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lunes, 1 de mayo de 2017

Y DESPUÉS... ¿QUÉ? de CURTIS GARLAND (NOVELA COMPLETA)

 
 
 

Estimados amigos de Bolsi & Pulp: Como recordarán, en nuestra encuesta para celebrar la década del blog, el libro ganador fue Y DESPUÉS... ¿QUÉ? del grandioso CURTIS GARLAND.

Esta es una novela de Ciencia Ficción, y más concretamente perteneciente a la colección LA CONQUISTA DEL ESPACIO de editorial Bruguera, fue publicada con el número 84 en el año 1972 y la portada es una obra del ilustrador Miguel García.
 
Con esta obra celebramos los diez años del blog, este primero de mayo del 2017.
 
¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros!
 
¡FELIZ CUMPLEAÑOS BOLSI & PULP!
 

Atentamente: ODISEO…Legendario Guerrero Arcano.
 
 
 
 

Y DESPUÉS... ¿QUÉ?
CURTIS GARLAND

 

PRIMERA PARTE — EL FIN DEL VERANO

 
«¿Mantendrá la Tierra aún su lugar entre los planetas? ¿Viajará con regularidad, en torno al sol..., solitaria ya? ¿Seguirán inmóviles las montañas, seguirán los arroyos su curso, cuando el hombre, dueño, poseedor y testigo de todas éstas cosas, haya desaparecido, como si jamás hubiera llegado a existir?...»

 (De El último hombre, de Mary W. Shelley.)
 

 

 
CAPÍTULO PRIMERO
 
 
Había sido caluroso. Extremadamente caluroso.
De todos los veranos se dice lo mismo. Siempre son calurosos. Uno se pasa el invierno, la primavera y el otoño anhelando que llegue el verano para disfrutar de sus calores. Cuando llegan, uno empieza a maldecirlos, y reza por un soplo de aire fresco.
Así han sido siempre las cosas. Así habían sido hasta entonces, y no había motivo aparente para no pensar que seguirían siéndolo en lo sucesivo.
Pero aquel verano había sido, quizá, incluso demasiado caluroso.
Había numerosos casos de deshidratación. Y los animales aparecían muertos, en especial los perros, asfixiados por las altísimas temperaturas. Otros llegaban a rabiar, y su final era también la muerte. Por sus pasos contados, o acelerada por los equipos de Sanidad,
La gente no padeció mucho calor en sus casas. Nunca tenían calor ni frío. El clima artificial lo hacía todo. Refrigeraba o calentaba los domicilios, los jardines, las calles dedicadas al comercio o al paseo cotidiano, los vehículos para ir y volver del trabajo o para disfrutar del fin de semana o de las vacaciones.
Sin embargo, había sido un verano muy caluroso.
Cuando llegó setiembre, las temperaturas estaban a un nivel intolerable. Intolerable cuando se averiaba algún sistema de aire acondicionado y clima artificial, por supuesto.
Lo malo es que ya se habían estropeado varios. En toda la ciudad.
Bart Barrow era uno de los encargados de repararlos. Jadeando, sudoroso, pese al clima delicioso de su taller, resopló al recibir la centésima llamada de urgencia, para que reparase otro sistema de refrigeración hogareña.
—¡Qué el diablo se los lleve a todos! ,—aulló, furioso—. ¡NO dispongo de cien manos ni de setenta horas diarias para complacer a todo el mundo!
Y las llamadas seguían acumulándose. Siempre igual: avería en la refrigeración. Los alimentos se pudrían, la gente caía exánime, los animales se enfurecían peligrosamente, las paredes de las casas quemaban...
Primero fueron cien casos o poco más. Luego, quinientos. Y mil. Y dos mil...
El calor, sorprendentemente, iba en aumento. No sólo dentro de, las casas sometidas a unos rigores estivales a los que no estaban habituadas, sino en calles, plazas, en la campiña...
Alguien dio la noticia, despavorido, cuando regresó de una excursión pesquera al río cercano. Entró como un desesperado en la ciudad, y gritó a cuantos quisieron escucharle:
—¡El río! ¡Está hirviendo! ¡Las aguas están en ebullición!...
Eso era insólito.
Quien más quien menos, hizo su rápido cálculo mental. Si el agua necesitaba para hervir cien grados centígrados, o doscientos doce Fahrenheit..., ¡es que no andaban lejos, de esa terrible temperatura!
El Departamento de Seguridad Civil tuvo noticias de ese suceso. Envió inmediatamente una brigada de control al río.
Desgraciadamente, era cierto. El río hervía.
La temperatura ambiente era sólo de setenta y dos grados centígrados, lo cual también resultaba insólito. Pero el lecho del río emitía calor subterráneo, convirtiendo al cauce de agua en una especie de geyser prolongado. A su paso, el río era un mar de humeantes burbujas.
El Servicio Meteorológico pidió calma a los ciudadanos. Y les advirtió que, si sus hogares sufrían averías en los sistemas de aire acondicionado, se refugiaran inmediatamente en las casas de otros vecinos que no sufrieran el percance. Rogaba a todos cooperación y fraternidad en el trance, y también advertía que los centros dotados de clima artificial en perfectas condiciones estaban obligados a acomodar a cuantos ciudadanos les fuera posible.
Se advirtió a la gente que permaneciera atenta a los programas informativos de televisión. Era seguro que, en breve plazo, el Gobierno haría una declaración especial.
Y el calor, paulatinamente, seguía aumentando.
El pavimento, en la ciudad, empezaba a parecer algo pastoso y adherente. Blando, espeso, era imposible pisarlo. Se renunció a utilizar vehículos a ras del suelo. Los helicópteros y aerovías fueron el único medio de transporte.
De diversos puntos de la nación empezaban a llegar noticias alarmantes. La ola de calor se extendía como una mancha de aceite.
Las comunicaciones, alteradas por el terrible calor, empezaron a fallar. Los televisores recibían una imagen muy confusa y un sonido salpicado de interferencias. Los centros oficiales, bloqueados por las llamadas de todos los puntos; permanecían en silencio. . Empezó a cundir el pánico.
Sobre todo, cuando los incendios proliferaron, en la ciudad, y los bomberos advirtieron, angustiados, que los depósitos de agua se secaban ó hervían. Los muros de algunos edificios empezaban a agrietarse o a enrojecer, según el material de que estuvieran compuestos. Los metales era imposible tocarlos. Ardían como puestos en una fragua.
El pánico aumentó.
La ciudad ya no tenía contacto alguno con el exterior. Teléfono, radio, todo en absoluto, por moderno y dotado de medios visuales que tuvieran para comunicar entre sí las gentes, eran un puro ruido y una interferencia constante que borraba toda señal.
La televisión local, en un programa de emergencia, pedía calma. El Gobierno anunciaba su alocución para una hora después. Pero todos sabían que ni entonces, ni una hora más tarde, iban a poder escuchar ni ver nada en las pantallas de televisión.
El Servicio de Asistencia Ciudadana prometió que establecería una conexión especial, captando el mensaje de los gobernantes, para transmitir luego su resumen a la población.
Pero la población, salvo raras excepciones, no oía nada, ni quería oír nada. Ni, desde luego, quería continuar en aquella ciudad, siempre apacible y acogedora, convertida ya en un infierno, salpicado de incendios; de muros resquebrajados, de suelos calientes y pastosos, que cedían bajo cualquier presión, de plantas agostadas, de animales muertos, de pájaros que caían de los árboles humeantes, con sus plumas ennegrecidas o ardiendo.
Se encaminaron hacia las afueras en todo vehículo que pudieran utilizar, o incluso aventurándose a ser engullidos o aprisionados por el asfalto caliente y blando.
Hubo raras excepciones en ese pánico colectivo, sí.
Y una de ellas fue Parrish.
Ray Parrish. Fue una excepción.
Otra fue ella. Lydia Kent. Pero en Lydia era natural. ¿A dónde podía ir una muchacha inválida, paralítica?
Ray Parrish, sin embargo, no estaba inválido. Ray Parrish podía moverse. Podía huir. Sólo que... no le dejaban.
La cárcel se había quedado desierta. Vacía. Los celadores, los empleados, los policías todos, habían huido. Dejándole a él solo. El único preso. En su celda. Abandonado. Olvidado.
Ray Parrish no podía hacer nada. Lo intentó, pero era inútil. Estaba encerrado allí. En medio de una ciudad que estaba salpicada de llamaradas. Incluso ésa era ya la única iluminación aquella noche de verano calcinante. Porque acababa de extinguirse la luz. La central de energía estaba envuelta en llamas.
—Bueno... —suspiró Ray Parrish, encogiéndose de hombros—. De todos modos, iban a achicharrarme legalmente... ¿Qué más da así? Era mi destino...
Sacudió la cabeza. Sereno, tranquilo. No tenía miedo. Nunca lo tuvo, y menos ahora. Se había hecho ya a la, idea. Desde que mató a aquel hombre. Fue encarcelado. Iban a juzgarle a finales del verano...
¡Qué ironía! Casi resultaba divertido. Parrish rió entre dientes. ¡Finales del verano!...
Miró afuera. Nadie le juzgaría ya. Aquella gente huía despavorida de la ciudad abrasadora. El aire era irrespirable. Cosa curiosa: el clima artificial de la cárcel no había sufrido averías. Así eran las cosas a veces. Podía respirar. Pero no sabía por cuánto tiempo. La atmósfera, en las calles, era polvorienta, acre, abrasadora.
Y la ciudad, prácticamente, estaba ya desierta. Se preguntó a dónde irían ahora los ciudadanos, cuando los ríos hervían y los bosques estaban ardiendo. Y la temperatura, según los indicadores termométricos del exterior, señalaba ya los doscientos Fahrenheit. La gente herviría como el agua. La sangre sería pura ebullición en las venas, rompiendo toda posibilidad vital.
Contempló el cercano edificio. El hospital. Luces numerosas en las ventanas. Ya no había ninguna, desde que la central de energía empezó a arder y se extinguió el fluido eléctrico que producían los reactores nucleares.
Ahora no había luces. Todo estaba oscuro: Pero las paredes no se resquebrajaban ni ardían. No estaban los metales al rojo vivo. Sin duda, otro lugar con aire acondicionado en perfecto funcionamiento. Muros refrigerados automáticamente, como la prisión.
La idea pasó por su mente.
¿Quedaría alguien allí? Posiblemente no, claro.
Había visto salir a los enfermos. Y a los médicos y enfermeras también. Todos despavoridos, aterrorizados. Hubiera resultado cómico, de no ser tan patético, verles envueltos en cualquier prenda, incluso en las sábanas de su lecho, semidesnudos, tambaleantes, enfermos o heridos... Huyendo. Huyendo a alguna parte, que ni siquiera sabían cuál podía ser.
Pero también de la prisión habían huido todos en tropel. Todos menos él.
Podía ocurrir que alguien, en el hospital, no hubiera podido salir, imposibilitado por alguna enfermedad... De haber sido así, nadie se ocuparía de él. Como le había sucedido a un preso, podía ocurrirle a un enfermo incapacitado. La gente olvida todo. Olvida a los demás, cuando debe pensar sólo en sí misma. Si es preciso, destruye para salvarse.
—Cielos... —musitó Parrish, furioso, estrujando los barrotes, perfectamente fríos y sólidos—. ¿Es que no hay medio humano de salir de aquí?
 
 
CAPÍTULO II
 
No. No había medio humano de salir de allí. Ninguno.
Lydia Kent miró una vez más sus piernas. Sus bonitas y esbeltas piernas. Muy bonitas, muy esbeltas, pero inútiles. Inmóviles para siempre.
Suspiró, aferrando los brazos de su silla de ruedas con energía, al final del largo corredor desierto, entre fantasmales manchas blancas de uniformes sanitarios, sábanas derribadas, ropas revueltas, abandonadas en la fuga masiva...
Miró con tristeza los ascensores inmóviles, la escalera circular, interminable, desde aquel piso vigésimo noveno. Imposible bajar. Imposible mover el sillón hacia alguna parte.
Regresó lentamente al comedor en sombras. Las luces rojas de los incendios penetraban por los ventanales. La cena estaba intacta en todas las mesas. No habían tenido tiempo de terminarla. Ni médicos, ni enfermeras, ni enfermos.
Fue entonces, en el momento en que empezaba a cenar, cuando la televisión local, dejó de emitir, y estallaron huevos incendios, enfrente mismo del hospital, y alguien gritó en el exterior que toda la ciudad iba a reventar de un momento al otro, y que el suelo reblandecido de las calles se abría en boquetes ardientes, absorbiendo cuerpos humanos, árboles y edificios.
Eso colmó el vaso. Empezó la fuga desesperada.
Y ella... se quedó allí. Olvidada de todos. Abandonada por todos.
Movió el sillón de ruedas hasta el indicador de clima artificial. Respiró hondo.
—Está a topé —musitó—. No puede descender más la temperatura. Pero afuera aumenta sin cesar... Ya sobrepasa los ciento diez grados centígrados... ¡Todo debe hervir a estas horas!
Se preguntó cuánto duraría aquello. No podía, ser mucho. Si aumentaba el calor, los sistemas de refrigeración se romperían. Empezaría a calentarse el hospital. Y eso sería el fin.
El fin podía demorarse una hora, dos, acaso tres, pero no más. Luego..., ¿qué sucedería?
Lydia Kent no tembló. No sintió miedo. Respiró con fuerza. Eso fue todo.
Arrastró el sillón hasta las mesas. Sentía apetito. A pesar de todo. Y la cena tenía buen aspecto. Estaba algo fría, pero podía soportarse. Pensar que había algo frío, con todo aquello allá afuera, casi resultaba una broma. Una terrible broma...
Cenó. Se sintió mejor al tomar el café casi helado. Rió entre dientes, deslizando su sillón a un ventanal. Las herméticas vidrieras de fibras antitérmicas asomaban a un caos desolador.
La ciudad toda era una pavesa negruzca: El suelo corría como un alud de lava. El asfalto era algo rojizo, candente, goteando por las aceras. Arboles, jardines, casas... Todo humeaba, hecho ruinas.
Ni un alma. Ni un ser viviente. Ni hombres, ni perros, ni gatos, ni aves. Nada. Todo destruido.
No. Todo no. Quedaba aquel edificio gris, sombrío. La prisión ciudadana. Le habían dicho que un hombre iba a ser condenado a muerte, días después. No abundaban las penas capitales ahora Pero aquel hombre había matado a otro.
El muerto era un funcionario público, un político. Eso implicaba un juicio sumarísimo y pena de muerte.
Sintió ganas de reír. ¡Pena de muerte! Pobres hombres, qué ridículamente pequeños y estúpidos fueron siempre... Se creyeron capaces de juzgar y condenar a los demás. Ahora, todos habían sido jugados. Y condenados. Y ejecutados, incluso. Por alguien que era más juez que todos.
Musitó Lydia, casi cantando las palabras, con voz musical, absorta la expresión:
—«Llorarán y por ella plañirán los reyes de la Tierra, los que con ella se entregaron al lujo y los placeres, cuando vean la humareda de su incendio...» «¡Ay, ay de la gran ciudad, de Babilonia, la ciudad poderosa! Porque en una hora ha venido tu castigo...» (Apocalipsis, 18-9, 18-10).
Luego, permaneció absorta, silenciosa.
Y hubo un chasquido tras de ella. Se volvió, sobresaltada, haciendo girar el sillón rodado. Se estremeció.
—El clima artificial... —susurró—. Se ha estropeado...
Respiró hondo. Era el fin. Hizo rodar lentamente su sillón, a través del comedor. Se encaminó al único lugar donde, tal vez, sobreviviría aún un par de horas: las cámaras frigoríficas del hospital, sitas en aquella planta.
Allá, en el gris edificio de la prisión, hubo un chispazo brusco. Y los muros empezaron a tomar un color cárdeno, y el metal se puso incandescente...
* * *
Torgal sacudió la cabeza, con pesimismo.
—Imposible —dijo—. No lo haré ya jamás.
—¿Por qué? —preguntó Alee.
—No hay tiempo.
—Torgal, ¿tú hablas del... del tiempo? —se extrañó Alee, parpadeando.
—Bueno, no hablo del tiempo —sonrió Torgal, con amargura—, sino de nuestro tiempo. El tuyo y el mío, Alee.
—¿Qué puede sucedemos a nosotros? Tú dijiste que esto era seguro...
—Y lo es, Alee. Lo es. Completamente seguro. Hermético. Indestructible. Sólo que tú y yo... no podemos salir de aquí para nada. Afuera está la muerte. El fin total.
—Sí, lo sé —miró de reojo el indicador externo—. Trescientos veinte grados Fahrenheit (Unos 154 grados centígrados). El mundo entero debe ser una enorme bola de fuego, Torgal.
—Ahí lo tienes. No fuego, exactamente. Pero sí materia incandescente, ruinas, llamas, un suelo candente como de lava... y ni un solo ser viviente, ni un rastro de vida orgánica.
—¿Cómo pudo suceder, Torgal?
—Como suceden todas las cosas —se encogió de hombros—. Una alteración de las leyes establecidas. Por causas naturales, por un fenómeno cosmológico... o por error del ser humano. Un error en, cualquier experimento, en una nueva energía ensayada... ¡Sólo Dios sabe lo que fue, Alee! Lo cierto es que ocurrió.
—Fue una suerte que nos sorprendiera aquí dentro a los dos...
—¿Suerte? —se encogió de hombros Torgal—. No sé hasta qué punto, Alee. Alguna vez tendremos que salir de aquí. Alguna vez se extinguirán las reservas de oxígeno, los alimentos, los hidratos concentrados... Y entonces, ¿qué? Allá fuera, el aire será fuego; el suelo, lava líquida..., y nosotros, los últimos en perecer. No habrá supuesto mucha ventaja sobrevivir un tiempo para eso.
—Pero el experimento... ¡Torgal, puedes intentarlo, aunque sea aquí! —protestó Alee.
—¿Aquí dentro? —sacudió otra vez la cabeza, sombrío—. No creo que resultara.
—No pierdes nada con intentarlo. Ya lo tenemos todo perdido.
—Cierto. —Echó una ojeada a la aguja del indicador de temperatura, con aire cansado. La aguja oscilaba, con propensión a subir—. Todo, Aleo ,
—¿Entonces...? .
—No sé... —Se mordió el labio inferior, profundamente preocupado—. Y si resulta, ¿servirá de algo, después de todo?.
—Imagina... imagina que esa situación dura poco tiempo... La teoría más inteligente y razonable que he oído fue la del profesor Ulmer, al tercer día de calor.
—¿Cuál fue esa teoría? —indagó, con escepticismo, Torgal.
—Que algo, una experiencia cósmica de algún país, provocó una alteración en las leyes naturales del universo. El Sol sufrió las consecuencias más directamente. Algo de su superficie se dilató terriblemente. Fue cómo una erupción enorme. Millones de toneladas de energía solar, de materia incandescente, en ebullición súbita, proyectada hacia nosotros. Los astrónomos coinciden, en algo. Vieron claramente protuberancias, ingentes, como burbujas colosales, en la corteza solar. Imagina cada explosión solar de ese tipo. Hidrógeno en expansión, calor... Pero, últimamente, dijo el Centro de Estudios Espaciales que el Sol tendía a normalizarse. Si eso es cierto, durará unas horas, unos días... .
—Sí, admitamos que fuera así —suspiró, pensativo, .Torgal—.Y después..., ¿después, qué, Alee?
Su interlocutor se quedó pensativo. Inclinó la cabeza sin decir nada de momento.
—No sé —confesó al fin—. Después... no sé.
—No te aflijas. Nadie lo puede saber. Tampoco yo. Por eso te preguntaba antes: ¿es lógico aventurar unas vidas... en este juego sin sentido?
—No es un juego. Es una experiencia única, Torgal, tú lo sabes.
—Lo hubiera sido en circunstancias normales. Así, no.
—No les quitarás nada que puedan perder. Ni tan siquiera la vida, Torgal. Porque todos ellos..., ellos dejaron ya de existir hace mucho tiempo.
Torgal asintió, mirando pensativo hacia el ancho, misterioso cilindro plateado que se alzaba en el centro de la cámara oblonga en que se hallaban, rodeados de muros asépticos y lisos, sin aberturas de ningún género, sin otra cosa que indicadores, esferas graduadas, complejos mecanismos, teclas y resortes de incógnita aplicación para quien no fuese Torgal, ya que no todo lo conocía Alee tan a la perfección como su compañero, creador de tanta maravilla técnica.
—Sí —musitó—. Dejaron de existir hace mucho, Alee... . Pero ellos no piden volver al mundo. No lo desean, posiblemente. ¿Tenemos derecho a obrar por nuestra cuenta, sin preguntarles a ellos?
—El deseo de todo ser humano ha sido siempre el mismo, Torgal, desde que el mundo es mundo: vivir. No morir jamás, a ser posible.
—Desde que el mundo es mundo —rió entre dientes Torgal, con amargura. Sus ojos grises, cansados, de viejo y noble luchador infatigable por la ciencia, se fijaron en Alee. Luego, en la temperatura del exterior, siempre creciente—. ¿Lo es aún, Alee?
—Tal vez no. No, ya nada es lo que era. Ese calor secará los mares, provocará enormes nubarrones, volverán diluvios sin fin sobre la superficie seca y abrasada de la Tierra... Otra vez se evaporará el agua, y otra vez caerá torrencial... Y algún día volverán los líquenes, los protozoos, la vida en simples protoplasmas, marinos... Luego serán los saurios, los peces, los reptiles, las aves... Y los carnívoros. Y el alba del hombre tal vez se repita..., en el mejor de los casos.
—Eso es: en el mejor de los casos. O quizá nuestro viejo mundo reviente, se rompa en pedazos, agrietado por las convulsiones, seco por el calor, convertido en un único y gigantesco volcán... —Torgal sacudió la cabeza, preocupado—. ¿Por qué condenar a nadie a semejante destino? ¿Por qué sacar a unos seres de la noche eterna de los tiempos para traerlos a un presente desolador y mortal?
—Porque hay que intentarlo —dijo Alee, enfático—. ¡Porque debemos probar fortuna, intentar lo que sea, para que el mundo no se extinga totalmente! Y sólo en tus manos está la posible solución, Torgal. Sólo en tus manos...
—Sólo en mis manos... —Cansado, se movió hacia los resortes—. Bien, Alee. Voy a complacerte. Voy a traer a este maldito infierno que es nuestro mundo ahora... a los que, posiblemente, sean los únicos supervivientes del futuro. Los últimos sobre, el planeta... ¡Un puñado de seres que llevan siglos de sueño de muerte! Gente que murió hace centurias...
Y presionó unos resortes y teclas, con determinación.
Alee dio un paso atrás. En el interior del tubo plateado hubo un raro, largo zumbido. Vibró el metal, se hizo luminiscente. El resto de la cámara se tornó, por contra, oscuro, con una penumbra azulada.
La vibración creció dentro del tubo metálico. Alee y Torgal no quitaban de él sus dilatados ojos. Ojos llenos de esperanzas, de temores, de angustias, de ilusiones, de fe en algo que ni ellos sabían qué podía ser...
Pero eso sí: esperando algo. Algo mejor que el fin y la destrucción. Algo mejor que vigilar el aumento constante de temperatura en el exterior. Algo mejor que calcular el número de millones de cadáveres calcinados o carbonizados que cubrían los paisajes terrestres abrasados, los que serían engullidos por la lava ardiente, el asfalto goteante o las grietas volcánicas. Algo mejor que imaginar al mundo en llamas, sin vegetales ni agua, sin aves ni animales, sin hombres ni mujeres...
Esperando que la única vida posible surgiera allí. De aquel cilindro plateado, misterioso y fantástico, proyectado hacia lo desconocido, hacia un punto dimensional donde espacio y tiempo, vida y muerte, eran casi una misma cosa. Y todo ello no era apenas nada.
De repente hubo un chispazo azul, violento.
El cilindro plateado empezó a subir suavemente, sin ruido. Reveló, en su interior, una forma también cilíndrica, pero translúcida, como de vidrio empañado. Ellos dos se miraron. Luego contemplaron el interior del cilindro translúcido.,
—Lo logramos —susurró Torgal, muy pálido y excitado—. ¡Lo logramos, Alee,! Míralos. Ahí están ellos...
Y señaló las formas humanas silueteadas borrosamente dentro del tubo...
 
CAPÍTULO III
 
Cuando el metal empezó a ponerse candente, supo Ray Parrish que era su ocasión.
Su ocasión de intentar evadirse. Su ocasión, también, de morir. Pero fuera de aquellos muros. En completa libertad, aunque ya no sirviera para nada.
Se despojó de su uniforme de tejido antitérmico, como todos los de la época. Envolvió sus manos y brazos en él. Cargó contra la pared. Presionó sus barrotes y su sistema de seguridad, que, ya al rojo vivo, se ablandó y cedió.
Poco después, la puerta se abría, humeante. Ray Parrish se movió por entre muros que despedían fuego, por entre paredes que se desgajaban, humeando, irradiando un calor angustioso:
Ya no había posibilidad de un clima artificial, de un aire respirable. Todo se estaba terminando. Pero él recordaba algo. El había tenido tiempo de pensar, encerrado en su celda. Haciendo cálculos sobre una posibilidad de salir de aquella celda. Y ya había salido. Ahora sólo era preciso que lo demás resultara también. Y a eso iba.
Resultó. Se dio cuenta en seguida de que era el único lugar aislado del terrible calor de aquel verano alucinante. Se aproximó, tocando la puerta con las manos en vueltas en el tejido antitérmico, infinitamente más aislante que el ya anticuado amianto. Estaba caliente el metal, pero mucho menos que en otros puntos. Era lógico: el frigorífico de la prisión mantenía aun su gélida temperatura interior, a muchos grados bajo cero. Su material aislante y sus procedimientos químicos de congelación convertían aquel lugar en un refugio ideal..., al menos por el momento.
Logró abrir. Y entró. Avanzó, tras cerrar a espaldas suyas. Respiró con alivio el gélido ambiente interior. Paseó entre auténticos muros, de alimentos en conservación. El frío era intensísimo, pero ya no congelaba a nadie. De algún modo, el terrorífico calor de aquel verano había logrado penetrar. Los blancos festones de hielo goteaban ligeramente.
—Creo que puedo sobrevivir sin helarme —se dijo. Luego, se encogió de hombros—. Y después de todo, ¿qué más da morir congelado que abrasado? En la duda, prefiero esto...
Y se acomodó, dispuesto a esperar.
A esperar no sabía el qué...
El verano había terminado.
Lydia Kent miró su reloj de pulsera automático. La fecha y la hora. Veintitrés de setiembre. Sí. Ya era otoño. El fin del verano.
Tuvo una sonrisa amarga, cuajada de ironía.
—¡El fin del verano! —dijo. Y rió histéricamente—. ¡Dios mío, qué ridículo suena eso ahora!...
Pero, sin embargo, hacía frío. Más frío que antes...
Miró los indicadores de temperatura • del interior de los grandes frigoríficos del centro sanitario.
La aguja oscilaba. Descendiendo. Con tendencia a alejarse más y más del nivel del cero. Realmente, estaba empezando a enfriarse todo.
—No puede ser... —susurró, saliendo de su somnolencia. Agitó la cabeza—. Llevo solamente unas horas. No es suficiente para... para que todo haya terminado ya.
Hizo rodar el sillón por los vericuetos blancos de los frigoríficos. Alcanzó la salida. Castañeteaban sus dientes. Una escarcha blanquecina cubría sus ropas, su cabello, incluso sus manos.
Salió.
Resultaba horrible. Ruinas negruzcas. El abismo a la calle, delante de ella... Apenas una octava parte del edificio en pie. Muros abatidos. Ni siquiera dos o tres yardas de corredor, más allá del intacto pabellón frigorífico, respetado por el caos.
Alrededor, tinieblas. El cielo, cubierto de vapores. Había bochorno, humedad. Empezó a transpirar. Aún debían de tener, incluso en plena noche, unos sesenta grados centígrados sobre cero.
La ciudad era un desierto. Muñones de casas y edificios, ruinas y cascotes, cenizas y pavesas, grietas insondables abiertas en el asfalto derretido;..
Cerró los ojos, alucinada. Y ella sola allí. Suspendida en el aire, a mucha altura sobre la calle, sobre el suelo firme... Incapaz de moverse, incapaz de manipular hacia lado alguno su silla de ruedas, único medio de desplazamiento posible...
Sintió ganas de llorar. Y lloró.
En el silencio mortal de la ciudad, su llanto ahogado fue audible. Y lo fue más aún al elevar su tono, nerviosamente, con histerismo, con los nervios rotos.
Fue entonces cuando la voz humana surgió allá abajo, a sus pies, como algo imposible.
—¡Eh! ¿Quién está ahí? ¿Quién llora?
* * *
Ray Parrish esperó respuesta. No la hubo. No hubo llanto tampoco ahora.
Repitió su voz, con potencia, mirando a lo alto:
—¿Quién está ahí? ¡Responda! ¿Hay alguien con vida?
El silencio otra vez. Pero, finalmente, un murmullo, ahogado entre sollozos:
—Dios mío... ¡Dios mío, hay alguien vivo! ¡Hay otra persona conmigo, en este cementerio!...
—Sí —afirmó él rotundamente. Había notado que la voz era femenina. Se estremeció, al hablar con potencia—: ¿Dónde está usted, quienquiera que sea? ¿Dónde?
—Aquí... arriba... En el edificio del..: hospital... Planta vigésimo novena. .,
—¿No puede bajar?
—No... No puedo...
—¿No hay escaleras, muros, algo donde asirse para intentarlo?
—No importa lo que haya. No puedo... Soy... soy inválida.
Parrish se mordió el labio inferior. Asintió, pensativo.
—Entiendo —musitó—. Sí, entiendo... No se mueva. No intente nada. Trataré de llegar a usted.
—¡Las escaleras están rotas, colgando en el vacío! ¡No lo haga! ¡Podría matarse!... —advirtió Lydia.
—Matarme... —Parrish rió, mirando en derredor, al oscuro y silente vacío—. ¿Qué puede importar eso ahora?
Y se movió, decidido, hacia el edificio semiderruido.
* * *
Se contemplaron. En silencio. Se estudiaron mutuamente.
Lydia Kent era hermosa. Joven y espiritual. Pero inválida.
Ray Parrish era joven, fuerte y arrogante. Pero un recluso. A Lydia le bastó ver su ropa para entenderlo. Era el uniforme de un reo. De un reo a muerte. Recordó haber escuchado la noticia en los noticiarios televisados.
—Usted es Parrish —dijo—. Ray Parrish, el... el:..
—El homicida, sí —afirmó él, escueto—. ¿Le doy miedo?
—¿Miedo? —Ella se echó a reír—. ¡Cielos, no! Claro que no...
—No hay ya homicidas por el mundo —suspiró Parrish, frunciendo el ceño—. Tiene que asustarle ver a uno delante de usted...
—Supongo que sí. Sin/ embargo, no me asusta.
—Usted sabe que maté a un hombre. Sin dejarle que se defendiera.
—Lo sé todo. Las noticias fueron amplias sobre el caso. Después de todo, como usted dice, ya no es corriente matar hoy en día. Bueno, no lo era... , —señaló a la ciudad, oscura, lóbrega, silenciosa—. Ahora ya nada es igual. Ahora, todo dejó de tener sentido.
—¿Sabe por qué maté a aquel hombre?
—Lo recuerdo muy bien. Era un dirigente político. Un militar.
—Eso es, un militar. La milicia ya no era necesaria, puesto que no había guerras. El quería justificar su cargo. Quería la guerra. Empezaba a reclutar gente. Eran las nuevas Milicias de la Defensa de la Paz. Mentira. Eufemismo puro. No defendía la paz, sino el belicismo. Yo me negué a ser movilizado. Ninguna ley me obligaba a ello desde que nací. Otros aceptaban dócilmente la recluta nueva. El militar provocó una crisis fingida. Emitió • un decreto especial de recluta, adiestramiento militar, de construcción de armas nuevas, ahora que ya no hacían falta armas... porque nadie quería combatir. Incluso tenía elegido el enemigo hipotético. Un país que le era poco simpático. Planeaba un truco, lo sé. Fingir una agresión de ese país con esbirros suyos. El militar lo tenía todo dispuesto. Entonces, yo me negué a ser reclutado. Me arrestaron. Fui conducido a su presencia. Me amenazó. Si no aceptaba la orden de reclutamiento, sería encarcelado por rebelde. Me refirió todos sus planes: necesitaba hombres jóvenes. Hombres cultos e inteligentes, para cargos de oficialidad. Yo sería oficial, previo un período de adiestramiento. Otros, los vulgares, la masa, serían soldados. Vuelta a empezar. A lo de siempre.
—Y usted..., ¿qué hizo entonces?
—Le maté —dijo, fríamente, Parrish.
—Dios mío... —le miró, horrorizada—. ¿Así de sencillo?
—Así de sencillo. Lo mismo que no había guerras, tampoco había asesinos ni ladrones. Son etapas que se superaron. No podía esperar esa reacción mía. Tomé su propia arma¡ inesperadamente. Se la arrebaté. Intentó luchar, quitármela. Llamó a sus leales. Inútil. Disparé. Le maté en el acto. Era un crimen justo. Era un delito válido. La vida de un tirano, de un belicista, a cambio de millones de vidas de soldados y civiles de ambos bandos... Un muerto, en vez de millones de ellos. Paz en vez de guerra... —Respiró hondo, y miró abajo—. Aunque, después de todo..., ¿para qué? ¿Qué más da hablar ahora de todo eso, si ya tampoco la paz o la guerra, la milicia o el paisano, lo bueno, y lo malo, perdieron su razón de ser?
Hubo una pausa. Se miraban ambos en silencio. Lydia sacudió la cabeza.
—No, no me asusta usted. Aunque sea un asesino. Hay crímenes justificados, según las circunstancias. Además..., Dios le juzgará, no nosotros.
—Dios... —Miró a lo alto, a las sombras nubosas que descargarían cualquier día, en forma de diluvio universal—. Sí. Creo que estamos solos con El. Muy solos...
Luego, tomó en sus brazos a la inválida. Y descendió con ella, en un esfuerzo titánico, entre escaleras medio derruidas, escalones colgando en el vacío, o muros donde cualquier desgarro le servía para aferrarse.
El suelo de la calle estaba muy caliente. El asfalto aún se reblandecía, pero no mucho. A su alrededor, el aire olía a quemado, a fuego, a muerte acaso.
De un edificio medio en ruinas se desmoronaron unos cascotes, dando una falsa impresión de vida en las calles. Luego volvió el silencio.
—El verano ha terminado —dijo Lydia, en brazos de Parrish.
—Sí. Ha terminado —rió él—. Todo ha terminado.
—Hablo en serio. Estamos a veintitrés de setiembre ya...
—Veintitrés... —pestañeó Parrish—. Han pasado dos días desde que entré en los frigoríficos... Dos días. Sí. Creí que eran sólo horas. Me dormí. Ese frío era tan grato...
—¿Cree que habrá alguien más con vida?
—Depende. No lo espero. Posiblemente son los dos únicos frigoríficos que soportaron.
—El verano terminó... —Parrish miró a la oscuridad—. ¡Verano!... Y qué verano... Terminó el calor, sí. Eso, al menos, es cierto.
—¿Qué cree que ocurrió?
—Nunca lo sabremos. —se encogió de hombros—. No soy un científico, pero fue algo solar. Después, pasó. Pero ya no quedaba nadie con vida. O casi nadie, puesto que estamos nosotros.
—El Sol... Siempre nos dio vida. Y ahora... nos da muerte. ¿Por qué, Parrish?
—¿Por qué? ¿Por qué? El hombre se ha estado preguntando durante siglos lo mismo. Siempre igual: ¿por qué? Y muchas veces no encontró respuesta. Ahora tampoco la hay. Hemos cometido demasiados errores, demasiados pecados de soberbia. Creíamos que las fuerzas de la Naturaleza y de la Ciencia estaban dominadas a nuestro antojo. Y, evidentemente, no era así.
—No, no era así —suspiró Lydia Kent. Fue depositada suavemente en unos cascotes negros, casi fríos ya. Miró arriba—. No podré andar sin mi sillón...
—Sí, lo sé. Se lo bajaré ahora.
—¿Va a subir otra vez... sólo por un simple sillón de ruedas?
—Es su medio de moverse, ¿no? Como si se hubiera dejado arriba sus piernas. Debo ir a por ello. Tenemos que irnos de aquí.
—¿Irnos? ¿Á dónde? —abrió ella mucho sus ojos.
—No sé. A cualquier parte. En busca de algo o de , alguien.
—Nunca encontraremos a nadie... ni nada.
—Tal vez. Pero al menos lo intentaremos. Es una esperanza. Hacen falta esperanzas para sobrevivir en todo esto.
—¿Valdrá la pena?
—No lo sé. No sé nada. Sencillamente, quiero hacerlo. Porque hay que hacer algo, en vez de sentarse a esperar la muerte. Sólo por eso, amiga mía... ¿Cuál es su nombre?
—Lydia. Lydia Kent.
—Bien, Lydia. Yo voy a salir de esta ciudad, a buscar otra cosa, aunque no la haya. Usted, ¿qué piensa hacer?
—¿Qué puedo hacer, sino seguirle? —suspiró ella—. Cualquier cosa será mejor que quedarse sola en este cementerio... .
—Perfecto. Esperaba que obrase así. Voy a por su silla de ruedas. Después nos iremos, con algunos alimentos y tabletas de hidratos. Me temo que no habrá mucha agua en ningún punto del globo...
—Sí, Parrish. Iremos adonde usted diga. Buscaremos lo que sea... Y después..., ¿qué?
—Después... —El se encogió de hombros—. Sólo Dios lo sabe, Lydia...
 
 
CAPÍTULO IV
 
Estaban allí.
Eran ellos. Torgal lo sabía. Alee, también.
Seis cuerpos. Seis formas vivas, silueteadas dentro del tubo translúcido.
Tres parejas. Tres hombres. Tres mujeres. Lo programado por Torgal.
Estaban inmóviles. Todavía sin reacción vital. Como yertos, rígidos dentro del tubo vidrioso. Todavía en período de transición, aún en un estado flotante entre el ser y el no ser. Entre vida y muerte; entre sueño y realidad; entre pasado y presente. Entre la oscuridad y la luz; entre Ayer y Hoy.
—¿Resultará bien? —se preguntó en voz alta, ceñudo, frotándose el mentón, Torgal.
—Ha resultado ya —musitó Alee, demudado por la emoción—. Ellos... ellos están ahí... Han venido desde el Pasado, desde la Muerte...
—Pasado, presente, futuro... Nacer, vivir, morir... —Torgal se encogió de hombros—. A veces, todo eso carece de sentido, Alee. A veces, nada de ello importa demasiado, o no tiene el exacto valor que le queremos dar... Lo que cuenta es que he logrado trasladarlos a hoy, al momento actual. Y que empiezan a vivir... ¡Mira!
Alee se estremeció, gozoso, presa de una excitación imposible de dominar.
Era cierto. Los seis cuerpos flotantes, rígidos dentro del tubo vidrioso..., se movían. Vibraban, agitaban sus brazos y piernas lentamente, como criaturas recién llegadas al mundo, con su primer soplo vital, casi inconsciente.:.
—Despiertan del letargo de siglos... —musitó Alee—. ¿Es eso?
—Sí. Es eso. La comunicación fue perfecta. El traslado de los átomos, su concreción en el tubo ... Todo se cumplió matemáticamente. Alguien dispuso así las cosas en otro tiempo, no sé aún cuándo. Pero lo sabremos cuando ellos salgan de ahí...
—¿Por sus ropas acaso? . —No. No traen ropas. Ninguna ropa. Vienen como Dios nos trae a nosotros al mundo, Alee. Solamente las infinitesimales porciones del átomo dotadas de vida propia pueden viajar en el tiempo y el espacio... hacia cualquier fecha y lugar en el curso de los seres y las cosas de la Creación...
Las criaturas rosadas, los cuerpos humanos, desnudos en el tubo translúcido, se agitaban en forma creciente. Parecían ávidos de salir de allí, de reunirse con los demás, de volver a ser, realmente, ellos mismos. Fuesen quienes fuesen, porque sobre eso, el experimento de Torgal nada preveía.
—Veamos ahora —susurró éste, con una leve excitación, harto sorprendente en su frío y cerebral temperamento—. Hemos logrado lo más difícil: conectar nuestros recursos científicos con los de otras épocas. Las coordenadas de diversos científicos y sabios coincidieron en mi aparato matemáticamente. Así, virtualmente, hemos cazado, del lugar donde fueron puestos en hibernación prolongada, criaturas de otro tiempo, seleccionadas por la ciencia de su momento para sobrevivir a su época, esperando algo que nunca llegó: su despertar, su resurrección científica.
—Nunca hubiera sido posible, de no investigar tú esa materia, buscando establecer contacto mental con otras épocas, para conocer los propósitos de sus científicos. De ese modo, luego creaste el ingenio capaz de materializar aquí, ahora, lo que permaneció en hibernación en el pasado, en otro lugar distante.
—La telepatía a través del tiempo ha sido muy eficaz, aunque todavía sea imperfecta, Alee. Esperemos que, realmente, haya valido la pena todo eso... precisamente ahora, en el fin de nuestra propia civilización.
—Sí, esperemos... —musitó Alee. Luego, señaló al tubo de materia translúcida—. Mira, Torgal... Están golpeando los muros. Piden salir.
—Muy bien. En ese caso..., abrámosles la puerta al presente —sentenció Torgal; solemne—. Y que Dios nos ayude a todos. A ellos y a nosotros.
Luego, avanzó unos pasos. Pulsó unas teclas.
El tubo de vidrio subió, perdiéndose dentro del otro cilindro más ancho, de metal plateado. Flotó un gas en la cámara. Seis cuerpos desnudos, mansamente, se posaron, como si fuesen leves plumas, en el suelo acolchado. Reposaron allí.
Tres hombres. Tres mujeres. Muy diferentes todos entre sí.
Sus párpados temblaron. Abrieron los ojos. Contemplaron a Torgal y a Alee. Miraron en torno.
Y uno de ellos habló.
* * *
Habló. Y les defraudó.
Sonidos roncos, primarios, guturales, brotaron de su garganta, por entre sus torpes labios gruesos. El rostro, cubierto de negro, hirsuto vello crecido, era el de, un auténtico ser rudimentario, un hombre de las cavernas o poco menos.
Broncíneo, musculoso, rudo. Se puso en pie de un salto, agresivo y torvo, emitiendo sonidos inarticulados, gruñidos propios de un hombre de Neanderthal más que de Un Cromagnon, ya más inteligente, sensible y humano.
Luego, se abalanzó sobre Torgal y Alee, con sus grandes zarpas simiescas, sus largos brazos, mezcla de hombre y mono, extendidos en agresivo gesto, emitiendo un largo, ronco, poderoso gruñido puramente animal. Tras él; la mujer que constituía su perfecta pareja, una hembra recia, maciza, de ancas poderosas, muslos atléticos, pechos prominentes y duros, larga melena desgreñada, belleza salvaje, violenta y ruda, también se lanzó al ataque, lanzando aullidos furibundos.
—¡Cuidado, Torgal! —aulló a su vez Alee, corriendo a tomar un arma del estante del muro, donde, guardaban, en previsión de cualquier riesgo, sus armas más elementales defensivas.
—¡No, Alee! —gritó Torgal—. ¡No uses las armas, no lo hagas!
Y demostró que él solo podía manejarse perfectamente frente a los dos desnudos seres de la Prehistoria.
Para asombro de Alee, el viejo, cansado y débil Torgal, hombre de cerebro y estudios, y no de músculo y potencia física, venció con facilidad pasmosa al cuaternario y su compañera.
Lo hizo con sencillez. Con increíble sencillez, ante dos seres de tal poder físico.
Le bastó adelantar sus brazos, y poner sus manos crispadas en los cuerpos de ambos. Les empujó, sin mucha fuerza aparente. Los dos seres retrocedieron, dando volteretas, y cayeron de nuevo en el blando lecho circular, junto a los otros seres, tan desvestidos como ellos mismos, y que les contemplaban con idéntico asombro y desorientación con que lo hacía Alee.
—Cielos, Torgal, ¿cómo lo hiciste? —jadeó Alee.
—Es sencillo —sonrió Torgal—. Son como recién nacidos. Criaturas, dentro de su apariencia salvaje y temible. No han recuperado sus fuerzas auténticas, tras la hibernación de milenios. Lo irán haciendo lentamente. Muy lentamente. Pueden transcurrir semanas, antes de que sean capaces de romper siquiera un vidrio de un puñetazo. Pero cuando sean tal como fueron en su tiempo..., creo que no sólo el vidrio, sino el metal podrán despedazarlo entre sus poderosos dedos.
—Para entonces, confío en que se hayan civilizado algo y no se muestren tan agresivos, Torgal.
—Sí, yo también lo espero, Alee. —Miró a los dos prehistóricos, agitándose como peleles en el lecho esponjoso, que contemplaban y palpaban con estupor. Luego, dirigió su mirada a los otros cuatro seres recién llegados de alguna parte, a través del tiempo y el espacio, en período de resurrección tras la hibernación de cientos de siglos quizá...
Eran dos hombres y dos mujeres también. Muy diferentes las parejas entre sí. Imposible confundir a unos con otros. Una pareja de altos, rubios y armoniosos personajes. La otra pareja, la tercera...
Era la que provocó mayor perplejidad en Torgal. Su mirada buscó la de Alee. Ambos pensaban lo mismo.
—Dios... —masculló Alee—. ¿De dónde salieron esos?
Torgal no contestó. Estaba profundamente abstraído en el examen de aquellos dos seres, tan inquietantes como sorprendentes.
No parecían seres de ninguna época anterior. Más bien de algo por venir.
Cráneos abombados, muy desarrollados, de piel pálida, transparente, de poderoso encéfalo, de enorme frente tersa, casi bulbosa. De huesos que casi; eran quebradizos, translúcidos. • De rostro extrañamente sereno, correcto, menudo, frío. De ojos claros, muy claros y distantes. De cuerpo esbelto, más bien enjutó. Sin curvas en la mujer, sin músculos en el hombre. Escaso desarrollo físico, en suma; tremendo desarrollo mental, al parecer.
—No parecen... criaturas de nuestro mundo —señaló Torgal, perplejo.
—Pero tienen que serlo, ¿no?
—Si, claro. Tienen que serlo. Mi ingenio no tiene contacto alguno con otros mundos, con distancias siderales... —¿Entonces...? —dudó Alee—.No localizo su origen, su naturaleza...
—Tampoco yo —convino Torgal, preocupado.
—Tal vez preguntándoles algo...
—Espera —rogó Torgal—. Debemos hacer las cosas con orden. Es evidente que la primera pareja procede de una época remota. No sé cómo pudieron quedar en hibernación. A no ser que alguna causa natural lo produjese, su época no justifica su presencia aquí, ni mucho menos. No existía la palabra, ni la cultura, ni la civilización. Por tanto, no había modo alguno de conservar cuerpos humanos por medios científicos. La propia ciencia aún no había nacido. Cuando menos debemos situarles en la Era Zenozoica. En plena evolución del homo sapiens, hacia su nivel actual, desde el eslabón anterior, el del Pitecántropo.... Al menos es lo que imagino. No existe ninguna razón plausible, científica ni humanamente, para que semejante pareja haya venido a nuestros días a través del Translator. Pero ya que está aquí, aceptémoslo como es. Y tratemos de averiguar cómo y por qué, Alee...
—En cuanto a los otros cuatro...
—los otros cuatro parecen perfectamente civilizados. Dos arios, no sé si vikingos o no, pero evidentemente de una raza física y mentalmente desarrollada. Los otros dos... son otra incógnita. La opuesta a la de los dos primarios. Yo diría, ateniéndome a las deducciones lógicas de nuestra ciencia, que ellos son... seres del futuro. Pero no pueden serlo, Alee.
—¿Por qué no? El Translator actúa sobre el espacio-tiempo, ¿no?...
—El tiempo es relativo, sí. Y actúo sobre él con mi ingenio. Pero aun dentro de su relatividad, Alee, solamente he logrado adentrarme en el pasado. El futuro no existe aún. No ha empezado. Por tanto, ¿cómo podría, normalmente, entrar en lo que aún no es nada y está por venir?
—Según eso, Torgal..., lo que fue/dejó de existir ya. Y lo que se borró, lo que desapareció, físicamente es igual que lo que aún no empezó a ser.
—Eso es pura filosofía y lógica de colegial —rió Torgal, sacudiendo la cabeza—. No, mi querido Alee. La ciencia no es tan simple nunca.
—No lo será, pero esos dos... están ahí. Y nunca hubo gente con ese físico.
Torgal frunció el ceño. Se vio obligado a afirmar, con evidente disgusto.
—Sí —convino—... Eso sí. Están ahí. Y no hay quien mueva tal razonamiento. Ahora dejemos de discutir. Vamos a lo positivo. Interroguemos a todos ellos.
—¿A los seis?
—A los seis , sí.
—¿Cómo esperas hacerlo? No con lenguaje normal, claro. Al menos, con los trogloditas. Ni con los cabezotas....
—Cuidado. No les ofendas. Pueden entenderte, —Torgal presionó un resorte—. Actuará mi máquina de ideas. Espero que la traducción sea fiel. Es todo lo que tenemos para intercambiar expresiones, pensamientos, conceptos...
Descendió sobre los seis una especie de campana de vidrio luminiscente, verdoso, que se quedó flotando sobre sus figuras. Las bañó en su luminosidad lívida. Los prehistóricos se abrazaron, sobre el lecho esponjoso, revelando terror, inquietud, ignorancia. Los dos rubios, de aspecto ario parecieron no impresionarse demasiado. En cuanto a los de cabeza superdesarrollada,: revelaron astucia e inteligencia en sus ojos pensativos.
Dos pantallas de una materia especial, plástica, descendieron del techo. Una fue ajustada a los mandos de Torgal, mediante un contacto magnético. Otro contacto; unió a la segunda pantalla a un segundo casquete luminiscente que, despegándose del mayor, fue descendiendo... hasta posarse a menos de cinco pulgadas de las cabezas de la mujer y el hombre cuaternarios.
Estos intentaron moverse. No lo lograron. Algo, dentro de aquel casquete, cayendo sobre ellos como un suave baño vertical de luminiscencia azul, frenaba sus impulsos nerviosos y les relajaba, sometiéndoles a una forzada inmovilidad.
—Atención, Alee —avisó Torgal, solemne—. Empieza el interrogatorio...
Y comenzó a pulsar el teclado de una especie de liviana, modernísima y ágil máquina de escribir o linotipia. Los dos prehistóricos se estremecieron, sacudidos por algo. Alee entendió. Eran ondas mentales, escritas por Torgal, y traducidas en imágenes y conceptos visuales por la máquina traductora del científico. Tal y como se reflejaban las imágenes en la pantalla adaptada a la mente de los interrogados, así debían recibirlas ellos en su propio cerebro.
Imágenes rudimentarias, primarias, empezaron a aparecer, en débil esbozo, sobre la pantalla que, a su vez, mantenían Alee y Torgal ante sí. Cacerías de animales antediluvianos, cavernas, armas de sílex o de hueso, pieles, costumbres bárbaras y primarias, sangrientas luchas contra la Naturaleza, contra los animales gigantescos y contra el mismo hombre...
Luego, de repente, frío. Hielos. Glaciares. Terror y escalofríos en los interrogados. Grandes extensiones de hielo. Animales congelados, bloqueados por enormes piezas transparentes de hielo...
Y hombres. Hombres y mujeres helados, dentro de bloques gélidos. Torgal entendió.
—¡Una era glacial! —dijo—. Ya veo... Esta pareja estuvo en hibernación durante miles de años..., ¡conservada entre hielos de la. Prehistoria, en algún oculto rincón del mundo, perdido entre nieves eternas! Eso 16 explica casi todo.
—No es un disparate. La ciencia sólo se basa siempre en causas y leyes naturales... La hibernación artificial existía ya de modo natural: por el frío.;. —Alee contempló a los dos seres de la Prehistoria—. Pero aun así...
—Aun así, resulta todo esto increíblemente raro, lo sé —aceptó Torgal. Estudió los «dibujos mentales», las rudimentarias imágenes reproducidas en la pantalla por la mente de los interrogados—. Habrá que someterlos a un tratamiento de educación acelerada psicomental, para adaptarles lo más pronto posible a nuestra época. Ahora les dormiremos. Y seguiremos el interrogatorio...
Así se hizo. Una hipnosis electrónica actuó sobre sus centros mentales, adormeciéndolos. El interrogatorio científico continuó con la pareja de jóvenes de rubia cabellera y ojos claros.
Esta vez, las respuestas fueron más inteligibles y correctas, aunque en una lengua extraña, arcaica, posiblemente extinguida ya:
—Ingra y yo, Vicker, procedemos del norte de Europa. Fuimos cryonizados en espera de que nuestra dolencia mortal tuviera curación posible... Acabábamos de casarnos, íbamos a tener un hijo, y no quisimos que heredara nuestro mal, que era transmisible de padres a hijos. No sé si llegaron a curarlo, pero lo cierto es que nunca nadie nos despertó ya...
—¿Cuándo sucedía eso? —quiso saber Torgal, grave el gesto.
—En la centuria veinte de nuestra era —explicó la mente de Vicker, serenamente—. El mal era producido por un virus, según creo. Nos volvíamos azules. Luego, nuestra piel se hacía quebradiza como vidrio, sufríamos una parálisis progresiva... y todo el cuerpo se tornaba una especie de estatua azul, petrificada, endurecida:..
—El mal de Khanttler —dijo, escueto, Torgal—. La vitrofibrosis amebiana. Era una ameba. De origen marítimo tropical. Se venció la dolencia hace ya siglos...
—Cielos... ¿Qué centuria es ésta? —se asustó Vicker.
—Siglo veinticinco de nuestra era. Y final... —suspiró Torgal, quien, sin añadir más, rebuscó en un amplio armario de frascos, inyectables y drogas, empotrado en el muro, cuyo panel deslizó previamente, mostrando el completísimo botiquín. Tomó unas cápsulas y un inyectable, que introdujo en la jeringuilla. Se acercó a sus «invitados»—. En menos de un minuto estarán a salvo ustedes. Y su futuro hijo, si nace. Inyectó a ambos en su nalga, sin que protestaran hembra ni varón, sencillos en su desnudez ante los ojos del científico. Luego, les hizo ingerir las cápsulas.
—¿Ya ésta? —dudó Ingra.
—Ya está —convino Torgal—. La ameba perecerá, atacada por esa droga poderosa, en menos de veinte minutos. Son viejas dolencias ya resueltas.
—Pero nadie nos despertó hasta ahora... —se quejó Vicker.
—Las malditas empresas de cryonización, conservación en congeladores y todo eso —gruñó Alee—. Puro negocio. Nunca pensaron en despertar a nadie otra vez. Ni creo que supieran cómo hacerlo, los muy embusteros y sinvergüenzas...
—Gracias —musitó Vicker—. ¿Qué podría hacer por ustedes?
—Nada —sonrió Torgal—. Sólo permanecer aquí, tratar de colaborar conmigo y con ustedes mismos. Después de todo, se cumplió su deseo. Ya han resucitado...
—Ale preguntó si valdrá la pena ahora, cuando nuestros seres queridos y nuestro tiempo se han quedado tan atrás... —se quejó Ingra.
—Muchas cosas más se quedaron atrás, hija mía —suspiró Torgal, amargamente—. Ya lo sabrán a su debido tiempo. Ahora reposen un poco. Dentro de poco tiempo, cuando hayan sido todos identificados, podrán disfrutar de su nueva vida...
Les durmió por medio de ondas magnéticas, como a los prehistóricos. La dulce, rubia pareja nórdica, se quedó abrazada, en reposo apacible. Como si cinco siglos hubieran sido sólo un breve sueño. Y no habría resultado para ellos mucho más largo. ¿Qué era el tiempo, después de todo, cuando se dormía?
—Ahora vamos a por los más extraños de todos —musitó Torgal, inquieto— Interroguémosles, si ello es posible...
Iba a disponer los aparatos para la conversación entre seres de diferente tiempo, cuando tanto Torgal como Alee se quedaron de una pieza.
—No hará falta tanta complicación, Torgal —dijo, con voz perfectamente clara y audible, en su propia lengua, el ser masculino de enorme cerebro desarrollado—. Podemos hablar así, directamente, ¿no le parece?
—¿Eh? —masculló el científico, aturdido, dando un paso atrás—. Hablan mi lengua, conocen mi hombre... ¿Quiénes son ustedes dos... y de dónde vienen?
—Ella es Zoa-2007, mi compañera. Yo soy Zen-5122. Venimos de un punto en el futuro, Torgal. Situado a miles de años de este momento... —sonrió extraña, misteriosamente, el personaje de cráneo translúcido, palpitante, y, sin embargo, de hermoso y pequeño, rostro.
 
CAPÍTULO V
 
Llovió noches y días. Días y noches...
Lluvia caliente, abrasadora casi. Como agua en ebullición. Apenas inundaba los huecos dejados por lagunas, fuentes, ríos, mares y estanques, se evaporaba, en forma de vapores ardientes, que de nuevo descargaban, tras condensarse, en agua algo menos caliente, aunque todavía en ebullición.
Y así un día, una noche. Y otro día, y otra noche.
Y otro más, y otra más... ,
Así, como en las crónicas bíblicas, cuarenta días y cuarenta noches. Y Otros cuarenta días, y otras cuarenta noches...
La Tierra era una inmensa bola de tierra calcinada y candente, de fuego y de vapores, de volcanes y de pantanos. Y el mar se llenaba y se vaciaba, con increíble celeridad, cada vez que el alud de lluvias torrenciales caía en tromba, para luego convertirse en evaporaciones masivas, asfixiantes.
Pero, por fin, la tierra estuvo lo bastante seca y fría.
Y el agua se quedó en sus huecos naturales. Y llenó algunas tierras que fueron continentes, países y pueblos.
Y dejó secos, profundos e insondables, algunos abismos que antes fueron profundidades marinas, zonas abisales. . Y el cielo empezó a despejar su velo de nubes y de polvo, de cenizas y de ardor, para permitir asomar, tímidamente, el parpadeo de remotas estrellas, insensibles a la caótica evolución terrestre.
Y un día, el sol asomó, caldeando suavemente las montañas negras y los mares turbios, y los pantanos musgosos, húmedos y calientes, donde empezaban a incubarse materias vivas, partículas, protoplasmas que luego serían vida orgánica, vida inteligente, vida animal, vida humana, incluso...
Ese día, dos seres, solamente dos seres, semidesnudos y cubiertos de llagas, de heridas, de quemaduras y ampollas, asomaron entre las lomas sin vegetación, contemplando las aguas en su cauce apacible de nuevo, la faz nueva de un mundo nuevo y atormentado, como un paisaje de pesadilla.
De los dos seres, sólo uno caminaba. El hombre. El otro iba en sus brazos. No podía mover sus inertes piernas..
—Ray...—musitó ella—.Ray, la vida vuelve...
—Sí, Lydia. La vida vuelve...
—¡Ray, el mundo se ha salvado! —gritó ella, jubilosa.
—El mundo... —Un rayo de sol le hizo estremecer, al tocar su piel quemada. Luego, jugueteó con los cabellos de ella, luminosamente—. ¿Cuántos millones de años harán falta para que otra criatura humana salga a la luz, Lydia?
—No tantos —sonrió ella, maliciosa. Le miró, rodeando sus hombros en un abrazo—. El primer ser... después del Apocalipsis... está al nacer, Ray. Recuérdalo...
—Cierto. —Él miró amorosamente su vientre suavemente abombado. Luego, sonrió—. No pensaba ahora en nuestro hijo, sino en otros hijos, en otros seres, en otras vidas posibles, futuras, hipotéticas... Si todo va bien, Lydia, tendremos un descendiente nuestro. El primer ser que habrá nacido..., después del fin del mundo. Pero alguna vez llegarán otras vidas, otros seres, otras familias... Me refiero a otra nueva forma de vida.
—Eso tardará mucho, Ray. Tu y yo, ahora, en este momento..., somos Adán y Eva. ..
—Tal vez, —Miró, sarcástico a su alrededor, al dantesco panorama de siniestras brumas, de aguas fangosas, de líquenes y de pavesas—. Pero esto... no es el Edén.
—Puede serlo para nosotros, Ray.
—Hace falta mucha imaginación para ello —suspiró él—. Procuraré tenerla, amor mío.
Caminó a través del suelo menos abrupto y menos calcinado. Se detuvo con ella en la orilla del agua. Se miraron. El día era turbio, plomizo, con un cielo color cobre lívido, con un sol extrañamente pequeño y como lejano, tras jirones de nubes color bilioso. Aun así, pudieron verse en la superficie del agua. Ray tiró una piedra. Formó círculos concéntricos, lentos y espesos...
—Fango —masculló—. Puto barro. No son mares, sino pantanos...
Dejó a Lydia en el suelo. Al hacerlo, se detuvo sorprendido. Estiró los dedos. Arrancó cuidadosamente algo del suelo negruzco. Algo diminuto, frágil, pequeño... Una florecilla.
La primera. La única. Una florecilla silvestre, espontánea, nacida al filo del fango. Era fea; parda y azulada, con un tallo amarillento. Se la tendió a ella.
—Es hermosa —dijo, admirada—. Una nor...
—No hay otra. Recíbela con mi cariño, Lydia —murmuró él—. La única, la primera de todas las flores del nuevo mundo y la nueva vida...
Ella besó la flor. Luego, tembló, enroscando los brazos contra sí. Miró a Ray.
—Tengo frío... —susurró—. Mucho frío, Ray.
—Es raro. Yo también... —Se miró el brazo musculoso, cubierto de una epidermis que tiritaba—. Frío... Ahora, después de abrasarnos vivos..., ¿cómo puede hacer frío, Lydia?
—No lo entiendo..., pero estoy temblando.
El elevó sus ojos al cielo. Miró, pensativo, tras los jirones de nubes, el disco débil y lejano del Sol. Tuvo un repentino estremecimiento. Creyó entender.
—Dios mío, Lydia... —gimió. .
—¿Qué ocurre? —Ella le miró, sorprendida.
—El Sol...
—¿Qué le ocurre ahora al Sol, Ray? El tuvo la culpa del final... El aniquiló a la Tierra...
—Ahora puede que haga lo mismo. Definitivamente, Lydia —dijo entre dientes, con voz ronca, Ray Parrish.
—¿Por qué? No parece quemar mucho...
—Eso es lo malo. No quema. No da calor. Está lejano. ¿Entiendes eso? Lejos. Más lejos de nosotros que antes...
—Es verdad... —se estremeció ella. Miró al astro solar—. Parece tan pequeño, tan frío...
—Es pequeño. Y frío. No calienta. Y lo peor es que creo que cada vez es más pequeño.
—¿Hacia dónde puede alejarse el Sol ahora?
—No sé, Lydia. Ni siquiera podría asegurar si él se aleja de nosotros..., o nosotros de él. Pero sea como sea, si esto sigue..., pronto será noche eterna. Y vendrá el frío. Y vendrán los hielos eternos... Una nueva Era Glacial, Lydia. El fin. El definitivo fin de todo. Incluso de... de nosotros dos.
—Dios mío, Ray... —estiró, desesperada, sus brazos hacia él. La atarazó Ray con fuerza—. ¿Por qué ha de ser todo tan cruel con nosotros? Podríamos sobrevivir..., si no fuera por eso... Tal vez te equivoques. Tal vez sea sólo una impresión pasajera...
—Ojalá. Pero me temo que no, Lydia. Me temo que no!..
Miró de nuevo al cielo, teniendo contra sí a Lydia Kent.
El Sol era pequeño. Más pequeño. Parecía estar lejos. Muy lejos. Cada vez más lejos...
* * *
—Sí. Es cierto. Es el Sol... Está más lejos. No da calor.
—Cielos, lo que me temía, Alee...
—¿Qué es lo que temías, Torgal?
—La órbita. La hemos perdido. El cataclismo desplazó a la Tierra. Describimos una órbita elíptica diferente. Eso explicaría el fenómeno. Nos vamos alejando del Sol, a una tremenda velocidad. Volveremos a él un día, pero..., ¿cuándo? Cuando ya la Tierra lleve cientos de años cubierta de hielos...
—¿Eso es peor que lo sucedido con el calor?
—Infinitamente peor, Alee. Es el fin. El de todos. Incluidos nosotros.
—Oh Dios; eso no es justo...
—¿Qué sabemos lo que es justo y lo que no lo es? —dijo Torgal, amargamente—. Acaso no teníamos derecho a sobrevivir. No tenemos por, qué ser criaturas privilegiadas, cuando el Apocalipsis llega. Y no vamos a serlo, después de todo. Los hielos envolverán todo, lo aprisionarán, haciéndolo reventar con su presión. Este refugio, entre otras cosas.
—Quizá haya un medio...
—No —suspiró Torgal—. No lo hay, Alee. Ninguno.
Se quedó mirando hacia la puerta. Entraron en la cámara Ingra y Vicker, Zoa-2007 y Zen-5122. Detrás, en hosco silencio, él y ella. El nombré y la mujer de la Prehistoria, que incluso carecían de nombre.
—Torgal, sabemos la verdad —dijo Zen-5122—. Nos alejamos del Sol, en órbita elíptica. Tardaremos cientos de años en volver a la posición anormal. Llegaremos más allá de Júpiter, para iniciar luego el regreso orbital. Incluso alteraremos el equilibrio del sistema solar, sin duda alguna.
—Usted sabe demasiadas cosas, Zen-se sintió irritado Torgal—. ¿Quién le contó todo eso?
—No necesito que nadie me lo cuente, como no necesité que usted hablara conmigo para saber su nombre y su lengua. Sabe que no sólo leo los pensamientos, sino que mi mente puede ir más allá de esos muros impenetrables que forman su refugio. He «visto» mentalmente lo que ocurre con la Tierra y el Sol. Y he hecho mis propios cálculos mentales. No era nada difícil.
—Si sabe calcular tan bien las cosas, sabrá que esto no puede ser el fin —masculló con ira Torgal—. La mejor prueba es que ustedes vivieron en el futuro, según me ha contado. Si hay futuro, es que habrá vida, ¿no?
—Es un futuro lejano. Muy lejano. Habrá pasado todo. Otros soles alumbrarán la vida terrestre. Pero ahora sí habrá cataclismo. Es inevitable. Nos alejamos en el espacio. Nos helaremos. Sabe, que no tiene medios para luchar contra ello.
—¿Eso es cierto, Torgal? —quiso saber Vicker, adaptado ya a la lengua y conceptos dei presente, con los prodigiosos ingenios de Torgal.
—Me temo que sí-resopló el científico—. Desgraciadamente..., es cierto.
—De modo que todos vamos a morir —musitó Ingra, abrazándose a su compañero rubio:
—Inevitablemente —sonó la voz apagada de Alee.
Ellos se contemplaron entre sí. Ceñudos, pensativos. Ahora, con voz gutural, fue el hombre prehistórico, El, quien se expresó, todavía con cierta dificultad, pese a los métodos educativos de Torgal, que habían ido modelando su mente y haciéndole más inteligente, vivaz, civilizado, y dueño de un entendimiento y de un lenguaje.
—No es justo —dijo, seco.
Su compañera meneó la cabeza de largo cabello. Se la notaba todavía incómoda, dentro de su liviano y flexible indumento plástico. Estaba habituada a su desnudez de siglos.
—No —corroboró—. No... valía... la... pena... volver... a... vivir...
Torgal inclinó la cabeza, apesadumbrado. Le pesaba su propia responsabilidad ante todos ellos. Se le advertía hundido, desorientado, humillado incluso.
—Es cierto, amigos —susurró—. Cometí un error. Un grave error. Pensé que todo terminaría tras el calor. Vendrían los diluvios, qué estamos en disposición de soportar; vendría una larga era de silencio y de quietud..., pero no una época glaciar. No los hielos, el enfriamiento paulatino, la separación del Sol, perdiéndonos en el abismo del espacio negro, sin luz ni calor. No supe preverlo. Merezco lo peor. Los mayores insultos y desprecios, la ira de todos vosotros. Soy responsable de cuanto os sucede.
El rubio Vicker avanzó, tranquilo, sereno, majestuoso incluso. La fría, sagaz mirada del extraño Zen-5122, todo lucidez mental y supersensibilidad psíquica, se mantuvo fija en el nórdico, que se expresó con calma, sin ira ni emoción:
—Torgal, no quiero acusarle de nada. Ni insultarle, por supuesto. Ninguno de nosotros lo haría/ Cierto que nosotros no pedimos venir a este momento, a esta época. Pero usted lo hizo pensando en lo mejor para todos. Para el mundo, para un grupo de privilegiados a los que la onda de su Translator pudiera captar, arrebatándolo a su tiempo y lugar, para traerlo aquí. Sanó a Ingra y a mí de un mal mortal. Dio estudios e inteligencia a él y a ella —señaló a los prehistóricos; luego, a los dos seres del futuro—. En cuanto a ellos...
—En cuanto a nosotros, nada tenemos que agradecerle.— cortó, glacial, Zen-5122.
—Vienen de una época fría, deshumanizada, en que todos son números, parte de una colectividad, simples cifras computadas —le acusó Vicker—. No tienen siquiera un nombre, sino unas pocas letras y unas cifras para designarles. Allí les congelaron, en una hibernación forzosa, como aquí se hizo en otros tiempos ir a galeras, a trabajos forzados o a sufrir prisión perpetua. Torgal les sacó de ese sueño frío y les trajo aquí. El pensó que obraba bien, y todo hubiera sido así, de no ocurrir lo que le ha sucedido al mundo, Zen. ¿Todavía va usted a censurarle acremente?
—Ese es su modo de pensar —cortó Zen-5122, con aspereza. Sus ojos magnéticos centellearon. Su frente tersa, translúcida, palpitaba, quizá a causa de alguna emoción especial—. Yo tengo otra, Vicker. Y soy más inteligente que usted. Mucho más.
—No se lo discuto. Aquí no se trata ya de inteligencia, sino de sentimientos humanos. —Miró a Torgal con simpatía—. Y nuestro amigo sabe que puede contar conmigo en lo que sea.
—Gracias, Vicker —casi hubo emoción en el tono de Torgal.
—Y... conmigo... —jadeó el hombre primitivo—. Yo... no... quiero... morir..., pero... nadie... tiene... culpa... de... ello..
—Son muy bondadosos conmigo —suspiró Torgal. Movió la cabeza, con desaliento—. Pero en algo tienen razón. No es justo que les trajera a este Apocalipsis. Creo que debo reintegrarles a su lugar en el tiempo.
—Torgal... —susurró Alee—. No prometas eso. No sabes si podrás... hacerlo.
—Lo intentaré, cuando menos —respondió él, arrogante. Les miró a todos—. ¿Acceden?
—No lo sé. Intentarlo, no costará nada. Si fracaso, todo seguirá igual.
—Muy bien —suspiró Vicker—. Inténtelo.
No se habló más. El y ella bajaron la cabeza. Zen-5122 y Zoa-2007 se mantuvieron con fría expresión, rostro hermético, estudiando a Torgal atentamente.
Alee se encaminó al tubo del Translator. Lo golpeó suavemente.
—¿Ya? —indagó de su amigo.
—Sí, Alee —susurró con fatiga Torgal—. Ya.
—Entren aquí —pidió Alee—. Y feliz regreso...
—A un sueño eterno, del que ya nadie nos liberará posiblemente —musitó Vicker, con amargura. Estrechó contra sí a Ingra—. Había empezado a sentir otra vez el ansia de vivir, ¿saben?
—Lo imagino —le respondió el sabio—. Pero no vale la pena seguir. Ya sabe ahora cuál es la suerte inmediata de nuestro mundo...
Avanzó despacio hasta los mecanismos de acción de su invento. En silencio, los seis se situaron en su lecho esponjoso. Empezó a descender el tubo translúcido. Torgal contempló a las tres parejas casi con dolor.
—Había llegado a sentirlos como algo mío, como criaturas que yo hubiese creado —musitó el científico.
—Pero no lo eran — le recordó Alee—. Sólo son lo que fueron. Y ni siquiera era lógico que sobrevivieran. No eres Dios, Torgal, por mucha que sea tu ciencia.
—De sobra lo sé. Solamente me limité a pedirle a Dios conocimientos para llegar a algo beneficioso para el hombre en sí. Evidentemente, pedí demasiado: Y no me fue concedido... Vamos ya, Alee. Adiós, amigos todos.
El y Ella le contemplaban con un sentimiento de pena y de afecto casi puramente animal Ingra y Vicker, con simpatía y comprensión. En cuanto a los lejanos, fríos y asépticos supercerebrales, Zen-5122 y Zoa-2007, se limitaron a contemplarle vacía, lúcidamente. Sin revelar emoción alguna. Sin expresar sentimientos humanos; como máquinas.
—Adiós —dijo secamente Zen.
—Suerte, Torgal —le deseó fervoroso Vicker—. Suerte en todo... y qué sus pesimistas predicciones sobre nuestro mundo no se cumplan..
—Por desgracia, Vicker, no hay otra solución — respondió Torgal—. Se cumplirán...
—A..: adiós... amigos... —dijo roncamente él, con expresión entre estúpida y bonachona.
El cilindro siguió su descenso sobre los seis.
El indicador de temperatura externa marcaba ya una cifra inquietante: treinta y un grados de la escala Fahrenheit bajo cero. Una equivalencia a treinta y cinco bajo cero de la escala centígrada.
Era demasiado frío para haber pasado por aquel caos ardiente y las lluvias tórridas, y el fétido aire caliente de un planeta agostado y abrasado. De súbito, las temperaturas descendían vertiginosamente El grado de intensidad de luz solar, sobre una escala de cien era ahora de setenta y dos. E iba en descenso. El sol y ellos se alejaban entre sí. Demasiado rápidamente ahora...
Zumbó el Translator. Iba a comenzar el regreso de los seis seres, a sus respectivos lugares en el tiempo y el espacio.
Torgal había fracasado. Y lo sabía.
* * *
Entonces, súbitamente, entró, en juego el inesperado factor.
Algo con lo que Torgal y Alee no contaban Algo que Ray Parrish y Lydia Kent no podían imaginar.
Algo que cambió radicalmente todo para ellos. Y para los seis «resucitados».
Ese algo llegó del cielo. Del negro espacio cósmico.
Llegó a la Tierra en agonía. No ,se sabía de dónde. Ni por qué.
Pero estaba allí. Y lo alteró todo.
 
CAPÍTULO VI
 
—¡Mira, Ray! ¡Una estrella fugaz!,—señaló Lydia con un grito—. Casi las había olvidado ya...
—No es una estrella fugaz —negó Parrish, ceñudo, clavando sus ojos allá en lo alto, pensativamente.
—¿No? ¡Claro que lo es! Se desplaza, se mueve, como si se acercara a nosotros...
—Es que se acerca a nosotros. Pero no es una estrella, Lydia. Es algo diferente. Un cuerpo, en movimiento por el cielo. Acaso...
—¿Qué?
—Acaso... una nave.
—¡Una nave! Imposible, Ray. ¡Ya no hay naves en la Tierra!
—En la Tierra no, pero ¿y en otros mundos?
—Otros mundos... Ray, ya sabemos lo que había en otros mundos: silencio, soledad, ninguna vida inteligente.
—Hablas de los mundos del sistema solar, pero, ¿qué ocurrirá con todos los demás, con esos miles de millones de mundos que pululan por el espacio sideral, Lydia?
—Una nave... —contempló la lucecilla fugaz, desplazándose vertiginosa en la negra noche glacial, sobre la Tierra desierta y silencioso—. ¿Qué nave?
—Eso sólo Dios lo sabe —musitó Parrish, tratando de escudriñar, de ver mejor, de identificar aquella luz, aquel centelleo en movimiento, cada vez más amplio, más próximo a la superficie terrestre.
Cuando estuvo más cerca, se extinguieron todas sus dudas. Era una nave.
Tenía una forma oblonga, luminiscente. Se movía a enormes velocidades, y con una pasmosa facilidad de maniobra.
Luego, de repente, se detuvo. Flotó, suspendida, sobre el paisaje desolado. Encima de sus cabezas, muy arriba, sobre las ruinas de la gran ciudad, extendidas al pie de la loma en que ellos reposaban su soledad.
Finalmente, descendió con un zumbido profundo. Removió las capas de aire gélido, y hubo como un soplo cálido que agitó sus cabellos y azotó sus rostros.
Luego, entre las ruinas de la vieja urbe aniquilada, la nave se detuvo. Y reinó de nuevo el silencio.
—Mira... —susurró Ray, rodeando protector con su fuerte brazo a Lydia Kent—. Algo o alguien va a salir ahora de ahí...
Y así fue.
* * *
El Translator comenzó a funcionar.
Sólo comenzó. Para no seguir. Hubo un brusco, violento chisporroteo. Todo lo invadió un fulgor, azul, deslumbrante. Cegados, Alee y Torgal retrocedieron, cubriéndose el rostro con sus manos.
—¿Qué sucede? —aulló Alee.
—¡Algo va mal, Alee! —gritó Torgal—. ¡Cielos, espero que no sufra una avería el aparato, justamente ahora!
Nuevos chisporroteos brotaban del tubo translúcido. Asustados, los seis salieron del lecho circular esponjoso con rapidez. Se quedaron contemplando aquellas explosiones de luz crepitante, azul y cegadora.
Luego, con un nuevo estallido que lanzó chispas en derredor, sin quemar nada, todo se quedó silencioso. Rápido, Torgal fue al tubo, lo examinó, frenético, y consultó una serie de indicadores electrónicos. Palideció.
—Dios mío... —susurró.
—Avería, ¿verdad? —dijo heladamente Zen—. No podemos volver ya a ninguna parte.
Torgal se volvió. Le miró, abstraído , confuso.
—Eso es pronto para asegurarlo —replicó—. Intentaré repararlo...
—No podrá —negó Zen.
—¿Qué sabe usted? —protestó Alee.
—Estos mecanismos son primarios en comparación con los que conozco —cortó Zen-5122, con sequedad—. Mi mente puede examinar a distancia sus circuitos, sus programaciones y sus mecanismos más complejos. Estoy seguro de lo que le digo. La avería es irreparable.
—¡No puede serlo! —protestó Torgal—. ¡Le probaré que tengo razón!
—Hágalo. Pero no va a serle posible, y lo sabe —una fría mueca desdeñosa apareció en el rostro pequeño y delicado del hombre de cráneo desarrollado—. Sabe que he visto el interior del aparato. Y que conozco la naturaleza de su avería.
—¿Qué clase de avería es entonces si puede saberse, ya que usted conoce tanto todo lo que le rodea?
—Una descarga de gran energía ha fundido los centros de programación, y ha desviado el sistema de coordenadas espacio-tiempo —refirió con frialdad Zen-5122—. Posiblemente, en circunstancias normales, podría usted repararlo, aunque en un largo período de tiempo. Ahora, no. No posee energía suficiente de reserva. Las baterías acumuladoras han quedado vacías, y los instrumentos averiados eran delicadísimos y únicos. Admita su fracaso, Torgal. Ha perdido toda posibilidad de enviarnos a ninguna parte. Ahora usted es el único responsable ya de cuanto nos suceda en su maldita época.
Torgal bajó la cabeza, sombrío. Alee se estremeció. Aquel endiablado ser, todo cerebro y saturado de facultades extrasensoriales, había derrotado a Torgal. Era la verdad lo que él decía. Con todas sus desastrosas y sombrías consecuencias para aquellas tres parejas.
—No te desesperes —musitó Alee, poniendo una mano en el hombro de su amigo—. No es culpa tuya. Todo resultó mal, porque la suerte nos volvió la espalda... y porque los momentos que vivimos no son como ningún otro anterior.
—Aun así, soy responsable —jadeó Torgal, muy pálido. Paseó por la estancia, como un antiguo mago que ha fracasado su alquimia—. Responsable de todo..., aunque no sé cómo pudo producirse ésa descarga energética. ... No es natural. No hay energía así en nuestro mundo actual...
—De algún modo se produjo, eso es obvio.
—Sí, pero, ¿cómo? Es como si algo... o alguien... hubiera lanzado un rayo poderoso contra mi Translator. Sólo que... no hay nadie en la Tierra que pueda hacerlo, Alee.
—Y... ¿fuera de la Tierra? —sugirió Alee, repentinamente excitado.
—¿Qué has dicho? —Torgal humedeció sus labios, nerviosamente—. No, no es posible... Nadie vendría ahora a la Tierra... procedente de... de otros espacios. Nunca ocurrió antes. Eran paparruchas lo de los «objetos volantes» de otros tiempos. Jamás se comprobó que todo eso... tuviera una base cierta, científica...
—Muchas cosas no son ya lo que fueron. ¿Y si también en eso se han alterado las leyes universales y... y alguien viene de... de Potros mundos?
Zen-5122 se había vuelto a Alee al oírle hablar así. Torgal, de soslayo, observó, sorprendido, que el rostro menudo y delicado del hombre del futuro, se contraía, por vez primera, con algo parecido a una emoción humana.
Una emoción que podía ser... miedo.
Miedo.  
¿Zen-5122, el frío ser del porvenir, todo cerebro, lucidez y falta de emociones... podía estar asustado? ¿De qué y por qué?
La poderosa mente del extraño, del hombre que aún no había nacido, captó sus pensamientos con la misma claridad que si estuvieran impresos y pudiera leerlos. —Sí, Torgal —asintió con su natural frialdad de siempre—. Tengo miedo.
—¡Miedo! —Vicker pestañeó, mirándole con asombro—. ¿Usted?
—Todavía creo tener mucho de humano —replicó con acritud Zen—. Y estoy asustado. Por primera vez lo estoy.
—Pero..., ¿por qué? —se extrañó Ingra.
—Sí. ¿Por qué? —masculló torpemente El, el prehistórico.
—Tengo miedo, porque Torgal tiene razón en lo que teme. Y Alee en lo que sugiere. Porque ahora que he razonado, esa descarga, energética no sería posible en la Tierra actual... si ellos no estuvieran aquí.
—¿Ellos? ¿Quiénes? —se interesó Torgal.
—Los que han venido. Los que lanzaron esa descarga contra el Translator. Los que han venido a la Tierra... a por ,mí y a por Zoa-2007.
Se miraron todos entre sí. Zoa, instintivamente, se había acurrucado contra él, con un primer indicio de femineidad, que rompía su gélida apariencia de siempre.
—Pero..., pero usted, realmente, aún no ha nacido —protestó Alee—. ¿Quién puede venir del futuro... en busca suya?
—Ellos, Alee —sonrió tristemente Zen—. Y no vinieron solamente del futuro, sino de... de otros espacios.
—¡Otros espacios! —pestañeó Torgal, atónito—. Pero... pero usted..., ¿no es terrestre?
—No —riego apaciblemente Zen-5122—. No soy un terrestre. Ni Zoa tampoco...—
* * *
Lydia Kent siempre había sido paralítica... Siempre, desde niña, cuando sufrió aquel ataque..:
Ray Parrish jamás había sufrido el menor defecto físico. Era fuerte, atlético, poderoso y Heno de vitalidad. Nunca sintió lo que era un miembro paralizado en todo su cuerpo.
Ahora lo supo.
Y también ahora Lydia Kent supo lo que era sentirse paralítica absolutamente de todo: brazos, piernas, cuerpo, rostro... Todo paralizado... excepto la mente, que podía pensar y razonar. Excepto los ojos, que podían ver, aunque no moverse en sus órbitas.
Los dos, paralizados. Convertidos en rígidas, inmóviles estatuas humanas, allá en el alto del cerro que dominaba la ciudad muerta y gris.
Los dos, frente a la nave oblonga, luminiscente. Inmóviles. Paralíticos totalmente.
No podían hablar, intercambiar entre sí comentario alguno, preguntarse qué les sucedía. Sólo mentalmente les era posible interrogarse sobre la fantástica razón de aquel estado suyo actual.
Eso ocurrió, justamente, cuando la nave abrió un portón.
Y salieron ellos. Ellos...
Los ojos inexpresivos, fijos, de Ray y de Lydia, les contemplaron absortos. Sin posible expresión, porque su inmovilidad total lo impedía. Pero también con una luz profunda de incredulidad y de maravilla, allá en el fondo de sus pupilas cristalizadas.
Por vez primera, Ray Parrish se enfrentaba a algo o alguien de otro mundo. Por vez primera también, Lydia Kent tenía ante sí un prodigio semejante. Y había tenido que suceder precisamente ahora. Cuando sólo ellos podían admirar el hecho. Cuando no quedaba en la Tierra nadie más para presenciarlo...
Hubieran querido hablar en ese momento, intercambiar excitados comentarios, que bullían, silenciosos, allá en el fondo de sus mentes, activas dentro de la inmovilidad física a que estaban sometidos frente al objeto volante, oblongo, luminoso.
Hubiera querido decirle Ray a Lydia:
—¿Ves eso mismo que yo veo? ¿Es posible que así sean esos seres de otros planetas...?
Y hubiera querido responderle Lydia en medio de su inmenso estupor:
—Ray, nunca imaginé nada así...
Y, ciertamente, era difícil imaginarlo. Era poco probable suponer que unos seres de otro lugar en el espacio, pudieran ser así, como eran aquellos que ahora pisaban la superficie del planeta Tierra, saliendo del interior de una nave desconocida y fantástica.
Porque aquellos seres, aquellas formas que se movían sobre el suelo calcinado del mundo... no eran físicos. No eran materia.
No eran cómo ningún otro ser conocido en la Tierra.
Eran, simplemente..., humo.
Un humo luminoso, en movimiento. Como chispas, formando un perfumo contorno incandescente, en movimiento. Eran varias las formas alargadas, de humo luminiscente, irisado.
Y, súbitamente, esas formas brumosas, esa especie I de viva neblina de luz, cobró forma. Se hizo suave materia translúcida, como si estuvieran gestando unas maravillosas criaturas envueltas en burbujas de luminosidad radiante.
De pronto parecieron seres humanos. Se asemejaron a ellos, aunque ni Ray ni Lydia habían visto jamás semejantes seres, tan esbeltos, de figura, tan pequeño su rostro, suave y marfileño, corno hecho de luz y de seda, y tan abultado, tan desarrollado, el cráneo.
Algunas veces, artistas imaginativos habían calculado que así sería el hombre del futuro pero nunca, nadie, les había visto, en realidad con semejante cabeza y tan impresionante cerebro, en contraste con su diminuta faz, que tenía algo de hermosa, aunque inexpresiva y fría.
Esas formas se movieron. Y se movieron hacia la loma. Hacia ellos.
Flotaban, desplazándose veloces¡ Llegaron ante Ray y Lydia, en breve tiempo. Se detuvieron allí. Enfrente de ambos. Seguían como envueltos en nebulosas esféricas, algo ovaladas. Como si un tejido sutil, hecho de estrellas, de luz, de niebla fosforescente, les envolviera como una tela envuelve al que nace, cuando surge del vientre materno.
Unos ojos radiantes, hermosos y fríos, se fijaron en ellos. Pero no había nada de inquietante ni aterrador en ellos.
—¿Quiénes sois?
Ray estuvo seguro de haber oído la voz. Y Lydia también.
Estaban seguros, aunque también se daban cuenta de que ellos no habían movido en momento alguno sus labios. Eso sí, cuando repitieron la pregunta, Ray Parrish observó una especie de pausado latido en sus frentes membranosas, que coincidían con las vibraciones de aquella «voz» que sólo sus mentes eran capaces de captar.
—¿Quiénes sois vosotros dos? —insistió en su pregunta el «extraño».
Ray quiso responder. Decirle algo. Así como:
—Soy Ray Parrish. Ella es Lydia Kent. Esperamos un hijo. Nos queremos. Somos una pareja feliz, incluso en este horrible lugar que ves...
Quiso decírselo pero, naturalmente, no pudo. Sólo su cerebro funcionaba. Sus músculos y nervios, no. Estaba inmóvil. Como petrificado.
Sin embargo...
—Comprendo —dijo el «extraño», siempre sin despegar sus labios, pero bien audible su voz para ambos, y completamente inteligibles sus palabras, en el mismo lenguaje que siempre habían hablado ellos—. Comprendo, Parrish. Os amáis. Sois marido y mujer. O cosa parecida...
Maravillado, Parrish entendió.
Sus cerebros. Sus mentes hacían el diálogo. Bastaba pensar. Sólo que él no poseía el poder cerebral de las criaturas luminosas y cambiantes. Pero ellos sí. Ellos eran capaces de emitir pensamientos como si fuesen palabras.
Y en cualquier idioma eso era obvio. A su vez eran capaces de «leer» en la mente ajena. Eran seres superiores. Telépatas.
—Sí-afirmó el visitante—. Somos telépatas, Parrish.
Era la prueba, definitiva. Captaban todo lo que él pensara. Inmediatamente se dijo Ray si aquellos seres serían enemigos, posibles adversarios suyos...
—No-negó el otro—. No somos tus enemigos. Ni los de ella. Solamente queremos saber cosas de tu mundo. Acabamos de llegar a él. Ignorábamos que estuviera habitado.
—No lo está —transmitió Ray sus pensamientos—. No queda nadie. Solamente ella y yo. Somos los últimos supervivientes de este maldito mundo destruido...
El «extraño» negó con firmeza:
—Te equivocas. Hay otros seres vivos en el planeta.
¿Otros seres? Ray hubiera querido negar con energía, sacudir la cabeza. No pudo hacerlo. Su interlocutor insistió:
—Hay otros, Parrish. Tú no sabes que sobrevivieron, pero es así. Están en un hermético refugio... Ellos no tuvieron que esconderse del fuego, del calor y de la lluvia. Ellos están a salvo en un recinto cerrado, hecho a propósito para si un día sucedía algo así.
Era imposible. ¿Cómo podía saber él todo aquello?
Se lo explicó en el acto:
—No es imposible. Yo sé muchas cosas. Nosotros sabemos muchas cosas. Nuestras mentes captan cosas a distancia. Ideas, imágenes, sucesos. Tenemos poderes que vosotros ni siquiera imagináis.
—Pero eso de que haya otros supervivientes... ¿Dónde están?
—En otra parte, de este mundo. Dentro de un refugio científico. Se llaman Torgal y Alee. Son gente de ciencia.
—Yo nunca oí hablar de ellos.
—Tú no has sido científico, sino luchador, rebelde... y homicida —el pensamiento del «extraño» le llegó con rotunda claridad.
—Cierto. ¿Lo sabes todo sobre mí?
—Casi todo. Lo que puedo ver en tu mente, que es todo lo que tú sabes y recuerdas de tu propia vida.
—¿Qué clase de seres sois vosotros?
—Diferentes. Eso es todo.
—¿Venís de muy lejos?
—Es relativo. La lejanía no existe. Lo que para ti es infinitamente lejano, para nosotros es próximo, vecino, inmediato...
—Estamos..., estamos paralizados.
—Sí, lo estáis —una sonrisa al asentir mentalmente. ¿Puede la mente sonreír? Parrish hubiera jurado que sí. Que casi veía esa sonrisa.
—¿Es obra vuestra?
—En efecto. Tú sabes que sí.
—Sólo lo imaginaba. ¿Por qué lo hicisteis?
—Ignorábamos vuestra naturaleza. Captamos vuestra presencia. Era prudente hacerlo.
—Vuestros poderes son prodigiosos. Paralizar a distancia... A mí me ha sorprendido. Más que a ella, claro. Lydia... Lydia... siempre fue paralítica.
—¿Sí? —sorpresa en su interlocutor. Los ojos fríos se clavaron en ella. Lydia era una hermosa estatua de: mujer, erguida bajo la noche del mundo—. Oh, entiendo... Una dolencia. Un mal.
—Eso es: Solamente paralizasteis el resto de su cuerpo. Sus piernas ya lo estaban.
Sí, ahora veo cómo es ella realmente —asintió el «extraño».
—No íbamos a haceros daño de todos modos.
—Lo sé. Pero entonces no lo podía saber.
—¿Sois... mutantes?
—En cierto modo, sí.
—Primero os vi como simple luz, como gas luminoso. Luego, tornasteis forma. Esa forma. ¿Cómo sois realmente?
—Somos energía pura. Luz en movimiento vital. No lo entenderías. Nos adaptamos a diversos medios. Aquí adoptamos una forma.
—No es la nuestra. Sois... sois más desarrollados de cráneo, más pequeños de estatura y corpulencia, con un rostro pequeño...
—Sí. Somos ahora la imagen viva de los habitantes de otro remoto planeta que conocemos mucho mejor que éste. Pero podríamos adoptar tu propia forma, Ray. La de cualquiera de vosotros..
—Entiendo. Es para enloquecer, pero me llenáis de asombro, de maravilla...
—Es natural. Lo desconocido siempre impresiona, hombre de la Tierra.
—¿Debemos permanecer mucho tiempo aún en este estado?
—No —negó él—. No más tiempo. Volved a poneros en movimiento. No hay nada que temer de vosotros. .
Hubo como un trallazo vivido en el cuerpo de Ray n hormiguero eléctrico le recorrió desde la raíz de los cabellos hasta la punta: de sus pies. Se volvió para tomar a Lydia en sus brazos, antes de que ella cayera, al recuperar la normalidad, en pie con sus piernas inválidas.
Para pasmo suyo, Lydia no cayó. Lydia se mantuvo en pie.
Y al moverse... caminó hacia él: Con rigidez en sus piernas. Pero moviéndolas. Como si siempre hubiera tenido esa facultad. Como si ella fuese igual que todas las mujeres que habían existido en el mundo.
—¡Lydia! —gritó roncamente—. ¡Lydia, estás... estás andando!
—Sí, Ray... ¡Sí! —gimió ella, temblorosa, sus ojos repentinamente húmedos de emoción, sus brazos extendidos, sus manos crispadas, ávidas—. ¡Ray, estoy andando, puedo mover mis piernas paralíticas!...
Cayó en sus brazos, sollozando. Parrish giró el rostro hacia los «extraños» luminosos.
—Eso es —dijo la mente del que era interlocutor suyo—. Puede moverse. Como tú. Como lo harían otros. Después de todo... bastó un poco más de nuestra energía vital... para reactivar y animar esos músculos y nervios paralizados.
—Pero..., pero no será posible... ¡no será posible que esto sea... definitivo! —gimió Parrish, emocionado.
—¿Por qué no? Claro que es definitivo. No creo que su dolencia pueda ya jamás vencer a nuestra energía vital... Nosotros, Parrish, no sufrimos enfermedades dolencias! No sabemos lo que es el dolor ni nada parecido...
Parrish, con Lydia contra sí, oprimida cálida, emocionadamente, no podía comprender tanta maravilla. Ella lloraba, feliz como jamás había podido serlo.
—Gracias —musitó Ray—. Gracias, amigos... Creo que nunca vi a nadie así. Creo que nunca ser alguno fue tan bondadoso conmigo...
—No todos pensarán hoy igual que tú, Ray Parrish —respondió la mente del visitante.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Hay alguien... Alguien que ahora mora en el refugio de Torgal y de Alee... Ese alguien no pensará de nosotros como piensas tú o piensa tu compañera..: De eso puedes estar completamente seguro, Parrish.
 
SEGUNDA PARTE — EL INVIERNO DE LOS MUNDOS
 
 
«Con este ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad; y no aparecerá nunca jamás. Ya no se escuchará más en ti voz de citaristas y de cantores, de tocadores de flauta y de trompeta. Ya no se encontrará más en ti, artesano de arte alguna. Ya no se escuchará más en ti el son de la rueda del molino. Y no brillará más en ti luz de lámpara.» (Apocalipsis, 18, vers. 21-22-23.)
 
 
CAPÍTULO PRIMERO
 
Torgal caminó unos pasos, majestuoso.
El silencio en torno suyo era impresionante. Nadie hablaba: Nadie comentaba nada ni se movía. Ni siquiera Zen-5122 o Zoa-2007. Ahora, de súbito, Torgal parecía el centro de todo y de todos. El centro mismo del mundo. Y de la Creación. De lo que quedaba, cuando menos en la Tierra, de la obra misma de Dios.
—De modo que es eso —murmuró—. Es eso, Zen. Huiste. Huiste de tu lugar en el tiempo y el espacio.
—Aproximadamente, eso es lo que sucedió —suspiró Zen—. «Alteré las coordenadas para venir aquí. Para ir a cualquier parte donde pudiera empezar de nuevo.
—Pero querías irte de nuevo —acusó Alee.
—La Tierra no es lugar muy envidiable ahora, ¿verdad?—fue la amarga réplica de Zen.
—Escucha esto, Zen —habló Torgal, solemne—. ¿De qué planeta viniste?
—Uno muy lejano. Nunca oísteis hablar de él. En otra galaxia.
—¿Qué galaxia?
—Andrómeda.
—Sí, es lejano —suspiró Torgal—. Más de un millón de años-luz... Si volvías allá, ¿qué iba a ser de ti?
—No sé. Lucharía.
—¿Contra qué? ¿Contra quién? .
—Contra lo de siempre; la tiranía. Mi mundo no es tampoco envidiable. Demasiado perfecto. Terriblemente perfecto. Somos máquinas deshumanizadas.
—Y ellos han venido a por ti...
—Sí, seguro que sí.
—¿Agentes de tu Gobierno, emisarios galácticos para prenderte?
—Sí, Torgal.
—¿Cómo pudieron saber que estabas aquí?
—Ellos lo saben todo,
—¿Viajan en el tiempo?
—Por supuesto. Pero sólo pueden hacerlo los especialmente dotados y adaptados a tal condición. No todos están autorizados ni facultados para salir de su. Mundo y de su tiempo.
—Vosotros dos estabais en hibernación. ¿Eso es cierto, Zen?
—Muy cierto, sí. De otro modo, no hubiéramos podido ser absorbidos por tu ingenió. Es una hibernación especial. Uno no queda inconsciente, sino lleno de consciencia. La mente funciona en una especie de suspensión vital de todo su ser.
—¿Sois realmente así, con ese mismo físico... o hay algo de mutante en vosotros?,—interrogó Torgal que, evidentemente, no dejaba nunca cabo suelto alguno cuando se enfrentaba fría, lúcidamente, a cualquier problema.
—No, no somos mutantes —rechazó Zen 5122—. Somos , tal como me veis todos aquí. Y también ella, Zoa.
—Entiendo —Torgal caminó hasta la máquina—. No puedo hacer nada ahora. La máquina está averiada, el mundo se hiela en el peor y más largo de los inviernos de la historia. Y «ellos», tu gente, están aquí... ¿Qué se puede hacer en ese caso?
—Nada —se quejó Zen—.Absolutamente nada. Ellos son demasiado poderosos incluso para ti, Torgal, con toda tu ciencia y tu inteligencia.
—Empiezo a darme exacta cuenta de ello —suspiró el sabio. Meneó la cabeza con aire perplejo, abatido—. ¡Qué terrible experiencia!...
—De modo que la suerte está echada —comentó Vicker, con cierta ira—. Ellos vendrán a por ti, Zen, y a por tu compañera. Se os llevarán adonde pertenecéis... y nosotros, entre tanto, quedaremos condenados a perecer aquí, entre hielos eternos, sólo porque el ingenio fue destruido o averiado por quienes te buscan.
—Lo lamento —se disculpó Zen-5122—. No puedo hacer nada por vosotros. No puedo luchar contra lo invencible. Sé que soy responsable de que las cosas hayan sido así, de que ni siquiera podáis volver a vuestro lugar en el tiempo, pero...
Dejó la frase en el aire. Torgal alzó sus manos con énfasis.
—Está bien, dejad todo reproche —habló—. No resolveremos nada arrojándonos culpas al rostro. De todos, el mayor culpable soy yo, a fin de cuentas.
—Usted lo ha dicho —habló Ingra, dulcemente—. No haya reproches, Torgal. No vamos a culparle a usted de nada. Ni a nadie. Sólo a las circunstancias por las que atraviesa este mundo nuestro. Y a hechos imprevisibles, como la llegada de quienes persiguen a esos dos infortunados seres. Por quienes, desde ahora, siento una profunda compasión y una simpatía inevitable, aunque nunca simpaticé con ellos hasta este momento.
—Eres muy amable, Ingra —musitó Zoa, humanizándose. Movió pausada, su amplia cabeza, de platinados cabellos, bella y delicada de rostro—. En nuestro lugar de Origen, en nuestra época, no hay ternura. Ni humanidad. No hay nada bueno. Sólo tiranía, mecanización, sometimiento, leyes completamente frías y crueles...
—Lo entiendo —asintió Ingra. Miró a los demás—. Bien, ¿qué podemos hacer ahora en tanto esperamos lo que haya de suceder?,
—Nada —respondió Torgal—. No se puede hacer nada. Sólo eso: esperar... no sé siquiera el qué.
Hubo una pausa, un tenso silencio. Zen-5122 dio unos pasos, inquieto.
—No hay que esperar mucho —jadeó—. Llegarán pronto.
—Este lugar es hermético/ y está oculto en un lugar insospechado —comentó Alee—. ¿Creéis que podrán alcanzarlo?
—Ellos alcanzan todo lo que se proponen —susurró Zen.
—Sí, evidentemente, así debe ser —convino Alee, pensativo—. Cuando lograron destruir a distancia el aparato de Torgal...
Otro silencio. Curioso, Vicker se acercó a Zen. Súbitamente, la adversidad común había aproximado unos a otros a aquellos personajes traídos de diversos lugares del tiempo y del espacio.
—¿Cómo es, realmente, tu mundo? —indagó.
—Similar a la Tierra., Pero sólo en su aspecto general.
—Me refería a vuestro modo de vivir, a vuestra forma de gobierno y costumbres...
—Terrible, Vicker. Una dictadura demoníaca., Cada ser es un número. La comunidad es una máquina con millones de engranajes. No somos muchos. Los enfermos, los inútiles, los ancianos, son aniquilados. Es la ley.
—Tremendamente absoluta, Vicker —confesó Zen—. Los hijos se procrean artificialmente. El amor está prohibido. Los niños que nacen han de ser fuertes. Mentalmente fuertes, se entiende. Se les somete a una serie de pruebas. Si fallan, son eliminados también.
—Es atroz.
—Las ciudades son frías colmenas. Se vive mecánicamente, sometido al sistema. Robots y ojos electrónicos controlan todo. El aire, los muros, todo son espías invisibles. Escudriñan minuciosamente tu cerebro, tus pensamientos. Ni bloqueando éstos puedes eludir a los» vigilantes. Son perfectos sistemas de control de la masa viviente. La seguridad para el Gobierno.
—Y... ¿los gobernantes?
Zen pareció estremecerse, temblar. Sus ojos, acaso por primera vez, revelaron algo extraño, profundo y oculto. Algo muy parecido al terror. Si es que no era, realmente, terror.
—Dejemos eso —susurró, alterado.
Y dio media vuelta, alejándose de Vicker y de Ingra, para sentarse cerca de Él y Ella, los cavernícolas de la prehistoria, que le contemplaron curiosamente, quizá sin entender del todo cuanto sucedía, ya que su cerebro no había experimentado el desarrollo suficiente para ello, por mucho que se esforzase Torgal en su intensiva enseñanza psíquica y mental de ambos primates.
—¿Qué le ocurre a Zen? —indagó Ingra.
—No sé —Vicker se acercó a Torgal—..Debe haber algo espantoso con relación a sus gobernantes. Nombró una serie de cosas alucinantes y, sin embargo, no quiso hablar de eso, y hasta creí ver el pánico en sus ojos...
—Sólo Dios sabe lo que oculta su mente —comentó Torgal, estudiando de soslayo al hombre de otro tiempo y otro planeta—. No es tan malo como parecía. Simplemente, también es humano, aunque pretenda ocultarlo. No ha hecho mella en él su sistema de vida, sino de un modo relativo. Quería luchar por su libertad individual, pero eso, allá en su mundo, debe de ser un gravísimo delito.
—Y ni siquiera le dejan escapar a ese infierno...
—Ni siquiera eso —convino el sabio, con amargura—. Pobre Zen, pobre Zoa..
Hubo un silencio.
Luego, repentinamente, se percibió un zumbido creciente. Hubo una vibración. Oscilaron algunas agujas magnéticas, descompuestas, desordenadas. Todos se miraron entre sí. Zen dio un leve salto.
—Ya están ahí —dijo, frío el tono.
—¿Dónde? —quiso saber Alee, en tensión.
—Afuera. Cerca. Muy cerca —señaló un muro, donde empezaba a sentirse una trepidación especial—. ¡Ahí detrás, junto al refugio!
—Cielos... —jadeó Alee— no es posible... Estamos a mucha profundidad, bajo una corriente subterránea...
—No hay obstáculos para ellos. Llegaron. Van a entrar...
Por si había alguna duda de ello, ocurrió.
Ellos entraron.
Entraron súbita; inesperadamente.
—¡Dios mío, son «ellos»! —jadeó Alee, fascinado.
—No —negó inesperada, sorprendentemente, la voz de Zen—. No son «ellos»...
Torgal, Vicker, Alee, todos, revelaron su asombro. Sus miradas fueron de uno a otros. De Zen a los visitantes... Y de los visitantes a Zen...
—¿Qué significa...? —masculló Torgal.
—Significa que Zen tiene razón —habló una voz nueva, vibrátil, desconocida, musical y autoritaria a la vez—. No somos «ellos». No los que él esperaba..., aunque tengamos cierta semejanza física en este momento...
Y aquellas masas de gas luminiscente, filtradas de modo casi mágico a través del muro metálico, hermético, antitérmico y antirradiactivo, adoptaron una apariencia física muy similar a la de Zen y Zoa, aunque continuaron como envueltos en una bruma luminosa, en algo parecido a una delgada membrana opalescente, un globo sutil, irisado que, como un tejado de luz, envolviera sus formas, sus abultados cráneos, sus rostros fríos y bellos.
—No entiendo nada... —gimió Alee.
—El sí entiende —dijo el «visitante», señalando hacia Zen con rigidez.
—Dios mío, claro que entiendo —susurró Zen-5122—. Son... son los superiores. Energía pura, entes sin forma, de luz vital... Vienen de mucho más allá de Andrómeda, de los confines mismos del universo...
—¿Y qué sentido tiene eso? —dudó Torgal— ¿Por qué los temes, Zen?
—Porque vienen a por mí. Para llevarme a... a mi planeta maldito.
—Te marchaste de tu lugar y de tu mundo. Época y planeta no te pertenecen, Zen. El universo, nuestro universo, cuando menos, tiene sus normas, sus leyes, inviolables. Sabes que la galaxia de Andrómeda está sujeta a la ley galáctica superior. Debemos velar por que esas leyes se cumplan, tú lo sabes bien.
—Pero... pero ¡yo no deseo volver a mi mundo! ¡Ni Zoa tampoco! ¡No es justo obligarnos a ello, existiendo allí la tiranía, la crueldad y el odio como normas de connivencia, convertidos, los seres vivientes en simples máquinas numeradas, frías y sin sentimientos...!
—Eso no es cierto —ríe respondieron fríamente—. Tu planeta es un mundo amable y perfecto. Cómo lo son todos los aliados al pacto galáctico superior, Zen. Estás mintiendo.
—¡No, no! —chilló casi Zen, saliendo de su frío hermetismo habitual—. ¡Juro que no miento! ¡Es la verdad, la simple verdad! ¡Zoa, cuéntales...!
Zoa habló, serena, poniendo su mano suave en el brazo de su compañero.
—Es inútil, amor —susurró—. Todo será inútil... Ellos no van a creerte. No te creen.
—Pero... pero ¡son los superiores! —gimió Zen—. ¡Su mente es superior, su inteligencia total, su clarividencia absoluta! ¡Nadie en el universo es tan perfecto como los superiores!... Ellos están obligados a entender, a saber...
—Es inútil cuanto digas, Zen-habló uno de ellos—. Zoa tuvo razón. No vamos a admitir tus explicaciones. Son falsas. Y tú lo sabes mejor que nadie.
—No, no son falsas —terció arrogante Zoa—. Se tan bien como Zen que nada de eso es mentira. Cuanto él dice es la verdad desnuda. Pero no sé por qué extraños motivos vosotros, los superiores, los seres perfectos y clarividentes, no lo creéis. No sé lo que os suceda. No sé por qué no veis la verdad. Pero Zen y yo no mentimos. Sin embargo, estamos dispuestos. Llevadnos. Acatamos la ley galáctica superior.
Torgal y sus compañeros, mudos testigos de la fabulosa escena entre míticos seres de remotos confines del universo, no atinaban ni a despegar los labios. Sabían que entendían cuanto allí se hablaba, pese a que el lenguaje era radicalmente distinto, hecho incluso de puros pensamientos transmitidos, porque así lo querían los superiores.
Sin añadir ningún comentario más, las criaturas de opalescente envoltura, rodearon a los dos¡ a Zen y a Zoa. Se dispusieron a partir con ellos.
El «extraño» que dirigía el grupo, se acercó, casi flotante, hasta Torgal.
—Debéis perdonar todo esto —dijo mentalmente; y Torgal captó sus pensamientos con diáfana claridad—. Es necesario que toda ley se cumpla.
—Lo entiendo, sí —afirmó el sabio—. Pero algo me decía que Zen no miente...
—Tiene que mentir —le replicaron heladamente—. Acabamos de pasar por su planeta. Hemos sido requeridos por su Gobierno para esta misión legal, lejos de nuestra galaxia y tiempo. Puedo asegurarte, Torgal, que ese mundo es maravilloso, perfecto. Las gentes son felices, las ciudades son como paraísos, y el aire embalsamado huele a paz y a libertad. No hay celadores ni celdas, no hay mecanización ni tiranía, no hay crueldad ni odio.
—Pero... pero todo eso.., no puede ser tan distinto a como lo pintaron Zen y Zoa —musitó Vicker, asombrado—. ¡No puedo creer que él mintiera así!
—Evidentemente, lo hizo —sostuvo el superior—. No hay otra explicación, a lo que nosotros, los superiores, hemos visto en el planeta de las brumas.
—¿Planeta de las brumas? —indagó, curioso, Torgal.
—Sí. Eternas brumas de inmensa extensión, rodean su mundo. Son brumas que no puede nadie penetrar, salvo nosotros, los superiores. Densas, destructoras, aniquiladoras de toda otra forma de vida, cargadas de letales gases corrosivos.
—Supongo que habréis visitado con frecuencia ese planeta... —dijo Torgal, frunciendo el ceño, pensativo su gesto.
—No, nunca antes de ahora —rechazó el «extraño»—. ¿Qué estás pensando, hombre de la Tierra?
—No sé... Pensé de repente que...
—Puedo leer tus pensamientos fácilmente. Te equivocas —hubo cierto desprecio en esa expresión—. Totalmente, ¿comprendes? Nadie podría engañarnos, a nosotros, los superiores.
—Imagino que sería realmente difícil, pero... no veo otra explicación...
—Fue él quien os engañó a vosotros —señaló a Zen—. Ya os dejamos. Vuelven a su lugar.
—¿Y nosotros? —era Vicker quien hablaba.
—No sé. Pertenecéis a este mundo. Viajasteis en el tiempo, pero esto no es de nuestra incumbencia. Sois, con los dos de afuera, los únicos supervivientes de la Tierra.
—¿Qué dos de afuera? —aulló Alee.
—Olvidé que los ignorabais: Son Ray Parrish y Lydia Kent. Una pareja superviviente. Ellos están ahí afuera. Podemos hacerles entrar. O salir vosotros, si encontráis dificultades para ello...
—Sería mejor estar unidos todos, eso sí —afirmó Torgal—. Pero encima de este mundo que agoniza, ¿de qué serviría?
—Sí —apoyó Alee—. Podemos reunimos los últimos supervivientes, pero después..., ¿qué? Los glaciares terminarán con nosotros.
—Eso me temo —afirmó el «extraño»—. ¿Qué podemos hacer en vuestro favor?
—Sólo hay una solución —señaló Torgal.
—¿Cuál? —se volvió el superior hacia él. Y le entendió en seguida los pensamientos—. ¿Eh? ¿Crees que estás cuerdo al pensar semejante cosa?..
—¿Qué mil diablos has pensado? —quiso saber Alee.
—Ellos saben bien lo que he pensado —sonrió Torgal—. No sé de qué se extrañan. Si son superiores, si pueden hacerlo casi todo... también pueden hacer eso.
—Pero, ¿el qué?
—Ir al planeta de las brumas —dijo el «extraño»— . Eso es lo que ha pedido para todos ustedes.
—¡No! —aulló Zen, horrorizado—, ¡No, Torgal, eso no! ¡Nunca!
—¿Por qué no? —sonrió apaciblemente Torgal—. Si es un paraíso, si todo es allí perfecto, ¿por qué no pedir cambiarse a ese mundo, dejando uno que agoniza ya bajo nuestros pies? ¿Por qué no?
—Porque eso es falso, porque ese mundo es un infierno satánico, donde sólo la esclavitud y la muerte os esperaría a todos! —gritó .Zen, desgarrador.
—Según ellos, no —negó Torgal—. ¿Y quién puede dudar de la clarividencia de los superiores?
—Estás burlándote de nosotros, Torgal —avisó el «extraño»—. Eso puede costarte caro. No nos gusta que se mofen de nuestro poder.
—Yo no me mofo. Sólo quiero ver con mis propios ojos ese edén planetario... y morir después. ¿Por qué no se me concede? Morir por morir..., prefiero un mundo ideal, donde las ciudades son paraísos y la gente sonríe feliz hasta el último día de su existencia. Eso, suponiendo/claro está, que su aire sea respirable, bajo esa capa de gas mortal, que envuelve al planeta.
—Es respirable, sí. Somos humanoides, como vosotros —musitó Zoa—. Pero Zen tiene razón. Es una locura. No debéis ir, aunque :os sea posible. Vale más perecer aquí, creedme.
—Yo, personalmente, prefiero probar fortuna —sostuvo Torgal—. Claro que si no deseáis o no podéis llevarnos...
—Eres astuto y malicioso, hombre de la Tierra —habló el visitante luminoso—. Tratas de espolearnos, de provocarnos, para satisfacer tu deseo. Es una locura, pero insistimos: aquello es un edén. Y puesto que quieres ese juego, sigámoslo. Te concedemos ese favor especial. Te arrancáremos de tu mundo qué agoniza. Té llevaremos a las lejanas galaxias. Nos sobra poder para eso. No perecerás al cruzar la barrerá de gases, puedes estar seguro... Nuestra energía te envolverá como una muralla protectora.
—Esperad —cortó Alee—. Yo quiero ir también.
—¿Qué?—jadeó Zen—. ¡No, no, por Dios! ¡No hagan locuras!...
—Insisto. Sí él va, deseo ir yo. ¿Puedo hacerlo? —miró a los superiores.
—Podríais ir todos si quisierais —afirmó el «extraño—. ¿Es eso lo que realmente queréis?
—Nosotros dos... sí —afirmó Torgal, enfático.
—Y nosotros —dijo Vicker, rodeando con su brazo a Ingra.
—Sí... sí... —convino el antediluviano—. Nosotros... también...
Los superiores parecían desorientados. Flotaron ante ellos. Súbitamente, el que hablaba mentalmente en nombre de todos ellos se decidió.
—Bien está., Venid. Dejaos llevar. No opongáis resistencia alguna, y todo será más fácil...
—Pero esos dos infelices de allá afuera... —recordó Alee—. Se quedarán ahora totalmente solos. Solos de verdad... en este horror sin vida.
—Descuidad. Si lo desean, también serán transportados-dijo el superior—.Serán consultados... Ahora, dormid. Haréis en reposo total, ignorantes de cuanto sucede, el largo y a la vez breve /viaje a otras galaxias, convertidos en pura energía cósmica...
Torgal cerró sus ojos. También los demás.
Y el gran salto se inició.
 
 
CAPÍTULO II
 
El gran salto a través del universo.
A través de millones de años-luz. Más allá de todos los mundos, estrellas y soles conocidos.
Hacia Andrómeda. A la gran espiral. A sus sistemas solares ignotos, fabulosos.
A un mundo remotísimo, envuelto en brumas de muerte. Un mundo del que Zen afirmaba que era un infierno de crueldad y tiranía; donde cada hombre y cada mujer eran un número; donde cada niño formaba parte de una procreación artificiosa, de partos de laboratorio; Donde el sistema aniquilaba al que no era útil a la comunidad.
A aquél mundo, el mismo del que los superiores, los que todo lo sabían, y vivían más allá de Andrómeda, en unas zonas galácticas sujetas a especiales leyes interplanetarias e intersolares, decían que era un paraíso de felicidad y albedrío.
Allí fueron todos ellos. Dos nativos del planeta misterioso, que podía ser una de las dos cosas: un edén o un infierno.
Un edén era como lo veían los superiores. Un infierno, como lo describían Zen y Zoa.
¿Quién mentía? ¿Quién decía la verdad?
Esa respuesta estaba allá. Al final del gran viaje.
Después de viajar, como pura energía, a través del cosmos, sin sujeción a ley natural alguna de los cuerpos físicos. Después de atravesar millones de años-luz en sólo una fracción de segundo. O una eternidad.
Porqué para lo que no era forma, ni luz, no existía tiempo ni espacio. Y un instante, podía ser lo infinito, lo eterno.
Así fue el viaje de los seis terrestres y los dos nativos.
Porque la respuesta de Parrish y de Lydia, evidentemente, fue afirmativa. Quizá debido a que visitar el mundo donde todo podía ser hermoso o todo terrible, era una alternativa, una duda, una posibilidad contra otra.
Y en la Tierra, la duda no existía. La alternativa, tampoco.
En la Tierra sólo existía ya, una cosa: agonía. Y pronto sólo existiría otra: muerte.
Atrás, silenciosa, yerta, vacía, se quedó la Tierra.
Delante; envuelto en brumas y en enigmas, estaba el planeta ignorado de Andrómeda.
Entre ambos, una eternidad de espacio. Salvada en un instante por seis seres vivientes, hechos energía por un viaje de millones de años-luz.
Después... Después, ¿qué?
Después... Alkak...
¡Alkak; el plantea de las brumas!
—Ya estamos en él... —susurró Ray Parrish, impresionado.
Y miró en derredor, oprimiendo contra sí a su inseparable Lydia.
—Alkak... —musitó ella, ¡impresionada—. Hemos llegado Ray...
—Sí. El viaje terminó.
—Apenas si había comenzado...
—Eso creemos nosotros... ¿Qué es el tiempo, cuando no se es nada? Quizá pasó una eternidad. Quizá nuestro mundo ya ni siquiera existe allá donde quedó...
—Es terrible, Ray.
—Terrible y hermoso, Lydia —besó sus cabellos. Respiró profundamente el aire que les rodeaba Balsámico y fresco, aromático y límpido—. Es de noche aquí, Lydia y huele bien. Todo parece hermoso.
No, había estrellas... Ni lunas. Las brumas impedían que todo eso fuera visible. ¡Pero las propias nieblas densas que envolvían el planeta tenían una rara, suave luminosidad. La noche, así, era luminiscente amable, grata a los sentidos.
—Ray, aquel hombre, Torgal, nos dijo que esto podía ser un paraíso, o un infierno.
—Parece que fue lo primero, por fortuna —suspiró Ray Parrish—. Mira. Todo embalsamado de frutos y flores de aromas deliciosos.... Extensiones de verdor extraño, casi azul.... Agua rosada en ese manantial.... Y allá, a lo lejos, parece una ciudad pero rodeada de enormes jardines y árboles cubiertos de flores...
Todo era como él lo, describía. Tras el horror negro y muerto de la Tierra, era hermoso verse allí. Lydia respiró hondo, con alivio, con gozo.
—Ray, vamos a ser muy felices aquí.... —musitó.
Y buscó los labios de Ray Parrish. Y se besaron ambos, larga y tiernamente, en un estallido incontenible de felicidad, de esperanza, de amor...
* * *
—Después de todo.... Zen nos mintió. Nos engañó...
Torgal apartó sus ojos de Parrish y de Lydia, abrazados allá, ante ellos, en el amplio claro florido. Asintió, volviéndose al grupo que formaban no lejos de la pareja, él, Alee, Vicker, Ingra, y los dos prehistóricos.
—Sí —convino, con un profundo suspiro— Eso parece evidente ahora.
Algo flotó ante ellos. Un ramalazo de luz que tomó forma. Una especie de globo irisado, transparente, cristalino. Con una criatura dentro, silueteada en luz opalescente.
Uno de ellos. El «extraño». El superior.
—Te lo dije, Torgal, hombre de la Tierra —le reprochó la forma luminosa—. Estabas en un error...
—Lo siento. Creí en la sinceridad de ellos. De Zen y de Zoa.... No debí tener tanta fe en ellos, lo comprendo. Esto... esto es realmente un paraíso...
—Así es. Vuestra: nueva vida puede iniciarse feliz • en este mundo ideal. Olvidad vuestro lejano mundo destruido y convulso, al borde del cataclismo final.!. Pensad en que os espera una nueva existencia en este lugar. Alkak, el planeta envuelto en brumas, que oculta celosamente a ojos de todos las maravillas de su suelo, de su clima ,y de su ambiente. Es nuestro presente para vosotros, hombres de la Tierra. Nosotros, los superiores, sólo deseamos el bien común.
—¿Y qué será ahora de ellos? —indagó Torgal—. De Zoa, de Zen...
—Ellos pagarán su delito. Mentir y engañar, traicionar a su mundo, es un grave delito en la galaxia. Sus propios superiores juzgarán, allá en la gran ciudad central.... —y vagamente, el gesto del «extraño», del superior, señaló a la distancia, más allá de los límites de exuberante vergel que era el planeta Alkak—. Jamás los veréis, posiblemente. Ellos deben ser castigados.
—Me pregunto por qué.... Por qué mentirían —musitó, perplejo, Alee—. No tiene sentido. Ellos parecían honestos, sinceros...
—Pero no lo eran —habló el superior—. Está probado.
—Sí, está probado.... —musitó lentamente Vicker, mirando en torno—. Es un paraíso, un mundo de ensueño. ¿No cabe error posible, un engaño acaso...?
—¿Engaño? Imposible, hombre de la Tierra —rechazó el superior—. Nosotros todo lo vemos y lo sabemos. Nada se ha creado superior a nosotros: Nuestra sabiduría es total, y nada ni nadie puede confundirla jamás. Olvidad semejante teoría, Cuanto veis y observáis es auténtico. No puede ser de otro modo. Nuestra poderosa visión a distancia, capta también la vida en la gran ciudad central. Allí, todo es normal, sencillo, amable, y honrado. Estad tranquilos. Quedaos aquí. Tal vez nunca ,nos veamos de nuevo.
—¿Nunca? —se extrañó Torgal. . —Exactamente. Nuestra misión es velar por el bien ajeno, proteger a las criaturas de nuestra galaxia. Eso lo cumplimos. E incluso llegamos más lejos, ayudándoos a vosotros pese a pertenecer a tan lejano confín. Cuando no somos necesarios en alguna parte, nunca más nos ven. Esperamos que así suceda ahora. Será la mejor prueba de que todo marcha perfectamente. Adiós, terrestres. Bien venidos, a Andrómeda. Bien venidos a Alkak y a una nueva existencia...
La forma luminiscente se disolvió en el vacío, difuminándose lentamente. Se perdió en el aire luminoso y límpido de aquel planeta.
Y los terrestres se quedaron solos.
Torgal, Alee, Vicker, Ingra, los seres de la prehistoria.... Todos frente a su nuevo destinó. Frente a su nueva existencia en aquel mundo desconocido y prodigioso.
—Bien, amigos —suspiró Torgal—. Ahora, emprendamos la marcha. Hemos de alcanzar esa gran urbe, la ciudad central, y empezar a conocer los hábitos de este extraño mundo al que desde hoy pertenecemos...
Asintieron todos. Emprendieron lentamente la marcha, respirando aquel aire tranquilo y límpido, aquellos aromas deliciosos y amables.
Cerrando, la marcha, Ray Parrish y Lydia. Delante de todos, Torgal, patriarca del grupo, del fantástico grupo que emigró a las estrellas...
—Ray, ¿crees que todo pueda ser tan maravilloso? —dudó Lydia, embriagada por el ambiente que les rodeaba.
—Hay que creerlo así, puesto que lo estamos viendo, y los superiores así lo confirmaron. .
—Pero entonces, ¿por qué decir otra cosa? ¿Por qué temer que esto fuese... un infierno?
—Tal vez nunca lo sepamos. Son otras gentes, otro modo de ser muy diferente... . —se encogió de hombros—. Olvida eso ahora. Vamos a la gran ciudad central. A una nueva y feliz existencia. Sin prisiones, sin enfermedades, sin invalidez y sin angustias...
Lydia asintió, radiante. Oprimió con calor la mano de él. Y él la de ella.
Avanzaron así a través del paraíso planetario. Avanzaron felices hacia su futuro, hacia una vida mejor.
Ahora estaban al menos seguros.
Ahora sabían qué todo cuanto les aguardaba allí era maravilloso y feliz.
* * *
Los ojos se apartaron de la larga serie curvada de pantallas televisoras de gran tamaño y visión estereoscópica.
—Ya están aquí —dijo alguien—. Todos ellos.
Los demás, presentes en aquel lugar, asintieron con gesto hermético. Las criaturas se miraron entre sí. Luego, volvieron a contemplar los televisores.
—Ha sido perfecto —sentenció otero, utilizando la breve y expresiva lengua de aquellos seres encerrados en la extraña cúpula de muros blancos y resplandecientes, fríos como el propio hielo.
—Se logró lo que nunca se había conseguido hasta hoy. Engañar a los superiores...
Hubo una risa, un sonido, burlón en la boca de uno de aquellos seres. Luego, la mano, como una zarpa cristalina, señaló a la techumbre ovalada.
—Eso es la clave-dijo—.Hermético. Por completo. Ni siquiera la clarividencia de los superiores puede penetrar hasta aquí.
—Y la máquina de la mentira hace el resto.... —suspiró otra voz.
Todos contemplaron el gigantesco y complejo mecanismo situado en un extremo de la amplia sala. La máquina de la mentira, como había sido bautizada...
Después, en las pantallas de televisión, aparecieron dos personajes: Zen-5122 y Zoa-2007 Estaban erguidos frente a un altísimo estrado. Y en éste, un juez-robot.
—Están siendo juzgados —dijo uno de los presentes.
—Y castigados —añadió otro.
—¿Se les aplicará la pena exterminio?
—No. Solamente la del castigo mental. Será suficiente. Morir sería poco para ellos. Han podido causarnos mucho mal.
—¿Y los demás?
—Los terrestres.... —meditó uno de aquellos raros humanoides de piel translúcida, de mirada múltiple y manos cristalinas, dotado de un enorme cerebro, voluminoso y de piel transparente—. Sí, hay que pensar algo para ellos...
—Están llegando a la ciudad central —señaló otro de los controladores, indicando una pantalla de televisión en concreto..
Los demás se agruparon allí curiosamente. Se miraron entre sí, preocupados.
—Son muchos —dijo uno
—¿Qué importa eso? Podemos vencer a todo. Y a todos.
—Es cierto. Lo importante es que los superiores ignoren esto para siempre.
—Lo ignorarán. Cómo ahora. En cuanto a esos terrestres..., pueden ser una buena fuente biológica...
—Cierto. —Uno de ellos pareció muy satisfecho—. Sí, ya tenemos dónde destinarles.... A la Sección de Biología.... Serán muy útiles para nosotros...
—Confían en vivir en un mundo feliz —se mofó otro de ellos—. Y, ciertamente, ignoran lo felices que van a ser muy pronto todos ellos...
En la pantalla, bien ajenos a su suerte, los ocho seres de la Tierra avanzaban, cada vez más cerca de la luminosa, radiante y bellísima ciudad central del planeta Alkak...
 
 
CAPÍTULO III
 
—No creyeron en nosotros, Zen...
—No, Zoa No creyeron. Ahora ya es tarde para evitarlo...
Se miraron los dos, mientras eran conducidos por el largo tubo de materia vidriosa, movidos por corrientes poderosas de aire caliente, en el subsuelo de Alkak. Su mirada mutua era no sólo de amor, sino de exasperada impotencia contra los inevitable.
—Ahora, incluso la muerte se nos niega...
—Lo temía, Zoa. Son demasiado crueles para eso. Nos irán socavando paulatinamente el cerebro. Durante décadas enteras, sometidos a sus horribles experimentos biológicos.... Sentiremos el dolor, la angustia, la desesperación suprema. Y no podremos hacer nada por evitarlo...
—Si al menos ellos pudieran hacer algo, evadirse, luchar...
—¿Ellos? ¿Los terrestres? —Zen movió la cabeza, taciturno—. Oh, no. Nunca lo lograrán a pesar de su genio y de su ímpetu. No tienen la maldad de este lugar, no puede enfrentarse a algo capaz, incluso, de engañar a los superiores...
—Los superiores.... ¿Cómo pudieron burlarles. Zen?
—Creo tener la explicación.... Ellos descubrieron algo, una materia aislante que frena la visión suprema de los superiores. Algo que forma como una barrera para su percepción y su poderosa mentalidad. Desde un encierro así controlan todo a voluntad, y crean imágenes falsas para engañar a todos. Luego, las brumas se cuidan de cubrirlo todo a ojos extraplanetarios...
—Y así, ¿hasta cuándo, Zen?
—No sé. Hasta el aniquilamiento total de nuestro hermoso planeta. Los terrestres terminaron con el suyo por inconsciencia. Pero aquí será diferente, Zoa. Aquí, la propia crueldad de nuestros verdugos aniquilará todo vestigio de existencia...
—Zen, tengo miedo...
—Yo, ni siquiera eso.... No tengo ni miedo, Zoa..., cariño.... Sólo amargura, dolor, una infinita ira contra todo y contra todos....
—Sólo nos queda ser destruidos lentamente.... sin nadie que nos ayude.
—Sólo eso, Zoa.... Morir despacio. Con la peor y más lenta de las muertes. Y me pregunto qué suerte les esperará a ellos.... A nuestros: amigos de la Tierra...
Era maravillosa. Increíblemente bella. Moderna, estilizada; fantástica. Una ciudad de ensueño, envuelta en un aire luminoso. Todo olía a flores, a fragancia.... Música melodiosa, adormecedora, brotaba de todas partes, como formando parte del ambiente. Puentes cristalinas, de aguas rosadas, vertían su líquido refrescante en piletas azules, como de vidrio o nácar.
—Es un ensueño —musitó Lydia, embelesada.
—Demasiado hermosa —asintió Ray Parrish.
—¿Demasiado? Nada es demasiado hermoso, Ray.
—No sé.... —Con desasosiego, Parrish miró en torno—. Hay algo que no me gusta...
—¿Cómo es posible? —se sorprendió ella—. ¿Que esta maravilla no te gusta? Ray, no logro entenderte...
—Es algo... instintivo, Lydia. Nada razonable, lo sé. —Paseó sobre el suelo terso, cristalino, donde hasta las pisadas producían una vibración musical—. Pero esto no me convence. Parece... parece falso.
—¡Falso! —Ella tocó un muro luminiscente, se mojó las manos y el rostro de aquella agua que era como líquido de flores, embriagador y dulce.
—Esto no es falso, Ray. Todo es tangible, real...
—No me hagas caso —refunfuñó él—. Tal vez me esté volviendo demasiado desconfiado, pero..; no sé. Por un momento tuve la sensación de que éramos acechados, vigilados... y que todo esto es como un gigantesco decorado montado en nuestro honor... para engañarnos.
—Un decorado.... ¡Qué fantasía la tuya, Ray! —se echó a reír Lydia—. Es lo más bello que jamás he visto... y a ti te parece falso. No tiene sentido.
—Quizá no lo tenga, lo admito. Pero sigue sin gustarme todo esto. Hay algo raro en todo ello...
Contemplaron a las gentes risueñas que desfilaban por los pasos aéreos, dentro de vehículos flotantes. Les dirigían curiosas miradas de indiferencia. Todos eran, como Zen y Zoa. No parecían en absoluto una sociedad deshumanizada ni implacable. Todo parecía respirar allí libertad y albedrío.
Ceñudo, Ray Parrish siguió contemplando todo en torno suyo. Vio pasar, a alguna distancia, a Vicker e Ingra, muy felices al parecer con aquel nuevo y desconocido mundo repleto de maravillas.
—¿Lo ves? —sonrió Lydia—. Todos se encuentran bien aquí, Ray. Deja tus preocupaciones. No tiene objeto sentirse incómodo en un lugar así...
Parrish no dijo nada. Siguió a Lydia dentro de un establecimiento donde se servía uno mismo sus alimentos, a través de un sistema automático realmente perfecto. Algunos comensales, dobles exactos de Zen y Zoa en lo físico, se acomodaban en asientos aéreos, comiendo sobre plataformas magnéticas, flotantes. Los alimentos eran en su mayoría frutos y productos vegetales de bello aspecto, jugosos y nutritivos sin duda.
—Hasta comiendo parecen los más felices que nunca vi .—suspiró Lydia, encaminándose a tomar los alimentos de una estantería.
Parrish ya había observado eso. Sacudió la cabeza, perplejo, vacilante.
—Cielos, ¿por qué? ¿Por qué son todos aquí tan felices? Es... es demasiado...
Se acomodaron en una mesa aérea. Ingirieron los alimentos. Tomaron un licor alcohólico delicioso y dulzón. Al terminar, se sentían satisfechos y felices.
—Bien —murmuró Ray—. Y después..., ¿qué?
Lydia se estremeció al mirarle, preocupada.
—Cíelos, no digas eso, Ray —habló—. No pronuncies esa frase de «y después..., ¿qué?» Me ha recordado..., me ha recordado aquellos terribles momentos en nuestro mundo, solos ante el fin, preguntándonos qué sucedería después...
—Yo me lo pregunto también ahora —dijo Parrish, con energía—. Supongo qué habrá un medio de integrarse en esta sociedad, de ser uno de ellos, de trabajar y luchar, de ganarse uno su sustento.... Eso de tomar alimentos, vivienda y cuanto uno precise, sin necesidad de dinero, de dar algo a cambio...
—Aquí, evidentemente, no existe el dinero.
—Es absurdo. Tiene que existir algo que sirva de dinero. Y también ha de haber trabajo...
—Por supuesto que lo habrá. Pero hay tiempo de todo eso. Ya averiguaremos más tarde las particularidades de este mundo...
—Espera, Lydia. Si hay trabajo, si hay oficios y tareas, como parece lógico, ha de existir el dinero. Y por tanto, esta felicidad de no pagar los alimentos, no es posible. Tampoco creo que pueda haber tanto rostro feliz... y tanta máquina haciendo el trabajó de los habitantes de Alkak.
—La Tierra también se mecanizó, recuerda.
—Es diferente. No sé, Lydia, pero cada vez veo algo más raro, más falso, en todo lo que nos rodea.... —Se llevó una mano a la frente. La retiró empapada de sudor, a pesar del delicioso clima artificial de que se gozaba allí—. Lydia..., siento algo extraño...
—Ray.... —Ella pestañeó—. Yo también...
Clavó súbitamente sus ojos en la mesa. Golpeó el , recipiente del licor de frutos.
—¡Ese vino! —aulló, con voz potente. Todos los rostros se volvieron hacia él, sin dejar de sonreír—. ¡El vino, Lydia!.... ¡Tenia algo!...
Trató de incorporarse de su asiento aéreo, intentó escapar, tomando a Lydia de una mano. Todo fue inútil. No pudo hacer nada. Ni él, ni ella.
Flotaron, repentinamente inconscientes, en su mesa aérea. Se habían desvanecido.
A su alrededor sucedió algo extraño, inquietante.
Todos los rostros dejaron de sonreír. Se tornaron herméticos. Una voz surgió de alguna parte:
—Regresen a sus respectivas unidades, ciudadanos.... Regresen a sus unidades. Ya no son necesarios.... Regresen...
Y todos, como autómatas; iniciaron la marcha hacia alguna parte. Monocordes, rígidos, igual que auténticos robots...
Solamente Ray y Lydia se quedaron allí dentro, flotando en el vacío...
Algo les succionó violentamente, con una absorción de aire, desapareciendo los dos en un muro luminiscente, tras una compuerta.
Luego, las luces de la bella sala se extinguieron. Todo adquirió un aire abandonado, frío, solitario. Como si nadie habitara allí.
En el exterior, la luminiscencia de la ciudad se extinguió también: Los transeúntes dejaron de sonreír.
Y la voz, siempre llegando a todos los rincones de la bella urbe, insistía, machacona, implacable:
—Regresen todos a sus unidades.... Regresen todos a sus unidades respectivas.... Vamos regresen..... ¡Regresen!...
Y todos, como un solo ser, obedecían en silencio. Rígidos, inexpresivos...
Igual que muñecos.
Tras ellos, la ciudad se quedaba desierta, dormida. Como muerta.... Y allá afuera, las selvas lujuriosas, los vergeles aromáticos, se tornaban, paulatinamente, en ciénagas, pantanos y desiertos, en estériles llanos o en selvas viscosas y repugnantes.... Alkak ya no era ningún paraíso.
Y la voz, siempre insistiendo:
—Regresen.... Regresen.... ¡Regresen todos!...
 
 
CAPÍTULO IV
 
—Regresen todos a sus unidades.... Regresen todos...
Vicker, Ingra, Torgal, Alee.... Ray, Lydia.... Ellos dos, los prehistóricos.... .
Todos juntos. Todos unidos otra vez.
Se miraron entre sí. Se taparon los oídos para no escuchar la misma frase monótona, inexorable, enloquecedora...
—Oh, Dios, no. Otra vez no.... —susurró Ingra—. Siempre lo mismo...
—Es la voz del que manda —silabeó Torgal—. ¡Estúpidos de nosotros, no creer a Zen ya Zoa!.;.
—Tampoco les creyeron los superiores. Y ellos se consideran infalibles —le recordó Alee, sombrío.
—Sí, lo sé. Pero eso no es disculpa. Debimos ver algo raro en todo esto...
—Ray lo advirtió Pero no sirvió de nada —musitó Lydia—. No quise creerle...
—Hubiera sido ya igual, cariño —la confortó él—. No había escapatoria. Nos habían cazado irremisiblemente en su trampa planetaria.
—¿Qué harán con nosotros ahora? —gimió Ingra—.
Llevamos ya tiempo en esta cámara... como insectos puestos a observar por un entomólogo...
—Insectos.... —afirmó vivamente Torgal, con ojos dilatados—. Sí, eso es.... ¡Insectos!
—¿Qué?
El científico se volvió a Alee, que era quien había hecho la pregunta.
—Insectos —repitió—. Es como nos tienen ahora. Sometidos a observación. Captan nuestras reacciones, nuestro aspecto biológico.... Estamos siendo observados, ciertamente.
—Eso es horrible. ¡No somos insectos, sino seres humanos! —protestó Alee.
—Me temo que para ellos somos algo así como piezas de museo.... Por lo cual deduzco que aquí no gobiernan realmente los seres como Zen y Zoa, sino otra especie desconocida de inteligentes...
—Eso suena horrible —se quejó Ray—. ¿Quiere decir que hay otra clase de criaturas, capaces de someter a esclavitud mecánica a los habitantes de Alkak... y estudiarnos a nosotros como a ejemplares de un zoo?
—Algo así, en efecto —convino fríamente Torgal. Miró con fijeza a. Ray Parrish y habló seguidamente—: Muchacho, usted demostró ser más listo que todos nosotros.... Se dio cuenta de que algo funcionaba mal en éste mundo ideal.... Le felicito, hijo.
Y luego, sombrío, se fue a un rincón, quedándose meditativo, preocupado. Ray Parrish no supo qué decir. Alee, acercándose a él, puntualizó:
—Torgal nunca dijo algo así a nadie. Creo que, realmente, le considera un ser, superior, Parrish.
—Cielos, nada más distante de mí —rechazó Parrish, sonriente—. Yo no soy nada de eso. Sólo qué... tengo presentimientos. Eso carece de mérito.
—Si los presentimientos sirvieran para sacarnos de aquí.... —se quejó amargamente Vicker. Sacudió la cabeza, con pesimismo—. Mucho me temo que salimos de un horror para caer en otro mayor...
Hubo un profundo silencio en aquella cámara vidriada donde estaban encerrados, donde hacía ya tiempo que habían despertado de su brusco sopor, comprendiendo que eran prisioneros de un sistema extraño y siniestro. De algo o alguien capaz, incluso, de engañar a los superiores, creando un falso mundo artificioso, de felicidad y belleza que ya no existían en Alkak, destruidas por ese algo o ese alguien desconocido...
Luego, paulatinamente, la cámara se llenó de un gas incoloro, de fuerte aroma a plantas. Lucharon contra el sueño, intentaron evadirse de sus efectos, pero fue imposible.
Poco después, dormían de nuevo.
Y en una nave oculta, en aquel lugar de pesadilla que fingiera ser hermoso y perfecto, una voz. Sentenció a un grupo de seres de cráneo abultado, acomodados ante complejos mecanismos y pantallas de televisión:
—Lamentable nivel mental el de esos seres, No interesan biológicamente. ¡Destruidlos!
Y su orden, todos sabían que era tajante. Definitiva. Inapelable.
—Sí —dijo uno— . Serán destruidos. Inmediatamente...
* * *
Ray Parrish despertó el primero.
Contempló a sus camaradas dormidos, como aletargados. Miró en torno, sin moverse, sin apenas despegar los párpados.
Descubrió el lugar donde se hallaban ahora depositados. Se estremeció, comprendiendo.
—Van a ejecutarnos.... —musitó para sí, sin moverse todavía.
Había procurado contener la respiración cuanto le fue posible. Y el poder aletargador de aquel gas no le había afectado.
Es más: algo extraño le sucedía. Perplejo, se dio cuenta de que su mente, limpia y despejada, no era igual a como fuera toda su vida anterior.
Algo había sucedido en él. Quizá el planeta Alkak, tal vez el gas, quizá un fenómeno inexplicable...
Pero, repentinamente, Ray Parrish el ex presidiario del planeta Tierra, supo lo que sucedía. Y lo que iba a suceder. Tan claramente como todo cuanto estaba viendo en aquel lugar de pesadilla, en el subsuelo del planeta...
Ray. Parrish se dio cuenta de que su mente recibía extrañas imágenes, visiones lejanas de cosas imposibles de ver...
Captó un lugar hermético, con una cúpula de extraña materia luminosa, blanca y gélida, capaz de aislar el sitio aquel de todo poder mental, incluso el de los superiores...
En este momento, ausentes los superiores, no necesitaban cubrir su nave secreta. Los dominadores de Alkak trabajaban sin cúpula hermética. Y él.... ¡él los veía!
—Es imposible.... —musitó—. Imposible.... ¡Yo no puedo tener semejante clase de poderes!
Pero estaba viendo a aquellos seres translúcidos de piel, de enorme cráneo palpitante, de manos cristalinas, de rostros repulsivos e ingratos.
Se movían, actuaban, dirigidos por alguien... o algo.
Algo superior a todo cuanto conocía Ray Parrish. Y a cuanto hubieran conocido todos los seres humanos...
Vio ese algo....
Sintió un horror infinito, un pánico desesperado...
 
 
CAPÍTULO V
 
—Ejecutad —ordenó aquello, inexorable.
Asintieron sus leales servidores. Manipularon los mandos de televisión. En varias pantallas gigantescas aparecieron a la vez imágenes del lugar donde iba a tener lugar la masiva ejecución de los terrestres, inútiles biológicamente para tan desarrollada especie galáctica.
Sobre la plataforma, situada encima del pozo gigantesco de células vivientes, alimentadas por medios energéticos desconocidos, los ocho terrestres aguardaban, aletargados, su fin.
—Esperad a que despierten todos —avisó aquello—. Quiero ver qué expresión ponen esas ínfimas criaturas ante la muerte desconocida y terrible...
Nuevo asentimiento. El verdugo esperó a volcar la plataforma, arrojando a las ocho figuras al fondo del pozo repleto de extrañas formas, gérmenes, virus, microbios, bacterias y células enfermas, enormemente desarrolladas, voraces y expectantes bajo los humanos...
Aquello esperó. Fría, impávidamente. Porque una «cosa» no puede tener expresión ni gestó. Una «cosa» llegada de otras galaxias, un fragmento de «algo» que vive, piensa y domina no tiene rostro, ni miembros, ni nada en absoluto que le relacione con un ser humanoide o con un animal. Porque «aquello» no era nadie, sino «algo».... Algo horrendo y estremecedor, una forma enorme, un bulbo palpitante, del que emergía una voz, unas órdenes, unas ondas mentales poderosas y destructivas, dominantes y avasalladoras;!.
Aquella cosa, llegada a Alkak desde algún remoto confín galáctico, no era sino pura mente cruel, despiadada. No era sino materia gris, envuelta en una masa amorfa, oscura, palpitante, de variada forma y posición, plegándose o hinchándose la voluntad, en espantosas mutaciones...
Y aquello... había ordenado el fin de los humanos. Como antes había ordenado el control total de Alkak, su destrucción paulatina, el sometimiento de sus seres vivientes...
Nadie lo sabía. Pero allí estaba el poder, rodeado de sus criaturas dóciles, llegadas también de otros mundos cercanos, y dominadas por el poderío mental, gigantesco y demoledor de aquella materia viva y cruel...
* * *
Parrish dominó su profundo horror.
Caminó sobre la plataforma, junto a los demás. Lydia le abrazaba, horrorizada. A su lado, sus amigos miraban también con espanto al fondo del pozo. Torgal explicaba, con voz ronca, trémula:
—Dios mío.... Es increíble.... Si no fuese porque estoy viéndolo ahí, ante mí...
—¿Qué... qué son esos monstruos? —jadeó, Lydia.
—Monstruos.... Eso son, sí. Porque su desarrollo es ingente. Son células, virus, microbios. No sé quién ni por qué los desarrolló así..., ni tampoco cómo. Pero resultan voraces como monstruos. Capaces de engullir a una masa de seres vivos en un instante.... . —Eso debió ocurrir con la mayoría de habitantes de Alkak —susurró Alee, lívido.
—Eso sucedió, sí. Y esos virus y cuerpos fueron alimentados por medios electrónicos y de fuentes de energía desconocida.... —informó Parrish.
Torgal le miró con asombro.
—¿Cómo sabe usted eso? —jadeó.
—Y hay más —siguió, impávido, Ray—. Lo que controla ahora este mundo es una materia llegada de otras galaxias.... Busca dominarlo todo. Acaso para destruirlo. O para ir más y más lejos, dominando todos los mundos...
—Pero Ray, usted no puede saber.... • —Están esperando a que mostremos terror —jadeó Ray—. Sólo eso... y seremos lanzados a los virus vivientes y voraces... ahora mismo.
—Cielos, Ray, ¿qué te sucede? —se inquietó Lydia.
—Sólo como si aquí, por, un prodigio, mi mente se hubiera visto dotada de ;un poder especial, y pudiera teleportarme hasta esa cosa..., ¡yo sé cómo destruirla!...
—¡Ray! —chilló Lydia, horrorizada.
Porque todos acababan de ver cómo Ray Parrish desaparecía. Se evaporaba de la plataforma flotante sobre el horror viviente y ávido... como un chispazo de luz repentina.
Y donde él estaba antes, ya no había nadie...
* * *
La «cosa» se agitó convulsa.
Los seres de cráneo transparente se lanzaron sobre Ray Parrish, pasado el primer momento de total estupor.
Ray Parrish, en medio de la sala de controles, teleportado milagrosamente desde la plataforma de la muerte, esperó tranquilo, sereno. Disparó luego sus brazos poderosos.
Que nunca fueron tan poderosos como ahora.
Porque sus dedos parecieron despedir chispas, una luminiscencia azulada, que abrasó y disolvió, en una horrible, goteante y nauseabunda materia, a todos los extraños seres de aquel lugar
Luego, Parrish y la «cosa» se vieron frente a frente...
Sin nada ni nadie por medio...
El poderoso bulbo viviente, aquella materia inteligente y demoledora, se abrió de repente, como una flor maligna, carnívora. Algo brotó de su interior, lanzándose sobre Ray...
Lo que vomitó el bulbo palpitante y repulsivo fue una especie de viscosa lengua peluda, como enormes algas adheridas a una lengua monstruosa y absorbente. Ray se vio enroscado en aquello. Y con sus solos dedos, convertidos en poderosas, fulgurantes dinamos de una energía desconocida e inverosímil, acabó con aquella materia, sintiendo que se deshacía, humeante, a su presión.
El bulbo, ahora, retrocedía, rugoso, informe, como jadeante, emitiendo un sonido espeluznante y horrible...
Ray se lanzó sobre ello . Ray atacó...
Y Ray sintió, al poner sus manos crispadas en aquella materia, cómo ésta se encogía, estremecida, palpitante, viscosa. Y cómo, a su contacto feroz, desesperado, violento y poderoso, todo aquello se deshacía, formándose jirones, disolviéndose bajó su presión, hasta formar a sus pies un charco repugnante, nauseabundo...
Ray respiró hondo, se zafó de aquel roce asqueroso, corrió a los mandos de una máquina compleja y difícil.
Sabía, con clarividencia prodigiosa, qué mando pulsar. Y lo pulsó.
Allá, en los televisores, descubrió la plataforma sobre los virus, súbitamente vacía. .Los compañeros terrestres eran teleportados. Venían hacia él...
Ray, triunfante, pulsó, otro mando.
Y sobre los virus, microbios y células vivientes, monstruosamente crecidas, cayó ahora, un alud de fuego, surgiendo de alguna parte, al presionar él aquellos mandos.
Y todo terminó en el pozo de la muerte. Hasta la última célula viva pereció.
Luego, al volverse, Ray Parrish encontró allí, ante él, a todos sus camaradas. Incluso a Zen y Zoa, teletransportados desde su celda de castigo mental.
Había vencido...
Misteriosa y fantásticamente, Ray Parrish había vencido...
 
 
FINAL
 
«Al principio ya existía la Palabra. Y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
ȃl, la Palabra, estaba al principio junto a Dios.
»Todo llegó a ser por medio de Él. Y sin Él, nada se hizo de cuanto fue hecho:..»
(Evangelio de San Juan, 1-1, 2, 3.)
 
Ray Parrish había vencido.
Sabía que había vencido. Y como él, Torgal. Y con él, los hombres sobrevivientes del mundo extinguido, allá en un lejano, insignificante sistema solar.
Y con él, Zen. Y Zoa. Y todos los Zen. Y todas las Zoa de aquel mundo brumoso, que podía ser realmente hermoso, como fingiera serlo en su principio; para halago de sus sentidos, para engaño diabólico de los superiores...
Sí. Había vencido. A pesar de todo el gran poder existente tras el sistema, tras el Gobierno cruel y tiránico de aquel mundo...
Había vencido, y ahora, todo iba, a ser diferente. Todo podía ser diferente...
Se volvió lentamente a todos. En el aire, un silencio de muerte. Un silencio de felicidad. .Sin zumbidos enloquecedores, sin voces infernales, frías y despiadadas. Sin represalias ni castigos. Sin tiranos.
—Lo logramos —dijo, agotado—. ¡Hemos vencido/ amigos!...
—No —negó Torgal—. Has vencido tú, Ray Parrish. Tú solo...
—Es la victoria de todos —jadeó Ray—.La victoria que yo hubiera deseado siempre en la propia Tierra.... La victoria de lo justo, de la libertad, de los hombres, de su supremo derecho a no vivir esclavizados, a ser como Dios nos puso en los mundos.... Soñé muchas veces con un triunfó así. Fui condenado por luchar contra la tiranía y lo injusto. Esta vez es diferente.
—Sí, Ray —asintió Zen—. Esta vez... es la libertad. La de todos. Y Torgal tuvo razón: es tu victoria personal. Los hombres, los humanos, los seres inteligentes de todos los planetas, no somos números. No podemos serlo. No somos máquinas. Somos individuos; cada uno de nosotros puede vencer a quien sea. Tú lo has demostrado. Tú venciste. No importa quién lo hubiera hecho. Pero fuiste tú, Ray Parrish. Dios te bendiga por ello, en nombre de todos. De tus amigos y hermanos de raza... y en nombre mío... de Zoa, de todos mis hermanos, libres desde hoy de ese poder maléfico que les controlaba...
—Hemos ganado nuestro derecho a vivir en alguna parte, Zen. Tal vez tu gente nos quiera aquí, con ellos Después de todo..., no tenemos ya dónde residir. Nuestro mundo no sirve.
—Claro que os quedáis. Por siempre, Torgal. Sois hermanos nuestros. Lo fuisteis en el dolor, en el infortunio. Ahora, con más motivo. Para ser todos felices. Absolutamente todos. Unidos...
Una luz brilló por encima de ellos. Descendió. Se materializó. El flotante globo luminoso se detuvo ante ellos.
—Sí. Ganasteis vuestro derecho a vivir donde os sea posible hacerlo —dijo el superior. Su mirada luminiscente fue a Ray Parrish—. Tú fuiste el elegido por nosotros para ser el líder de los tuyos;
—De modo que mi clarividencia, mi fuerza física, mis facultades sobrenaturales, mi repentino poder.:.
—Todo obra nuestra —dijo el superior—. Lo merecías. Y lo necesitabas, Parrish, en nombre de una causa justa. Admitimos que fuimos burlados. Por una vez, hubo alguien superior a nosotros. Fuimos víctimas de nuestra propia soberbia.
—El poder pensaba en todo, eso fue lo que sucedió.
—Torgal, pretendes ahora justificarnos, cuando más fácil sería humillarnos —observó el superior—. Tu grandeza de espíritu merece un premio. Y lo tendrás. Creo que Zen y todos estarán de acuerdo conmigo en algo.
—¿En qué? —quiso saber Zen.
—Torgal, por su sabiduría, honradez y nobleza, merece ser... el nuevo y digno poder de este mundo.
—Oh, cielos, no. Yo no.... —protestó él.
—Sí, Torgal —aprobó Zen—. El superior ha hablado y te ha elegido. Mi pueblo te aclamará. Todos lo harán.
—Es cierto, Torgal —asintió Ray, abrazando a Lydia—. Acepta. Es lo justo. Lo mejor para todos...
Torgal dudó. Pero sabían que aceptaba. Y que ahora existiría un poder justo, recto y digno en aquél mundo que podía ser, ciertamente, el soñado paraíso que engañó inicialmente a todos.
Esta vez, sin engaño para nadie.
—Sí —dijo Torgal, por fin, con un suspiro—. Acepto. , Y que Dios me ayude...
Todos estuvieron seguros de que así sería.
 
F I N

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