Amigos de Bolsi & Pulp, tal como les habíamos anunciado tenemos una
terrorífica sorpresa para esta noche de Halloween, y la sorpresa es con el inmortal
BRAM STOKER.
Este año 2012 se han cumplido 100 años de la muerte de Bram Stoker, sin
lugar a dudas, uno de los grandes maestros del Terror, y es por esta razón que tiempo
atrás pasó a formar parte de nuestra prestigiosa GALERIA DEL TERROR, una
sección del blog destinada sólo a los hombres que más han dado que hablar en el
mundo del horror. Si se perdieron dicha reseña, pueden revisarla pinchando acá.
También por ello, hace un par de meses publicamos en Bolsi & Pulp en
forma integra su novela corta EL ENTIERRO DE LAS RATAS. Si quieren leer esa
novela, simplemente pinchen acá.
Y es por ello también, que para
celebrar adecuadamente esta noche de brujas, hemos seleccionado tres cuentos de
este genial escritor, los cuentos son: La Squaw, El invitado de Drácula y La casa del Juez.
Espero que los cuentos sean del
agrado de todos ustedes.
¡UN ABRAZO Y FELIZ NOCHE DE
HALLOWEEN!
Atte: ODISEO… Legendario Guerrero
Arcano.
LA SQUAW
En aquella época, Nuremberg
estaba muy lejos de ser la ciudad conocida y frecuentada en que se ha
convertido en nuestros días.
Esta antigua ciudad no evocaba
demasiadas cosas para los viajeros de aquel entonces. Mi esposa y yo estábamos
en la segunda semana de nuestro viaje de bodas; y, sin mencionarlo, comenzamos a
desear la presencia de un tercero. Por ello acogimos con satisfacción la
compañía de un tal Elias P. Hutcheson, de Isthmain City, Bleeding Gulch,
condado de Maple Tree (Nebraska), cuando ese alegre sujeto, apenas salir de la
estación de Frankfurt del Main, declaró, con marcado acento yanqui, que se
proponía visitar una maldita vieja ciudad de Europa que, por lo menos, tenía
los años de Matusalén, pero que un viaje así requería, necesariamente, alguna
compañía. Todo hombre, explicó, aunque tenga un carácter activo y sensato, se
arriesga, a fuerza de viajar siempre solo, a acabar sus días encerrado entre
las cuatro paredes de un manicomio. Tanto Amelia como yo constatamos algunos
días más tarde, al comparar nuestros respectivos diarios, que habíamos decidido
no relacionarnos con él sino de forma circunspecta y controlada con el fin de
no parecer demasiado contentos de haberlo conocido, lo cual no hubiera parecido
demasiado compatible con un inicio de vida conyugal. Pero, por muy laudable que
fuese, esta resolución quedó en agua de borrajas por el hecho de empezar a
hablar los dos al interrumpirnos los dos al mismo tiempo y luego volver a
empezar a hablar los dos al mismo tiempo. De todas maneras, no importaba cómo,
ya estaba hecho, y Elias P. ya no se apartó de nuestro lado. Y Amelia y yo
sacamos de ello un buen beneficio; en vez de pelearnos, como habíamos estado
haciendo, descubrimos que la influencia restrictiva de una tercera persona era
tal que ahora aprovechábamos todas las oportunidades para besarnos por los
rincones. Amelia afirma que desde entonces, y como resultado de esa
experiencia, aconseja a todas sus amigas que lleven a un amigo en su luna de,
miel. Bien, «hicimos» Nuremberg juntos; y nos lo pasamos muy bien con la
sabrosa forma de hablar de nuestro nuevo amigo del otro lado del Atlántico, el
cual, tanto por sus pruebas de ingenio como por los alucinantes relatos de sus
aventuras pasadas, parecía salido directamente de alguna novela picaresca.
Habíamos decidido, reservar como plato fuerte la visita al castillo imperial de
Nuremberg, el Kaiserburg, y el día prefijado para la visita rodeamos la muralla
exterior de la ciudad por su lado este.
El Kaiserburg se alza sobre una
escarpada roca que domina la ciudad; inmensos fosos, muy profundos, defienden
el acceso por la parte norte. Nuremberg tuvo la fortuna de no haber sido
saqueada jamás; de otra manera no habría podido mostrar aquel aspecto nuevo y
flamante que contemplamos entonces. Los fosos ya no servían desde hacía siglos:
el fondo estaba ocupado por casas de té al aire libre y plantaciones de árboles
frutales, algunos de los cuales alcanzaban un tamaño respetable. Avanzamos
junto al largo muro fortificado bajo el ardiente sol de julio, deteniéndonos a
menudo para admirar la vista que se abría ante nosotros, en especial la gran
llanura cubierta de ciudades y pueblos y enmarcada en una línea azul de
colinas, como un paisaje de Claude Lerraine. Las torres del Kaiserburg, ahora
cercanas, se alzaban a nuestra derecha; y más cerca aún, la altiva, la orgullosa
Torre de las Torturas que era, y quizá lo sea todavía, el lugar más interesante
de la ciudad. Durante siglos se ha citado a la Doncella de Hierro de Nuremberg
como el ejemplo más claro de los horrores y la crueldad en los que puede caer
el hombre. Por nuestra parte, siempre habíamos deseado poder verla algún día; y
hete aquí que finalmente nos hallábamos a la entrada de lo que era su hogar.
Durante uno de nuestros altos en
el camino, nos asomamos por encima del muro que circundaba los fosos. Allá abajo,
muy al fondo, estaban los jardines somnolientos bajo el sol, quizás a quince o
veinte metros de profundidad, aplastados bajo el sofocante y opresivo calor.
Más allá, unas enormes murallas grises y hoscas, de una altura impresionante,
se perdían a izquierda y derecha en los ángulos del bastión y la contraescarpa.
Árboles y arbustos coronaban la cumbre. Detrás se alzaban altivas mansiones a
las que el tiempo había dado una belleza aún mayor.
El calor nos agobiaba;
caminábamos lentamente. Sin prisa alguna, nos detuvimos allí mismo y nos
volvimos a asomar por encima del muro. Entonces se nos ofreció un cuadro
encantador: una gran gata negra estaba tendida cuan larga era al sol, mientras
un gatito del mismo color correteaba alegremente a su alrededor. La madre
agitaba lentamente la cola para divertir a su pequeño y lo empujaba con la pata
para animarlo a jugar. Los dos animales estaban al pie del muro, a nuestro
nivel, y Elias P. Hutcheson se inclinó y tomó una piedra de tamaño bastante
considerable con el fin de participar en sus juegos.
-¡Miren! -nos dijo con su
divertido acento yanqui-. La voy a lanzar cerca del gatito, y se van a quedar
preguntando de donde habrá salido.
-¡Oh!, vaya con cuidado -le
recomendó mi esposa-, podría herir al pobre gatito
-¿Yo? Jamás lo intentaría, mi
querida amiga -replicó Elias P.-. Tengo un corazón tan tierno como un cerezo de
New Hampshire. ¡Por Dios!, tengo tan pocas intenciones de dañar a ese hermoso
animalillo como de arrancarle la cabellera a un niño de teta. Por lo demás, no
hay ningún peligro. ¡Mire, podría apostar lo que quisiera, hasta sus medias de
fantasía, a que no voy a fallar! Fíjese, la voy a lanzar un poco hacia un lado,
así...
Dicho esto, se inclinó hacia
adelante, extendió el brazo y lanzó la piedra. Tal vez exista una fuerza de
atracción que haga que un cuerpo, sea cual sea su volumen, acabe siempre por
alcanzar a otro más grande que él, o quizá simplemente el muro no fuera
totalmente vertical, cosa que no podíamos comprobar desde el punto en que nos hallábamos.
Fuera lo que fuese, nos llegó un ruido blando, desgarrador, a través del cálido
aire: la piedra acababa de dar de lleno en la cabeza del gatito y le había
reventado el cráneo. La gata negra lanzó una rápida mirada en nuestra
dirección; y vimos sus pupilas verdes y llameantes fijarse intensamente en
Elias P. Hutcheson. Luego se volvió hacia el cuerpecillo tendido junto a ella,
cuyas patitas todavía se agitaban imperceptible, presas de convulsiones,
mientras un hilillo de sangre brotaba de la herida abierta. Entonces, con un
sollozo ahogado, casi humano, se inclinó sobre el gatito, ahora inerte, y se
puso a lamerle gimoteando la herida.
De pronto pareció darse cuenta
de su muerte; y, una vez más, alzó su mirada hacia nosotros. Una mirada que
nunca voy a olvidar, tal era el odio que de ella se desbordaba. Un fuego
enconado ardía en el fondo de sus ojos verdes; sus dientes blancos y agudos
parecían, brillar bajo la sangre que manchaba sus labios y bigotes. Y esos
dientes rechinaban, mientras el animal descubría y alargaba unas enormes uñas
afiladas. De pronto saltó desesperadamente hacia el muro para intentar
alcanzamos; pero no lo logró y volvió a caer sobre el pequeño cadáver. Cuando
se volvió a alzar, todavía nos pareció más horrible, tan pegajoso estaba su
pelo oscuro por la sangre y los sesos. Amelia se desvaneció. Fue preciso que la
transportase hasta un banco próximo, bajo la sombra de un plátano, donde
recobró lentamente el conocimiento. En ese momento regresé junto a Hutcheson
que, inmóvil de pie, observaba la enfurecida gata.
-¡Vaya por Dios! -exclamó al ver
que me acercaba-. No creo haber visto un aspecto más feroz que el de esa
bestia..., excepto en cierta ocasión, en una india de la tribu de los apaches,
una squaw, como las llaman allí. Recuerdo cuando la squaw apache tuvo entre sus
manos a un mestizo al que llamaban Astillas, para vengarse de lo que éste le
había hecho al papoose, o sea el niño de esa squaw, al que había raptado en una
correría para vengarse a su vez de la forma en que los apaches habían aplicado
la tortura del fuego a su madre. La india estuvo mirando lo que le hacía el
mestizo a su papoose, como si no quisiera olvidar un solo detalle. Persiguió a
Astillas durante más de tres años, hasta que al final los bravos de su tribu lo
atraparon y se lo entregaron. Dicen que ningún hombre, blanco o indio, ha
tardado tanto en morir bajo las torturas apaches... La única vez que la vi
sonreír fue cuando la eliminé. Llegué a su campamento justo cuando Astillas
exhalaba su último suspiro, y les aseguro que a él tampoco le supo mal morir.
Era un tipo demasiado duro, y yo nunca le había mostrado ninguna amistad
después de lo del crío indio, pues había sido una gran canallada, y eso que
tenía todo el aspecto de un hombre blanco. Pero pagó su deuda hasta el último
centavo, y más aún, con creces. ¡Lo único que pude hacer con él fue conservar
un trozo de su piel, ya que lo habían despellejado totalmente, y mandar que me
forraran una agenda con ella! Aquí está -dijo, palmeándose el bolsillo del chaleco.
Mientras hablaba, la gata
trataba de alcanzar frenéticamente la parte alta del muro. Primero tomaba
impulso y luego saltaba, llegando a veces a una altura sorprendente. Aunque
siempre volvía a caer al fondo, no parecía importarle: volvía a intentarlo con
creciente ardor. Hutcheson era un buen muchacho- tanto mi mujer como yo nos
habíamos fijado en la amabilidad con que trataba tanto a personas como a
animales, y parecía sinceramente entristecido por el estado de furor en que
veía a la gata.
-Lamento mucho no poder hacer
nada -dijo-. Pobre animal, parece tan desesperado... Mira, no es culpa mía, ha
sido un accidente. Y todo esto no te devolverá a tu pequeño. Lo lamento, nunca
hubiera deseado que sucediese tal cosa, ni siquiera por un fajo de billetes...
Espero, coronel -una de sus diversiones habituales era la de atribuirnos
títulos imaginarios-, que su esposa no esté demasiado irritada conmigo por este
desgraciado incidente. La culpa no es mía, y no se puede llegar a imaginar
hasta qué punto lo lamento.
Se aproximó a Amelia y se
deshizo en excusas. Ella lo confortó, asegurándole que nunca había dudado de
que se tratase de un accidente. Luego regresamos al muro para ver lo que hacía
la gata. Ésta, al no ver a Hutcheson, se había quedado al acecho al borde del
foso, dispuesta a abalanzarse de nuevo. En cuanto lo vio, saltó con un furor
ciego que hubiera parecido risible en otras circunstancias. Ya no trataba de
alcanzar la parte alta del muro; simplemente se limitaba a lanzarse hacia
Hutcheson como si la violencia de su odio, prestándole alas, pudiera permitirle
franquear aquella gran distancia que los separaba. Amelia, con el infalible
instinto de su sexo, se dio cuenta de inmediato del peligro.
-Tenga cuidado -le dijo a Elias
P. con voz inquieta-, porque es seguro que, si estuviera aquí, ese animal
trataría de matarlo. La muerte brilla en sus ojos.
-Perdóneme, mi pequeña amiga
-replicó Hutcheson con una carcajada-, pero no puedo impedir reírme. ¡Es
demasiado divertido! ¡Yo! ¡Yo, que he cazado al oso pardo y al indio, quiere
que tenga cuidado de una gata!
Cuando el animal oyó las risas
interrumpió sus intentos. Fue a sentarse lentamente junto al cadáver de su
pequeño, y comenzó a lamerlo como si aún estuviera vivo.
-Ahí tienen –dije- los resultados
de la acción de la voluntad de un hombre fuerte. La misma gata, a pesar de su
furor, ha reconocido a su dueño y se inclina ante él.
-¡Exactamente igual que una
squaw! -fue el único comentario de Elias P. Hutcheson, mientras reemprendíamos
nuestro camino a lo largo de los fosos.
De vez en cuando nos volvíamos
para mirar por encima del muro y, cada vez, veíamos a la gata que nos seguía. A
veces regresaba al lado del pequeño cadáver. Pero, como la distancia no dejaba
de aumentar, lo tomó en su boca, y así nos siguió. Sin embargo, al cabo de un
tiempo lo abandonó, pues la vimos seguirnos sola; evidentemente había escondido
el cadáver en alguna parte. La alarma de Amelia empezó a crecer ante la
persistencia de la gata, y más de una vez repitió su advertencia; pero el
americano se reía siempre, divertido, hasta que finalmente, viendo que
comenzaba a estar preocupada, le dijo:
-Le aseguro, señora, que no debe
asustarla esa gata. ¡Soy un hombre prevenido, puede estar segura! -Y se palmeó
el bolsillo de la parte trasera de su pantalón, donde siempre llevaba una
pistola-. Vaya, antes que seguir viéndola preocupada estoy dispuesto a matar de
un tiro a ese animalillo, aquí mismo, y arriesgarme a que la policía se mezcle
en los asuntos de un ciudadano de los Estados Unidos por llevar un arma sin
permiso.
Mientras hablaba miró por encima
del muro. Pero la gata, al verle, se retiró con un gruñido y se ocultó en un
macizo de flores.
-Vaya por Dios -dijo Hutcheson-.
Ese animal tiene más sentido común que el que poseen la mayoría de cristianos.
¡Supongo que ya no la veremos nunca más! Les apostaría cualquier cosa a que
ahora va a buscar a su cría para hacerle un hermoso entierro.
Amelia no dijo nada más, por
miedo a que en un erróneo acto de amistad hacia ella cumpliese su amenaza de
matar a la gata; así que proseguimos nuestro camino y cruzamos el pequeño
puente de madera que llevaba a la puerta en la que se iniciaba la empinada
senda: enlosada entre el Kaiserburg y la pentagonal Torre de las Torturas.
Mientras cruzábamos el puente vimos de nuevo a la gata debajo de nosotros.
Cuando nos vio, su furia pareció ganarla de nuevo, e hizo frenéticos esfuerzos
por escalar la pared vertical. Hutcheson se rió al verla y le dijo:
-Adiós, vieja amiga. Lamento
haber herido tus sentimientos, pero ya se te pasará el enfado. ¡Hasta otra!
Y atravesamos la alta y oscura
arcada y llegamos a la puerta del Kaiserburg.
Cuando salimos de nuevo, tras
nuestra exploración de aquel hermoso lugar antiguo, que ni siquiera los
bienintencionados esfuerzos de los restauradores góticos de hace cuarenta años
habían logrado estropear (pese a que esta restauración era de un blanco
brillante), parecíamos haber olvidado por completo el poco placentero episodio
de la mañana. El viejo tilo con gran tronco retorcido por el paso de casi nueve
siglos, profundo pozo excavado en el corazón de la roca por aquellos cautivos
de la antigüedad y la hermosa vista desde las murallas de la ciudad en las que
oímos, durante casi un cuarto de hora, el sonido de los múltiples
carillones.... todo había contribuido a borrar de nuestras mentes el incidente
del gatito muerto.
Éramos los únicos visitantes que
habían entrado aquella mañana en la Torre de las Torturas, al menos eso es lo
que nos dijo el viejo guardián, así que teníamos el lugar para nosotros solos,
y pudimos llevar a cabo una visita mucho más detallada y satisfactoria de lo
que habría sido posible en otras circunstancias. El guardián, viendo en
nosotros la única fuente de ingresos de aquel día, se mostró dispuesto a
cumplir todos nuestros deseos. La Torre de las Torturas es ciertamente un lugar
opresivo, incluso ahora, cuando muchos millares de visitantes le han dado una
cierta chispa de vida y la alegría que ella comporta. Pero en aquel tiempo al
que yo me refiero aún mantenía su aspecto más primitivo y terrible. El polvo de
los siglos parecía estar en todas partes, y la oscuridad y el horror de sus
recuerdos parecían haberse hecho sensibles de una forma que hubiera satisfecho
a las almas panteístas de Filo o Espinoza. La cámara inferior, por la que
entramos, estaba al parecer normalmente en tinieblas, y hasta la cálida luz
diurna que entraba a chorros por la puerta parecía perderse en el grosor de las
paredes, y solo mostraba los burdos ladrillos tal y como los había dejado el
constructor, pero cubiertos de polvo y teñidos aquí y allá por manchas oscuras
que, si las paredes pudieran hablar, habrían contado terribles recuerdos de
miedo y sufrimiento.
Por todo ello, nos sentimos
satisfechos al subir por la polvorienta escalera de madera, dejando el guardián
abierta la puerta exterior para que nos iluminase algo el camino, pues, para
nuestros ojos, la única y maloliente vela colocada en un candelabro clavado a
la pared no daba bastante luz. Cuando salimos por la trampilla de un rincón de
la cámara superior, Amelia se apretó tan fuertemente contra mí que pude notar
cómo palpitaba su corazón.
Por mi parte debo decir que no
me sorprendió su temor, Pues esa sala aún era más terrible que la que
acabábamos de abandonar. Ciertamente, aquí había más luz, pero esto sólo
contribuía a que pudiésemos contemplar mejor los horribles detalles del lugar.
Evidentemente, los constructores de la torre habían pensado que sólo los que
llegasen a la cima debían beneficiarse de la luz y de la visión, pues en todo
el resto de la torre solo había algunas estrechas troneras como las de las
construcciones militares medievales.
Unas pocas de éstas iluminaban
la cámara, y estaban colocadas a tanta altura que desde ningún lugar podía verse
el cielo a causa del grosor de las paredes. Desordenadamente, en unos armeros a
lo largo de los muros, se veían espadas de decapitar, grandes armas de larga
empuñadura, ancha hoja y afilados bordes. Junto a ellas, varios tajos en los
que habían descansado las cabezas de las víctimas, en los que se veían los
profundos cortes hechos por el acero que había cercenado las carnes, clavándose
en la madera. Por toda la cámara, dispuestos al azar, se veían muchos aparatos
de tortura que hacían estremecer el corazón: sillas llenas de clavos que daban
idea de un terrible dolor; sillas y camastros tachonados de puntas romas cuya
tortura parecía menor, pero que, aunque más lenta, era igualmente eficaz;
potros, cinturones, guantes, collares, todos ellos dispuestos para comprimir a
voluntad; caperuzas de acero en las que las cabezas podían ser machacadas
lentamente; garfios de largos mangos y afiladas puntas muy utilizados por la
antigua policía de Nuremberg; y muchos, muchos otros artefactos creados por el
hombre para hacer daño a sus semejantes.
Amelia se puso muy pálida ante
lo horrible de todas aquellas cosas, pero afortunadamente no se desmayó, aunque
se sintió algo mareada y se sentó en una de las sillas de tortura, poniéndose
inmediatamente en pie de un salto, con un grito, desaparecido su comienzo de
mareo. Ambos hicimos ver como si hubieran sido las herrumbrosas púas lo que la
habían asustado, y el señor Hutcheson aceptó nuestra explicación con una risita
amable.
Pero el objeto principal de
aquella cámara de los horrores era el artilugio conocido como la Doncella de
Hierro, colocado en el centro de la habitación. Tenía la forma aproximada de
una mujer de amplias formas. Uno apenas hubiera reconocido en ella la figura
humana si no se hubiera preocupado el herrero de dar a su rostro una forma más
cuidada. El artefacto estaba cubierto por una capa de óxido y polvo; había una
cuerda atada a una anilla en la parte delantera, más o menos donde debiera de
haber tenido la cintura, cuerda que pasaba por una polea clavada a la viga de
madera que sostenía el techo. Tirando de la cuerda, el guardián nos mostró que
la parte frontal se movía sobre unas bisagras como si fuera una puerta;
entonces vimos que el artilugio tenía unas paredes de considerable grosor, que
apenas dejaban lugar en su interior para que en él fuera introducido un cuerpo
humano. La puerta era de grosor similar y gran peso, pues fue necesario todo el
esfuerzo del guardián, ayudado por la polea, para abrirla.
Este peso era debido en parte al
hecho de que evidentemente se había diseñado la puerta de forma que colgase de
tal modo que su propio peso la hiciera cerrarse en cuanto se soltase la cuerda.
El interior estaba manchado por el óxido, pero no solo por eso, pues el óxido
producido por el tiempo no hubiera podido morder tan profundamente las paredes
de hierro, y las señales interiores eran verdaderamente profundas. Tan sólo
cuando nos acercamos a mirar detenidamente el interior de la puerta fue cuando
nos dimos cuenta de su diabólica misión. Había allí varias largas púas,
cuadradas y gruesas, de amplia base y afilado extremo, colocadas de tal forma
que cuando se cerrase la puerta las superiores atravesasen los ojos de la
víctima y las inferiores su corazón y otras partes vitales. La visión fue
demasiado para la pobre Amelia y esta vez cayó desmayada, y tuve que bajarla
por la escalera de madera y llevarla hasta un banco del exterior, donde se
recuperó. La impresión que sintió fue tan grande que mi primogénito tiene un
antojo en el pecho que, según toda mi familia, representa a la Doncella de
Nuremberg.
Cuando regresamos a la cámara
nos encontramos a Hutcheson frente a la Doncella de hierro. Evidentemente,
había estado reflexionando, y ahora nos transmitió el fruto de sus meditaciones
en forma de exordio:
-Bueno, creo que he estado
aprendiendo algo mientras la señora se recuperaba de su desmayo. Me parece que
estamos muy atrasados en nuestro lado del gran charco. Allá en las llanuras
solíamos pensar que los indios nos daban lecciones en lo referente a cómo hacer
que un hombre se sintiera mal, pero me parece que sus defensores de la ley y el
orden medievales los superaban absolutamente. Los apaches saben hacer muy bien
las cosas, pero esta jovencita de aquí les tenía ganada la mano. Las puntas de
estas púas aún siguen estando bien afiladas, aunque los bordes estén embotados
por lo mucho en lo que se clavaron. Seria una buena cosa que la Oficina de
Asuntos Indios se hiciese con unos cuantos ejemplares de este juguetito para
llevarlos a las, reservas: esto iba a meter en cintura a los bravos, y también
a sus squaws, mostrándoles cómo la vieja civilización todavía tiene mucho que
enseñarles. ¡Francamente, me gustaría entrar un momento en esa caja para ver lo
que se siente!
-¡Oh, no, no! -dijo Amelia-. ¡Es
demasiado terrible!
-Mi pequeña amiga, no hay nada
demasiado terrible para una mente inquisitiva. Me he metido muchas veces en
buenos líos. Pasé toda una noche en el interior del cadáver de un caballo
mientras ardía toda la pradera del territorio de Montana.... y en otra ocasión
dormí en el interior de un búfalo muerto cuando los comanches estaban en el
sendero de la guerra y no me quedaba otro remedio si es que no quería hacer
compañía al animal. he pasado dos días en un túnel derrumbado en la mina de oro
de Billy Broncho en Nuevo Méjico, y fui uno de los cuatro que permaneció
encerrado durante las tres cuartas partes de un día en la campana estanca que
rompió las amarras cuando estábamos excavando los cimientos del puente de
Buffalo. No me he dejado perder ni una sola sensación extraña hasta ahora, y no
pienso perderme ésta.
Vimos que nada podría
disuadirle, así que le dije:
-Bueno, entonces apresúrese,
amigo, y acabemos de una vez.
-De acuerdo, mi general -me
contestó-. Pero aún falta una cosa. Mis predecesores, los caballeros que se
encontraron anteriormente en esta lata de sardinas, no lo hicieron
voluntariamente.... ¡seguro que no! Imagino que los debían de traer bien atados
antes de dejar caer el telón. Deseo hacer bien las cosas, así que primero
necesito que me aten a conciencia. Me imagino que este buen hombre podrá
encontrar un poco de cuerda para ello, ¿no, jefe?
Esto último se lo preguntó al
viejo guardián, pero éste, que comprendía a grosso modo nuestra conversación,
aunque quizá no entendiese todas las palabras, negó con la cabeza. Sin embargo,
su negativa era un puro formulismo que únicamente buscaba una mayor propina. El
americano le colocó una moneda de oro en la mano y le dijo:
-Tenga, compañero, para que beba
un trago. Y no tenga miedo: desde luego no tengo ninguna intención de acabar
aquí mis días.
Entonces el guardián buscó un
trozo de cuerda, delgada y desgastada, y procedió a atar a nuestro amigo,
dispuesto a cumplir con sus deseos. Cuando la parte superior de su cuerpo
estuvo atada, Hutcheson le dijo:
-¡Un momento, señor juez!
Evidentemente peso demasiado para que pueda meterme en vilo en la lata de
sardinas. Déjeme meter, y entonces podrá acabar de atarme las piernas.
Mientras así hablaba se había
introducido por la abertura, que apenas si era lo bastante grande como para
dejarle paso: el lugar era mínimo para un hombre de su corpulencia. Amelia lo
contemplaba con temor en sus ojos, pero evidentemente sin deseos de intervenir.
Entonces el guardián completó su tarea atando los pies del americano de forma
que quedase por completo inerme y obligado a permanecer en su voluntaria
prisión. Parecía estar disfrutando del momento, y la sonrisa habitual en su
rostro se hizo más grande cuando dijo:
-¡Vaya, esta Eva debió ser hecha
de la costilla de un enano! No hay en ella sitio para un ciudadano adulto de
los Estados Unidos. En el territorio de Idaho acostumbramos a hacer los ataúdes
más grandes. Ahora, señor juez, puede comenzar a dejar caer, muy lentamente,
la, puerta sobre mí. Quiero sentir el mismo placer que los otros muchachos
cuando las púas empezaban a moverse hacia sus ojos.
-¡Oh, no, no, no! ---estalló
histéricamente Amelia-. ¡Es demasiado terrible! ¡No deseo verlo! ¡No puedo! ¡No
puedo!
Pero el americano era testarudo:
-Oiga, coronel -me dijo-. ¿Por
qué no se lleva a la señora a dar un paseo? Por nada del mundo querría herir
sus sentimientos, pero ahora que estoy aquí, tras atravesar doce mil
kilómetros, me costaría mucho dejar de sentir la sensación que ando buscando.
¡No todos los días tiene un hombre la oportunidad de ser enlatado! Yo y el juez
arreglaremos este asunto en un momento, y cuando vuelvan todos nos reiremos de
ello.
Una vez más triunfó la
resolución nacida de la curiosidad, y Amelia se quedó allí, aferrada a mi brazo
y estremeciéndose mientras el guardián comenzaba a soltar, centímetro a
centímetro, la cuerda que sujetaba la puerta de hierro. El rostro de Hutcheson
estaba radiante mientras sus ojos seguían el movimiento de las púas.
-¡Bueno! -dijo-. Creo no haberme
sentido tan dichoso desde que salí de Nueva York. Excepto una pelea que tuve en
Wapping con un marino francés, y eso que tampoco fue gran cosa, no ha habido
nada que me complaciera realmente en este podrido continente, en el que no hay
ni osos ni indios y en el que los hombres van desarmados. ¡Atento ahora, señor
juez! ¡No se dé prisa! ¡Deseo un buen trabajo por mi dinero!
El guardián debía de tener en
sus venas algo de la sangre de sus predecesores en aquella siniestra torre,
pues maniobró la puerta con tal deliberada lentitud que al cabo de cinco
minutos, en los que la puerta apenas si se había movido, Amelia comenzó a
perder el control de sus nervios. Vi cómo sus labios perdían el color, y noté
que su presión sobre mi brazo disminuía. Miré a mi alrededor para buscar un
lugar donde depositarla, y cuando la contemplé de nuevo vi que su mirada estaba
clavada en un lugar al lado de la Doncella. La seguí, y vi a la gata negra
acurrucada en un rincón. Sus ojos verdes brillaban como luces de peligro en la
penumbra del lugar, y su color se veía resaltado por la sangre que aún manchaba
su piel y enrojecía su boca. No pude evitar el gritar:
-¡La gata! ¡Cuidado con la gata!
Pero ya había saltado frente al
artefacto. En aquel momento parecía un demonio triunfante. Sus ojos brillaban
feroces, su pelo se erizó hasta que pareció doblar su tamaño, y su cola azotaba
el aire como la de un tigre cuando tiene su presa ante él. En cuanto la vio,
Elias P. Hutcheson sonrió divertido, y sus ojos chisporrotearon al decir:
-¡Vaya, la squaw se ha puesto
sus pinturas de guerra! Denle una patada si intenta buscarme las cosquillas,
pues el jefe me ha atado tan bien que no podría evitar que me sacase los ojos
si lo intentase. ¡Cuidado, señor juez! ¡No suelte esa cuerda o estoy frito!
En aquel momento Amelia se
desmayó al fin, y tuve que aferrarla por la cintura para que no se desplomase,
al suelo. Mientras me ocupaba de ella, vi cómo la gata negra se acurrucaba para
saltar, y me volví para apartarla.
Pero en aquel instante, con un
maullido infernal, se lanzó, no contra Hutcheson como esperábamos, sino
directamente a la cara del guardián. Sus garras parecieron rasgar salvajemente
su rostro, como se ve en los dibujos chinos de los dragones rampantes. Y, mientras
miraba, vi cómo una de sus patas caía sobre el ojo del pobre hombre y le
rasgaba toda la mejilla, dejándole una profunda herida sangrante.
Con un aullido de puro terror,
sentido antes que el dolor, el hombre saltó hacia atrás, soltando al mismo
tiempo la cuerda que sostenía la puerta de hierro. Yo salté a por ella, pero ya
era tarde, pues la cuerda voló como un rayo por la polea y la pesada masa cayó
por su propio peso.
Mientras se cerraba la puerta
entreví el rostro de nuestro pobre compañero. Parecía paralizado por el terror.
Sus ojos se abrieron con terrible angustia, anonadados, y ningún sonido salió
de sus labios.
Y las púas hicieron su trabajo.
Por fortuna, el final fue rápido, pues cuando abrí la puerta de un tirón ya se
habían clavado tan profundamente que su cráneo machacado quedó clavado en
ellas, y con mi tirón lo arranqué de su prisión, por lo que, atado como estaba,
cayó al suelo hacia adelante con un repugnante sonido blando, volviendo lo que
antes había sido su cara hacia mí al derrumbarse. Corrí hacia mi esposa, la
alcé y me la llevé fuera, pues temía por su razón si, al recobrarse del
desmayo, veía aquella escena. La dejé sobre el banco del exterior y corrí de
nuevo dentro. Apoyado contra una columna de madera estaba el guardián, sollozando
de dolor mientras se cubría los ojos con un pañuelo ensangrentado. Y sentada
sobre la cabeza del pobre americano estaba la gata, ronroneando fuertemente
mientras lamía la sangre que brotaba de las reventadas pupilas.
Creo que nadie me podrá acusar
de crueldad si confieso que tomé una de las antiguas espadas de ejecución y
partí en dos a la gata, que ni se movió.
EL INVITADO DE DRÁCULA
NOTA: El invitado de Drácula, fue escrito por Bram Stoker como primer
capitulo de su novela Drácula (1897), cima de la literatura gótica de terror y
que ha pasado a ser el mayor de los clásicos del género. Posteriormente este
texto fue suprimido por Stoker debido a la excesiva extensión de su obra Drácula.
Oscar Wilde dijo que
era "la novela más hermosa jamás escrita" y su mítico personaje
principal, vampiro y conde de Transilvania, fascinó, entre muchos otros
coetáneos, a Arthur Conan Doyle, con quien Stoker compartió la afición por el
espiritismo y las ciencias ocultas. Son innumerables las adaptaciones
cinematográficas que Drácula ha inspirado, así como las secuelas literarias y
teatrales que sigue originando.
Cuando iniciamos
nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire estaba
repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo momento en
que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre
Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el
sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar
la mano de la manija de la puerta del coche:
―No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece
claro, pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede
haber una tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se
retrasará ―sonrió―, pues ya sabe qué noche es.
Johann le
contestó con un enfático:
―Ja, mein Herr.
Y, llevándose la
mano al sombrero, se dio prisa en partir.
Cuando hubimos
salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:
―Dígame, Johann,
¿qué noche es hoy?
Se persignó al
tiempo que contestaba lacónicamente:
―Walpurgis
Nacht.
Y sacó su reloj,
un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande como un nabo, y lo
contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de
hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente
contra el innecesario retraso y me volví a recostar en el asiento, haciéndole
señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar
el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y
olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado.
El camino era totalmente anodino, pues estábamos atravesando una especie de
alta meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que
parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y
serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderlo,
le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me
gustaría que bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con
frecuencia mientras hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así
que le hice varias preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y
otra vez su reloj como protesta. Al final, le dije:
―Bueno, Johann,
quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo desea, pero cuénteme
por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.
Como respuesta,
pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que llegó al suelo.
Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y me imploró que no
fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo entendiese
el hilo de sus palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme algo, cuya
sola idea era evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y
decía mientras se persignaba:
―Walpurgis
Nacht!
Traté de argumentar
con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma no hablaba.
Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba hablando en
inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y acababa por
revertir a su idioma natal.... y cada vez que lo hacía miraba su reloj.
Entonces los caballos se mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto,
palideció y, mirando a su alrededor de forma asustada, saltó de pronto hacia
adelante, los aferró por las bridas y los hizo avanzar unos diez metros. Yo lo
seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. Como respuesta, se persignó,
señaló al punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia el otro
camino, indicando una cruz y diciendo, primero en alemán y luego en inglés:
―Enterrados...,
estar enterrados los que matarse ellos mismos.
Recordé la vieja
costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.
―¡Ah! Ya veo, un
suicida. ¡Qué interesante!
Pero a fe mía
que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.
Mientras
hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido de un lobo y
el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron muy
inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:
―Suena como
lobo..., pero no hay lobos aquí, ahora.
―¿No? ―pregunté
inquisitivamente―. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos estuvieron tan
cerca de la ciudad?
―Mucho, mucho
―contestó―. En primavera y verano, pero con la nieve los lobos no mucho lejos.
Mientras
acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a
pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire frío
sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un
aviso que una realidad, pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró hacia
el horizonte haciendo visera con su mano, y dijo:
―La tormenta de
nieve venir dentro de mucho poco.
Luego miró de
nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los caballos seguían
manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante como si hubiera
llegado el momento de proseguir nuestro viaje.
Me sentía un
tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.
―Hábleme del
lugar al que lleva este camino ―le dije, y señalé hacia abajo.
Se persignó de
nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:
―Es maldito.
―¿Qué es lo que
es maldito? ―inquirí.
―El pueblo.
―Entonces, ¿hay
un pueblo?
―No, no. Nadie
vive allá desde cientos de años.
Me devoraba la
curiosidad:
―Pero dijo que
había un pueblo.
―Había.
―¿Y qué pasa
ahora?
Como respuesta,
se lanzó a desgranar una larga historia en alemán y en inglés, tan mezclados
que casi no podía comprender lo que decía, pero a grandes rasgos logré entender
que hacía muchos cientos de años habían muerto allí personas que habían sido
enterradas; y se habían oído ruidos bajo la tierra, y cuando se abrieron las
fosas se hallaron a los hombres y mujeres con el aspecto de vivos y las bocas
rojas de sangre. Y por eso, buscando salvar sus vidas (¡ay, y sus almas!.... y
aquí se persignó de nuevo), los que quedaron huyeron a otros lugares donde los
vivos vivían y los muertos estaban muertos y no.... no otra cosa. Evidentemente
tenía miedo de pronunciar las últimas palabras. Mientras avanzaba en su
narración, se iba excitando más y más, parecía como si su imaginación se
hubiera desbocado, y terminó en un verdadero paroxismo de terror: blanco el
rostro, sudoroso, tembloroso y mirando a su alrededor, como si esperase que
alguna horrible presencia se fuera a manifestar allí mismo, en la llanura
abierta, bajo la luz del sol. Finalmente, en una agonía de desesperación,
gritó: «Walpurgis Nacht!», e hizo una seña hacia el vehículo,
indicándome que subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante esto y, echándome hacia
atrás, dije:
―Tiene usted
miedo, Johann... tiene usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un paseo a pie me
sentará bien. ―La puerta del carruaje estaba abierta. Tomé del asiento el
bastón de roble que siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta. Señalé
el camino de regreso a Múnich y repetí―: Regrese, Johann... La noche de
Walpurgis no tiene nada que ver con los ingleses.
Los caballos
estaban ahora más inquietos que nunca y Johann intentaba retenerlos mientras me
imploraba excitadamente que no cometiera tal locura. Me daba pena el pobre
hombre, parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a reír. Ya
había perdido todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad, había
olvidado que la única forma que tenía de hacerme comprender era hablar en mi
idioma, así que chapurreó su alemán nativo. Comenzaba a ser algo tedioso. Tras
señalar la dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me di la vuelta para bajar por el
camino lateral, hacia el valle.
Con un gesto de
desesperación, Johann volvió sus caballos hacia Múnich. Me apoyé sobre mi
bastón y lo contemplé alejarse. Marchó lentamente por un momento; luego, sobre
la cima de una colina, apareció un hombre alto y delgado. No podía verlo muy
bien a aquella distancia. Cuando se acercó a los caballos, éstos comenzaron a
encabritarse y a patear, luego relincharon aterrorizados y echaron a correr
locamente. Los contemplé perderse de vista y luego busqué al extraño pero me di
cuenta de que también él había desaparecido.
Me volví con
ánimo tranquilo hacia el camino lateral que bajaba hacia el profundo valle que
tanto había preocupado a Johann. Por lo que podía ver, no había ni la más
mínima razón para esta preocupación; y diría que caminé durante un par de horas
sin pensar en el tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin ver ni persona ni
casa alguna. En lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación.
Pero no me di cuenta de esta particularidad hasta que, al dar la vuelta a un
recodo del camino, llegué hasta el disperso lindero de un bosque. Entonces me
di cuenta de que, inconscientemente, había quedado impresionado por la
desolación de los lugares por los que acababa de pasar.
Me senté para
descansar y comencé a mirar a mi alrededor. Me fijé en que el aire era mucho
más frío que cuando había iniciado mi camino: parecía rodearme un sonido
susurrante, en el que se oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como un
rugido apagado. Miré hacia arriba y pude ver que grandes y densas nubes corrían
rápidas por el cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una
tormenta que se aproximaba por algún lejano estrato de aire. Noté un poco de
frío y, pensando que era por haberme sentado tras la caminata, reinicié mi
paseo.
El terreno que
cruzaba ahora era mucho más pintoresco. No había ningún punto especial digno de
mención, pero en todo él se notaba cierto encanto y belleza. No pensé más en el
tiempo, y fue sólo cuando empezó a hacerse notar el oscurecimiento del sol que
comencé a preocuparme acerca de cómo hallar el camino de vuelta. Había desaparecido
la brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las nubes allá en lo
alto mucho más evidente. Iban acompañadas por una especie de sonido ululante y
lejano, por entre el que parecía escucharse a intervalos el misterioso grito
que el cochero había dicho que era de un lobo. Dudé un momento, pero me había
prometido ver el pueblo abandonado, así que proseguí, y de pronto llegué a una
amplia extensión de terreno llano, cerrado por las colinas que lo rodeaban. Las
laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que descendían hasta la llanura,
formando grupos en las suaves pendientes y depresiones visibles aquí y allá.
Seguí con la vista el serpentear del camino y vi que trazaba una curva cerca de
uno de los más densos grupos de árboles y luego se perdía tras él.
Mientras miraba
noté un hálito helado en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en los kilómetros y
kilómetros de terreno desguarnecido por los que había pasado, y me apresuré a
buscar cobijo en el bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo cada vez más
oscuro, y a mi alrededor se veía una brillante alfombra blanca cuyos extremos
más lejanos se perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía ver el camino,
pero mal, y cuando corría por el llano no quedaban tan marcados sus límites
como cuando seguía las hondonadas; y al poco me di cuenta de que debía haberme
apartado del mismo, pues dejé de notar bajo mis pies la dura superficie y me
hundí en tierra blanda. Entonces el viento se hizo más fuerte y sopló con
creciente fuerza, hasta que casi me arrastró. El aire se volvió totalmente
helado, y comencé a sufrir los efectos del frío a pesar del ejercicio. La nieve
caía ahora tan densa y giraba a mi alrededor en tales remolinos que apenas
podía mantener abiertos los ojos. De vez en cuando, el cielo era desgarrado por
un centelleante relámpago, y a su luz sólo podía ver frente a mí una gran masa
de árboles, principalmente cipreses y tejos completamente cubiertos de nieve.
Pronto me hallé
al amparo de los mismos, y allí, en un relativo silencio, pude oír el soplar
del viento, en lo alto. En aquel momento, la oscuridad de la tormenta se había
fundido con la de la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan solo
regresaba en tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos momentos el
escalofriante aullido del lobo pareció despertar el eco de muchos sonidos
similares a mi alrededor.
En ocasiones, a
través de la oscura masa de las nubes, se veía un perdido rayo de luna que
iluminaba el terreno y que me dejaba ver que estaba al borde de una densa masa
de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, salí de mi refugio y comencé a
investigar más a fondo los alrededores. Me parecía que entre tantos viejos
cimientos como había pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en pie
que, aunque estuviese en ruinas, me diese algo de cobijo. Mientras rodeaba el
perímetro del bosquecillo, me di cuenta de que una pared baja lo cercaba y,
siguiéndola, hallé una abertura. Allí los cipreses formaban un camino que
llevaba hasta la cuadrada masa de algún tipo de edificio. No obstante, en el
mismo momento en que la divisé, las errantes nubes oscurecieron la luna y
atravesé el sendero en tinieblas. El viento debió de hacerse más frío, pues
noté que me estremecía mientras caminaba; pero tenía esperanzas de hallar un
refugio, así que proseguí mi camino a ciegas.
Me detuve, pues
se produjo un repentino silencio. La tormenta había pasado y, quizá en simpatía
con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar de latir. Pero eso
fue tan sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna se abrió paso
por entre las nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio, y que el
objeto cuadrado situado frente a mí era una enorme tumba de mármol, tan blanca
como la nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna llegó un tremendo
suspiro de la tormenta, que pareció reanudar su carrera con un largo y grave
aullido, como el de muchos perros o lobos. Me sentía anonadado, y noté que el
frío me calaba hondo hasta parecer aferrarme el corazón. Entonces mientras la
oleada de luz lunar seguía cayendo sobre la tumba de mármol, la tormenta dio
muestras de reiniciarse, como si quisiera volver atrás. Impulsado por alguna
especie de fascinación, me aproximé a la sepultura para ver de quién era y por
qué una construcción así se alzaba solitaria en semejante lugar. La rodeé y
leí, sobre la puerta dórica, en alemán:
CONDESA DOLINGEN
DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801
En la parte alta
del túmulo, y atravesando aparentemente el mármol, pues la estructura estaba
formada por unos pocos bloques macizos, se veía una gran vigueta o estaca de
hierro.
Me dirigí hacia
la parte de atrás y leí, esculpida con grandes letras cirílicas:
Los muertos
viajan de prisa
Había algo tan
extraño y fuera de lo usual en todo aquello que me hizo sentir mal y casi
desfallecí. Por primera vez empecé a desear haber seguido el consejo de Johann.
Y en aquel momento me invadió un pensamiento que, en medio de aquellas
misteriosas circunstancias, me produjo un terrible estremecimiento: ¡era la
noche de Walpurgis!
La noche de
Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas, el diablo
andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear; en
la que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su
reunión. Y estaba en el preciso lugar que el cochero había rehuido. Aquél era
el pueblo abandonado hacía siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y
en ese lugar me encontraba yo ahora solo..., sin ayuda, temblando de frío en
medio de una nevada y con una fuerte tormenta formándose a mi alrededor! Fue
necesaria toda mi filosofía, toda la religión que me habían enseñado, todo mi
coraje, para no derrumbarme en un paroxismo de terror.
Y entonces un
verdadero tornado estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció como si
millares de caballos galopasen sobre él, y esta vez la tormenta llevaba en sus
gélidas alas no nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia que
parecía haber sido lanzado por lo míticos honderos baleáricos... Piedras de
granizo que aplastaban hojas y ramas y que negaban la protección de los
cipreses, como si en lugar de árboles hubieran sido espigas de cereal. Al
primer momento corrí hasta el árbol más cercano, pero pronto me vi obligado a
abandonarlo y buscar el único punto que parecía ofrecer refugio: la profunda
puerta dórica de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la enorme puerta
de bronce, conseguí una cierta protección contra la caída del granizo, pues
ahora sólo me golpeaba al rebotar contra el suelo y los costados de mármol.
Al apoyarme
contra la puerta, ésta se movió ligeramente y se abrió un poco hacia adentro.
Incluso el refugio de una tumba era bienvenido en medio de aquella despiadada
tempestad, y estaba a punto de entrar en ella cuando se produjo el destello de
un relámpago que iluminó toda la extensión del cielo. En aquel instante, lo
juro por mi vida, vi, pues mis ojos estaban vueltos hacia la oscuridad del
interior, a una bella mujer, de mejillas sonrosadas y rojos labios,
aparentemente dormida sobre un féretro. Mientras el trueno estallaba en lo alto
fui atrapado como por la mano de un gigante y lanzado hacia la tormenta. Todo
aquello fue tan repentino que antes de que me llegara el impacto, tanto moral
como físico, me encontré bajo la lluvia de piedras. Al mismo tiempo tuve la
extraña y absorbente sensación de que no estaba solo. Miré hacia el túmulo. Y
en aquel mismo momento se produjo otro cegador relámpago, que pareció golpear
la estaca de hierro que dominaba el monumento y llegar por ella hasta el suelo,
resquebrajando, desmenuzando el mármol como en un estallido de llamas. La mujer
muerta se alzó en un momento de agonía, lamida por las llamas, y su amargo
alarido de dolor fue ahogado por el trueno. La última cosa que oí fue esa
horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo fui aferrado por la gigantesca mano y
arrastrado, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía reverberar con el
aullido de los lobos. La última cosa que recuerdo fue una vaga y blanca masa
movediza, como si las tumbas de mi alrededor hubieran dejado salir los
amortajados fantasmas de sus muertos, y éstos me estuvieran rodeando en medio
de1a oscuridad de la tormenta de granizo.
Gradualmente,
volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego una sensación
de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada; pero poco a poco
volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos.
Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo lo
largo de mi espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin
embargo, me atormentaban; pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor
que, en comparación, resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una
pesadilla física, si es que uno puede usar tal expresión, pues un enorme peso
sobre mi pecho me impedía respirar normalmente.
Ese período de
semiletargo pareció durar largo rato, y mientras transcurría debí de dormir o
delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en los primeros
momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía
de qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el mundo estuviese
dormido o muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal cercano.
Noté un cálido lametón en mi cuello, y entonces me llegó la consciencia de la
terrible verdad, que me heló hasta los huesos e hizo que se congelara la sangre
en mis venas. Había algún animal recostado sobre mí y ahora lamía mi garganta.
No me atreví a agitarme, pues algún instinto de prudencia me obligaba a seguir
inmóvil, pero la bestia pareció darse cuenta de que se había producido algún
cambio en mí, pues levantó la cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí los
dos grandes ojos llameantes de un gigantesco lobo. Sus aguzados caninos
brillaban en la abierta boca roja, y pude notar su acre respiración sobre mi
boca.
Durante otro
período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido por un
aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a lo lejos,
escuché un «¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé
cautamente la cabeza y miré en la dirección de la que llegaba el sonido, pero
el cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía aullando de una extraña
manera, y un resplandor rojizo comenzó a moverse por entre los cipreses, como
siguiendo el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló más fuerte y
más rápidamente. Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo rojo
se acercó más, por encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad
que me rodeaba. Y de pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote una
patrulla de jinetes llevando antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y
escapó por el cementerio. Vi cómo uno de los jinetes (soldados, según parecía
por sus gorras y sus largas capas militares) alzaba su carabina y apuntaba. Un
compañero golpeó su brazo hacia arriba, y escuché cómo la bala zumbaba sobre mi
cabeza. Evidentemente me había tomado por el lobo. Otro divisó al animal
mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego, al galope, la patrulla avanzó,
algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo mientras éste desaparecía por entre
los nevados cipreses.
Mientras se
aproximaban, traté de moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo lo que
sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de su monturas y se
arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre mi
corazón.
―¡Buenas
noticias, camaradas! ―gritó―. ¡Su corazón todavía late!
Entonces
vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir
del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces
y sombras, y oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se
agruparon, lanzando asustadas exclamaciones, y las luces centellearon cuando
los otros entraron amontonados en el cementerio, como posesos. Cuando los
primeros llegaron hasta nosotros, los que me rodeaban preguntaron ansiosos:
―¿Lo hallaron?
La respuesta fue
apresurada:
―¡No! ¡No!
¡Vámonos.... pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en esta noche!
―¿Qué era?
―preguntaron en varios tonos de voz.
La respuesta
llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un impulso
común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo
compartido que les impidiese airear sus pensamientos.
―¡Era... era...
una cosa! ―tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había derrumbado.
―¡Era un
lobo..., sin embargo, no era un lobo! ―dijo otro estremeciéndose.
―No vale la pena
intentar matarlo sin tener una bala bendecida ―indicó un tercero con voz más
tranquila.
―¡Nos está bien
merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos ganado los mil
marcos! ―espetó un cuarto.
―Había sangre en
el mármol derrumbado ―dijo otro tras una pausa―. Y desde luego no la puso ahí
el rayo. En cuanto a él... ¿está a salvo? ¡Miren su garganta! Vean, camaradas:
el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.
El oficial miró
mi garganta y replicó:
―Está bien; la
piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo habríamos hallado
de no haber sido por los aullidos del lobo.
―¿Qué es lo que
ocurrió con ese lobo? ―preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza, que parecía
ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban firmes, sin
temblar. En su bocamanga se veían los galones de suboficial.
―Volvió a su
cubil ―contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que temblaba
visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor―. Aquí hay bastantes
tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido!
Abandonemos este lugar maldito.
El oficial me
alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios hombres me
colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó con los
brazos y dio la orden de avanzar; dando la espalda a los cipreses, cabalgamos
rápidamente en formación.
Mi lengua seguía
rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar silencio. Debí de
quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie, sostenido por
un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba una
rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre, sobre la nieve. El
oficial estaba ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían
visto, excepto que habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido por un
gran perro.
―¡Un gran perro!
Eso no era ningún perro ―interrumpió el hombre que había mostrado tanto miedo―.
Sé reconocer un lobo cuando lo veo.
El joven oficial
le respondió con calma:
―Dije un perro.
―¡Perro!
―reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba
ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo―: Mírele la garganta. ¿Es eso obra
de un perro, señor?
Instintivamente
alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres se
arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se oyó la
calmada voz del joven oficial:
―Un perro, he
dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
Entonces monté
tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos
un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre Saisons; el oficial me
acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su caballo y
los demás regresaban al cuartel.
Cuando llegamos,
Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a mi encuentro que
se hizo evidente que había estado mirando desde dentro. Me sujetó con ambas
manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la
vuelta para alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara a mis
habitaciones. Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias
efusivamente, a él y a sus camaradas, por haberme salvado. Él se limitó a
responder que se sentía muy satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los
pasos necesarios para gratificar al grupo de rescate; ante esta ambigua
explicación el maître d'hôtel sonrió, mientras el oficial se excusaba,
alegando tener que cumplir con sus obligaciones, y se retiraba.
―Pero Herr
Delbrück ―interrogué―, ¿cómo y por qué me buscaron los soldados?
Se encogió de
hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y replicó:
―Tuve la buena
suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me autorizara a
pedir voluntarios.
―Pero ¿cómo supo
que estaba perdido? ―le pregunté.
―El cochero
regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado cuando los
caballos se desbocaron.
―¿Y por eso
envió a un grupo de soldados en mi busca?
―¡Oh, no! ―me
respondió―. Pero, antes de que llegase el cochero, recibí este telegrama del
boyardo de que es usted huésped ―y sacó del bolsillo un telegrama, que me
entregó y leí:
BISTRITZ
«Tenga cuidado
con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo echasen
a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su seguridad. Es inglés,
y por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los lobos y
la noche. No pierda un momento si teme que le haya ocurrido algo. Respaldaré su
celo con mi fortuna.
Drácula.
Mientras
sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi alrededor y,
si el atento maître d'hôtel no me hubiera sostenido, creo que me hubiera
desplomado. Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo
corriente e imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el
juguete de enormes fuerzas..., y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me
hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección; desde un lejano país había
llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del peligro de la
congelación y de las mandíbulas del lobo.
LA CASA DEL JUEZ
Próxima la época
de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder
estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también
desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus
encantos. Lo que buscaba era un pueblo donde nada le distrajera del estudio.
Frenó sus deseos de pedir consejo, pues pensó que cada uno le recomendaría un
sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos.
Malcolmson deseaba
evitar las amistades así que decidió buscar por sí mismo. Hizo su equipaje, tan
sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró
un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los
trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en
Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus
pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para
proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del lugar, y tomó
una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban
regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme
muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos
que los que pueda tener un desierto.
Al día siguiente
de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que
una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró un lugar que
satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad.
Realmente, tranquilidad no era la palabra apropiada para aquel sitio;
desolación era el único término que podía transmitir una idea de su
aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo
jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y
situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro
de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un
edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le
gustaba a Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si
lo consigo me sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que
estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de
correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que
alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado
local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que
confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar
la casa.
―A decir verdad
―señaló― me alegraría por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa
durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera
acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha
levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de
acabar con él es ocuparla.... aunque sólo sea ―añadió, alzando una astuta
mirada hacia Malcolmson― por un estudiante, que desea quietud durante algún
tiempo.
Malcolmson juzgó
inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo prejuicio; sabía que sobre
aquel tema podría conseguir más información otro lugar. Pagó por adelantado
tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se
comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De
ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y
bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y
provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le
dijo dónde pensaba alojarse.
―¡En la Casa del
Juez no! ―exclamó, palideciendo.
Él respondió que
ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada.
Cuando hubo
terminado, la mujer contestó:
―¡Sí, no cabe
duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le
pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en
contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban de esa manera, porque
hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de
otra parte de la región, pero debían de ser al menos unos cien o quizá más)
había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a
causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se
enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la
casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie
la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era de que allí había
algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de
Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en
la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad de que sus
palabras pudieran preocuparle.
―Es que esas
cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven,
se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío,
y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera
que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en
el tejado.
La pobre mujer
hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además de
regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se
tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
―Pero mi querida
señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre
que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la
cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos algos; por otra parte, mi trabajo es
demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente
preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica las
permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios
suficientes para mí!
La señora Witham
se encargó amablemente de su ministrarle provisiones, y fue en busca de la
vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de
horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham,
que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos llevando
paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto
que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran
todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de
huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por
lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces curiosidad por ver
el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan
temerosa que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni
un solo instante.
Tras examinar la
casa, Malcolmson decidió ocupar el comedor, que era espacioso como para
satisfacer sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora
Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados
los bultos, Malcolmson vio que, con bondadosa previsión, la mujer le había
enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de
marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma
puerta, se volvió para decir:
―Quizá, señor,
ya que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que no le
venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la
noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que
quedarme aquí encerrada con toda esa clase de.... de cosas que asomarán sus
cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme.
La imagen que
acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente. La
señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido
cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte
no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
―Le diré a usted
lo que pasa, señor, ―dijo― Los duendes son toda clase de cosas... ¡menos
duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y
tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se
caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es
viejo... tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y
escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿Imagina usted que no va a verlos?
¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las
ratas.... ¡y no crea otra cosa!
―Señora Dempster
―dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza― ¡sabe usted
más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi
estima hacia su salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y
le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi
alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
―¡Muchas gracias
por su amabilidad, señor! ―respondió ella― Pero no puedo dormir ni una noche
fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow y si pasara una
sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos de seguir
viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una
vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor,
vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
―Mi buena
señora, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le estoy
profundamente agradecido a difunto señor Greenhow por haber organizado su casa
de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que m vea privado por la
fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no
habría podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió
secamente.
―¡Ah! ustedes
los señoritos jóvenes se asustan de nada. Puede estar seguro de que encontrar
aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a
trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su
paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba) se
encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y
la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora
Witham.
―¡Esto sí es
comodidad! ―dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé
cenar volvió a sus libros: echó más leña al fuego, avivó la lámpara y se
sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once,
cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y hacerse
una taza de té. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una
sensación de delicioso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y
proyectó extrañas sombras en la antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos
el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces
cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas.
Seguro que no
han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando ―pensó―.
¡De lo contrario me hubiera dado cuenta! Luego, mientras el ruido iba en
aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos.
Resultaba
evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un
extraño y por la luz del fuego y la lámpara, pero a medida que pasaba el tiempo
se habían vuelto más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus
ocupaciones habituales.
¡Y eran
realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás de la pared, por encima del
cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y
arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: los duendes son las ratas y las ratas son
los duendes. El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios y
el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo
hechizo del estudio antes de que terminase la noche, cosa que le proporcionó
tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar una ojeada por la
habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose
por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido
abandonada. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente
labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro
mérito. Había algunos cuadros viejos en las paredes, pero estaban tan cubiertos
de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle. En su recorrido se
topó con alguna grieta o agujero bloqueados por la cabeza de una rata, cuyos
brillante ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con
un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó fue la cuerda
de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la
estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran
silla de roble tallado y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo
terminado volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mesa con el fuego a
su izquierda. Durante un rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo
rebullir pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se
acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió
de tal forma en trabajo que nada en el mundo, excepto el problema q estaba
intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto,
sin haber conseguido resolverlo, levantó la cabeza: en el aire notó esa
sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para
los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego,
tenía la impresión de que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que
precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a
levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un
profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su
sangre fría, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la
silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una
enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para
ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle
algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes
blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de
venganza. Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió
hacia la rata para matarla. Pero antes de que pudiera golpearla ésta, con un
chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la
cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el
resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso
fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble
se reanudó.
Esta vez no
consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera
se fue a la cama. Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando
llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la
mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó
discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado
de su trabajo nocturno, pero una taza de té lo despejó pronto y, tomando un
libro, salió a dar su paseo matutino. Encontró un sendero apacible entre los
olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace.
A su regreso
pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por su amabilidad. Cuando
ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum emplomada con
rombos de vidrios de colores, salió a calle a recibirle y le pidió que pasase.
Una vez dentro, miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:
―No debe
trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras veces. Estar
despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es
bueno. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe
cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que había
encontrado tan profundamente dormido cuando llegó!
―Oh, sí, todo ha
sido estupendo; todavía no me han molestado los algos. Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por
todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que se atrevió a subirse a mi
propia silla, junto al fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado
con atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana alarma y desapareció
allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a
la oscuridad.
―¡Dios nos
asista! ―exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al
fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy
verdaderas que se dicen en broma.
―¿Qué quiere
usted decir?
―¡Un viejo
diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh,
señor no se ría usted! ―pues Malcolmson había estallado una franca carcajada―.
Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen
estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios
que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena
señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus
temores.
―¡Oh, perdóneme!
—dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho
gracia.... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi
silla...
Y al recordarlo
se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el
rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había iniciado ya
antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el
susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento
junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como
otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo
correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y
arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de
sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus
ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el
fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos
ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire
travieso y juguetón. A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el
suelo o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra vez, cuando
empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas,
golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen
inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió
la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue
sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente, alzó la vista, como la
noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el
más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces
recordó el extraño suceso la noche anterior, e instintivamente miró a la silla
que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su
cuerpo.
Allá, al lado de
la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la
misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojos fúnebres y malignos.
Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas
de logaritmos, y se la arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata no se movió;
a que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo
la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la
campana. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida
inmediatamente por la reanudación de ruido de la comunidad. En esta ocasión,
como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de estancia
desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en sombras la parte
superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró su reloj y
observó que era casi medianoche, avivó el fuego y preparó una taza de té. Había
trabajado perfectamente y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se
sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con
delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gusta saber por dónde
lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en
práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de
ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón
derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que
tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si
llegaba el caso.
Finalmente,
levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima
de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no
pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su
grosor y el tiempo que llevaba sin usar. Se podría colgar a un hombre de ella,
pensó. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga
mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado por su alrededor. Esta vez no fue el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado por su alrededor. Esta vez no fue el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
Cogió los libros
uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos.
Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los
Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la
alcanzó! Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se
sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor,
inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí: ¡La Biblia que
me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a
sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas.
Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba
una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse y después de intentar
inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y
fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba
furtivamente por la ventana que daba al este. Durmió pesadamente pero inquieto,
y soñó mucho cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana,
su aspecto era de haber descansado mal, durante algunos minutos no pareció
darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió
bastante a la criada.
―Señora
Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la escalera, saque el
polvo y limpie bien todos esos cuadros.... especialmente el tercero a partir de
la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien
entrada la tarde estuvo Malcomson estudiando a la sombra de los árboles; a
medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban
progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había
conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces
le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió
hacer una visita a la señora Witham en El Buen Viajero. La encontró en su
confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue
presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a
gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una
serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era
casual, así que dijo sin ambages:
―Doctor
Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si
primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor
pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
―¡De acuerdo!
¿De qué se trata?
―¿Le pidió a
usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor
Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció
vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un
hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
―Así fue, en
efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y
mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo
fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa casa completamente
solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara
el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen
estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad
de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un
extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le
tendió la mano con una radiante sonrisa.
―¡Choque esos
cinco!, como dicen en América. Le agradezco su interés, y también a la señora
Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no
volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice Y esta
noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
―Estupendo. Y
ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.
Malcomson relató
con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez
en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que finalmente, al
llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la mujer halló
salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de
coñac no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de
creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó
tranquila preguntó:
―¿La rata
siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
―Sí, siempre.
―Supongo que ya
sabrá usted ―dijo el doctor tras una pausa― qué es esa cuerda.
―¡No!
―Es la misma que
utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este
punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo que
poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson
tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su
casa tan pronto como ella se hubo recobrado. Cuando la señora Witham volvió
totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de
qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.
El doctor
Thornhill respondió:
―¡Mi querida
señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención
hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle
en un estado de gran sobre excitación, por haber estudiado demasiado o por lo
que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven
tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más. Pero luego están las
ratas..., y esa sugerencia del diablo...Me habría ofrecido a ir a pasar la
noche con él, pero estoy seguro de que eso le hubiera humillado. Parece que por
la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo
que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso
y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me
mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se
alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
―Oh, doctor,
¿qué quiere usted decir?
―Exactamente
esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran
campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo
un mutis tan efectista como cabía esperar.
―Ya tiene allí
demasiadas preocupaciones ―añadió.
Cuando Malcomson
llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y que la
señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow
no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y
reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara esta bien
despabilada.
La tarde era muy
fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía
tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido
que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan
pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró
de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le
hacía sentirse acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño
hecho de que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata
(la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena.
Sólo estaba
encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el
techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza
luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento, brillaba
sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcomson se sentó a cenar con buen
apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó
firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese pues recordaba la
promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el
tiempo de que disponía.
Durante más de
una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos empezaron a desprenderse
de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las
que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo
que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en
un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez,
parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a
través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y
aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran
campana de alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates del viento,
pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera
moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el
suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo,
Malcomson recordó las palabras del doctor. Se acercó al rincón de la chimenea y
la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de
morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento
en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo
del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras
permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a
notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se
estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente
la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con
fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición;
la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese
instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había
cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo esto le
dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la
rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara,
que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la
derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la
noche anterior.
A la primera
ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara,
y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas
gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y
animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos
segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que
una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era el retrato
de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado,
maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de
rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara
era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una
expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcomson sintió frío, pues
en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó
la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres
desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de
las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la
pintura.
El juez estaba
sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de
una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que
yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de
horror, Malcomson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora,
y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña
presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba
la chimenea lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en
la mano.
Allí, en la
silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella
enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente
intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio.
La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era
de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de
inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se
secó el sudor y meditó un momento.
―Esto no puede
ser ―se dijo en voz alta―. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí
al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido
llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me
he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme
como un necio.
Se preparó un
buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba
así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito
silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la
lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo;
en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del
viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego
casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo.
Escuchó con
atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía
del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que
debía de producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de
la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó
sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda
estaba ya casi roída por entero; se podía ver un color más claro en el punto
donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la
tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de
roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como
una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse
a uno y otro lado.
Sintió por un
momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta de que la posibilidad de
comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero
este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando
el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien
dirigido, pero antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó
caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. MalcoImson se abalanzó al
instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las
sombras de la estancia.
Comprendió que
el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la
monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara
para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las
tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz,
cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared
destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcomson pudo ver, justo frente a
él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y
luego un gran miedo empezó a invadirle. En el centro del cuadro había un
espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio
como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes,
con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez
había desaparecido.
Estremecido de
terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a temblar como afectado por
un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole
incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo
podía ver y oír. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba
sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos
brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel,
mientras sostenía en sus manos un negro birrete.
Malcomson notó
que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de
prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y
el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le
llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del
mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil
como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de
horror.
A medida que iba
sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y
cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete
en la cabeza. Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó
el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su
contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos.
Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar
satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano.
Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se
encontraba Malcomson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces,
con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta.
Malcomson empezó
a darse cuenta en ese momento de que había caído en una trampa, e intentó
pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se
apartaban de él, y cuya mirada se veía forzado a sostener. Vio que el juez se
le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba
el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran
esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado
y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y
trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante
consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces,
sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con
ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación,
Malcomson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada
y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las
grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión,
puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse
cuenta de que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas.
Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del
pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su
peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que
el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado
su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el
juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcomson, los levantó, y un gesto
de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones
encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció
estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus
cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas
seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo.
Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue
abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante
pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcomson,
permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos
del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el
juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y
cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la
mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el
extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcomson, lo ató a la cuerda que
colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la
silla.
Al comenzar a
sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un gran
gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se
encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie
respondió.
Entonces la
echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de
todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la
gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa
maligna.