Estimados amigos de Bolsi & Pulp: Como recordarán, en nuestra encuesta para celebrar la década del blog, el libro ganador fue Y DESPUÉS... ¿QUÉ? del grandioso CURTIS GARLAND.
Esta es una novela de Ciencia Ficción, y más concretamente perteneciente a la colección LA CONQUISTA DEL ESPACIO de editorial Bruguera, fue publicada con el número 84 en el año 1972 y la portada es una obra del ilustrador Miguel García.
Esta es una novela de Ciencia Ficción, y más concretamente perteneciente a la colección LA CONQUISTA DEL ESPACIO de editorial Bruguera, fue publicada con el número 84 en el año 1972 y la portada es una obra del ilustrador Miguel García.
Con esta obra celebramos los diez años del blog, este primero de mayo del 2017.
¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros!
¡FELIZ CUMPLEAÑOS BOLSI & PULP!
Atentamente: ODISEO…Legendario Guerrero Arcano.
Y DESPUÉS... ¿QUÉ?
CURTIS GARLAND
PRIMERA PARTE — EL FIN DEL VERANO
«¿Mantendrá la Tierra aún su lugar entre los planetas? ¿Viajará con regularidad, en torno al sol..., solitaria ya? ¿Seguirán inmóviles las montañas, seguirán los arroyos su curso, cuando el hombre, dueño, poseedor y testigo de todas éstas cosas, haya desaparecido, como si jamás hubiera llegado a existir?...»
(De El último hombre, de Mary W. Shelley.)
CAPÍTULO PRIMERO
Había sido caluroso.
Extremadamente caluroso.
De todos los veranos se
dice lo mismo. Siempre son calurosos. Uno se pasa el invierno, la primavera y
el otoño anhelando que llegue el verano para disfrutar de sus calores. Cuando
llegan, uno empieza a maldecirlos, y reza por un soplo de aire fresco.
Así han sido siempre las
cosas. Así habían sido hasta entonces, y no había motivo aparente para no
pensar que seguirían siéndolo en lo sucesivo.
Pero aquel verano había
sido, quizá, incluso demasiado caluroso.
Había numerosos casos de
deshidratación. Y los animales aparecían muertos, en especial los perros,
asfixiados por las altísimas temperaturas. Otros llegaban a rabiar, y su final
era también la muerte. Por sus pasos contados, o acelerada por los equipos de
Sanidad,
La gente no padeció mucho
calor en sus casas. Nunca tenían calor ni frío. El clima artificial lo hacía
todo. Refrigeraba o calentaba los domicilios, los jardines, las calles
dedicadas al comercio o al paseo cotidiano, los vehículos para ir y volver del
trabajo o para disfrutar del fin de semana o de las vacaciones.
Sin embargo, había sido un
verano muy caluroso.
Cuando llegó setiembre,
las temperaturas estaban a un nivel intolerable. Intolerable cuando se averiaba
algún sistema de aire acondicionado y clima artificial, por supuesto.
Lo malo es que ya se
habían estropeado varios. En toda la ciudad.
Bart Barrow era uno de los
encargados de repararlos. Jadeando, sudoroso, pese al clima delicioso de su
taller, resopló al recibir la centésima llamada de urgencia, para que reparase
otro sistema de refrigeración hogareña.
—¡Qué el diablo se los
lleve a todos! ,—aulló, furioso—. ¡NO dispongo de cien manos ni de setenta
horas diarias para complacer a todo el mundo!
Y las llamadas seguían
acumulándose. Siempre igual: avería en la refrigeración. Los alimentos se
pudrían, la gente caía exánime, los animales se enfurecían peligrosamente, las
paredes de las casas quemaban...
Primero fueron cien casos
o poco más. Luego, quinientos. Y mil. Y dos mil...
El calor,
sorprendentemente, iba en aumento. No sólo dentro de, las casas sometidas a
unos rigores estivales a los que no estaban habituadas, sino en calles, plazas,
en la campiña...
Alguien dio la noticia,
despavorido, cuando regresó de una excursión pesquera al río cercano. Entró
como un desesperado en la ciudad, y gritó a cuantos quisieron escucharle:
—¡El río! ¡Está hirviendo!
¡Las aguas están en ebullición!...
Eso era insólito.
Quien más quien menos,
hizo su rápido cálculo mental. Si el agua necesitaba para hervir cien grados
centígrados, o doscientos doce Fahrenheit..., ¡es que no andaban lejos, de esa
terrible temperatura!
El Departamento de
Seguridad Civil tuvo noticias de ese suceso. Envió inmediatamente una brigada
de control al río.
Desgraciadamente, era
cierto. El río hervía.
La temperatura ambiente
era sólo de setenta y dos grados centígrados, lo cual también resultaba
insólito. Pero el lecho del río emitía calor subterráneo, convirtiendo al cauce
de agua en una especie de geyser prolongado. A su paso, el río era un mar de
humeantes burbujas.
El Servicio Meteorológico
pidió calma a los ciudadanos. Y les advirtió que, si sus hogares sufrían
averías en los sistemas de aire acondicionado, se refugiaran inmediatamente en
las casas de otros vecinos que no sufrieran el percance. Rogaba a todos cooperación
y fraternidad en el trance, y también advertía que los centros dotados de clima
artificial en perfectas condiciones estaban obligados a acomodar a cuantos
ciudadanos les fuera posible.
Se advirtió a la gente que
permaneciera atenta a los programas informativos de televisión. Era seguro que,
en breve plazo, el Gobierno haría una declaración especial.
Y el calor,
paulatinamente, seguía aumentando.
El pavimento, en la
ciudad, empezaba a parecer algo pastoso y adherente. Blando, espeso, era
imposible pisarlo. Se renunció a utilizar vehículos a ras del suelo. Los
helicópteros y aerovías fueron el único medio de transporte.
De diversos puntos de la
nación empezaban a llegar noticias alarmantes. La ola de calor se extendía como
una mancha de aceite.
Las comunicaciones,
alteradas por el terrible calor, empezaron a fallar. Los televisores recibían
una imagen muy confusa y un sonido salpicado de interferencias. Los centros
oficiales, bloqueados por las llamadas de todos los puntos; permanecían en
silencio. . Empezó a cundir el pánico.
Sobre todo, cuando los
incendios proliferaron, en la ciudad, y los bomberos advirtieron, angustiados,
que los depósitos de agua se secaban ó hervían. Los muros de algunos edificios
empezaban a agrietarse o a enrojecer, según el material de que estuvieran
compuestos. Los metales era imposible tocarlos. Ardían como puestos en una
fragua.
El pánico aumentó.
La ciudad ya no tenía
contacto alguno con el exterior. Teléfono, radio, todo en absoluto, por moderno
y dotado de medios visuales que tuvieran para comunicar entre sí las gentes,
eran un puro ruido y una interferencia constante que borraba toda señal.
La televisión local, en un
programa de emergencia, pedía calma. El Gobierno anunciaba su alocución para
una hora después. Pero todos sabían que ni entonces, ni una hora más tarde,
iban a poder escuchar ni ver nada en las pantallas de televisión.
El Servicio de Asistencia
Ciudadana prometió que establecería una conexión especial, captando el mensaje
de los gobernantes, para transmitir luego su resumen a la población.
Pero la población, salvo
raras excepciones, no oía nada, ni quería oír nada. Ni, desde luego, quería
continuar en aquella ciudad, siempre apacible y acogedora, convertida ya en un
infierno, salpicado de incendios; de muros resquebrajados, de suelos calientes
y pastosos, que cedían bajo cualquier presión, de plantas agostadas, de
animales muertos, de pájaros que caían de los árboles humeantes, con sus plumas
ennegrecidas o ardiendo.
Se encaminaron hacia las
afueras en todo vehículo que pudieran utilizar, o incluso aventurándose a ser
engullidos o aprisionados por el asfalto caliente y blando.
Hubo raras excepciones en
ese pánico colectivo, sí.
Y una de ellas fue
Parrish.
Ray Parrish. Fue una
excepción.
Otra fue ella. Lydia Kent.
Pero en Lydia era natural. ¿A dónde podía ir una muchacha inválida, paralítica?
Ray Parrish, sin embargo,
no estaba inválido. Ray Parrish podía moverse. Podía huir. Sólo que... no le
dejaban.
La cárcel se había quedado
desierta. Vacía. Los celadores, los empleados, los policías todos, habían
huido. Dejándole a él solo. El único preso. En su celda. Abandonado. Olvidado.
Ray Parrish no podía hacer
nada. Lo intentó, pero era inútil. Estaba encerrado allí. En medio de una
ciudad que estaba salpicada de llamaradas. Incluso ésa era ya la única
iluminación aquella noche de verano calcinante. Porque acababa de extinguirse
la luz. La central de energía estaba envuelta en llamas.
—Bueno... —suspiró Ray
Parrish, encogiéndose de hombros—. De todos modos, iban a achicharrarme
legalmente... ¿Qué más da así? Era mi destino...
Sacudió la cabeza. Sereno,
tranquilo. No tenía miedo. Nunca lo tuvo, y menos ahora. Se había hecho ya a
la, idea. Desde que mató a aquel hombre. Fue encarcelado. Iban a juzgarle a
finales del verano...
¡Qué ironía! Casi
resultaba divertido. Parrish rió entre dientes. ¡Finales del verano!...
Miró afuera. Nadie le
juzgaría ya. Aquella gente huía despavorida de la ciudad abrasadora. El aire
era irrespirable. Cosa curiosa: el clima artificial de la cárcel no había
sufrido averías. Así eran las cosas a veces. Podía respirar. Pero no sabía por
cuánto tiempo. La atmósfera, en las calles, era polvorienta, acre, abrasadora.
Y la ciudad,
prácticamente, estaba ya desierta. Se preguntó a dónde irían ahora los
ciudadanos, cuando los ríos hervían y los bosques estaban ardiendo. Y la
temperatura, según los indicadores termométricos del exterior, señalaba ya los
doscientos Fahrenheit. La gente herviría como el agua. La sangre sería pura
ebullición en las venas, rompiendo toda posibilidad vital.
Contempló el cercano
edificio. El hospital. Luces numerosas en las ventanas. Ya no había ninguna,
desde que la central de energía empezó a arder y se extinguió el fluido
eléctrico que producían los reactores nucleares.
Ahora no había luces. Todo
estaba oscuro: Pero las paredes no se resquebrajaban ni ardían. No estaban los
metales al rojo vivo. Sin duda, otro lugar con aire acondicionado en perfecto
funcionamiento. Muros refrigerados automáticamente, como la prisión.
La idea pasó por su mente.
¿Quedaría alguien allí?
Posiblemente no, claro.
Había visto salir a los
enfermos. Y a los médicos y enfermeras también. Todos despavoridos,
aterrorizados. Hubiera resultado cómico, de no ser tan patético, verles
envueltos en cualquier prenda, incluso en las sábanas de su lecho,
semidesnudos, tambaleantes, enfermos o heridos... Huyendo. Huyendo a alguna
parte, que ni siquiera sabían cuál podía ser.
Pero también de la prisión
habían huido todos en tropel. Todos menos él.
Podía ocurrir que alguien,
en el hospital, no hubiera podido salir, imposibilitado por alguna
enfermedad... De haber sido así, nadie se ocuparía de él. Como le había
sucedido a un preso, podía ocurrirle a un enfermo incapacitado. La gente olvida
todo. Olvida a los demás, cuando debe pensar sólo en sí misma. Si es preciso,
destruye para salvarse.
—Cielos... —musitó
Parrish, furioso, estrujando los barrotes, perfectamente fríos y sólidos—. ¿Es
que no hay medio humano de salir de aquí?
CAPÍTULO II
No. No había medio humano
de salir de allí. Ninguno.
Lydia Kent miró una vez
más sus piernas. Sus bonitas y esbeltas piernas. Muy bonitas, muy esbeltas,
pero inútiles. Inmóviles para siempre.
Suspiró, aferrando los
brazos de su silla de ruedas con energía, al final del largo corredor desierto,
entre fantasmales manchas blancas de uniformes sanitarios, sábanas derribadas,
ropas revueltas, abandonadas en la fuga masiva...
Miró con tristeza los ascensores
inmóviles, la escalera circular, interminable, desde aquel piso vigésimo
noveno. Imposible bajar. Imposible mover el sillón hacia alguna parte.
Regresó lentamente al
comedor en sombras. Las luces rojas de los incendios penetraban por los ventanales.
La cena estaba intacta en todas las mesas. No habían tenido tiempo de
terminarla. Ni médicos, ni enfermeras, ni enfermos.
Fue entonces, en el
momento en que empezaba a cenar, cuando la televisión local, dejó de emitir, y
estallaron huevos incendios, enfrente mismo del hospital, y alguien gritó en el
exterior que toda la ciudad iba a reventar de un momento al otro, y que el
suelo reblandecido de las calles se abría en boquetes ardientes, absorbiendo
cuerpos humanos, árboles y edificios.
Eso colmó el vaso. Empezó
la fuga desesperada.
Y ella... se quedó allí.
Olvidada de todos. Abandonada por todos.
Movió el sillón de ruedas
hasta el indicador de clima artificial. Respiró hondo.
—Está a topé —musitó—. No
puede descender más la temperatura. Pero afuera aumenta sin cesar... Ya
sobrepasa los ciento diez grados centígrados... ¡Todo debe hervir a estas
horas!
Se preguntó cuánto duraría
aquello. No podía, ser mucho. Si aumentaba el calor, los sistemas de
refrigeración se romperían. Empezaría a calentarse el hospital. Y eso sería el
fin.
El fin podía demorarse una
hora, dos, acaso tres, pero no más. Luego..., ¿qué sucedería?
Lydia Kent no tembló. No
sintió miedo. Respiró con fuerza. Eso fue todo.
Arrastró el sillón hasta
las mesas. Sentía apetito. A pesar de todo. Y la cena tenía buen aspecto.
Estaba algo fría, pero podía soportarse. Pensar que había algo frío, con todo
aquello allá afuera, casi resultaba una broma. Una terrible broma...
Cenó. Se sintió mejor al
tomar el café casi helado. Rió entre dientes, deslizando su sillón a un
ventanal. Las herméticas vidrieras de fibras antitérmicas asomaban a un caos
desolador.
La ciudad toda era una
pavesa negruzca: El suelo corría como un alud de lava. El asfalto era algo
rojizo, candente, goteando por las aceras. Arboles, jardines, casas... Todo
humeaba, hecho ruinas.
Ni un alma. Ni un ser
viviente. Ni hombres, ni perros, ni gatos, ni aves. Nada. Todo destruido.
No. Todo no. Quedaba aquel
edificio gris, sombrío. La prisión ciudadana. Le habían dicho que un hombre iba
a ser condenado a muerte, días después. No abundaban las penas capitales ahora
Pero aquel hombre había matado a otro.
El muerto era un
funcionario público, un político. Eso implicaba un juicio sumarísimo y pena de
muerte.
Sintió ganas de reír. ¡Pena
de muerte! Pobres hombres, qué ridículamente pequeños y estúpidos fueron
siempre... Se creyeron capaces de juzgar y condenar a los demás. Ahora, todos
habían sido jugados. Y condenados. Y ejecutados, incluso. Por alguien que era
más juez que todos.
Musitó Lydia, casi
cantando las palabras, con voz musical, absorta la expresión:
—«Llorarán y por ella
plañirán los reyes de la Tierra, los que con ella se entregaron al lujo y los
placeres, cuando vean la humareda de su incendio...» «¡Ay, ay de la gran ciudad,
de Babilonia, la ciudad poderosa! Porque en una hora ha venido tu castigo...»
(Apocalipsis, 18-9, 18-10).
Luego, permaneció absorta,
silenciosa.
Y hubo un chasquido tras
de ella. Se volvió, sobresaltada, haciendo girar el sillón rodado. Se
estremeció.
—El clima artificial...
—susurró—. Se ha estropeado...
Respiró hondo. Era el fin.
Hizo rodar lentamente su sillón, a través del comedor. Se encaminó al único
lugar donde, tal vez, sobreviviría aún un par de horas: las cámaras
frigoríficas del hospital, sitas en aquella planta.
Allá, en el gris edificio
de la prisión, hubo un chispazo brusco. Y los muros empezaron a tomar un color
cárdeno, y el metal se puso incandescente...
* * *
Torgal sacudió la cabeza,
con pesimismo.
—Imposible —dijo—. No lo
haré ya jamás.
—¿Por qué? —preguntó Alee.
—No hay tiempo.
—Torgal, ¿tú hablas del...
del tiempo? —se extrañó Alee, parpadeando.
—Bueno, no hablo del
tiempo —sonrió Torgal, con amargura—, sino de nuestro tiempo. El tuyo y el mío,
Alee.
—¿Qué puede sucedemos a
nosotros? Tú dijiste que esto era seguro...
—Y lo es, Alee. Lo es.
Completamente seguro. Hermético. Indestructible. Sólo que tú y yo... no podemos
salir de aquí para nada. Afuera está la muerte. El fin total.
—Sí, lo sé —miró de reojo
el indicador externo—. Trescientos veinte grados Fahrenheit (Unos 154 grados
centígrados). El mundo entero debe ser una enorme bola de fuego, Torgal.
—Ahí lo tienes. No fuego,
exactamente. Pero sí materia incandescente, ruinas, llamas, un suelo candente
como de lava... y ni un solo ser viviente, ni un rastro de vida orgánica.
—¿Cómo pudo suceder,
Torgal?
—Como suceden todas las
cosas —se encogió de hombros—. Una alteración de las leyes establecidas. Por
causas naturales, por un fenómeno cosmológico... o por error del ser humano. Un
error en, cualquier experimento, en una nueva energía ensayada... ¡Sólo Dios
sabe lo que fue, Alee! Lo cierto es que ocurrió.
—Fue una suerte que nos
sorprendiera aquí dentro a los dos...
—¿Suerte? —se encogió de
hombros Torgal—. No sé hasta qué punto, Alee. Alguna vez tendremos que salir de
aquí. Alguna vez se extinguirán las reservas de oxígeno, los alimentos, los
hidratos concentrados... Y entonces, ¿qué? Allá fuera, el aire será fuego; el
suelo, lava líquida..., y nosotros, los últimos en perecer. No habrá supuesto
mucha ventaja sobrevivir un tiempo para eso.
—Pero el experimento...
¡Torgal, puedes intentarlo, aunque sea aquí! —protestó Alee.
—¿Aquí dentro? —sacudió
otra vez la cabeza, sombrío—. No creo que resultara.
—No pierdes nada con
intentarlo. Ya lo tenemos todo perdido.
—Cierto. —Echó una ojeada
a la aguja del indicador de temperatura, con aire cansado. La aguja oscilaba,
con propensión a subir—. Todo, Aleo ,
—¿Entonces...? .
—No sé... —Se mordió el
labio inferior, profundamente preocupado—. Y si resulta, ¿servirá de algo,
después de todo?.
—Imagina... imagina que
esa situación dura poco tiempo... La teoría más inteligente y razonable que he
oído fue la del profesor Ulmer, al tercer día de calor.
—¿Cuál fue esa teoría?
—indagó, con escepticismo, Torgal.
—Que algo, una experiencia
cósmica de algún país, provocó una alteración en las leyes naturales del
universo. El Sol sufrió las consecuencias más directamente. Algo de su
superficie se dilató terriblemente. Fue cómo una erupción enorme. Millones de
toneladas de energía solar, de materia incandescente, en ebullición súbita,
proyectada hacia nosotros. Los astrónomos coinciden, en algo. Vieron claramente
protuberancias, ingentes, como burbujas colosales, en la corteza solar. Imagina
cada explosión solar de ese tipo. Hidrógeno en expansión, calor... Pero,
últimamente, dijo el Centro de Estudios Espaciales que el Sol tendía a
normalizarse. Si eso es cierto, durará unas horas, unos días... .
—Sí, admitamos que fuera
así —suspiró, pensativo, .Torgal—.Y después..., ¿después, qué, Alee?
Su interlocutor se quedó
pensativo. Inclinó la cabeza sin decir nada de momento.
—No sé —confesó al fin—.
Después... no sé.
—No te aflijas. Nadie lo
puede saber. Tampoco yo. Por eso te preguntaba antes: ¿es lógico aventurar unas
vidas... en este juego sin sentido?
—No es un juego. Es una
experiencia única, Torgal, tú lo sabes.
—Lo hubiera sido en
circunstancias normales. Así, no.
—No les quitarás nada que
puedan perder. Ni tan siquiera la vida, Torgal. Porque todos ellos..., ellos
dejaron ya de existir hace mucho tiempo.
Torgal asintió, mirando
pensativo hacia el ancho, misterioso cilindro plateado que se alzaba en el
centro de la cámara oblonga en que se hallaban, rodeados de muros asépticos y
lisos, sin aberturas de ningún género, sin otra cosa que indicadores, esferas
graduadas, complejos mecanismos, teclas y resortes de incógnita aplicación para
quien no fuese Torgal, ya que no todo lo conocía Alee tan a la perfección como
su compañero, creador de tanta maravilla técnica.
—Sí —musitó—. Dejaron de
existir hace mucho, Alee... . Pero ellos no piden volver al mundo. No lo
desean, posiblemente. ¿Tenemos derecho a obrar por nuestra cuenta, sin
preguntarles a ellos?
—El deseo de todo ser
humano ha sido siempre el mismo, Torgal, desde que el mundo es mundo: vivir. No
morir jamás, a ser posible.
—Desde que el mundo es
mundo —rió entre dientes Torgal, con amargura. Sus ojos grises, cansados, de
viejo y noble luchador infatigable por la ciencia, se fijaron en Alee. Luego,
en la temperatura del exterior, siempre creciente—. ¿Lo es aún, Alee?
—Tal vez no. No, ya nada
es lo que era. Ese calor secará los mares, provocará enormes nubarrones,
volverán diluvios sin fin sobre la superficie seca y abrasada de la Tierra...
Otra vez se evaporará el agua, y otra vez caerá torrencial... Y algún día
volverán los líquenes, los protozoos, la vida en simples protoplasmas,
marinos... Luego serán los saurios, los peces, los reptiles, las aves... Y los
carnívoros. Y el alba del hombre tal vez se repita..., en el mejor de los
casos.
—Eso es: en el mejor de
los casos. O quizá nuestro viejo mundo reviente, se rompa en pedazos, agrietado
por las convulsiones, seco por el calor, convertido en un único y gigantesco
volcán... —Torgal sacudió la cabeza, preocupado—. ¿Por qué condenar a nadie a
semejante destino? ¿Por qué sacar a unos seres de la noche eterna de los
tiempos para traerlos a un presente desolador y mortal?
—Porque hay que intentarlo
—dijo Alee, enfático—. ¡Porque debemos probar fortuna, intentar lo que sea,
para que el mundo no se extinga totalmente! Y sólo en tus manos está la posible
solución, Torgal. Sólo en tus manos...
—Sólo en mis manos...
—Cansado, se movió hacia los resortes—. Bien, Alee. Voy a complacerte. Voy a
traer a este maldito infierno que es nuestro mundo ahora... a los que,
posiblemente, sean los únicos supervivientes del futuro. Los últimos sobre, el
planeta... ¡Un puñado de seres que llevan siglos de sueño de muerte! Gente que
murió hace centurias...
Y presionó unos resortes y
teclas, con determinación.
Alee dio un paso atrás. En
el interior del tubo plateado hubo un raro, largo zumbido. Vibró el metal, se
hizo luminiscente. El resto de la cámara se tornó, por contra, oscuro, con una
penumbra azulada.
La vibración creció dentro
del tubo metálico. Alee y Torgal no quitaban de él sus dilatados ojos. Ojos
llenos de esperanzas, de temores, de angustias, de ilusiones, de fe en algo que
ni ellos sabían qué podía ser...
Pero eso sí: esperando
algo. Algo mejor que el fin y la destrucción. Algo mejor que vigilar el aumento
constante de temperatura en el exterior. Algo mejor que calcular el número de
millones de cadáveres calcinados o carbonizados que cubrían los paisajes terrestres
abrasados, los que serían engullidos por la lava ardiente, el asfalto goteante
o las grietas volcánicas. Algo mejor que imaginar al mundo en llamas, sin
vegetales ni agua, sin aves ni animales, sin hombres ni mujeres...
Esperando que la única
vida posible surgiera allí. De aquel cilindro plateado, misterioso y
fantástico, proyectado hacia lo desconocido, hacia un punto dimensional donde
espacio y tiempo, vida y muerte, eran casi una misma cosa. Y todo ello no era
apenas nada.
De repente hubo un chispazo
azul, violento.
El cilindro plateado
empezó a subir suavemente, sin ruido. Reveló, en su interior, una forma también
cilíndrica, pero translúcida, como de vidrio empañado. Ellos dos se miraron.
Luego contemplaron el interior del cilindro translúcido.,
—Lo logramos —susurró
Torgal, muy pálido y excitado—. ¡Lo logramos, Alee,! Míralos. Ahí están
ellos...
Y señaló las formas
humanas silueteadas borrosamente dentro del tubo...
CAPÍTULO III
Cuando el metal empezó a
ponerse candente, supo Ray Parrish que era su ocasión.
Su ocasión de intentar
evadirse. Su ocasión, también, de morir. Pero fuera de aquellos muros. En
completa libertad, aunque ya no sirviera para nada.
Se despojó de su uniforme
de tejido antitérmico, como todos los de la época. Envolvió sus manos y brazos
en él. Cargó contra la pared. Presionó sus barrotes y su sistema de seguridad,
que, ya al rojo vivo, se ablandó y cedió.
Poco después, la puerta se
abría, humeante. Ray Parrish se movió por entre muros que despedían fuego, por
entre paredes que se desgajaban, humeando, irradiando un calor angustioso:
Ya no había posibilidad de
un clima artificial, de un aire respirable. Todo se estaba terminando. Pero él
recordaba algo. El había tenido tiempo de pensar, encerrado en su celda.
Haciendo cálculos sobre una posibilidad de salir de aquella celda. Y ya había
salido. Ahora sólo era preciso que lo demás resultara también. Y a eso iba.
Resultó. Se dio cuenta en
seguida de que era el único lugar aislado del terrible calor de aquel verano
alucinante. Se aproximó, tocando la puerta con las manos en vueltas en el
tejido antitérmico, infinitamente más aislante que el ya anticuado amianto.
Estaba caliente el metal, pero mucho menos que en otros puntos. Era lógico: el
frigorífico de la prisión mantenía aun su gélida temperatura interior, a muchos
grados bajo cero. Su material aislante y sus procedimientos químicos de
congelación convertían aquel lugar en un refugio ideal..., al menos por el
momento.
Logró abrir. Y entró.
Avanzó, tras cerrar a espaldas suyas. Respiró con alivio el gélido ambiente
interior. Paseó entre auténticos muros, de alimentos en conservación. El frío
era intensísimo, pero ya no congelaba a nadie. De algún modo, el terrorífico
calor de aquel verano había logrado penetrar. Los blancos festones de hielo
goteaban ligeramente.
—Creo que puedo sobrevivir
sin helarme —se dijo. Luego, se encogió de hombros—. Y después de todo, ¿qué
más da morir congelado que abrasado? En la duda, prefiero esto...
Y se acomodó, dispuesto a
esperar.
A esperar no sabía el
qué...
El verano había terminado.
Lydia Kent miró su reloj
de pulsera automático. La fecha y la hora. Veintitrés de setiembre. Sí. Ya era
otoño. El fin del verano.
Tuvo una sonrisa amarga,
cuajada de ironía.
—¡El fin del verano!
—dijo. Y rió histéricamente—. ¡Dios mío, qué ridículo suena eso ahora!...
Pero, sin embargo, hacía
frío. Más frío que antes...
Miró los indicadores de
temperatura • del interior de los grandes frigoríficos del centro sanitario.
La aguja oscilaba.
Descendiendo. Con tendencia a alejarse más y más del nivel del cero. Realmente,
estaba empezando a enfriarse todo.
—No puede ser... —susurró,
saliendo de su somnolencia. Agitó la cabeza—. Llevo solamente unas horas. No es
suficiente para... para que todo haya terminado ya.
Hizo rodar el sillón por
los vericuetos blancos de los frigoríficos. Alcanzó la salida. Castañeteaban
sus dientes. Una escarcha blanquecina cubría sus ropas, su cabello, incluso sus
manos.
Salió.
Resultaba horrible. Ruinas
negruzcas. El abismo a la calle, delante de ella... Apenas una octava parte del
edificio en pie. Muros abatidos. Ni siquiera dos o tres yardas de corredor, más
allá del intacto pabellón frigorífico, respetado por el caos.
Alrededor, tinieblas. El cielo,
cubierto de vapores. Había bochorno, humedad. Empezó a transpirar. Aún debían
de tener, incluso en plena noche, unos sesenta grados centígrados sobre cero.
La ciudad era un desierto.
Muñones de casas y edificios, ruinas y cascotes, cenizas y pavesas, grietas
insondables abiertas en el asfalto derretido;..
Cerró los ojos, alucinada.
Y ella sola allí. Suspendida en el aire, a mucha altura sobre la calle, sobre
el suelo firme... Incapaz de moverse, incapaz de manipular hacia lado alguno su
silla de ruedas, único medio de desplazamiento posible...
Sintió ganas de llorar. Y
lloró.
En el silencio mortal de
la ciudad, su llanto ahogado fue audible. Y lo fue más aún al elevar su tono,
nerviosamente, con histerismo, con los nervios rotos.
Fue entonces cuando la voz
humana surgió allá abajo, a sus pies, como algo imposible.
—¡Eh! ¿Quién está ahí?
¿Quién llora?
* * *
Ray Parrish esperó
respuesta. No la hubo. No hubo llanto tampoco ahora.
Repitió su voz, con
potencia, mirando a lo alto:
—¿Quién está ahí? ¡Responda!
¿Hay alguien con vida?
El silencio otra vez.
Pero, finalmente, un murmullo, ahogado entre sollozos:
—Dios mío... ¡Dios mío,
hay alguien vivo! ¡Hay otra persona conmigo, en este cementerio!...
—Sí —afirmó él
rotundamente. Había notado que la voz era femenina. Se estremeció, al hablar
con potencia—: ¿Dónde está usted, quienquiera que sea? ¿Dónde?
—Aquí... arriba... En el
edificio del..: hospital... Planta vigésimo novena. .,
—¿No puede bajar?
—No... No puedo...
—¿No hay escaleras, muros,
algo donde asirse para intentarlo?
—No importa lo que haya.
No puedo... Soy... soy inválida.
Parrish se mordió el labio
inferior. Asintió, pensativo.
—Entiendo —musitó—. Sí,
entiendo... No se mueva. No intente nada. Trataré de llegar a usted.
—¡Las escaleras están
rotas, colgando en el vacío! ¡No lo haga! ¡Podría matarse!... —advirtió Lydia.
—Matarme... —Parrish rió,
mirando en derredor, al oscuro y silente vacío—. ¿Qué puede importar eso ahora?
Y se movió, decidido,
hacia el edificio semiderruido.
* * *
Se contemplaron. En
silencio. Se estudiaron mutuamente.
Lydia Kent era hermosa.
Joven y espiritual. Pero inválida.
Ray Parrish era joven,
fuerte y arrogante. Pero un recluso. A Lydia le bastó ver su ropa para
entenderlo. Era el uniforme de un reo. De un reo a muerte. Recordó haber
escuchado la noticia en los noticiarios televisados.
—Usted es Parrish —dijo—.
Ray Parrish, el... el:..
—El homicida, sí —afirmó
él, escueto—. ¿Le doy miedo?
—¿Miedo? —Ella se echó a
reír—. ¡Cielos, no! Claro que no...
—No hay ya homicidas por
el mundo —suspiró Parrish, frunciendo el ceño—. Tiene que asustarle ver a uno
delante de usted...
—Supongo que sí. Sin/
embargo, no me asusta.
—Usted sabe que maté a un
hombre. Sin dejarle que se defendiera.
—Lo sé todo. Las noticias
fueron amplias sobre el caso. Después de todo, como usted dice, ya no es
corriente matar hoy en día. Bueno, no lo era... , —señaló a la ciudad, oscura,
lóbrega, silenciosa—. Ahora ya nada es igual. Ahora, todo dejó de tener
sentido.
—¿Sabe por qué maté a
aquel hombre?
—Lo recuerdo muy bien. Era
un dirigente político. Un militar.
—Eso es, un militar. La
milicia ya no era necesaria, puesto que no había guerras. El quería justificar
su cargo. Quería la guerra. Empezaba a reclutar gente. Eran las nuevas Milicias
de la Defensa de la Paz. Mentira. Eufemismo puro. No defendía la paz, sino el
belicismo. Yo me negué a ser movilizado. Ninguna ley me obligaba a ello desde
que nací. Otros aceptaban dócilmente la recluta nueva. El militar provocó una
crisis fingida. Emitió • un decreto especial de recluta, adiestramiento
militar, de construcción de armas nuevas, ahora que ya no hacían falta armas...
porque nadie quería combatir. Incluso tenía elegido el enemigo hipotético. Un
país que le era poco simpático. Planeaba un truco, lo sé. Fingir una agresión
de ese país con esbirros suyos. El militar lo tenía todo dispuesto. Entonces,
yo me negué a ser reclutado. Me arrestaron. Fui conducido a su presencia. Me
amenazó. Si no aceptaba la orden de reclutamiento, sería encarcelado por
rebelde. Me refirió todos sus planes: necesitaba hombres jóvenes. Hombres
cultos e inteligentes, para cargos de oficialidad. Yo sería oficial, previo un
período de adiestramiento. Otros, los vulgares, la masa, serían soldados.
Vuelta a empezar. A lo de siempre.
—Y usted..., ¿qué hizo
entonces?
—Le maté —dijo, fríamente,
Parrish.
—Dios mío... —le miró,
horrorizada—. ¿Así de sencillo?
—Así de sencillo. Lo mismo
que no había guerras, tampoco había asesinos ni ladrones. Son etapas que se
superaron. No podía esperar esa reacción mía. Tomé su propia arma¡
inesperadamente. Se la arrebaté. Intentó luchar, quitármela. Llamó a sus
leales. Inútil. Disparé. Le maté en el acto. Era un crimen justo. Era un delito
válido. La vida de un tirano, de un belicista, a cambio de millones de vidas de
soldados y civiles de ambos bandos... Un muerto, en vez de millones de ellos.
Paz en vez de guerra... —Respiró hondo, y miró abajo—. Aunque, después de
todo..., ¿para qué? ¿Qué más da hablar ahora de todo eso, si ya tampoco la paz
o la guerra, la milicia o el paisano, lo bueno, y lo malo, perdieron su razón
de ser?
Hubo una pausa. Se miraban
ambos en silencio. Lydia sacudió la cabeza.
—No, no me asusta usted.
Aunque sea un asesino. Hay crímenes justificados, según las circunstancias.
Además..., Dios le juzgará, no nosotros.
—Dios... —Miró a lo alto,
a las sombras nubosas que descargarían cualquier día, en forma de diluvio
universal—. Sí. Creo que estamos solos con El. Muy solos...
Luego, tomó en sus brazos
a la inválida. Y descendió con ella, en un esfuerzo titánico, entre escaleras
medio derruidas, escalones colgando en el vacío, o muros donde cualquier
desgarro le servía para aferrarse.
El suelo de la calle
estaba muy caliente. El asfalto aún se reblandecía, pero no mucho. A su
alrededor, el aire olía a quemado, a fuego, a muerte acaso.
De un edificio medio en
ruinas se desmoronaron unos cascotes, dando una falsa impresión de vida en las
calles. Luego volvió el silencio.
—El verano ha terminado
—dijo Lydia, en brazos de Parrish.
—Sí. Ha terminado —rió
él—. Todo ha terminado.
—Hablo en serio. Estamos a
veintitrés de setiembre ya...
—Veintitrés... —pestañeó
Parrish—. Han pasado dos días desde que entré en los frigoríficos... Dos días.
Sí. Creí que eran sólo horas. Me dormí. Ese frío era tan grato...
—¿Cree que habrá alguien
más con vida?
—Depende. No lo espero.
Posiblemente son los dos únicos frigoríficos que soportaron.
—El verano terminó...
—Parrish miró a la oscuridad—. ¡Verano!... Y qué verano... Terminó el calor,
sí. Eso, al menos, es cierto.
—¿Qué cree que ocurrió?
—Nunca lo sabremos. —se
encogió de hombros—. No soy un científico, pero fue algo solar. Después, pasó.
Pero ya no quedaba nadie con vida. O casi nadie, puesto que estamos nosotros.
—El Sol... Siempre nos dio
vida. Y ahora... nos da muerte. ¿Por qué, Parrish?
—¿Por qué? ¿Por qué? El
hombre se ha estado preguntando durante siglos lo mismo. Siempre igual: ¿por
qué? Y muchas veces no encontró respuesta. Ahora tampoco la hay. Hemos cometido
demasiados errores, demasiados pecados de soberbia. Creíamos que las fuerzas de
la Naturaleza y de la Ciencia estaban dominadas a nuestro antojo. Y,
evidentemente, no era así.
—No, no era así —suspiró
Lydia Kent. Fue depositada suavemente en unos cascotes negros, casi fríos ya.
Miró arriba—. No podré andar sin mi sillón...
—Sí, lo sé. Se lo bajaré
ahora.
—¿Va a subir otra vez... sólo
por un simple sillón de ruedas?
—Es su medio de moverse,
¿no? Como si se hubiera dejado arriba sus piernas. Debo ir a por ello. Tenemos
que irnos de aquí.
—¿Irnos? ¿Á dónde? —abrió
ella mucho sus ojos.
—No sé. A cualquier parte.
En busca de algo o de , alguien.
—Nunca encontraremos a
nadie... ni nada.
—Tal vez. Pero al menos lo
intentaremos. Es una esperanza. Hacen falta esperanzas para sobrevivir en todo
esto.
—¿Valdrá la pena?
—No lo sé. No sé nada.
Sencillamente, quiero hacerlo. Porque hay que hacer algo, en vez de sentarse a
esperar la muerte. Sólo por eso, amiga mía... ¿Cuál es su nombre?
—Lydia. Lydia Kent.
—Bien, Lydia. Yo voy a
salir de esta ciudad, a buscar otra cosa, aunque no la haya. Usted, ¿qué piensa
hacer?
—¿Qué puedo hacer, sino
seguirle? —suspiró ella—. Cualquier cosa será mejor que quedarse sola en este
cementerio... .
—Perfecto. Esperaba que
obrase así. Voy a por su silla de ruedas. Después nos iremos, con algunos
alimentos y tabletas de hidratos. Me temo que no habrá mucha agua en ningún
punto del globo...
—Sí, Parrish. Iremos
adonde usted diga. Buscaremos lo que sea... Y después..., ¿qué?
—Después... —El se encogió
de hombros—. Sólo Dios lo sabe, Lydia...
CAPÍTULO IV
Estaban allí.
Eran ellos. Torgal lo
sabía. Alee, también.
Seis cuerpos. Seis formas
vivas, silueteadas dentro del tubo translúcido.
Tres parejas. Tres
hombres. Tres mujeres. Lo programado por Torgal.
Estaban inmóviles. Todavía
sin reacción vital. Como yertos, rígidos dentro del tubo vidrioso. Todavía en
período de transición, aún en un estado flotante entre el ser y el no ser.
Entre vida y muerte; entre sueño y realidad; entre pasado y presente. Entre la
oscuridad y la luz; entre Ayer y Hoy.
—¿Resultará bien? —se
preguntó en voz alta, ceñudo, frotándose el mentón, Torgal.
—Ha resultado ya —musitó
Alee, demudado por la emoción—. Ellos... ellos están ahí... Han venido desde el
Pasado, desde la Muerte...
—Pasado, presente,
futuro... Nacer, vivir, morir... —Torgal se encogió de hombros—. A veces, todo
eso carece de sentido, Alee. A veces, nada de ello importa demasiado, o no
tiene el exacto valor que le queremos dar... Lo que cuenta es que he logrado
trasladarlos a hoy, al momento actual. Y que empiezan a vivir... ¡Mira!
Alee se estremeció,
gozoso, presa de una excitación imposible de dominar.
Era cierto. Los seis
cuerpos flotantes, rígidos dentro del tubo vidrioso..., se movían. Vibraban,
agitaban sus brazos y piernas lentamente, como criaturas recién llegadas al
mundo, con su primer soplo vital, casi inconsciente.:.
—Despiertan del letargo de
siglos... —musitó Alee—. ¿Es eso?
—Sí. Es eso. La
comunicación fue perfecta. El traslado de los átomos, su concreción en el tubo
... Todo se cumplió matemáticamente. Alguien dispuso así las cosas en otro
tiempo, no sé aún cuándo. Pero lo sabremos cuando ellos salgan de ahí...
—¿Por sus ropas acaso? .
—No. No traen ropas. Ninguna ropa. Vienen como Dios nos trae a nosotros al
mundo, Alee. Solamente las infinitesimales porciones del átomo dotadas de vida
propia pueden viajar en el tiempo y el espacio... hacia cualquier fecha y lugar
en el curso de los seres y las cosas de la Creación...
Las criaturas rosadas, los
cuerpos humanos, desnudos en el tubo translúcido, se agitaban en forma
creciente. Parecían ávidos de salir de allí, de reunirse con los demás, de
volver a ser, realmente, ellos mismos. Fuesen quienes fuesen, porque sobre eso,
el experimento de Torgal nada preveía.
—Veamos ahora —susurró
éste, con una leve excitación, harto sorprendente en su frío y cerebral
temperamento—. Hemos logrado lo más difícil: conectar nuestros recursos
científicos con los de otras épocas. Las coordenadas de diversos científicos y
sabios coincidieron en mi aparato matemáticamente. Así, virtualmente, hemos
cazado, del lugar donde fueron puestos en hibernación prolongada, criaturas de
otro tiempo, seleccionadas por la ciencia de su momento para sobrevivir a su
época, esperando algo que nunca llegó: su despertar, su resurrección
científica.
—Nunca hubiera sido
posible, de no investigar tú esa materia, buscando establecer contacto mental
con otras épocas, para conocer los propósitos de sus científicos. De ese modo,
luego creaste el ingenio capaz de materializar aquí, ahora, lo que permaneció
en hibernación en el pasado, en otro lugar distante.
—La telepatía a través del
tiempo ha sido muy eficaz, aunque todavía sea imperfecta, Alee. Esperemos que,
realmente, haya valido la pena todo eso... precisamente ahora, en el fin de
nuestra propia civilización.
—Sí, esperemos... —musitó
Alee. Luego, señaló al tubo de materia translúcida—. Mira, Torgal... Están
golpeando los muros. Piden salir.
—Muy bien. En ese caso...,
abrámosles la puerta al presente —sentenció Torgal; solemne—. Y que Dios nos
ayude a todos. A ellos y a nosotros.
Luego, avanzó unos pasos.
Pulsó unas teclas.
El tubo de vidrio subió,
perdiéndose dentro del otro cilindro más ancho, de metal plateado. Flotó un gas
en la cámara. Seis cuerpos desnudos, mansamente, se posaron, como si fuesen
leves plumas, en el suelo acolchado. Reposaron allí.
Tres hombres. Tres
mujeres. Muy diferentes todos entre sí.
Sus párpados temblaron.
Abrieron los ojos. Contemplaron a Torgal y a Alee. Miraron en torno.
Y uno de ellos habló.
* * *
Habló. Y les defraudó.
Sonidos roncos, primarios,
guturales, brotaron de su garganta, por entre sus torpes labios gruesos. El
rostro, cubierto de negro, hirsuto vello crecido, era el de, un auténtico ser
rudimentario, un hombre de las cavernas o poco menos.
Broncíneo, musculoso,
rudo. Se puso en pie de un salto, agresivo y torvo, emitiendo sonidos
inarticulados, gruñidos propios de un hombre de Neanderthal más que de Un
Cromagnon, ya más inteligente, sensible y humano.
Luego, se abalanzó sobre
Torgal y Alee, con sus grandes zarpas simiescas, sus largos brazos, mezcla de
hombre y mono, extendidos en agresivo gesto, emitiendo un largo, ronco,
poderoso gruñido puramente animal. Tras él; la mujer que constituía su perfecta
pareja, una hembra recia, maciza, de ancas poderosas, muslos atléticos, pechos
prominentes y duros, larga melena desgreñada, belleza salvaje, violenta y ruda,
también se lanzó al ataque, lanzando aullidos furibundos.
—¡Cuidado, Torgal! —aulló
a su vez Alee, corriendo a tomar un arma del estante del muro, donde,
guardaban, en previsión de cualquier riesgo, sus armas más elementales
defensivas.
—¡No, Alee! —gritó
Torgal—. ¡No uses las armas, no lo hagas!
Y demostró que él solo
podía manejarse perfectamente frente a los dos desnudos seres de la
Prehistoria.
Para asombro de Alee, el
viejo, cansado y débil Torgal, hombre de cerebro y estudios, y no de músculo y
potencia física, venció con facilidad pasmosa al cuaternario y su compañera.
Lo hizo con sencillez. Con
increíble sencillez, ante dos seres de tal poder físico.
Le bastó adelantar sus
brazos, y poner sus manos crispadas en los cuerpos de ambos. Les empujó, sin
mucha fuerza aparente. Los dos seres retrocedieron, dando volteretas, y cayeron
de nuevo en el blando lecho circular, junto a los otros seres, tan desvestidos
como ellos mismos, y que les contemplaban con idéntico asombro y desorientación
con que lo hacía Alee.
—Cielos, Torgal, ¿cómo lo
hiciste? —jadeó Alee.
—Es sencillo —sonrió
Torgal—. Son como recién nacidos. Criaturas, dentro de su apariencia salvaje y
temible. No han recuperado sus fuerzas auténticas, tras la hibernación de
milenios. Lo irán haciendo lentamente. Muy lentamente. Pueden transcurrir
semanas, antes de que sean capaces de romper siquiera un vidrio de un puñetazo.
Pero cuando sean tal como fueron en su tiempo..., creo que no sólo el vidrio,
sino el metal podrán despedazarlo entre sus poderosos dedos.
—Para entonces, confío en
que se hayan civilizado algo y no se muestren tan agresivos, Torgal.
—Sí, yo también lo espero,
Alee. —Miró a los dos prehistóricos, agitándose como peleles en el lecho
esponjoso, que contemplaban y palpaban con estupor. Luego, dirigió su mirada a
los otros cuatro seres recién llegados de alguna parte, a través del tiempo y
el espacio, en período de resurrección tras la hibernación de cientos de siglos
quizá...
Eran dos hombres y dos
mujeres también. Muy diferentes las parejas entre sí. Imposible confundir a
unos con otros. Una pareja de altos, rubios y armoniosos personajes. La otra
pareja, la tercera...
Era la que provocó mayor
perplejidad en Torgal. Su mirada buscó la de Alee. Ambos pensaban lo mismo.
—Dios... —masculló Alee—.
¿De dónde salieron esos?
Torgal no contestó. Estaba
profundamente abstraído en el examen de aquellos dos seres, tan inquietantes
como sorprendentes.
No parecían seres de
ninguna época anterior. Más bien de algo por venir.
Cráneos abombados, muy
desarrollados, de piel pálida, transparente, de poderoso encéfalo, de enorme
frente tersa, casi bulbosa. De huesos que casi; eran quebradizos, translúcidos.
• De rostro extrañamente sereno, correcto, menudo, frío. De ojos claros, muy
claros y distantes. De cuerpo esbelto, más bien enjutó. Sin curvas en la mujer,
sin músculos en el hombre. Escaso desarrollo físico, en suma; tremendo
desarrollo mental, al parecer.
—No parecen... criaturas
de nuestro mundo —señaló Torgal, perplejo.
—Pero tienen que serlo,
¿no?
—Si, claro. Tienen que
serlo. Mi ingenio no tiene contacto alguno con otros mundos, con distancias
siderales... —¿Entonces...? —dudó Alee—.No localizo su origen, su naturaleza...
—Tampoco yo —convino
Torgal, preocupado.
—Tal vez preguntándoles
algo...
—Espera —rogó Torgal—.
Debemos hacer las cosas con orden. Es evidente que la primera pareja procede de
una época remota. No sé cómo pudieron quedar en hibernación. A no ser que
alguna causa natural lo produjese, su época no justifica su presencia aquí, ni
mucho menos. No existía la palabra, ni la cultura, ni la civilización. Por
tanto, no había modo alguno de conservar cuerpos humanos por medios
científicos. La propia ciencia aún no había nacido. Cuando menos debemos
situarles en la Era Zenozoica. En plena evolución del homo sapiens, hacia su
nivel actual, desde el eslabón anterior, el del Pitecántropo.... Al menos es lo
que imagino. No existe ninguna razón plausible, científica ni humanamente, para
que semejante pareja haya venido a nuestros días a través del Translator. Pero
ya que está aquí, aceptémoslo como es. Y tratemos de averiguar cómo y por qué,
Alee...
—En cuanto a los otros
cuatro...
—los otros cuatro parecen
perfectamente civilizados. Dos arios, no sé si vikingos o no, pero
evidentemente de una raza física y mentalmente desarrollada. Los otros dos...
son otra incógnita. La opuesta a la de los dos primarios. Yo diría, ateniéndome
a las deducciones lógicas de nuestra ciencia, que ellos son... seres del
futuro. Pero no pueden serlo, Alee.
—¿Por qué no? El
Translator actúa sobre el espacio-tiempo, ¿no?...
—El tiempo es relativo,
sí. Y actúo sobre él con mi ingenio. Pero aun dentro de su relatividad, Alee,
solamente he logrado adentrarme en el pasado. El futuro no existe aún. No ha
empezado. Por tanto, ¿cómo podría, normalmente, entrar en lo que aún no es nada
y está por venir?
—Según eso, Torgal..., lo
que fue/dejó de existir ya. Y lo que se borró, lo que desapareció, físicamente
es igual que lo que aún no empezó a ser.
—Eso es pura filosofía y
lógica de colegial —rió Torgal, sacudiendo la cabeza—. No, mi querido Alee. La
ciencia no es tan simple nunca.
—No lo será, pero esos
dos... están ahí. Y nunca hubo gente con ese físico.
Torgal frunció el ceño. Se
vio obligado a afirmar, con evidente disgusto.
—Sí —convino—... Eso sí.
Están ahí. Y no hay quien mueva tal razonamiento. Ahora dejemos de discutir.
Vamos a lo positivo. Interroguemos a todos ellos.
—¿A los seis?
—A los seis , sí.
—¿Cómo esperas hacerlo? No
con lenguaje normal, claro. Al menos, con los trogloditas. Ni con los
cabezotas....
—Cuidado. No les ofendas.
Pueden entenderte, —Torgal presionó un resorte—. Actuará mi máquina de ideas.
Espero que la traducción sea fiel. Es todo lo que tenemos para intercambiar
expresiones, pensamientos, conceptos...
Descendió sobre los seis
una especie de campana de vidrio luminiscente, verdoso, que se quedó flotando
sobre sus figuras. Las bañó en su luminosidad lívida. Los prehistóricos se
abrazaron, sobre el lecho esponjoso, revelando terror, inquietud, ignorancia.
Los dos rubios, de aspecto ario parecieron no impresionarse demasiado. En
cuanto a los de cabeza superdesarrollada,: revelaron astucia e inteligencia en
sus ojos pensativos.
Dos pantallas de una
materia especial, plástica, descendieron del techo. Una fue ajustada a los
mandos de Torgal, mediante un contacto magnético. Otro contacto; unió a la
segunda pantalla a un segundo casquete luminiscente que, despegándose del
mayor, fue descendiendo... hasta posarse a menos de cinco pulgadas de las
cabezas de la mujer y el hombre cuaternarios.
Estos intentaron moverse.
No lo lograron. Algo, dentro de aquel casquete, cayendo sobre ellos como un
suave baño vertical de luminiscencia azul, frenaba sus impulsos nerviosos y les
relajaba, sometiéndoles a una forzada inmovilidad.
—Atención, Alee —avisó
Torgal, solemne—. Empieza el interrogatorio...
Y comenzó a pulsar el
teclado de una especie de liviana, modernísima y ágil máquina de escribir o
linotipia. Los dos prehistóricos se estremecieron, sacudidos por algo. Alee
entendió. Eran ondas mentales, escritas por Torgal, y traducidas en imágenes y
conceptos visuales por la máquina traductora del científico. Tal y como se
reflejaban las imágenes en la pantalla adaptada a la mente de los interrogados,
así debían recibirlas ellos en su propio cerebro.
Imágenes rudimentarias,
primarias, empezaron a aparecer, en débil esbozo, sobre la pantalla que, a su
vez, mantenían Alee y Torgal ante sí. Cacerías de animales antediluvianos,
cavernas, armas de sílex o de hueso, pieles, costumbres bárbaras y primarias,
sangrientas luchas contra la Naturaleza, contra los animales gigantescos y
contra el mismo hombre...
Luego, de repente, frío.
Hielos. Glaciares. Terror y escalofríos en los interrogados. Grandes
extensiones de hielo. Animales congelados, bloqueados por enormes piezas
transparentes de hielo...
Y hombres. Hombres y
mujeres helados, dentro de bloques gélidos. Torgal entendió.
—¡Una era glacial! —dijo—.
Ya veo... Esta pareja estuvo en hibernación durante miles de años...,
¡conservada entre hielos de la. Prehistoria, en algún oculto rincón del mundo,
perdido entre nieves eternas! Eso 16 explica casi todo.
—No es un disparate. La
ciencia sólo se basa siempre en causas y leyes naturales... La hibernación
artificial existía ya de modo natural: por el frío.;. —Alee contempló a los dos
seres de la Prehistoria—. Pero aun así...
—Aun así, resulta todo
esto increíblemente raro, lo sé —aceptó Torgal. Estudió los «dibujos mentales»,
las rudimentarias imágenes reproducidas en la pantalla por la mente de los
interrogados—. Habrá que someterlos a un tratamiento de educación acelerada
psicomental, para adaptarles lo más pronto posible a nuestra época. Ahora les
dormiremos. Y seguiremos el interrogatorio...
Así se hizo. Una hipnosis
electrónica actuó sobre sus centros mentales, adormeciéndolos. El
interrogatorio científico continuó con la pareja de jóvenes de rubia cabellera
y ojos claros.
Esta vez, las respuestas
fueron más inteligibles y correctas, aunque en una lengua extraña, arcaica,
posiblemente extinguida ya:
—Ingra y yo, Vicker,
procedemos del norte de Europa. Fuimos cryonizados en espera de que nuestra
dolencia mortal tuviera curación posible... Acabábamos de casarnos, íbamos a
tener un hijo, y no quisimos que heredara nuestro mal, que era transmisible de
padres a hijos. No sé si llegaron a curarlo, pero lo cierto es que nunca nadie
nos despertó ya...
—¿Cuándo sucedía eso?
—quiso saber Torgal, grave el gesto.
—En la centuria veinte de
nuestra era —explicó la mente de Vicker, serenamente—. El mal era producido por
un virus, según creo. Nos volvíamos azules. Luego, nuestra piel se hacía
quebradiza como vidrio, sufríamos una parálisis progresiva... y todo el cuerpo
se tornaba una especie de estatua azul, petrificada, endurecida:..
—El mal de Khanttler
—dijo, escueto, Torgal—. La vitrofibrosis amebiana. Era una ameba. De origen
marítimo tropical. Se venció la dolencia hace ya siglos...
—Cielos... ¿Qué centuria
es ésta? —se asustó Vicker.
—Siglo veinticinco de
nuestra era. Y final... —suspiró Torgal, quien, sin añadir más, rebuscó en un
amplio armario de frascos, inyectables y drogas, empotrado en el muro, cuyo
panel deslizó previamente, mostrando el completísimo botiquín. Tomó unas
cápsulas y un inyectable, que introdujo en la jeringuilla. Se acercó a sus
«invitados»—. En menos de un minuto estarán a salvo ustedes. Y su futuro hijo,
si nace. Inyectó a ambos en su nalga, sin que protestaran hembra ni varón,
sencillos en su desnudez ante los ojos del científico. Luego, les hizo ingerir
las cápsulas.
—¿Ya ésta? —dudó Ingra.
—Ya está —convino Torgal—.
La ameba perecerá, atacada por esa droga poderosa, en menos de veinte minutos.
Son viejas dolencias ya resueltas.
—Pero nadie nos despertó
hasta ahora... —se quejó Vicker.
—Las malditas empresas de
cryonización, conservación en congeladores y todo eso —gruñó Alee—. Puro
negocio. Nunca pensaron en despertar a nadie otra vez. Ni creo que supieran
cómo hacerlo, los muy embusteros y sinvergüenzas...
—Gracias —musitó Vicker—.
¿Qué podría hacer por ustedes?
—Nada —sonrió Torgal—.
Sólo permanecer aquí, tratar de colaborar conmigo y con ustedes mismos. Después
de todo, se cumplió su deseo. Ya han resucitado...
—Ale preguntó si valdrá la
pena ahora, cuando nuestros seres queridos y nuestro tiempo se han quedado tan
atrás... —se quejó Ingra.
—Muchas cosas más se
quedaron atrás, hija mía —suspiró Torgal, amargamente—. Ya lo sabrán a su
debido tiempo. Ahora reposen un poco. Dentro de poco tiempo, cuando hayan sido
todos identificados, podrán disfrutar de su nueva vida...
Les durmió por medio de
ondas magnéticas, como a los prehistóricos. La dulce, rubia pareja nórdica, se
quedó abrazada, en reposo apacible. Como si cinco siglos hubieran sido sólo un
breve sueño. Y no habría resultado para ellos mucho más largo. ¿Qué era el
tiempo, después de todo, cuando se dormía?
—Ahora vamos a por los más
extraños de todos —musitó Torgal, inquieto— Interroguémosles, si ello es
posible...
Iba a disponer los
aparatos para la conversación entre seres de diferente tiempo, cuando tanto
Torgal como Alee se quedaron de una pieza.
—No hará falta tanta
complicación, Torgal —dijo, con voz perfectamente clara y audible, en su propia
lengua, el ser masculino de enorme cerebro desarrollado—. Podemos hablar así,
directamente, ¿no le parece?
—¿Eh? —masculló el
científico, aturdido, dando un paso atrás—. Hablan mi lengua, conocen mi
hombre... ¿Quiénes son ustedes dos... y de dónde vienen?
—Ella es Zoa-2007, mi
compañera. Yo soy Zen-5122. Venimos de un punto en el futuro, Torgal. Situado a
miles de años de este momento... —sonrió extraña, misteriosamente, el personaje
de cráneo translúcido, palpitante, y, sin embargo, de hermoso y pequeño,
rostro.
CAPÍTULO V
Llovió noches y días. Días
y noches...
Lluvia caliente,
abrasadora casi. Como agua en ebullición. Apenas inundaba los huecos dejados
por lagunas, fuentes, ríos, mares y estanques, se evaporaba, en forma de
vapores ardientes, que de nuevo descargaban, tras condensarse, en agua algo
menos caliente, aunque todavía en ebullición.
Y así un día, una noche. Y
otro día, y otra noche.
Y otro más, y otra más...
,
Así, como en las crónicas
bíblicas, cuarenta días y cuarenta noches. Y Otros cuarenta días, y otras
cuarenta noches...
La Tierra era una inmensa
bola de tierra calcinada y candente, de fuego y de vapores, de volcanes y de
pantanos. Y el mar se llenaba y se vaciaba, con increíble celeridad, cada vez
que el alud de lluvias torrenciales caía en tromba, para luego convertirse en
evaporaciones masivas, asfixiantes.
Pero, por fin, la tierra estuvo
lo bastante seca y fría.
Y el agua se quedó en sus
huecos naturales. Y llenó algunas tierras que fueron continentes, países y
pueblos.
Y dejó secos, profundos e
insondables, algunos abismos que antes fueron profundidades marinas, zonas
abisales. . Y el cielo empezó a despejar su velo de nubes y de polvo, de
cenizas y de ardor, para permitir asomar, tímidamente, el parpadeo de remotas
estrellas, insensibles a la caótica evolución terrestre.
Y un día, el sol asomó,
caldeando suavemente las montañas negras y los mares turbios, y los pantanos
musgosos, húmedos y calientes, donde empezaban a incubarse materias vivas,
partículas, protoplasmas que luego serían vida orgánica, vida inteligente, vida
animal, vida humana, incluso...
Ese día, dos seres, solamente
dos seres, semidesnudos y cubiertos de llagas, de heridas, de quemaduras y
ampollas, asomaron entre las lomas sin vegetación, contemplando las aguas en su
cauce apacible de nuevo, la faz nueva de un mundo nuevo y atormentado, como un
paisaje de pesadilla.
De los dos seres, sólo uno
caminaba. El hombre. El otro iba en sus brazos. No podía mover sus inertes
piernas..
—Ray...—musitó ella—.Ray,
la vida vuelve...
—Sí, Lydia. La vida
vuelve...
—¡Ray, el mundo se ha
salvado! —gritó ella, jubilosa.
—El mundo... —Un rayo de
sol le hizo estremecer, al tocar su piel quemada. Luego, jugueteó con los
cabellos de ella, luminosamente—. ¿Cuántos millones de años harán falta para
que otra criatura humana salga a la luz, Lydia?
—No tantos —sonrió ella,
maliciosa. Le miró, rodeando sus hombros en un abrazo—. El primer ser...
después del Apocalipsis... está al nacer, Ray. Recuérdalo...
—Cierto. —Él miró
amorosamente su vientre suavemente abombado. Luego, sonrió—. No pensaba ahora
en nuestro hijo, sino en otros hijos, en otros seres, en otras vidas posibles,
futuras, hipotéticas... Si todo va bien, Lydia, tendremos un descendiente
nuestro. El primer ser que habrá nacido..., después del fin del mundo. Pero
alguna vez llegarán otras vidas, otros seres, otras familias... Me refiero a
otra nueva forma de vida.
—Eso tardará mucho, Ray.
Tu y yo, ahora, en este momento..., somos Adán y Eva. ..
—Tal vez, —Miró,
sarcástico a su alrededor, al dantesco panorama de siniestras brumas, de aguas
fangosas, de líquenes y de pavesas—. Pero esto... no es el Edén.
—Puede serlo para
nosotros, Ray.
—Hace falta mucha
imaginación para ello —suspiró él—. Procuraré tenerla, amor mío.
Caminó a través del suelo
menos abrupto y menos calcinado. Se detuvo con ella en la orilla del agua. Se
miraron. El día era turbio, plomizo, con un cielo color cobre lívido, con un
sol extrañamente pequeño y como lejano, tras jirones de nubes color bilioso.
Aun así, pudieron verse en la superficie del agua. Ray tiró una piedra. Formó
círculos concéntricos, lentos y espesos...
—Fango —masculló—. Puto
barro. No son mares, sino pantanos...
Dejó a Lydia en el suelo.
Al hacerlo, se detuvo sorprendido. Estiró los dedos. Arrancó cuidadosamente
algo del suelo negruzco. Algo diminuto, frágil, pequeño... Una florecilla.
La primera. La única. Una
florecilla silvestre, espontánea, nacida al filo del fango. Era fea; parda y
azulada, con un tallo amarillento. Se la tendió a ella.
—Es hermosa —dijo,
admirada—. Una nor...
—No hay otra. Recíbela con
mi cariño, Lydia —murmuró él—. La única, la primera de todas las flores del
nuevo mundo y la nueva vida...
Ella besó la flor. Luego,
tembló, enroscando los brazos contra sí. Miró a Ray.
—Tengo frío... —susurró—.
Mucho frío, Ray.
—Es raro. Yo también...
—Se miró el brazo musculoso, cubierto de una epidermis que tiritaba—. Frío...
Ahora, después de abrasarnos vivos..., ¿cómo puede hacer frío, Lydia?
—No lo entiendo..., pero estoy
temblando.
El elevó sus ojos al
cielo. Miró, pensativo, tras los jirones de nubes, el disco débil y lejano del
Sol. Tuvo un repentino estremecimiento. Creyó entender.
—Dios mío, Lydia...
—gimió. .
—¿Qué ocurre? —Ella le
miró, sorprendida.
—El Sol...
—¿Qué le ocurre ahora al
Sol, Ray? El tuvo la culpa del final... El aniquiló a la Tierra...
—Ahora puede que haga lo
mismo. Definitivamente, Lydia —dijo entre dientes, con voz ronca, Ray Parrish.
—¿Por qué? No parece
quemar mucho...
—Eso es lo malo. No quema.
No da calor. Está lejano. ¿Entiendes eso? Lejos. Más lejos de nosotros que
antes...
—Es verdad... —se
estremeció ella. Miró al astro solar—. Parece tan pequeño, tan frío...
—Es pequeño. Y frío. No
calienta. Y lo peor es que creo que cada vez es más pequeño.
—¿Hacia dónde puede
alejarse el Sol ahora?
—No sé, Lydia. Ni siquiera
podría asegurar si él se aleja de nosotros..., o nosotros de él. Pero sea como
sea, si esto sigue..., pronto será noche eterna. Y vendrá el frío. Y vendrán
los hielos eternos... Una nueva Era Glacial, Lydia. El fin. El definitivo fin
de todo. Incluso de... de nosotros dos.
—Dios mío, Ray... —estiró,
desesperada, sus brazos hacia él. La atarazó Ray con fuerza—. ¿Por qué ha de
ser todo tan cruel con nosotros? Podríamos sobrevivir..., si no fuera por
eso... Tal vez te equivoques. Tal vez sea sólo una impresión pasajera...
—Ojalá. Pero me temo que
no, Lydia. Me temo que no!..
Miró de nuevo al cielo,
teniendo contra sí a Lydia Kent.
El Sol era pequeño. Más
pequeño. Parecía estar lejos. Muy lejos. Cada vez más lejos...
* * *
—Sí. Es cierto. Es el
Sol... Está más lejos. No da calor.
—Cielos, lo que me temía,
Alee...
—¿Qué es lo que temías,
Torgal?
—La órbita. La hemos
perdido. El cataclismo desplazó a la Tierra. Describimos una órbita elíptica
diferente. Eso explicaría el fenómeno. Nos vamos alejando del Sol, a una
tremenda velocidad. Volveremos a él un día, pero..., ¿cuándo? Cuando ya la
Tierra lleve cientos de años cubierta de hielos...
—¿Eso es peor que lo
sucedido con el calor?
—Infinitamente peor, Alee.
Es el fin. El de todos. Incluidos nosotros.
—Oh Dios; eso no es
justo...
—¿Qué sabemos lo que es
justo y lo que no lo es? —dijo Torgal, amargamente—. Acaso no teníamos derecho
a sobrevivir. No tenemos por, qué ser criaturas privilegiadas, cuando el
Apocalipsis llega. Y no vamos a serlo, después de todo. Los hielos envolverán
todo, lo aprisionarán, haciéndolo reventar con su presión. Este refugio, entre
otras cosas.
—Quizá haya un medio...
—No —suspiró Torgal—. No
lo hay, Alee. Ninguno.
Se quedó mirando hacia la
puerta. Entraron en la cámara Ingra y Vicker, Zoa-2007 y Zen-5122. Detrás, en
hosco silencio, él y ella. El nombré y la mujer de la Prehistoria, que incluso
carecían de nombre.
—Torgal, sabemos la verdad
—dijo Zen-5122—. Nos alejamos del Sol, en órbita elíptica. Tardaremos cientos
de años en volver a la posición anormal. Llegaremos más allá de Júpiter, para
iniciar luego el regreso orbital. Incluso alteraremos el equilibrio del sistema
solar, sin duda alguna.
—Usted sabe demasiadas
cosas, Zen-se sintió irritado Torgal—. ¿Quién le contó todo eso?
—No necesito que nadie me
lo cuente, como no necesité que usted hablara conmigo para saber su nombre y su
lengua. Sabe que no sólo leo los pensamientos, sino que mi mente puede ir más
allá de esos muros impenetrables que forman su refugio. He «visto» mentalmente
lo que ocurre con la Tierra y el Sol. Y he hecho mis propios cálculos mentales.
No era nada difícil.
—Si sabe calcular tan bien
las cosas, sabrá que esto no puede ser el fin —masculló con ira Torgal—. La
mejor prueba es que ustedes vivieron en el futuro, según me ha contado. Si hay
futuro, es que habrá vida, ¿no?
—Es un futuro lejano. Muy
lejano. Habrá pasado todo. Otros soles alumbrarán la vida terrestre. Pero ahora
sí habrá cataclismo. Es inevitable. Nos alejamos en el espacio. Nos helaremos.
Sabe, que no tiene medios para luchar contra ello.
—¿Eso es cierto, Torgal?
—quiso saber Vicker, adaptado ya a la lengua y conceptos dei presente, con los
prodigiosos ingenios de Torgal.
—Me temo que sí-resopló el
científico—. Desgraciadamente..., es cierto.
—De modo que todos vamos a
morir —musitó Ingra, abrazándose a su compañero rubio:
—Inevitablemente —sonó la
voz apagada de Alee.
Ellos se contemplaron
entre sí. Ceñudos, pensativos. Ahora, con voz gutural, fue el hombre
prehistórico, El, quien se expresó, todavía con cierta dificultad, pese a los
métodos educativos de Torgal, que habían ido modelando su mente y haciéndole
más inteligente, vivaz, civilizado, y dueño de un entendimiento y de un
lenguaje.
—No es justo —dijo, seco.
Su compañera meneó la
cabeza de largo cabello. Se la notaba todavía incómoda, dentro de su liviano y
flexible indumento plástico. Estaba habituada a su desnudez de siglos.
—No —corroboró—. No...
valía... la... pena... volver... a... vivir...
Torgal inclinó la cabeza,
apesadumbrado. Le pesaba su propia responsabilidad ante todos ellos. Se le
advertía hundido, desorientado, humillado incluso.
—Es cierto, amigos
—susurró—. Cometí un error. Un grave error. Pensé que todo terminaría tras el
calor. Vendrían los diluvios, qué estamos en disposición de soportar; vendría
una larga era de silencio y de quietud..., pero no una época glaciar. No los
hielos, el enfriamiento paulatino, la separación del Sol, perdiéndonos en el
abismo del espacio negro, sin luz ni calor. No supe preverlo. Merezco lo peor.
Los mayores insultos y desprecios, la ira de todos vosotros. Soy responsable de
cuanto os sucede.
El rubio Vicker avanzó,
tranquilo, sereno, majestuoso incluso. La fría, sagaz mirada del extraño
Zen-5122, todo lucidez mental y supersensibilidad psíquica, se mantuvo fija en
el nórdico, que se expresó con calma, sin ira ni emoción:
—Torgal, no quiero
acusarle de nada. Ni insultarle, por supuesto. Ninguno de nosotros lo haría/
Cierto que nosotros no pedimos venir a este momento, a esta época. Pero usted
lo hizo pensando en lo mejor para todos. Para el mundo, para un grupo de privilegiados
a los que la onda de su Translator pudiera captar, arrebatándolo a su tiempo y
lugar, para traerlo aquí. Sanó a Ingra y a mí de un mal mortal. Dio estudios e
inteligencia a él y a ella —señaló a los prehistóricos; luego, a los dos seres
del futuro—. En cuanto a ellos...
—En cuanto a nosotros,
nada tenemos que agradecerle.— cortó, glacial, Zen-5122.
—Vienen de una época fría,
deshumanizada, en que todos son números, parte de una colectividad, simples
cifras computadas —le acusó Vicker—. No tienen siquiera un nombre, sino unas
pocas letras y unas cifras para designarles. Allí les congelaron, en una
hibernación forzosa, como aquí se hizo en otros tiempos ir a galeras, a
trabajos forzados o a sufrir prisión perpetua. Torgal les sacó de ese sueño frío
y les trajo aquí. El pensó que obraba bien, y todo hubiera sido así, de no
ocurrir lo que le ha sucedido al mundo, Zen. ¿Todavía va usted a censurarle
acremente?
—Ese es su modo de pensar
—cortó Zen-5122, con aspereza. Sus ojos magnéticos centellearon. Su frente
tersa, translúcida, palpitaba, quizá a causa de alguna emoción especial—. Yo
tengo otra, Vicker. Y soy más inteligente que usted. Mucho más.
—No se lo discuto. Aquí no
se trata ya de inteligencia, sino de sentimientos humanos. —Miró a Torgal con
simpatía—. Y nuestro amigo sabe que puede contar conmigo en lo que sea.
—Gracias, Vicker —casi
hubo emoción en el tono de Torgal.
—Y... conmigo... —jadeó el
hombre primitivo—. Yo... no... quiero... morir..., pero... nadie... tiene...
culpa... de... ello..
—Son muy bondadosos
conmigo —suspiró Torgal. Movió la cabeza, con desaliento—. Pero en algo tienen
razón. No es justo que les trajera a este Apocalipsis. Creo que debo
reintegrarles a su lugar en el tiempo.
—Torgal... —susurró Alee—.
No prometas eso. No sabes si podrás... hacerlo.
—Lo intentaré, cuando
menos —respondió él, arrogante. Les miró a todos—. ¿Acceden?
—No lo sé. Intentarlo, no
costará nada. Si fracaso, todo seguirá igual.
—Muy bien —suspiró
Vicker—. Inténtelo.
No se habló más. El y ella
bajaron la cabeza. Zen-5122 y Zoa-2007 se mantuvieron con fría expresión,
rostro hermético, estudiando a Torgal atentamente.
Alee se encaminó al tubo del
Translator. Lo golpeó suavemente.
—¿Ya? —indagó de su amigo.
—Sí, Alee —susurró con
fatiga Torgal—. Ya.
—Entren aquí —pidió Alee—.
Y feliz regreso...
—A un sueño eterno, del
que ya nadie nos liberará posiblemente —musitó Vicker, con amargura. Estrechó
contra sí a Ingra—. Había empezado a sentir otra vez el ansia de vivir, ¿saben?
—Lo imagino —le respondió
el sabio—. Pero no vale la pena seguir. Ya sabe ahora cuál es la suerte
inmediata de nuestro mundo...
Avanzó despacio hasta los
mecanismos de acción de su invento. En silencio, los seis se situaron en su
lecho esponjoso. Empezó a descender el tubo translúcido. Torgal contempló a las
tres parejas casi con dolor.
—Había llegado a sentirlos
como algo mío, como criaturas que yo hubiese creado —musitó el científico.
—Pero no lo eran — le
recordó Alee—. Sólo son lo que fueron. Y ni siquiera era lógico que
sobrevivieran. No eres Dios, Torgal, por mucha que sea tu ciencia.
—De sobra lo sé. Solamente
me limité a pedirle a Dios conocimientos para llegar a algo beneficioso para el
hombre en sí. Evidentemente, pedí demasiado: Y no me fue concedido... Vamos ya,
Alee. Adiós, amigos todos.
El y Ella le contemplaban
con un sentimiento de pena y de afecto casi puramente animal Ingra y Vicker,
con simpatía y comprensión. En cuanto a los lejanos, fríos y asépticos
supercerebrales, Zen-5122 y Zoa-2007, se limitaron a contemplarle vacía,
lúcidamente. Sin revelar emoción alguna. Sin expresar sentimientos humanos;
como máquinas.
—Adiós —dijo secamente
Zen.
—Suerte, Torgal —le deseó
fervoroso Vicker—. Suerte en todo... y qué sus pesimistas predicciones sobre
nuestro mundo no se cumplan..
—Por desgracia, Vicker, no
hay otra solución — respondió Torgal—. Se cumplirán...
—A..: adiós... amigos...
—dijo roncamente él, con expresión entre estúpida y bonachona.
El cilindro siguió su
descenso sobre los seis.
El indicador de
temperatura externa marcaba ya una cifra inquietante: treinta y un grados de la
escala Fahrenheit bajo cero. Una equivalencia a treinta y cinco bajo cero de la
escala centígrada.
Era demasiado frío para
haber pasado por aquel caos ardiente y las lluvias tórridas, y el fétido aire
caliente de un planeta agostado y abrasado. De súbito, las temperaturas
descendían vertiginosamente El grado de intensidad de luz solar, sobre una
escala de cien era ahora de setenta y dos. E iba en descenso. El sol y ellos se
alejaban entre sí. Demasiado rápidamente ahora...
Zumbó el Translator. Iba a
comenzar el regreso de los seis seres, a sus respectivos lugares en el tiempo y
el espacio.
Torgal había fracasado. Y
lo sabía.
* * *
Entonces, súbitamente,
entró, en juego el inesperado factor.
Algo con lo que Torgal y
Alee no contaban Algo que Ray Parrish y Lydia Kent no podían imaginar.
Algo que cambió
radicalmente todo para ellos. Y para los seis «resucitados».
Ese algo llegó del cielo.
Del negro espacio cósmico.
Llegó a la Tierra en
agonía. No ,se sabía de dónde. Ni por qué.
Pero estaba allí. Y lo
alteró todo.
CAPÍTULO VI
—¡Mira, Ray! ¡Una estrella
fugaz!,—señaló Lydia con un grito—. Casi las había olvidado ya...
—No es una estrella fugaz
—negó Parrish, ceñudo, clavando sus ojos allá en lo alto, pensativamente.
—¿No? ¡Claro que lo es! Se
desplaza, se mueve, como si se acercara a nosotros...
—Es que se acerca a
nosotros. Pero no es una estrella, Lydia. Es algo diferente. Un cuerpo, en
movimiento por el cielo. Acaso...
—¿Qué?
—Acaso... una nave.
—¡Una nave! Imposible,
Ray. ¡Ya no hay naves en la Tierra!
—En la Tierra no, pero ¿y
en otros mundos?
—Otros mundos... Ray, ya
sabemos lo que había en otros mundos: silencio, soledad, ninguna vida
inteligente.
—Hablas de los mundos del
sistema solar, pero, ¿qué ocurrirá con todos los demás, con esos miles de
millones de mundos que pululan por el espacio sideral, Lydia?
—Una nave... —contempló la
lucecilla fugaz, desplazándose vertiginosa en la negra noche glacial, sobre la
Tierra desierta y silencioso—. ¿Qué nave?
—Eso sólo Dios lo sabe
—musitó Parrish, tratando de escudriñar, de ver mejor, de identificar aquella
luz, aquel centelleo en movimiento, cada vez más amplio, más próximo a la
superficie terrestre.
Cuando estuvo más cerca,
se extinguieron todas sus dudas. Era una nave.
Tenía una forma oblonga,
luminiscente. Se movía a enormes velocidades, y con una pasmosa facilidad de
maniobra.
Luego, de repente, se
detuvo. Flotó, suspendida, sobre el paisaje desolado. Encima de sus cabezas,
muy arriba, sobre las ruinas de la gran ciudad, extendidas al pie de la loma en
que ellos reposaban su soledad.
Finalmente, descendió con
un zumbido profundo. Removió las capas de aire gélido, y hubo como un soplo
cálido que agitó sus cabellos y azotó sus rostros.
Luego, entre las ruinas de
la vieja urbe aniquilada, la nave se detuvo. Y reinó de nuevo el silencio.
—Mira... —susurró Ray,
rodeando protector con su fuerte brazo a Lydia Kent—. Algo o alguien va a salir
ahora de ahí...
Y así fue.
* * *
El Translator comenzó a
funcionar.
Sólo comenzó. Para no
seguir. Hubo un brusco, violento chisporroteo. Todo lo invadió un fulgor, azul,
deslumbrante. Cegados, Alee y Torgal retrocedieron, cubriéndose el rostro con
sus manos.
—¿Qué sucede? —aulló Alee.
—¡Algo va mal, Alee!
—gritó Torgal—. ¡Cielos, espero que no sufra una avería el aparato, justamente
ahora!
Nuevos chisporroteos
brotaban del tubo translúcido. Asustados, los seis salieron del lecho circular
esponjoso con rapidez. Se quedaron contemplando aquellas explosiones de luz
crepitante, azul y cegadora.
Luego, con un nuevo
estallido que lanzó chispas en derredor, sin quemar nada, todo se quedó
silencioso. Rápido, Torgal fue al tubo, lo examinó, frenético, y consultó una
serie de indicadores electrónicos. Palideció.
—Dios mío... —susurró.
—Avería, ¿verdad? —dijo
heladamente Zen—. No podemos volver ya a ninguna parte.
Torgal se volvió. Le miró,
abstraído , confuso.
—Eso es pronto para
asegurarlo —replicó—. Intentaré repararlo...
—No podrá —negó Zen.
—¿Qué sabe usted?
—protestó Alee.
—Estos mecanismos son
primarios en comparación con los que conozco —cortó Zen-5122, con sequedad—. Mi
mente puede examinar a distancia sus circuitos, sus programaciones y sus
mecanismos más complejos. Estoy seguro de lo que le digo. La avería es
irreparable.
—¡No puede serlo!
—protestó Torgal—. ¡Le probaré que tengo razón!
—Hágalo. Pero no va a
serle posible, y lo sabe —una fría mueca desdeñosa apareció en el rostro
pequeño y delicado del hombre de cráneo desarrollado—. Sabe que he visto el
interior del aparato. Y que conozco la naturaleza de su avería.
—¿Qué clase de avería es
entonces si puede saberse, ya que usted conoce tanto todo lo que le rodea?
—Una descarga de gran
energía ha fundido los centros de programación, y ha desviado el sistema de
coordenadas espacio-tiempo —refirió con frialdad Zen-5122—. Posiblemente, en
circunstancias normales, podría usted repararlo, aunque en un largo período de
tiempo. Ahora, no. No posee energía suficiente de reserva. Las baterías
acumuladoras han quedado vacías, y los instrumentos averiados eran
delicadísimos y únicos. Admita su fracaso, Torgal. Ha perdido toda posibilidad
de enviarnos a ninguna parte. Ahora usted es el único responsable ya de cuanto nos
suceda en su maldita época.
Torgal bajó la cabeza,
sombrío. Alee se estremeció. Aquel endiablado ser, todo cerebro y saturado de
facultades extrasensoriales, había derrotado a Torgal. Era la verdad lo que él
decía. Con todas sus desastrosas y sombrías consecuencias para aquellas tres
parejas.
—No te desesperes —musitó
Alee, poniendo una mano en el hombro de su amigo—. No es culpa tuya. Todo
resultó mal, porque la suerte nos volvió la espalda... y porque los momentos
que vivimos no son como ningún otro anterior.
—Aun así, soy responsable
—jadeó Torgal, muy pálido. Paseó por la estancia, como un antiguo mago que ha
fracasado su alquimia—. Responsable de todo..., aunque no sé cómo pudo
producirse ésa descarga energética. ... No es natural. No hay energía así en
nuestro mundo actual...
—De algún modo se produjo,
eso es obvio.
—Sí, pero, ¿cómo? Es como
si algo... o alguien... hubiera lanzado un rayo poderoso contra mi Translator.
Sólo que... no hay nadie en la Tierra que pueda hacerlo, Alee.
—Y... ¿fuera de la Tierra?
—sugirió Alee, repentinamente excitado.
—¿Qué has dicho? —Torgal
humedeció sus labios, nerviosamente—. No, no es posible... Nadie vendría ahora
a la Tierra... procedente de... de otros espacios. Nunca ocurrió antes. Eran
paparruchas lo de los «objetos volantes» de otros tiempos. Jamás se comprobó
que todo eso... tuviera una base cierta, científica...
—Muchas cosas no son ya lo
que fueron. ¿Y si también en eso se han alterado las leyes universales y... y
alguien viene de... de Potros mundos?
Zen-5122 se había vuelto a
Alee al oírle hablar así. Torgal, de soslayo, observó, sorprendido, que el
rostro menudo y delicado del hombre del futuro, se contraía, por vez primera,
con algo parecido a una emoción humana.
Una emoción que podía
ser... miedo.
Miedo.
¿Zen-5122, el frío ser del
porvenir, todo cerebro, lucidez y falta de emociones... podía estar asustado?
¿De qué y por qué?
La poderosa mente del
extraño, del hombre que aún no había nacido, captó sus pensamientos con la
misma claridad que si estuvieran impresos y pudiera leerlos. —Sí, Torgal
—asintió con su natural frialdad de siempre—. Tengo miedo.
—¡Miedo! —Vicker pestañeó,
mirándole con asombro—. ¿Usted?
—Todavía creo tener mucho
de humano —replicó con acritud Zen—. Y estoy asustado. Por primera vez lo
estoy.
—Pero..., ¿por qué? —se
extrañó Ingra.
—Sí. ¿Por qué? —masculló
torpemente El, el prehistórico.
—Tengo miedo, porque
Torgal tiene razón en lo que teme. Y Alee en lo que sugiere. Porque ahora que
he razonado, esa descarga, energética no sería posible en la Tierra actual...
si ellos no estuvieran aquí.
—¿Ellos? ¿Quiénes? —se
interesó Torgal.
—Los que han venido. Los
que lanzaron esa descarga contra el Translator. Los que han venido a la
Tierra... a por ,mí y a por Zoa-2007.
Se miraron todos entre sí.
Zoa, instintivamente, se había acurrucado contra él, con un primer indicio de
femineidad, que rompía su gélida apariencia de siempre.
—Pero..., pero usted,
realmente, aún no ha nacido —protestó Alee—. ¿Quién puede venir del futuro...
en busca suya?
—Ellos, Alee —sonrió
tristemente Zen—. Y no vinieron solamente del futuro, sino de... de otros
espacios.
—¡Otros espacios!
—pestañeó Torgal, atónito—. Pero... pero usted..., ¿no es terrestre?
—No —riego apaciblemente
Zen-5122—. No soy un terrestre. Ni Zoa tampoco...—
* * *
Lydia Kent siempre había
sido paralítica... Siempre, desde niña, cuando sufrió aquel ataque..:
Ray Parrish jamás había
sufrido el menor defecto físico. Era fuerte, atlético, poderoso y Heno de
vitalidad. Nunca sintió lo que era un miembro paralizado en todo su cuerpo.
Ahora lo supo.
Y también ahora Lydia Kent
supo lo que era sentirse paralítica absolutamente de todo: brazos, piernas,
cuerpo, rostro... Todo paralizado... excepto la mente, que podía pensar y
razonar. Excepto los ojos, que podían ver, aunque no moverse en sus órbitas.
Los dos, paralizados.
Convertidos en rígidas, inmóviles estatuas humanas, allá en el alto del cerro
que dominaba la ciudad muerta y gris.
Los dos, frente a la nave
oblonga, luminiscente. Inmóviles. Paralíticos totalmente.
No podían hablar,
intercambiar entre sí comentario alguno, preguntarse qué les sucedía. Sólo
mentalmente les era posible interrogarse sobre la fantástica razón de aquel
estado suyo actual.
Eso ocurrió, justamente,
cuando la nave abrió un portón.
Y salieron ellos. Ellos...
Los ojos inexpresivos,
fijos, de Ray y de Lydia, les contemplaron absortos. Sin posible expresión,
porque su inmovilidad total lo impedía. Pero también con una luz profunda de
incredulidad y de maravilla, allá en el fondo de sus pupilas cristalizadas.
Por vez primera, Ray
Parrish se enfrentaba a algo o alguien de otro mundo. Por vez primera también,
Lydia Kent tenía ante sí un prodigio semejante. Y había tenido que suceder
precisamente ahora. Cuando sólo ellos podían admirar el hecho. Cuando no
quedaba en la Tierra nadie más para presenciarlo...
Hubieran querido hablar en
ese momento, intercambiar excitados comentarios, que bullían, silenciosos, allá
en el fondo de sus mentes, activas dentro de la inmovilidad física a que
estaban sometidos frente al objeto volante, oblongo, luminoso.
Hubiera querido decirle
Ray a Lydia:
—¿Ves eso mismo que yo
veo? ¿Es posible que así sean esos seres de otros planetas...?
Y hubiera querido
responderle Lydia en medio de su inmenso estupor:
—Ray, nunca imaginé nada
así...
Y, ciertamente, era
difícil imaginarlo. Era poco probable suponer que unos seres de otro lugar en
el espacio, pudieran ser así, como eran aquellos que ahora pisaban la
superficie del planeta Tierra, saliendo del interior de una nave desconocida y
fantástica.
Porque aquellos seres,
aquellas formas que se movían sobre el suelo calcinado del mundo... no eran
físicos. No eran materia.
No eran cómo ningún otro
ser conocido en la Tierra.
Eran, simplemente...,
humo.
Un humo luminoso, en
movimiento. Como chispas, formando un perfumo contorno incandescente, en
movimiento. Eran varias las formas alargadas, de humo luminiscente, irisado.
Y, súbitamente, esas
formas brumosas, esa especie I de viva neblina de luz, cobró forma. Se hizo
suave materia translúcida, como si estuvieran gestando unas maravillosas
criaturas envueltas en burbujas de luminosidad radiante.
De pronto parecieron seres
humanos. Se asemejaron a ellos, aunque ni Ray ni Lydia habían visto jamás
semejantes seres, tan esbeltos, de figura, tan pequeño su rostro, suave y
marfileño, corno hecho de luz y de seda, y tan abultado, tan desarrollado, el
cráneo.
Algunas veces, artistas
imaginativos habían calculado que así sería el hombre del futuro pero nunca,
nadie, les había visto, en realidad con semejante cabeza y tan impresionante
cerebro, en contraste con su diminuta faz, que tenía algo de hermosa, aunque
inexpresiva y fría.
Esas formas se movieron. Y
se movieron hacia la loma. Hacia ellos.
Flotaban, desplazándose
veloces¡ Llegaron ante Ray y Lydia, en breve tiempo. Se detuvieron allí.
Enfrente de ambos. Seguían como envueltos en nebulosas esféricas, algo
ovaladas. Como si un tejido sutil, hecho de estrellas, de luz, de niebla
fosforescente, les envolviera como una tela envuelve al que nace, cuando surge
del vientre materno.
Unos ojos radiantes,
hermosos y fríos, se fijaron en ellos. Pero no había nada de inquietante ni
aterrador en ellos.
—¿Quiénes sois?
Ray estuvo seguro de haber
oído la voz. Y Lydia también.
Estaban seguros, aunque
también se daban cuenta de que ellos no habían movido en momento alguno sus
labios. Eso sí, cuando repitieron la pregunta, Ray Parrish observó una especie
de pausado latido en sus frentes membranosas, que coincidían con las
vibraciones de aquella «voz» que sólo sus mentes eran capaces de captar.
—¿Quiénes sois vosotros
dos? —insistió en su pregunta el «extraño».
Ray quiso responder.
Decirle algo. Así como:
—Soy Ray Parrish. Ella es
Lydia Kent. Esperamos un hijo. Nos queremos. Somos una pareja feliz, incluso en
este horrible lugar que ves...
Quiso decírselo pero,
naturalmente, no pudo. Sólo su cerebro funcionaba. Sus músculos y nervios, no.
Estaba inmóvil. Como petrificado.
Sin embargo...
—Comprendo —dijo el
«extraño», siempre sin despegar sus labios, pero bien audible su voz para
ambos, y completamente inteligibles sus palabras, en el mismo lenguaje que
siempre habían hablado ellos—. Comprendo, Parrish. Os amáis. Sois marido y
mujer. O cosa parecida...
Maravillado, Parrish
entendió.
Sus cerebros. Sus mentes
hacían el diálogo. Bastaba pensar. Sólo que él no poseía el poder cerebral de
las criaturas luminosas y cambiantes. Pero ellos sí. Ellos eran capaces de
emitir pensamientos como si fuesen palabras.
Y en cualquier idioma eso
era obvio. A su vez eran capaces de «leer» en la mente ajena. Eran seres
superiores. Telépatas.
—Sí-afirmó el visitante—.
Somos telépatas, Parrish.
Era la prueba, definitiva.
Captaban todo lo que él pensara. Inmediatamente se dijo Ray si aquellos seres
serían enemigos, posibles adversarios suyos...
—No-negó el otro—. No
somos tus enemigos. Ni los de ella. Solamente queremos saber cosas de tu mundo.
Acabamos de llegar a él. Ignorábamos que estuviera habitado.
—No lo está —transmitió
Ray sus pensamientos—. No queda nadie. Solamente ella y yo. Somos los últimos
supervivientes de este maldito mundo destruido...
El «extraño» negó con
firmeza:
—Te equivocas. Hay otros
seres vivos en el planeta.
¿Otros seres? Ray hubiera
querido negar con energía, sacudir la cabeza. No pudo hacerlo. Su interlocutor
insistió:
—Hay otros, Parrish. Tú no
sabes que sobrevivieron, pero es así. Están en un hermético refugio... Ellos no
tuvieron que esconderse del fuego, del calor y de la lluvia. Ellos están a
salvo en un recinto cerrado, hecho a propósito para si un día sucedía algo así.
Era imposible. ¿Cómo podía
saber él todo aquello?
Se lo explicó en el acto:
—No es imposible. Yo sé
muchas cosas. Nosotros sabemos muchas cosas. Nuestras mentes captan cosas a
distancia. Ideas, imágenes, sucesos. Tenemos poderes que vosotros ni siquiera
imagináis.
—Pero eso de que haya
otros supervivientes... ¿Dónde están?
—En otra parte, de este
mundo. Dentro de un refugio científico. Se llaman Torgal y Alee. Son gente de
ciencia.
—Yo nunca oí hablar de
ellos.
—Tú no has sido
científico, sino luchador, rebelde... y homicida —el pensamiento del «extraño»
le llegó con rotunda claridad.
—Cierto. ¿Lo sabes todo
sobre mí?
—Casi todo. Lo que puedo
ver en tu mente, que es todo lo que tú sabes y recuerdas de tu propia vida.
—¿Qué clase de seres sois
vosotros?
—Diferentes. Eso es todo.
—¿Venís de muy lejos?
—Es relativo. La lejanía
no existe. Lo que para ti es infinitamente lejano, para nosotros es próximo,
vecino, inmediato...
—Estamos..., estamos
paralizados.
—Sí, lo estáis —una
sonrisa al asentir mentalmente. ¿Puede la mente sonreír? Parrish hubiera jurado
que sí. Que casi veía esa sonrisa.
—¿Es obra vuestra?
—En efecto. Tú sabes que
sí.
—Sólo lo imaginaba. ¿Por
qué lo hicisteis?
—Ignorábamos vuestra
naturaleza. Captamos vuestra presencia. Era prudente hacerlo.
—Vuestros poderes son
prodigiosos. Paralizar a distancia... A mí me ha sorprendido. Más que a ella,
claro. Lydia... Lydia... siempre fue paralítica.
—¿Sí? —sorpresa en su
interlocutor. Los ojos fríos se clavaron en ella. Lydia era una hermosa estatua
de: mujer, erguida bajo la noche del mundo—. Oh, entiendo... Una dolencia. Un
mal.
—Eso es: Solamente
paralizasteis el resto de su cuerpo. Sus piernas ya lo estaban.
Sí, ahora veo cómo es ella
realmente —asintió el «extraño».
—No íbamos a haceros daño
de todos modos.
—Lo sé. Pero entonces no
lo podía saber.
—¿Sois... mutantes?
—En cierto modo, sí.
—Primero os vi como simple
luz, como gas luminoso. Luego, tornasteis forma. Esa forma. ¿Cómo sois
realmente?
—Somos energía pura. Luz
en movimiento vital. No lo entenderías. Nos adaptamos a diversos medios. Aquí
adoptamos una forma.
—No es la nuestra. Sois...
sois más desarrollados de cráneo, más pequeños de estatura y corpulencia, con
un rostro pequeño...
—Sí. Somos ahora la imagen
viva de los habitantes de otro remoto planeta que conocemos mucho mejor que
éste. Pero podríamos adoptar tu propia forma, Ray. La de cualquiera de
vosotros..
—Entiendo. Es para
enloquecer, pero me llenáis de asombro, de maravilla...
—Es natural. Lo
desconocido siempre impresiona, hombre de la Tierra.
—¿Debemos permanecer mucho
tiempo aún en este estado?
—No —negó él—. No más
tiempo. Volved a poneros en movimiento. No hay nada que temer de vosotros. .
Hubo como un trallazo
vivido en el cuerpo de Ray n hormiguero eléctrico le recorrió desde la raíz de
los cabellos hasta la punta: de sus pies. Se volvió para tomar a Lydia en sus
brazos, antes de que ella cayera, al recuperar la normalidad, en pie con sus
piernas inválidas.
Para pasmo suyo, Lydia no
cayó. Lydia se mantuvo en pie.
Y al moverse... caminó
hacia él: Con rigidez en sus piernas. Pero moviéndolas. Como si siempre hubiera
tenido esa facultad. Como si ella fuese igual que todas las mujeres que habían
existido en el mundo.
—¡Lydia! —gritó
roncamente—. ¡Lydia, estás... estás andando!
—Sí, Ray... ¡Sí! —gimió
ella, temblorosa, sus ojos repentinamente húmedos de emoción, sus brazos
extendidos, sus manos crispadas, ávidas—. ¡Ray, estoy andando, puedo mover mis
piernas paralíticas!...
Cayó en sus brazos,
sollozando. Parrish giró el rostro hacia los «extraños» luminosos.
—Eso es —dijo la mente del
que era interlocutor suyo—. Puede moverse. Como tú. Como lo harían otros.
Después de todo... bastó un poco más de nuestra energía vital... para reactivar
y animar esos músculos y nervios paralizados.
—Pero..., pero no será
posible... ¡no será posible que esto sea... definitivo! —gimió Parrish,
emocionado.
—¿Por qué no? Claro que es
definitivo. No creo que su dolencia pueda ya jamás vencer a nuestra energía
vital... Nosotros, Parrish, no sufrimos enfermedades dolencias! No sabemos lo
que es el dolor ni nada parecido...
Parrish, con Lydia contra
sí, oprimida cálida, emocionadamente, no podía comprender tanta maravilla. Ella
lloraba, feliz como jamás había podido serlo.
—Gracias —musitó Ray—.
Gracias, amigos... Creo que nunca vi a nadie así. Creo que nunca ser alguno fue
tan bondadoso conmigo...
—No todos pensarán hoy
igual que tú, Ray Parrish —respondió la mente del visitante.
—¿Qué quieres decir con
eso?
—Hay alguien... Alguien
que ahora mora en el refugio de Torgal y de Alee... Ese alguien no pensará de
nosotros como piensas tú o piensa tu compañera..: De eso puedes estar
completamente seguro, Parrish.
SEGUNDA PARTE — EL INVIERNO DE LOS MUNDOS
«Con este ímpetu será
arrojada Babilonia, la gran ciudad; y no aparecerá nunca jamás. Ya no se
escuchará más en ti voz de citaristas y de cantores, de tocadores de flauta y
de trompeta. Ya no se encontrará más en ti, artesano de arte alguna. Ya no se
escuchará más en ti el son de la rueda del molino. Y no brillará más en ti luz
de lámpara.» (Apocalipsis, 18, vers. 21-22-23.)
CAPÍTULO PRIMERO
Torgal caminó unos pasos,
majestuoso.
El silencio en torno suyo
era impresionante. Nadie hablaba: Nadie comentaba nada ni se movía. Ni siquiera
Zen-5122 o Zoa-2007. Ahora, de súbito, Torgal parecía el centro de todo y de
todos. El centro mismo del mundo. Y de la Creación. De lo que quedaba, cuando
menos en la Tierra, de la obra misma de Dios.
—De modo que es eso
—murmuró—. Es eso, Zen. Huiste. Huiste de tu lugar en el tiempo y el espacio.
—Aproximadamente, eso es
lo que sucedió —suspiró Zen—. «Alteré las coordenadas para venir aquí. Para ir
a cualquier parte donde pudiera empezar de nuevo.
—Pero querías irte de
nuevo —acusó Alee.
—La Tierra no es lugar muy
envidiable ahora, ¿verdad?—fue la amarga réplica de Zen.
—Escucha esto, Zen —habló
Torgal, solemne—. ¿De qué planeta viniste?
—Uno muy lejano. Nunca
oísteis hablar de él. En otra galaxia.
—¿Qué galaxia?
—Andrómeda.
—Sí, es lejano —suspiró
Torgal—. Más de un millón de años-luz... Si volvías allá, ¿qué iba a ser de ti?
—No sé. Lucharía.
—¿Contra qué? ¿Contra
quién? .
—Contra lo de siempre; la
tiranía. Mi mundo no es tampoco envidiable. Demasiado perfecto. Terriblemente
perfecto. Somos máquinas deshumanizadas.
—Y ellos han venido a por
ti...
—Sí, seguro que sí.
—¿Agentes de tu Gobierno,
emisarios galácticos para prenderte?
—Sí, Torgal.
—¿Cómo pudieron saber que
estabas aquí?
—Ellos lo saben todo,
—¿Viajan en el tiempo?
—Por supuesto. Pero sólo
pueden hacerlo los especialmente dotados y adaptados a tal condición. No todos
están autorizados ni facultados para salir de su. Mundo y de su tiempo.
—Vosotros dos estabais en
hibernación. ¿Eso es cierto, Zen?
—Muy cierto, sí. De otro
modo, no hubiéramos podido ser absorbidos por tu ingenió. Es una hibernación
especial. Uno no queda inconsciente, sino lleno de consciencia. La mente
funciona en una especie de suspensión vital de todo su ser.
—¿Sois realmente así, con
ese mismo físico... o hay algo de mutante en vosotros?,—interrogó Torgal que,
evidentemente, no dejaba nunca cabo suelto alguno cuando se enfrentaba fría,
lúcidamente, a cualquier problema.
—No, no somos mutantes
—rechazó Zen 5122—. Somos , tal como me veis todos aquí. Y también ella, Zoa.
—Entiendo —Torgal caminó
hasta la máquina—. No puedo hacer nada ahora. La máquina está averiada, el
mundo se hiela en el peor y más largo de los inviernos de la historia. Y
«ellos», tu gente, están aquí... ¿Qué se puede hacer en ese caso?
—Nada —se quejó
Zen—.Absolutamente nada. Ellos son demasiado poderosos incluso para ti, Torgal,
con toda tu ciencia y tu inteligencia.
—Empiezo a darme exacta
cuenta de ello —suspiró el sabio. Meneó la cabeza con aire perplejo, abatido—.
¡Qué terrible experiencia!...
—De modo que la suerte
está echada —comentó Vicker, con cierta ira—. Ellos vendrán a por ti, Zen, y a
por tu compañera. Se os llevarán adonde pertenecéis... y nosotros, entre tanto,
quedaremos condenados a perecer aquí, entre hielos eternos, sólo porque el
ingenio fue destruido o averiado por quienes te buscan.
—Lo lamento —se disculpó
Zen-5122—. No puedo hacer nada por vosotros. No puedo luchar contra lo
invencible. Sé que soy responsable de que las cosas hayan sido así, de que ni
siquiera podáis volver a vuestro lugar en el tiempo, pero...
Dejó la frase en el aire.
Torgal alzó sus manos con énfasis.
—Está bien, dejad todo
reproche —habló—. No resolveremos nada arrojándonos culpas al rostro. De todos,
el mayor culpable soy yo, a fin de cuentas.
—Usted lo ha dicho —habló
Ingra, dulcemente—. No haya reproches, Torgal. No vamos a culparle a usted de
nada. Ni a nadie. Sólo a las circunstancias por las que atraviesa este mundo
nuestro. Y a hechos imprevisibles, como la llegada de quienes persiguen a esos
dos infortunados seres. Por quienes, desde ahora, siento una profunda compasión
y una simpatía inevitable, aunque nunca simpaticé con ellos hasta este momento.
—Eres muy amable, Ingra
—musitó Zoa, humanizándose. Movió pausada, su amplia cabeza, de platinados
cabellos, bella y delicada de rostro—. En nuestro lugar de Origen, en nuestra
época, no hay ternura. Ni humanidad. No hay nada bueno. Sólo tiranía,
mecanización, sometimiento, leyes completamente frías y crueles...
—Lo entiendo —asintió
Ingra. Miró a los demás—. Bien, ¿qué podemos hacer ahora en tanto esperamos lo
que haya de suceder?,
—Nada —respondió Torgal—.
No se puede hacer nada. Sólo eso: esperar... no sé siquiera el qué.
Hubo una pausa, un tenso
silencio. Zen-5122 dio unos pasos, inquieto.
—No hay que esperar mucho
—jadeó—. Llegarán pronto.
—Este lugar es hermético/
y está oculto en un lugar insospechado —comentó Alee—. ¿Creéis que podrán
alcanzarlo?
—Ellos alcanzan todo lo
que se proponen —susurró Zen.
—Sí, evidentemente, así
debe ser —convino Alee, pensativo—. Cuando lograron destruir a distancia el
aparato de Torgal...
Otro silencio. Curioso,
Vicker se acercó a Zen. Súbitamente, la adversidad común había aproximado unos
a otros a aquellos personajes traídos de diversos lugares del tiempo y del
espacio.
—¿Cómo es, realmente, tu
mundo? —indagó.
—Similar a la Tierra.,
Pero sólo en su aspecto general.
—Me refería a vuestro modo
de vivir, a vuestra forma de gobierno y costumbres...
—Terrible, Vicker. Una
dictadura demoníaca., Cada ser es un número. La comunidad es una máquina con
millones de engranajes. No somos muchos. Los enfermos, los inútiles, los
ancianos, son aniquilados. Es la ley.
—Tremendamente absoluta,
Vicker —confesó Zen—. Los hijos se procrean artificialmente. El amor está
prohibido. Los niños que nacen han de ser fuertes. Mentalmente fuertes, se
entiende. Se les somete a una serie de pruebas. Si fallan, son eliminados
también.
—Es atroz.
—Las ciudades son frías
colmenas. Se vive mecánicamente, sometido al sistema. Robots y ojos
electrónicos controlan todo. El aire, los muros, todo son espías invisibles.
Escudriñan minuciosamente tu cerebro, tus pensamientos. Ni bloqueando éstos
puedes eludir a los» vigilantes. Son perfectos sistemas de control de la masa
viviente. La seguridad para el Gobierno.
—Y... ¿los gobernantes?
Zen pareció estremecerse,
temblar. Sus ojos, acaso por primera vez, revelaron algo extraño, profundo y
oculto. Algo muy parecido al terror. Si es que no era, realmente, terror.
—Dejemos eso —susurró,
alterado.
Y dio media vuelta,
alejándose de Vicker y de Ingra, para sentarse cerca de Él y Ella, los
cavernícolas de la prehistoria, que le contemplaron curiosamente, quizá sin
entender del todo cuanto sucedía, ya que su cerebro no había experimentado el
desarrollo suficiente para ello, por mucho que se esforzase Torgal en su
intensiva enseñanza psíquica y mental de ambos primates.
—¿Qué le ocurre a Zen?
—indagó Ingra.
—No sé —Vicker se acercó a
Torgal—..Debe haber algo espantoso con relación a sus gobernantes. Nombró una
serie de cosas alucinantes y, sin embargo, no quiso hablar de eso, y hasta creí
ver el pánico en sus ojos...
—Sólo Dios sabe lo que
oculta su mente —comentó Torgal, estudiando de soslayo al hombre de otro tiempo
y otro planeta—. No es tan malo como parecía. Simplemente, también es humano,
aunque pretenda ocultarlo. No ha hecho mella en él su sistema de vida, sino de
un modo relativo. Quería luchar por su libertad individual, pero eso, allá en
su mundo, debe de ser un gravísimo delito.
—Y ni siquiera le dejan
escapar a ese infierno...
—Ni siquiera eso —convino
el sabio, con amargura—. Pobre Zen, pobre Zoa..
Hubo un silencio.
Luego, repentinamente, se
percibió un zumbido creciente. Hubo una vibración. Oscilaron algunas agujas
magnéticas, descompuestas, desordenadas. Todos se miraron entre sí. Zen dio un
leve salto.
—Ya están ahí —dijo, frío
el tono.
—¿Dónde? —quiso saber
Alee, en tensión.
—Afuera. Cerca. Muy cerca
—señaló un muro, donde empezaba a sentirse una trepidación especial—. ¡Ahí
detrás, junto al refugio!
—Cielos... —jadeó Alee— no
es posible... Estamos a mucha profundidad, bajo una corriente subterránea...
—No hay obstáculos para
ellos. Llegaron. Van a entrar...
Por si había alguna duda
de ello, ocurrió.
Ellos entraron.
Entraron súbita;
inesperadamente.
—¡Dios mío, son «ellos»!
—jadeó Alee, fascinado.
—No —negó inesperada,
sorprendentemente, la voz de Zen—. No son «ellos»...
Torgal, Vicker, Alee,
todos, revelaron su asombro. Sus miradas fueron de uno a otros. De Zen a los
visitantes... Y de los visitantes a Zen...
—¿Qué significa...?
—masculló Torgal.
—Significa que Zen tiene
razón —habló una voz nueva, vibrátil, desconocida, musical y autoritaria a la
vez—. No somos «ellos». No los que él esperaba..., aunque tengamos cierta semejanza
física en este momento...
Y aquellas masas de gas
luminiscente, filtradas de modo casi mágico a través del muro metálico,
hermético, antitérmico y antirradiactivo, adoptaron una apariencia física muy
similar a la de Zen y Zoa, aunque continuaron como envueltos en una bruma
luminosa, en algo parecido a una delgada membrana opalescente, un globo sutil,
irisado que, como un tejado de luz, envolviera sus formas, sus abultados
cráneos, sus rostros fríos y bellos.
—No entiendo nada...
—gimió Alee.
—El sí entiende —dijo el
«visitante», señalando hacia Zen con rigidez.
—Dios mío, claro que
entiendo —susurró Zen-5122—. Son... son los superiores. Energía pura, entes sin
forma, de luz vital... Vienen de mucho más allá de Andrómeda, de los confines
mismos del universo...
—¿Y qué sentido tiene eso?
—dudó Torgal— ¿Por qué los temes, Zen?
—Porque vienen a por mí.
Para llevarme a... a mi planeta maldito.
—Te marchaste de tu lugar
y de tu mundo. Época y planeta no te pertenecen, Zen. El universo, nuestro
universo, cuando menos, tiene sus normas, sus leyes, inviolables. Sabes que la
galaxia de Andrómeda está sujeta a la ley galáctica superior. Debemos velar por
que esas leyes se cumplan, tú lo sabes bien.
—Pero... pero ¡yo no deseo
volver a mi mundo! ¡Ni Zoa tampoco! ¡No es justo obligarnos a ello, existiendo
allí la tiranía, la crueldad y el odio como normas de connivencia, convertidos,
los seres vivientes en simples máquinas numeradas, frías y sin sentimientos...!
—Eso no es cierto —ríe
respondieron fríamente—. Tu planeta es un mundo amable y perfecto. Cómo lo son
todos los aliados al pacto galáctico superior, Zen. Estás mintiendo.
—¡No, no! —chilló casi
Zen, saliendo de su frío hermetismo habitual—. ¡Juro que no miento! ¡Es la
verdad, la simple verdad! ¡Zoa, cuéntales...!
Zoa habló, serena,
poniendo su mano suave en el brazo de su compañero.
—Es inútil, amor
—susurró—. Todo será inútil... Ellos no van a creerte. No te creen.
—Pero... pero ¡son los
superiores! —gimió Zen—. ¡Su mente es superior, su inteligencia total, su
clarividencia absoluta! ¡Nadie en el universo es tan perfecto como los
superiores!... Ellos están obligados a entender, a saber...
—Es inútil cuanto digas,
Zen-habló uno de ellos—. Zoa tuvo razón. No vamos a admitir tus explicaciones.
Son falsas. Y tú lo sabes mejor que nadie.
—No, no son falsas —terció
arrogante Zoa—. Se tan bien como Zen que nada de eso es mentira. Cuanto él dice
es la verdad desnuda. Pero no sé por qué extraños motivos vosotros, los
superiores, los seres perfectos y clarividentes, no lo creéis. No sé lo que os
suceda. No sé por qué no veis la verdad. Pero Zen y yo no mentimos. Sin
embargo, estamos dispuestos. Llevadnos. Acatamos la ley galáctica superior.
Torgal y sus compañeros,
mudos testigos de la fabulosa escena entre míticos seres de remotos confines
del universo, no atinaban ni a despegar los labios. Sabían que entendían cuanto
allí se hablaba, pese a que el lenguaje era radicalmente distinto, hecho
incluso de puros pensamientos transmitidos, porque así lo querían los
superiores.
Sin añadir ningún
comentario más, las criaturas de opalescente envoltura, rodearon a los dos¡ a
Zen y a Zoa. Se dispusieron a partir con ellos.
El «extraño» que dirigía
el grupo, se acercó, casi flotante, hasta Torgal.
—Debéis perdonar todo esto
—dijo mentalmente; y Torgal captó sus pensamientos con diáfana claridad—. Es
necesario que toda ley se cumpla.
—Lo entiendo, sí —afirmó
el sabio—. Pero algo me decía que Zen no miente...
—Tiene que mentir —le
replicaron heladamente—. Acabamos de pasar por su planeta. Hemos sido
requeridos por su Gobierno para esta misión legal, lejos de nuestra galaxia y
tiempo. Puedo asegurarte, Torgal, que ese mundo es maravilloso, perfecto. Las
gentes son felices, las ciudades son como paraísos, y el aire embalsamado huele
a paz y a libertad. No hay celadores ni celdas, no hay mecanización ni tiranía,
no hay crueldad ni odio.
—Pero... pero todo eso..,
no puede ser tan distinto a como lo pintaron Zen y Zoa —musitó Vicker,
asombrado—. ¡No puedo creer que él mintiera así!
—Evidentemente, lo hizo
—sostuvo el superior—. No hay otra explicación, a lo que nosotros, los
superiores, hemos visto en el planeta de las brumas.
—¿Planeta de las brumas?
—indagó, curioso, Torgal.
—Sí. Eternas brumas de
inmensa extensión, rodean su mundo. Son brumas que no puede nadie penetrar,
salvo nosotros, los superiores. Densas, destructoras, aniquiladoras de toda
otra forma de vida, cargadas de letales gases corrosivos.
—Supongo que habréis visitado
con frecuencia ese planeta... —dijo Torgal, frunciendo el ceño, pensativo su
gesto.
—No, nunca antes de ahora
—rechazó el «extraño»—. ¿Qué estás pensando, hombre de la Tierra?
—No sé... Pensé de repente
que...
—Puedo leer tus
pensamientos fácilmente. Te equivocas —hubo cierto desprecio en esa expresión—.
Totalmente, ¿comprendes? Nadie podría engañarnos, a nosotros, los superiores.
—Imagino que sería
realmente difícil, pero... no veo otra explicación...
—Fue él quien os engañó a
vosotros —señaló a Zen—. Ya os dejamos. Vuelven a su lugar.
—¿Y nosotros? —era Vicker
quien hablaba.
—No sé. Pertenecéis a este
mundo. Viajasteis en el tiempo, pero esto no es de nuestra incumbencia. Sois,
con los dos de afuera, los únicos supervivientes de la Tierra.
—¿Qué dos de afuera?
—aulló Alee.
—Olvidé que los
ignorabais: Son Ray Parrish y Lydia Kent. Una pareja superviviente. Ellos están
ahí afuera. Podemos hacerles entrar. O salir vosotros, si encontráis
dificultades para ello...
—Sería mejor estar unidos
todos, eso sí —afirmó Torgal—. Pero encima de este mundo que agoniza, ¿de qué
serviría?
—Sí —apoyó Alee—. Podemos
reunimos los últimos supervivientes, pero después..., ¿qué? Los glaciares
terminarán con nosotros.
—Eso me temo —afirmó el
«extraño»—. ¿Qué podemos hacer en vuestro favor?
—Sólo hay una solución
—señaló Torgal.
—¿Cuál? —se volvió el
superior hacia él. Y le entendió en seguida los pensamientos—. ¿Eh? ¿Crees que
estás cuerdo al pensar semejante cosa?..
—¿Qué mil diablos has
pensado? —quiso saber Alee.
—Ellos saben bien lo que
he pensado —sonrió Torgal—. No sé de qué se extrañan. Si son superiores, si
pueden hacerlo casi todo... también pueden hacer eso.
—Pero, ¿el qué?
—Ir al planeta de las
brumas —dijo el «extraño»— . Eso es lo que ha pedido para todos ustedes.
—¡No! —aulló Zen,
horrorizado—, ¡No, Torgal, eso no! ¡Nunca!
—¿Por qué no? —sonrió
apaciblemente Torgal—. Si es un paraíso, si todo es allí perfecto, ¿por qué no
pedir cambiarse a ese mundo, dejando uno que agoniza ya bajo nuestros pies?
¿Por qué no?
—Porque eso es falso,
porque ese mundo es un infierno satánico, donde sólo la esclavitud y la muerte
os esperaría a todos! —gritó .Zen, desgarrador.
—Según ellos, no —negó
Torgal—. ¿Y quién puede dudar de la clarividencia de los superiores?
—Estás burlándote de
nosotros, Torgal —avisó el «extraño»—. Eso puede costarte caro. No nos gusta
que se mofen de nuestro poder.
—Yo no me mofo. Sólo
quiero ver con mis propios ojos ese edén planetario... y morir después. ¿Por
qué no se me concede? Morir por morir..., prefiero un mundo ideal, donde las
ciudades son paraísos y la gente sonríe feliz hasta el último día de su
existencia. Eso, suponiendo/claro está, que su aire sea respirable, bajo esa
capa de gas mortal, que envuelve al planeta.
—Es respirable, sí. Somos
humanoides, como vosotros —musitó Zoa—. Pero Zen tiene razón. Es una locura. No
debéis ir, aunque :os sea posible. Vale más perecer aquí, creedme.
—Yo, personalmente,
prefiero probar fortuna —sostuvo Torgal—. Claro que si no deseáis o no podéis
llevarnos...
—Eres astuto y malicioso,
hombre de la Tierra —habló el visitante luminoso—. Tratas de espolearnos, de
provocarnos, para satisfacer tu deseo. Es una locura, pero insistimos: aquello
es un edén. Y puesto que quieres ese juego, sigámoslo. Te concedemos ese favor
especial. Te arrancáremos de tu mundo qué agoniza. Té llevaremos a las lejanas
galaxias. Nos sobra poder para eso. No perecerás al cruzar la barrerá de gases,
puedes estar seguro... Nuestra energía te envolverá como una muralla
protectora.
—Esperad —cortó Alee—. Yo
quiero ir también.
—¿Qué?—jadeó Zen—. ¡No,
no, por Dios! ¡No hagan locuras!...
—Insisto. Sí él va, deseo
ir yo. ¿Puedo hacerlo? —miró a los superiores.
—Podríais ir todos si
quisierais —afirmó el «extraño—. ¿Es eso lo que realmente queréis?
—Nosotros dos... sí
—afirmó Torgal, enfático.
—Y nosotros —dijo Vicker,
rodeando con su brazo a Ingra.
—Sí... sí... —convino el
antediluviano—. Nosotros... también...
Los superiores parecían
desorientados. Flotaron ante ellos. Súbitamente, el que hablaba mentalmente en
nombre de todos ellos se decidió.
—Bien está., Venid. Dejaos
llevar. No opongáis resistencia alguna, y todo será más fácil...
—Pero esos dos infelices
de allá afuera... —recordó Alee—. Se quedarán ahora totalmente solos. Solos de
verdad... en este horror sin vida.
—Descuidad. Si lo desean,
también serán transportados-dijo el superior—.Serán consultados... Ahora,
dormid. Haréis en reposo total, ignorantes de cuanto sucede, el largo y a la
vez breve /viaje a otras galaxias, convertidos en pura energía cósmica...
Torgal cerró sus ojos.
También los demás.
Y el gran salto se inició.
CAPÍTULO II
El gran salto a través del
universo.
A través de millones de
años-luz. Más allá de todos los mundos, estrellas y soles conocidos.
Hacia Andrómeda. A la gran
espiral. A sus sistemas solares ignotos, fabulosos.
A un mundo remotísimo,
envuelto en brumas de muerte. Un mundo del que Zen afirmaba que era un infierno
de crueldad y tiranía; donde cada hombre y cada mujer eran un número; donde
cada niño formaba parte de una procreación artificiosa, de partos de laboratorio;
Donde el sistema aniquilaba al que no era útil a la comunidad.
A aquél mundo, el mismo
del que los superiores, los que todo lo sabían, y vivían más allá de Andrómeda,
en unas zonas galácticas sujetas a especiales leyes interplanetarias e
intersolares, decían que era un paraíso de felicidad y albedrío.
Allí fueron todos ellos.
Dos nativos del planeta misterioso, que podía ser una de las dos cosas: un edén
o un infierno.
Un edén era como lo veían
los superiores. Un infierno, como lo describían Zen y Zoa.
¿Quién mentía? ¿Quién
decía la verdad?
Esa respuesta estaba allá.
Al final del gran viaje.
Después de viajar, como
pura energía, a través del cosmos, sin sujeción a ley natural alguna de los
cuerpos físicos. Después de atravesar millones de años-luz en sólo una fracción
de segundo. O una eternidad.
Porqué para lo que no era
forma, ni luz, no existía tiempo ni espacio. Y un instante, podía ser lo
infinito, lo eterno.
Así fue el viaje de los
seis terrestres y los dos nativos.
Porque la respuesta de
Parrish y de Lydia, evidentemente, fue afirmativa. Quizá debido a que visitar
el mundo donde todo podía ser hermoso o todo terrible, era una alternativa, una
duda, una posibilidad contra otra.
Y en la Tierra, la duda no
existía. La alternativa, tampoco.
En la Tierra sólo existía
ya, una cosa: agonía. Y pronto sólo existiría otra: muerte.
Atrás, silenciosa, yerta,
vacía, se quedó la Tierra.
Delante; envuelto en
brumas y en enigmas, estaba el planeta ignorado de Andrómeda.
Entre ambos, una eternidad
de espacio. Salvada en un instante por seis seres vivientes, hechos energía por
un viaje de millones de años-luz.
Después... Después, ¿qué?
Después... Alkak...
¡Alkak; el plantea de las
brumas!
—Ya estamos en él...
—susurró Ray Parrish, impresionado.
Y miró en derredor,
oprimiendo contra sí a su inseparable Lydia.
—Alkak... —musitó ella,
¡impresionada—. Hemos llegado Ray...
—Sí. El viaje terminó.
—Apenas si había
comenzado...
—Eso creemos nosotros...
¿Qué es el tiempo, cuando no se es nada? Quizá pasó una eternidad. Quizá
nuestro mundo ya ni siquiera existe allá donde quedó...
—Es terrible, Ray.
—Terrible y hermoso, Lydia
—besó sus cabellos. Respiró profundamente el aire que les rodeaba Balsámico y
fresco, aromático y límpido—. Es de noche aquí, Lydia y huele bien. Todo parece
hermoso.
No, había estrellas... Ni
lunas. Las brumas impedían que todo eso fuera visible. ¡Pero las propias
nieblas densas que envolvían el planeta tenían una rara, suave luminosidad. La
noche, así, era luminiscente amable, grata a los sentidos.
—Ray, aquel hombre,
Torgal, nos dijo que esto podía ser un paraíso, o un infierno.
—Parece que fue lo
primero, por fortuna —suspiró Ray Parrish—. Mira. Todo embalsamado de frutos y
flores de aromas deliciosos.... Extensiones de verdor extraño, casi azul....
Agua rosada en ese manantial.... Y allá, a lo lejos, parece una ciudad pero
rodeada de enormes jardines y árboles cubiertos de flores...
Todo era como él lo,
describía. Tras el horror negro y muerto de la Tierra, era hermoso verse allí.
Lydia respiró hondo, con alivio, con gozo.
—Ray, vamos a ser muy
felices aquí.... —musitó.
Y buscó los labios de Ray
Parrish. Y se besaron ambos, larga y tiernamente, en un estallido incontenible
de felicidad, de esperanza, de amor...
* * *
—Después de todo.... Zen
nos mintió. Nos engañó...
Torgal apartó sus ojos de
Parrish y de Lydia, abrazados allá, ante ellos, en el amplio claro florido.
Asintió, volviéndose al grupo que formaban no lejos de la pareja, él, Alee,
Vicker, Ingra, y los dos prehistóricos.
—Sí —convino, con un
profundo suspiro— Eso parece evidente ahora.
Algo flotó ante ellos. Un
ramalazo de luz que tomó forma. Una especie de globo irisado, transparente,
cristalino. Con una criatura dentro, silueteada en luz opalescente.
Uno de ellos. El
«extraño». El superior.
—Te lo dije, Torgal,
hombre de la Tierra —le reprochó la forma luminosa—. Estabas en un error...
—Lo siento. Creí en la
sinceridad de ellos. De Zen y de Zoa.... No debí tener tanta fe en ellos, lo
comprendo. Esto... esto es realmente un paraíso...
—Así es. Vuestra: nueva
vida puede iniciarse feliz • en este mundo ideal. Olvidad vuestro lejano mundo
destruido y convulso, al borde del cataclismo final.!. Pensad en que os espera
una nueva existencia en este lugar. Alkak, el planeta envuelto en brumas, que
oculta celosamente a ojos de todos las maravillas de su suelo, de su clima ,y
de su ambiente. Es nuestro presente para vosotros, hombres de la Tierra.
Nosotros, los superiores, sólo deseamos el bien común.
—¿Y qué será ahora de
ellos? —indagó Torgal—. De Zoa, de Zen...
—Ellos pagarán su delito.
Mentir y engañar, traicionar a su mundo, es un grave delito en la galaxia. Sus
propios superiores juzgarán, allá en la gran ciudad central.... —y vagamente,
el gesto del «extraño», del superior, señaló a la distancia, más allá de los
límites de exuberante vergel que era el planeta Alkak—. Jamás los veréis,
posiblemente. Ellos deben ser castigados.
—Me pregunto por qué....
Por qué mentirían —musitó, perplejo, Alee—. No tiene sentido. Ellos parecían
honestos, sinceros...
—Pero no lo eran —habló el
superior—. Está probado.
—Sí, está probado....
—musitó lentamente Vicker, mirando en torno—. Es un paraíso, un mundo de
ensueño. ¿No cabe error posible, un engaño acaso...?
—¿Engaño? Imposible,
hombre de la Tierra —rechazó el superior—. Nosotros todo lo vemos y lo sabemos.
Nada se ha creado superior a nosotros: Nuestra sabiduría es total, y nada ni
nadie puede confundirla jamás. Olvidad semejante teoría, Cuanto veis y observáis
es auténtico. No puede ser de otro modo. Nuestra poderosa visión a distancia,
capta también la vida en la gran ciudad central. Allí, todo es normal,
sencillo, amable, y honrado. Estad tranquilos. Quedaos aquí. Tal vez nunca ,nos
veamos de nuevo.
—¿Nunca? —se extrañó
Torgal. . —Exactamente. Nuestra misión es velar por el bien ajeno, proteger a
las criaturas de nuestra galaxia. Eso lo cumplimos. E incluso llegamos más
lejos, ayudándoos a vosotros pese a pertenecer a tan lejano confín. Cuando no
somos necesarios en alguna parte, nunca más nos ven. Esperamos que así suceda
ahora. Será la mejor prueba de que todo marcha perfectamente. Adiós,
terrestres. Bien venidos, a Andrómeda. Bien venidos a Alkak y a una nueva
existencia...
La forma luminiscente se
disolvió en el vacío, difuminándose lentamente. Se perdió en el aire luminoso y
límpido de aquel planeta.
Y los terrestres se
quedaron solos.
Torgal, Alee, Vicker,
Ingra, los seres de la prehistoria.... Todos frente a su nuevo destinó. Frente
a su nueva existencia en aquel mundo desconocido y prodigioso.
—Bien, amigos —suspiró
Torgal—. Ahora, emprendamos la marcha. Hemos de alcanzar esa gran urbe, la
ciudad central, y empezar a conocer los hábitos de este extraño mundo al que
desde hoy pertenecemos...
Asintieron todos.
Emprendieron lentamente la marcha, respirando aquel aire tranquilo y límpido,
aquellos aromas deliciosos y amables.
Cerrando, la marcha, Ray
Parrish y Lydia. Delante de todos, Torgal, patriarca del grupo, del fantástico
grupo que emigró a las estrellas...
—Ray, ¿crees que todo
pueda ser tan maravilloso? —dudó Lydia, embriagada por el ambiente que les
rodeaba.
—Hay que creerlo así,
puesto que lo estamos viendo, y los superiores así lo confirmaron. .
—Pero entonces, ¿por qué
decir otra cosa? ¿Por qué temer que esto fuese... un infierno?
—Tal vez nunca lo sepamos.
Son otras gentes, otro modo de ser muy diferente... . —se encogió de hombros—.
Olvida eso ahora. Vamos a la gran ciudad central. A una nueva y feliz
existencia. Sin prisiones, sin enfermedades, sin invalidez y sin angustias...
Lydia asintió, radiante.
Oprimió con calor la mano de él. Y él la de ella.
Avanzaron así a través del
paraíso planetario. Avanzaron felices hacia su futuro, hacia una vida mejor.
Ahora estaban al menos
seguros.
Ahora sabían qué todo
cuanto les aguardaba allí era maravilloso y feliz.
* * *
Los ojos se apartaron de
la larga serie curvada de pantallas televisoras de gran tamaño y visión
estereoscópica.
—Ya están aquí —dijo
alguien—. Todos ellos.
Los demás, presentes en
aquel lugar, asintieron con gesto hermético. Las criaturas se miraron entre sí.
Luego, volvieron a contemplar los televisores.
—Ha sido perfecto
—sentenció otero, utilizando la breve y expresiva lengua de aquellos seres
encerrados en la extraña cúpula de muros blancos y resplandecientes, fríos como
el propio hielo.
—Se logró lo que nunca se
había conseguido hasta hoy. Engañar a los superiores...
Hubo una risa, un sonido,
burlón en la boca de uno de aquellos seres. Luego, la mano, como una zarpa
cristalina, señaló a la techumbre ovalada.
—Eso es la
clave-dijo—.Hermético. Por completo. Ni siquiera la clarividencia de los
superiores puede penetrar hasta aquí.
—Y la máquina de la
mentira hace el resto.... —suspiró otra voz.
Todos contemplaron el gigantesco
y complejo mecanismo situado en un extremo de la amplia sala. La máquina de la
mentira, como había sido bautizada...
Después, en las pantallas
de televisión, aparecieron dos personajes: Zen-5122 y Zoa-2007 Estaban erguidos
frente a un altísimo estrado. Y en éste, un juez-robot.
—Están siendo juzgados
—dijo uno de los presentes.
—Y castigados —añadió
otro.
—¿Se les aplicará la pena
exterminio?
—No. Solamente la del
castigo mental. Será suficiente. Morir sería poco para ellos. Han podido
causarnos mucho mal.
—¿Y los demás?
—Los terrestres....
—meditó uno de aquellos raros humanoides de piel translúcida, de mirada
múltiple y manos cristalinas, dotado de un enorme cerebro, voluminoso y de piel
transparente—. Sí, hay que pensar algo para ellos...
—Están llegando a la
ciudad central —señaló otro de los controladores, indicando una pantalla de
televisión en concreto..
Los demás se agruparon
allí curiosamente. Se miraron entre sí, preocupados.
—Son muchos —dijo uno
—¿Qué importa eso? Podemos
vencer a todo. Y a todos.
—Es cierto. Lo importante
es que los superiores ignoren esto para siempre.
—Lo ignorarán. Cómo ahora.
En cuanto a esos terrestres..., pueden ser una buena fuente biológica...
—Cierto. —Uno de ellos
pareció muy satisfecho—. Sí, ya tenemos dónde destinarles.... A la Sección de
Biología.... Serán muy útiles para nosotros...
—Confían en vivir en un
mundo feliz —se mofó otro de ellos—. Y, ciertamente, ignoran lo felices que van
a ser muy pronto todos ellos...
En la pantalla, bien
ajenos a su suerte, los ocho seres de la Tierra avanzaban, cada vez más cerca
de la luminosa, radiante y bellísima ciudad central del planeta Alkak...
CAPÍTULO III
—No creyeron en nosotros,
Zen...
—No, Zoa No creyeron. Ahora
ya es tarde para evitarlo...
Se miraron los dos,
mientras eran conducidos por el largo tubo de materia vidriosa, movidos por
corrientes poderosas de aire caliente, en el subsuelo de Alkak. Su mirada mutua
era no sólo de amor, sino de exasperada impotencia contra los inevitable.
—Ahora, incluso la muerte
se nos niega...
—Lo temía, Zoa. Son
demasiado crueles para eso. Nos irán socavando paulatinamente el cerebro.
Durante décadas enteras, sometidos a sus horribles experimentos biológicos....
Sentiremos el dolor, la angustia, la desesperación suprema. Y no podremos hacer
nada por evitarlo...
—Si al menos ellos
pudieran hacer algo, evadirse, luchar...
—¿Ellos? ¿Los terrestres?
—Zen movió la cabeza, taciturno—. Oh, no. Nunca lo lograrán a pesar de su genio
y de su ímpetu. No tienen la maldad de este lugar, no puede enfrentarse a algo
capaz, incluso, de engañar a los superiores...
—Los superiores.... ¿Cómo
pudieron burlarles. Zen?
—Creo tener la
explicación.... Ellos descubrieron algo, una materia aislante que frena la
visión suprema de los superiores. Algo que forma como una barrera para su
percepción y su poderosa mentalidad. Desde un encierro así controlan todo a
voluntad, y crean imágenes falsas para engañar a todos. Luego, las brumas se
cuidan de cubrirlo todo a ojos extraplanetarios...
—Y así, ¿hasta cuándo,
Zen?
—No sé. Hasta el
aniquilamiento total de nuestro hermoso planeta. Los terrestres terminaron con
el suyo por inconsciencia. Pero aquí será diferente, Zoa. Aquí, la propia
crueldad de nuestros verdugos aniquilará todo vestigio de existencia...
—Zen, tengo miedo...
—Yo, ni siquiera eso....
No tengo ni miedo, Zoa..., cariño.... Sólo amargura, dolor, una infinita ira
contra todo y contra todos....
—Sólo nos queda ser
destruidos lentamente.... sin nadie que nos ayude.
—Sólo eso, Zoa.... Morir
despacio. Con la peor y más lenta de las muertes. Y me pregunto qué suerte les
esperará a ellos.... A nuestros: amigos de la Tierra...
Era maravillosa.
Increíblemente bella. Moderna, estilizada; fantástica. Una ciudad de ensueño,
envuelta en un aire luminoso. Todo olía a flores, a fragancia.... Música
melodiosa, adormecedora, brotaba de todas partes, como formando parte del
ambiente. Puentes cristalinas, de aguas rosadas, vertían su líquido refrescante
en piletas azules, como de vidrio o nácar.
—Es un ensueño —musitó Lydia,
embelesada.
—Demasiado hermosa
—asintió Ray Parrish.
—¿Demasiado? Nada es
demasiado hermoso, Ray.
—No sé.... —Con
desasosiego, Parrish miró en torno—. Hay algo que no me gusta...
—¿Cómo es posible? —se
sorprendió ella—. ¿Que esta maravilla no te gusta? Ray, no logro entenderte...
—Es algo... instintivo,
Lydia. Nada razonable, lo sé. —Paseó sobre el suelo terso, cristalino, donde
hasta las pisadas producían una vibración musical—. Pero esto no me convence.
Parece... parece falso.
—¡Falso! —Ella tocó un
muro luminiscente, se mojó las manos y el rostro de aquella agua que era como
líquido de flores, embriagador y dulce.
—Esto no es falso, Ray.
Todo es tangible, real...
—No me hagas caso
—refunfuñó él—. Tal vez me esté volviendo demasiado desconfiado, pero..; no sé.
Por un momento tuve la sensación de que éramos acechados, vigilados... y que
todo esto es como un gigantesco decorado montado en nuestro honor... para
engañarnos.
—Un decorado.... ¡Qué
fantasía la tuya, Ray! —se echó a reír Lydia—. Es lo más bello que jamás he
visto... y a ti te parece falso. No tiene sentido.
—Quizá no lo tenga, lo
admito. Pero sigue sin gustarme todo esto. Hay algo raro en todo ello...
Contemplaron a las gentes
risueñas que desfilaban por los pasos aéreos, dentro de vehículos flotantes.
Les dirigían curiosas miradas de indiferencia. Todos eran, como Zen y Zoa. No
parecían en absoluto una sociedad deshumanizada ni implacable. Todo parecía
respirar allí libertad y albedrío.
Ceñudo, Ray Parrish siguió
contemplando todo en torno suyo. Vio pasar, a alguna distancia, a Vicker e
Ingra, muy felices al parecer con aquel nuevo y desconocido mundo repleto de
maravillas.
—¿Lo ves? —sonrió Lydia—.
Todos se encuentran bien aquí, Ray. Deja tus preocupaciones. No tiene objeto
sentirse incómodo en un lugar así...
Parrish no dijo nada.
Siguió a Lydia dentro de un establecimiento donde se servía uno mismo sus
alimentos, a través de un sistema automático realmente perfecto. Algunos
comensales, dobles exactos de Zen y Zoa en lo físico, se acomodaban en asientos
aéreos, comiendo sobre plataformas magnéticas, flotantes. Los alimentos eran en
su mayoría frutos y productos vegetales de bello aspecto, jugosos y nutritivos
sin duda.
—Hasta comiendo parecen
los más felices que nunca vi .—suspiró Lydia, encaminándose a tomar los
alimentos de una estantería.
Parrish ya había observado
eso. Sacudió la cabeza, perplejo, vacilante.
—Cielos, ¿por qué? ¿Por
qué son todos aquí tan felices? Es... es demasiado...
Se acomodaron en una mesa
aérea. Ingirieron los alimentos. Tomaron un licor alcohólico delicioso y
dulzón. Al terminar, se sentían satisfechos y felices.
—Bien —murmuró Ray—. Y
después..., ¿qué?
Lydia se estremeció al
mirarle, preocupada.
—Cíelos, no digas eso, Ray
—habló—. No pronuncies esa frase de «y después..., ¿qué?» Me ha recordado...,
me ha recordado aquellos terribles momentos en nuestro mundo, solos ante el
fin, preguntándonos qué sucedería después...
—Yo me lo pregunto también
ahora —dijo Parrish, con energía—. Supongo qué habrá un medio de integrarse en
esta sociedad, de ser uno de ellos, de trabajar y luchar, de ganarse uno su
sustento.... Eso de tomar alimentos, vivienda y cuanto uno precise, sin necesidad
de dinero, de dar algo a cambio...
—Aquí, evidentemente, no
existe el dinero.
—Es absurdo. Tiene que
existir algo que sirva de dinero. Y también ha de haber trabajo...
—Por supuesto que lo
habrá. Pero hay tiempo de todo eso. Ya averiguaremos más tarde las
particularidades de este mundo...
—Espera, Lydia. Si hay
trabajo, si hay oficios y tareas, como parece lógico, ha de existir el dinero.
Y por tanto, esta felicidad de no pagar los alimentos, no es posible. Tampoco
creo que pueda haber tanto rostro feliz... y tanta máquina haciendo el trabajó
de los habitantes de Alkak.
—La Tierra también se
mecanizó, recuerda.
—Es diferente. No sé,
Lydia, pero cada vez veo algo más raro, más falso, en todo lo que nos rodea....
—Se llevó una mano a la frente. La retiró empapada de sudor, a pesar del
delicioso clima artificial de que se gozaba allí—. Lydia..., siento algo
extraño...
—Ray.... —Ella pestañeó—.
Yo también...
Clavó súbitamente sus ojos
en la mesa. Golpeó el , recipiente del licor de frutos.
—¡Ese vino! —aulló, con
voz potente. Todos los rostros se volvieron hacia él, sin dejar de sonreír—.
¡El vino, Lydia!.... ¡Tenia algo!...
Trató de incorporarse de
su asiento aéreo, intentó escapar, tomando a Lydia de una mano. Todo fue
inútil. No pudo hacer nada. Ni él, ni ella.
Flotaron, repentinamente
inconscientes, en su mesa aérea. Se habían desvanecido.
A su alrededor sucedió
algo extraño, inquietante.
Todos los rostros dejaron
de sonreír. Se tornaron herméticos. Una voz surgió de alguna parte:
—Regresen a sus
respectivas unidades, ciudadanos.... Regresen a sus unidades. Ya no son
necesarios.... Regresen...
Y todos, como autómatas;
iniciaron la marcha hacia alguna parte. Monocordes, rígidos, igual que
auténticos robots...
Solamente Ray y Lydia se
quedaron allí dentro, flotando en el vacío...
Algo les succionó
violentamente, con una absorción de aire, desapareciendo los dos en un muro
luminiscente, tras una compuerta.
Luego, las luces de la
bella sala se extinguieron. Todo adquirió un aire abandonado, frío, solitario.
Como si nadie habitara allí.
En el exterior, la
luminiscencia de la ciudad se extinguió también: Los transeúntes dejaron de
sonreír.
Y la voz, siempre llegando
a todos los rincones de la bella urbe, insistía, machacona, implacable:
—Regresen todos a sus
unidades.... Regresen todos a sus unidades respectivas.... Vamos regresen.....
¡Regresen!...
Y todos, como un solo ser,
obedecían en silencio. Rígidos, inexpresivos...
Igual que muñecos.
Tras ellos, la ciudad se
quedaba desierta, dormida. Como muerta.... Y allá afuera, las selvas
lujuriosas, los vergeles aromáticos, se tornaban, paulatinamente, en ciénagas,
pantanos y desiertos, en estériles llanos o en selvas viscosas y
repugnantes.... Alkak ya no era ningún paraíso.
Y la voz, siempre
insistiendo:
—Regresen.... Regresen....
¡Regresen todos!...
CAPÍTULO IV
—Regresen todos a sus
unidades.... Regresen todos...
Vicker, Ingra, Torgal,
Alee.... Ray, Lydia.... Ellos dos, los prehistóricos.... .
Todos juntos. Todos unidos
otra vez.
Se miraron entre sí. Se
taparon los oídos para no escuchar la misma frase monótona, inexorable,
enloquecedora...
—Oh, Dios, no. Otra vez
no.... —susurró Ingra—. Siempre lo mismo...
—Es la voz del que manda
—silabeó Torgal—. ¡Estúpidos de nosotros, no creer a Zen ya Zoa!.;.
—Tampoco les creyeron los
superiores. Y ellos se consideran infalibles —le recordó Alee, sombrío.
—Sí, lo sé. Pero eso no es
disculpa. Debimos ver algo raro en todo esto...
—Ray lo advirtió Pero no
sirvió de nada —musitó Lydia—. No quise creerle...
—Hubiera sido ya igual,
cariño —la confortó él—. No había escapatoria. Nos habían cazado
irremisiblemente en su trampa planetaria.
—¿Qué harán con nosotros
ahora? —gimió Ingra—.
Llevamos ya tiempo en esta
cámara... como insectos puestos a observar por un entomólogo...
—Insectos.... —afirmó
vivamente Torgal, con ojos dilatados—. Sí, eso es.... ¡Insectos!
—¿Qué?
El científico se volvió a
Alee, que era quien había hecho la pregunta.
—Insectos —repitió—. Es
como nos tienen ahora. Sometidos a observación. Captan nuestras reacciones,
nuestro aspecto biológico.... Estamos siendo observados, ciertamente.
—Eso es horrible. ¡No
somos insectos, sino seres humanos! —protestó Alee.
—Me temo que para ellos
somos algo así como piezas de museo.... Por lo cual deduzco que aquí no gobiernan
realmente los seres como Zen y Zoa, sino otra especie desconocida de
inteligentes...
—Eso suena horrible —se
quejó Ray—. ¿Quiere decir que hay otra clase de criaturas, capaces de someter a
esclavitud mecánica a los habitantes de Alkak... y estudiarnos a nosotros como
a ejemplares de un zoo?
—Algo así, en efecto
—convino fríamente Torgal. Miró con fijeza a. Ray Parrish y habló
seguidamente—: Muchacho, usted demostró ser más listo que todos nosotros.... Se
dio cuenta de que algo funcionaba mal en éste mundo ideal.... Le felicito,
hijo.
Y luego, sombrío, se fue a
un rincón, quedándose meditativo, preocupado. Ray Parrish no supo qué decir.
Alee, acercándose a él, puntualizó:
—Torgal nunca dijo algo
así a nadie. Creo que, realmente, le considera un ser, superior, Parrish.
—Cielos, nada más distante
de mí —rechazó Parrish, sonriente—. Yo no soy nada de eso. Sólo qué... tengo
presentimientos. Eso carece de mérito.
—Si los presentimientos
sirvieran para sacarnos de aquí.... —se quejó amargamente Vicker. Sacudió la
cabeza, con pesimismo—. Mucho me temo que salimos de un horror para caer en
otro mayor...
Hubo un profundo silencio
en aquella cámara vidriada donde estaban encerrados, donde hacía ya tiempo que
habían despertado de su brusco sopor, comprendiendo que eran prisioneros de un
sistema extraño y siniestro. De algo o alguien capaz, incluso, de engañar a los
superiores, creando un falso mundo artificioso, de felicidad y belleza que ya
no existían en Alkak, destruidas por ese algo o ese alguien desconocido...
Luego, paulatinamente, la
cámara se llenó de un gas incoloro, de fuerte aroma a plantas. Lucharon contra
el sueño, intentaron evadirse de sus efectos, pero fue imposible.
Poco después, dormían de
nuevo.
Y en una nave oculta, en
aquel lugar de pesadilla que fingiera ser hermoso y perfecto, una voz.
Sentenció a un grupo de seres de cráneo abultado, acomodados ante complejos
mecanismos y pantallas de televisión:
—Lamentable nivel mental
el de esos seres, No interesan biológicamente. ¡Destruidlos!
Y su orden, todos sabían
que era tajante. Definitiva. Inapelable.
—Sí —dijo uno— . Serán
destruidos. Inmediatamente...
* * *
Ray Parrish despertó el
primero.
Contempló a sus camaradas
dormidos, como aletargados. Miró en torno, sin moverse, sin apenas despegar los
párpados.
Descubrió el lugar donde
se hallaban ahora depositados. Se estremeció, comprendiendo.
—Van a ejecutarnos....
—musitó para sí, sin moverse todavía.
Había procurado contener
la respiración cuanto le fue posible. Y el poder aletargador de aquel gas no le
había afectado.
Es más: algo extraño le
sucedía. Perplejo, se dio cuenta de que su mente, limpia y despejada, no era
igual a como fuera toda su vida anterior.
Algo había sucedido en él.
Quizá el planeta Alkak, tal vez el gas, quizá un fenómeno inexplicable...
Pero, repentinamente, Ray
Parrish el ex presidiario del planeta Tierra, supo lo que sucedía. Y lo que iba
a suceder. Tan claramente como todo cuanto estaba viendo en aquel lugar de
pesadilla, en el subsuelo del planeta...
Ray. Parrish se dio cuenta
de que su mente recibía extrañas imágenes, visiones lejanas de cosas imposibles
de ver...
Captó un lugar hermético,
con una cúpula de extraña materia luminosa, blanca y gélida, capaz de aislar el
sitio aquel de todo poder mental, incluso el de los superiores...
En este momento, ausentes
los superiores, no necesitaban cubrir su nave secreta. Los dominadores de Alkak
trabajaban sin cúpula hermética. Y él.... ¡él los veía!
—Es imposible....
—musitó—. Imposible.... ¡Yo no puedo tener semejante clase de poderes!
Pero estaba viendo a
aquellos seres translúcidos de piel, de enorme cráneo palpitante, de manos
cristalinas, de rostros repulsivos e ingratos.
Se movían, actuaban,
dirigidos por alguien... o algo.
Algo superior a todo cuanto
conocía Ray Parrish. Y a cuanto hubieran conocido todos los seres humanos...
Vio ese algo....
Sintió un horror infinito,
un pánico desesperado...
CAPÍTULO V
—Ejecutad —ordenó aquello,
inexorable.
Asintieron sus leales
servidores. Manipularon los mandos de televisión. En varias pantallas
gigantescas aparecieron a la vez imágenes del lugar donde iba a tener lugar la
masiva ejecución de los terrestres, inútiles biológicamente para tan
desarrollada especie galáctica.
Sobre la plataforma,
situada encima del pozo gigantesco de células vivientes, alimentadas por medios
energéticos desconocidos, los ocho terrestres aguardaban, aletargados, su fin.
—Esperad a que despierten
todos —avisó aquello—. Quiero ver qué expresión ponen esas ínfimas criaturas
ante la muerte desconocida y terrible...
Nuevo asentimiento. El
verdugo esperó a volcar la plataforma, arrojando a las ocho figuras al fondo
del pozo repleto de extrañas formas, gérmenes, virus, microbios, bacterias y
células enfermas, enormemente desarrolladas, voraces y expectantes bajo los
humanos...
Aquello esperó. Fría,
impávidamente. Porque una «cosa» no puede tener expresión ni gestó. Una «cosa»
llegada de otras galaxias, un fragmento de «algo» que vive, piensa y domina no
tiene rostro, ni miembros, ni nada en absoluto que le relacione con un ser
humanoide o con un animal. Porque «aquello» no era nadie, sino «algo».... Algo
horrendo y estremecedor, una forma enorme, un bulbo palpitante, del que emergía
una voz, unas órdenes, unas ondas mentales poderosas y destructivas, dominantes
y avasalladoras;!.
Aquella cosa, llegada a
Alkak desde algún remoto confín galáctico, no era sino pura mente cruel,
despiadada. No era sino materia gris, envuelta en una masa amorfa, oscura,
palpitante, de variada forma y posición, plegándose o hinchándose la voluntad,
en espantosas mutaciones...
Y aquello... había
ordenado el fin de los humanos. Como antes había ordenado el control total de
Alkak, su destrucción paulatina, el sometimiento de sus seres vivientes...
Nadie lo sabía. Pero allí
estaba el poder, rodeado de sus criaturas dóciles, llegadas también de otros
mundos cercanos, y dominadas por el poderío mental, gigantesco y demoledor de
aquella materia viva y cruel...
* * *
Parrish dominó su profundo
horror.
Caminó sobre la
plataforma, junto a los demás. Lydia le abrazaba, horrorizada. A su lado, sus
amigos miraban también con espanto al fondo del pozo. Torgal explicaba, con voz
ronca, trémula:
—Dios mío.... Es
increíble.... Si no fuese porque estoy viéndolo ahí, ante mí...
—¿Qué... qué son esos
monstruos? —jadeó, Lydia.
—Monstruos.... Eso son,
sí. Porque su desarrollo es ingente. Son células, virus, microbios. No sé quién
ni por qué los desarrolló así..., ni tampoco cómo. Pero resultan voraces como
monstruos. Capaces de engullir a una masa de seres vivos en un instante.... .
—Eso debió ocurrir con la mayoría de habitantes de Alkak —susurró Alee, lívido.
—Eso sucedió, sí. Y esos
virus y cuerpos fueron alimentados por medios electrónicos y de fuentes de
energía desconocida.... —informó Parrish.
Torgal le miró con
asombro.
—¿Cómo sabe usted eso?
—jadeó.
—Y hay más —siguió,
impávido, Ray—. Lo que controla ahora este mundo es una materia llegada de
otras galaxias.... Busca dominarlo todo. Acaso para destruirlo. O para ir más y
más lejos, dominando todos los mundos...
—Pero Ray, usted no puede
saber.... • —Están esperando a que mostremos terror —jadeó Ray—. Sólo eso... y
seremos lanzados a los virus vivientes y voraces... ahora mismo.
—Cielos, Ray, ¿qué te
sucede? —se inquietó Lydia.
—Sólo como si aquí, por,
un prodigio, mi mente se hubiera visto dotada de ;un poder especial, y pudiera
teleportarme hasta esa cosa..., ¡yo sé cómo destruirla!...
—¡Ray! —chilló Lydia,
horrorizada.
Porque todos acababan de
ver cómo Ray Parrish desaparecía. Se evaporaba de la plataforma flotante sobre
el horror viviente y ávido... como un chispazo de luz repentina.
Y donde él estaba antes,
ya no había nadie...
* * *
La «cosa» se agitó
convulsa.
Los seres de cráneo
transparente se lanzaron sobre Ray Parrish, pasado el primer momento de total
estupor.
Ray Parrish, en medio de
la sala de controles, teleportado milagrosamente desde la plataforma de la
muerte, esperó tranquilo, sereno. Disparó luego sus brazos poderosos.
Que nunca fueron tan
poderosos como ahora.
Porque sus dedos
parecieron despedir chispas, una luminiscencia azulada, que abrasó y disolvió,
en una horrible, goteante y nauseabunda materia, a todos los extraños seres de
aquel lugar
Luego, Parrish y la «cosa»
se vieron frente a frente...
Sin nada ni nadie por
medio...
El poderoso bulbo
viviente, aquella materia inteligente y demoledora, se abrió de repente, como
una flor maligna, carnívora. Algo brotó de su interior, lanzándose sobre Ray...
Lo que vomitó el bulbo
palpitante y repulsivo fue una especie de viscosa lengua peluda, como enormes
algas adheridas a una lengua monstruosa y absorbente. Ray se vio enroscado en
aquello. Y con sus solos dedos, convertidos en poderosas, fulgurantes dinamos
de una energía desconocida e inverosímil, acabó con aquella materia, sintiendo
que se deshacía, humeante, a su presión.
El bulbo, ahora,
retrocedía, rugoso, informe, como jadeante, emitiendo un sonido espeluznante y
horrible...
Ray se lanzó sobre ello .
Ray atacó...
Y Ray sintió, al poner sus
manos crispadas en aquella materia, cómo ésta se encogía, estremecida,
palpitante, viscosa. Y cómo, a su contacto feroz, desesperado, violento y
poderoso, todo aquello se deshacía, formándose jirones, disolviéndose bajó su
presión, hasta formar a sus pies un charco repugnante, nauseabundo...
Ray respiró hondo, se zafó
de aquel roce asqueroso, corrió a los mandos de una máquina compleja y difícil.
Sabía, con clarividencia
prodigiosa, qué mando pulsar. Y lo pulsó.
Allá, en los televisores,
descubrió la plataforma sobre los virus, súbitamente vacía. .Los compañeros
terrestres eran teleportados. Venían hacia él...
Ray, triunfante, pulsó,
otro mando.
Y sobre los virus,
microbios y células vivientes, monstruosamente crecidas, cayó ahora, un alud de
fuego, surgiendo de alguna parte, al presionar él aquellos mandos.
Y todo terminó en el pozo
de la muerte. Hasta la última célula viva pereció.
Luego, al volverse, Ray
Parrish encontró allí, ante él, a todos sus camaradas. Incluso a Zen y Zoa,
teletransportados desde su celda de castigo mental.
Había vencido...
Misteriosa y
fantásticamente, Ray Parrish había vencido...
FINAL
«Al principio ya existía
la Palabra. Y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
ȃl, la Palabra, estaba al
principio junto a Dios.
»Todo llegó a ser por
medio de Él. Y sin Él, nada se hizo de cuanto fue hecho:..»
(Evangelio de San Juan,
1-1, 2, 3.)
Ray Parrish había vencido.
Sabía que había vencido. Y
como él, Torgal. Y con él, los hombres sobrevivientes del mundo extinguido,
allá en un lejano, insignificante sistema solar.
Y con él, Zen. Y Zoa. Y
todos los Zen. Y todas las Zoa de aquel mundo brumoso, que podía ser realmente hermoso,
como fingiera serlo en su principio; para halago de sus sentidos, para engaño
diabólico de los superiores...
Sí. Había vencido. A pesar
de todo el gran poder existente tras el sistema, tras el Gobierno cruel y
tiránico de aquel mundo...
Había vencido, y ahora,
todo iba, a ser diferente. Todo podía ser diferente...
Se volvió lentamente a
todos. En el aire, un silencio de muerte. Un silencio de felicidad. .Sin
zumbidos enloquecedores, sin voces infernales, frías y despiadadas. Sin
represalias ni castigos. Sin tiranos.
—Lo logramos —dijo,
agotado—. ¡Hemos vencido/ amigos!...
—No —negó Torgal—. Has
vencido tú, Ray Parrish. Tú solo...
—Es la victoria de todos
—jadeó Ray—.La victoria que yo hubiera deseado siempre en la propia Tierra....
La victoria de lo justo, de la libertad, de los hombres, de su supremo derecho
a no vivir esclavizados, a ser como Dios nos puso en los mundos.... Soñé muchas
veces con un triunfó así. Fui condenado por luchar contra la tiranía y lo
injusto. Esta vez es diferente.
—Sí, Ray —asintió Zen—.
Esta vez... es la libertad. La de todos. Y Torgal tuvo razón: es tu victoria
personal. Los hombres, los humanos, los seres inteligentes de todos los
planetas, no somos números. No podemos serlo. No somos máquinas. Somos
individuos; cada uno de nosotros puede vencer a quien sea. Tú lo has
demostrado. Tú venciste. No importa quién lo hubiera hecho. Pero fuiste tú, Ray
Parrish. Dios te bendiga por ello, en nombre de todos. De tus amigos y hermanos
de raza... y en nombre mío... de Zoa, de todos mis hermanos, libres desde hoy
de ese poder maléfico que les controlaba...
—Hemos ganado nuestro
derecho a vivir en alguna parte, Zen. Tal vez tu gente nos quiera aquí, con
ellos Después de todo..., no tenemos ya dónde residir. Nuestro mundo no sirve.
—Claro que os quedáis. Por
siempre, Torgal. Sois hermanos nuestros. Lo fuisteis en el dolor, en el
infortunio. Ahora, con más motivo. Para ser todos felices. Absolutamente todos.
Unidos...
Una luz brilló por encima
de ellos. Descendió. Se materializó. El flotante globo luminoso se detuvo ante
ellos.
—Sí. Ganasteis vuestro
derecho a vivir donde os sea posible hacerlo —dijo el superior. Su mirada
luminiscente fue a Ray Parrish—. Tú fuiste el elegido por nosotros para ser el
líder de los tuyos;
—De modo que mi
clarividencia, mi fuerza física, mis facultades sobrenaturales, mi repentino
poder.:.
—Todo obra nuestra —dijo
el superior—. Lo merecías. Y lo necesitabas, Parrish, en nombre de una causa
justa. Admitimos que fuimos burlados. Por una vez, hubo alguien superior a
nosotros. Fuimos víctimas de nuestra propia soberbia.
—El poder pensaba en todo,
eso fue lo que sucedió.
—Torgal, pretendes ahora
justificarnos, cuando más fácil sería humillarnos —observó el superior—. Tu
grandeza de espíritu merece un premio. Y lo tendrás. Creo que Zen y todos
estarán de acuerdo conmigo en algo.
—¿En qué? —quiso saber
Zen.
—Torgal, por su sabiduría,
honradez y nobleza, merece ser... el nuevo y digno poder de este mundo.
—Oh, cielos, no. Yo no....
—protestó él.
—Sí, Torgal —aprobó Zen—.
El superior ha hablado y te ha elegido. Mi pueblo te aclamará. Todos lo harán.
—Es cierto, Torgal
—asintió Ray, abrazando a Lydia—. Acepta. Es lo justo. Lo mejor para todos...
Torgal dudó. Pero sabían
que aceptaba. Y que ahora existiría un poder justo, recto y digno en aquél
mundo que podía ser, ciertamente, el soñado paraíso que engañó inicialmente a
todos.
Esta vez, sin engaño para
nadie.
—Sí —dijo Torgal, por fin,
con un suspiro—. Acepto. , Y que Dios me ayude...
Todos estuvieron seguros
de que así sería.
F I N
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