió la
clase de tarado que era Mao, quien
contemplaba la posibilidad de una guerra atómica con una frialdad inquietante,
por lo que el “premier” soviético
decidió no seguir apoyando a los chinos en su intento de desarrollar un arma
nuclear. Por desgracia ya era demasiado tarde, pues los chinos consiguieron
detonar su primera bomba atómica en 1964, en parte gracias a lo que habían
aprendido de los técnicos rusos.
Dejando a un lado estas apreciaciones, la novela de Enguídanos es realmente magnífica y
ofrece una visión sombría, por lo realista, del horror que desencadenaría un
conflicto nuclear. Aunque se sugiere una “victoria”
de Occidente, el tono final del relato es más bien pesimista, remitiéndonos a
aquel adagio que dice: “En una guerra
nadie vence jamás”. Palabras que, como parece darnos a entender el autor,
adquieren un significado mucho más siniestro cuando se trata de una guerra
atómica.
Antonio Quintana
Enero de 2015
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