Estimados amigos de Bolsi & Pulp: Como ya saben, LA RUBIA Y EL TRAMPERO del escritor Joseph Berna, fue la novela que ganó nuestra quinta encuesta de repechaje.
Esta es una novela de Western, perteneciente a la colección “Bufalo Serie Azul”, de la editorial BRUGUERA, apareció con el número 663 y fue publicada en 1985.
¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros!
Atentamente: ODISEO…Legendario Guerrero Arcano.
LA RUBIA Y EL TRAMPERO
JOSEPH BERNA
CAPÍTULO PRIMERO
Chuck Bronson llevaba su caballo tordo al trote, muy tranquilo, pese a saber que se estaba adentrando en territorio comanche y que muy pronto sería detectado por los pieles rojas.
No le preocupaba en absoluto ser descubierto por los guerreros comanches, pues ellos le conocían y sabían que era amigo de Oso Bravo, su caudillo.
Chuck Bronson había estado muchas veces en el poblado de Oso Bravo, tratando con el jefe comanche y fumando con él. Se respetaban mutuamente y siempre jugaban limpio en sus tratos; jamás se habían engañado el uno al otro.
De ahí su tranquilidad.
Mientras Oso Bravo fuera el caudillo de los comanches, él no tenía nada que temer en aquel territorio. Podía entrar y salir libremente siempre que quisiera.
Chuck Bronson contaba treinta y cuatro años de edad, poseía una estatura elevada y era de complexión fuerte y robusta. Un tipo duro y rudo, acostumbrado a permanecer largas temporadas apartado de la civilización, pues era trampero de profesión y se pasaba a veces meses enteros sin acercarse a Hanford City, el pueblo en donde solía vender a buen precio las pieles de los animales que cazaba.
Una vida así, endurecía a cualquiera, y Chuck Bronson llevaba ya casi diez años dedicándose a la caza. Le gustaba y no echaba de menos las comodidades y las diversiones existentes en los lugares civilizados, aunque, cuando acudía a Hanford City, tampoco las despreciaba.
Pasaba dos o tres días en el pueblo, alojado en el hotel, visitaba los locales de diversión, bebía whisky y cerveza en cantidad, y se procuraba la compañía de una buena hembra para saciar su apetito sexual.
Después, emprendía el regreso a su cabaña con las provisiones necesarias para pasar otra larga temporada lejos de la civilización, sin más compañía que la de «Bruno», su fiel caballo, y el par de mulas que utilizaba para transportar las pieles.
Generalmente, las pobres mulas iban cargadas a tope, porque Chuck Bronson era un excelente trampero y atrapaba más animales que nadie. Sabía cómo y dónde colocar las trampas, para cobrar más piezas, y además resultaba infalible con su Winchester.
Todos, en Hanford City, sabían que Chuck Bronson tenía una puntería prodigiosa, pues había realizado varias demostraciones en el pueblo, compitiendo con otros tiradores, y los había vencido claramente, logrando dar en el blanco desde unas distancias increíbles.
Chuck Bronson siguió adentrándose tranquilamente en territorio comanche. Vestía, como siempre, un traje de cuero, adornado con flecos, y se cubría la cabeza con un sombrero de anchas alas. Al cinto, llevaba un «Colt» 45 y un magnífico cuchillo, colocado en una funda de piel de ciervo.
El Winchester descansaba también en una funda acoplada a la silla de montar, junto a una cuerda de cáñamo enrollada.
Chuck Bronson no tardó en ser detectado por los comanches, que lo reconocieron y se dejaron ver, saliendo a su encuentro. Era un pequeño grupo, comandado por Lobo Fiero, un indio joven y musculoso, altivo, que no simpatizaba demasiado con el trampero.
Ello era debido a que, en una ocasión aún no lejana, Lobo Fiero retó a Chuck Bronson a una pelea amistosa. Esto era frecuente en el poblado de Oso Bravo, ya que la lucha cuerpo a cuerpo era uno de los espectáculos favoritos de los comanches, que rugían de entusiasmo cada vez que presenciaban una.
Chuck Bronson había peleado anteriormente con algunos guerreros comanches, siempre amistosamente y para complacer a Oso Bravo, quien disfrutaba más que nadie con aquel tipo de luchas.
El trampero demostró, en todas esas ocasiones, que era un magnífico luchador, hábil y fuerte, muy difícil de vencer. Lobo Fiero, considerado como uno de los más bravos guerreros de la tribu, creyó que podría derrotarle y lo desafió.
Chuck Bronson hubiera preferido enfrentarse a cualquier otro guerrero de la tribu, no porque temiera a Lobo Fiero, sino porque sabía que éste era un comanche orgulloso y, caso de resultar vencido, no aceptaría de buen grado la derrota y le guardaría rencor. Pero el trampero no pudo negarse y luchó con Lobo Fiero, en medio de una gran expectación.
La pelea fue larga y emocionante, porque Lobo Fiero era un gran luchador también y Chuck Bronson tuvo que emplearse a fondo para no morder el polvo de la derrota.
Fue, con diferencia, la mejor lucha de las protagonizadas por el trampero en el poblado comanche, la más fuerte, la más difícil, por la peligrosidad de su rival, pero finalmente logró imponerse y apuntarse otro triunfo.
Oso Bravo lo felicitó, pero Lobo Fiero, como ya se temía Bronson, se sintió furioso por no haber podido vencer al trampero y desapareció tras la lucha.
Desde entonces, Lobo Fiero miraba con rencor a Chuck Bronson y parecía sentir deseos de desquitarse, aunque la verdad es que no le había creado ningún problema al trampero.
Si intentaba algo contra él, Oso Bravo lo sabría y no se lo perdonaría. Tal vez por eso se contenía.
Chuck Bronson detuvo su caballo cuando vio que Lobo Fiero y los guerreros que le acompañaban salían a su encuentro. Los esperó y, cuando los tuvo frente a sí, levantó la mano derecha.
—Te saludo, Lobo Fiero.
—Lobo Fiero saludar también a cazador blanco —respondió el comanche, levantando su diestra con gesto serio.
—Quiero hablar con el gran Oso Bravo.
—Nosotros acompañar.
—Bien.
Los comanches movieron sus caballos y. Chuck Bronson hizo lo propio, poniéndose todos en marcha. Lobo Fiero iba delante, seguido del trampero, que se veía flanqueado por dos guerreros, cerrando los restantes la marcha.
Tardaron una hora larga en alcanzar el poblado comanche.
La visita de Chuck Bronson causó, como siempre, alegría a los guerreros de Oso Bravo, pues intuían que el trampero sostendría una lucha amistosa con alguno de ellos y les depararía un buen espectáculo, como correspondía a un luchador de su categoría.
Lobo Fiero se detuvo frente a la tienda de Oso Bravo y saltó al suelo con agilidad. Chuck Bronson detuvo también a «Bruno» y descabalgó, siendo imitado por los comanches que le habían dado escolta hasta el poblado.
Lobo Fiero se introdujo en la tienda del caudillo comanche, para informar a éste de la llegada del cazador blanco. Escasos segundos después, Lobo Fiero salía de nuevo, acompañado de Oso Bravo, quien sonrió al ver al trampero.
—Bien venido, Bronson.
—Me alegro de verte, Oso Bravo —sonrió también el trampero, y le tendió la diestra. Sabía que al jefe comanche le gustaba estrechar la mano.
Lo hacía largamente y con fuerza, por lo que había que tener una diestra resistente para, soportar la fuerte presión de la musculosa mano de Oso Bravo.
Afortunadamente, las manos del trampero eran duras como la piedra y su diestra no se resentía cuando el caudillo comanche parecía querer triturársela con la suya.
Oso Bravo, en efecto, le estrechó la mano con la energía que le caracterizaba y tardó casi dos minutos en soltársela.
—Yo alegre también, Bronson.
—¿Podemos entrar en tu tienda, Oso Bravo? Quiero hablar contigo de un asunto que...
El trampero no pudo acabar la frase, justo en aquel momento una voz femenina gritaba:
—¡Socorro...! ¡Ayúdeme, por favor...!
CAPÍTULO II
Chuck Bronson dio un respingo y se volvió, descubriendo a la mujer blanca que solicitaba su ayuda. Había surgido de una tienda comanche, con las manos atadas a la espalda.
Tendría unos veinticuatro años de edad, el cabello rubio, largo y hermoso, y los ojos azules. Poseía un rostro bello y una figura magnífica, cuyos encantos no podía ocultar el vestido indio que lucía, seguramente en contra de su voluntad.
El vestido, amén de ser corto, tenía sendas aberturas laterales, y por ellas asomaban incitantes los torneados muslos de la chica. El escote, por otra parte, se cerraba apretando el cordón que lo cruzaba varias veces, pero se daba la circunstancia de que dicho cordón estaba aflojado, b que obligaba a la chica a realizar una generosa exhibición de senos.
Con las manos atadas a la espalda, ella no podía apretar el cordón y cerrar el escote, así que tenía que resignarse a mostrar buena parte de su busto, pleno y erguido.
La rubia calzaba mocasines comanches y lucía una tira de cuero en la frente, rodeándole la cabeza y sujetándole el pelo, que brillaba bajo el sol de la tarde.
La chica hubiera querido llegar hasta Chuck Bronson, pero un guerrero la agarró del brazo y frenó su avance cuando apenas había recorrido media docena de yardas.
—¡Sáqueme de aquí, se lo suplico! —chilló, mientras se agitaba, tratando inútilmente de librarse del comanche—. ¡Me tienen cautiva y quieren convertirme en una india!
Lobo Fiero gritó algo en dialecto comanche y el indio que sujetaba a la mujer blanca tiró de ésta, llevándola hacia la tienda en la que permanecía cautiva.
La rubia, que no quería volver a la tienda, se dejó caer al suelo y pataleó, sin tener en cuenta que así mostraba totalmente sus tentadoras piernas.
—¡Yo soy una mujer blanca! ¡No quiero convertirme en una comanche...! —gritó.
El indio la arrastró, sin golpearla.
—¡Ayúdeme, por Dios! .—siguió suplicando la chica—. ¡No me deje aquí con estos salvajes...!
Chuck Bronson no dijo nada.
Ni siquiera se movió.
El guerrero comanche metió a la mujer blanca en la tienda y le ató los pies con una tira de cuero, para que no volviera a salir de ella, mientras la chica gritaba y sollozaba, pidiendo su libertad.
El indio salió de nuevo y montó guardia frente a la tienda.
Fue entonces cuando Chuck Bronson rompió su silencio, diciendo:
—No sabía que tuvieras prisionera a una mujer blanca, Oso Bravo.
—Llegar ayer. Traerla Lobo Fiero —explicó el jefe comanche.
Bronson miró al joven y orgulloso piel roja.
—¿Te dedicas ahora a capturar mujeres blancas, Lobo Fiero...?
Los negros ojos del comanche centellearon.
—No ser cosa tuya, cazador blanco —masculló.
—Tienes razón. Aunque tampoco a ti te gustaría que yo me dedicara a capturar mujeres comanches, ¿verdad?
Lobo Fiero apretó los dientes, pero no respondió.
Oso Bravo se dejó oír:
—¿Entramos en tienda, Bronson? Hablaremos de asunto que traerte a mi poblado.
El trampero carraspeó.
—Antes me gustaría hablar unos minutos con la chica. ¿Me autorizas a ello, Oso Bravo?
—¡No!—gritó Lobo Fiero.
—No te he pedido autorización a ti, Lobo Fiero.
—¡Mujer blanca pertenecerme! ¡Yo capturarla y ser mía!
—Tranquilo, hombre. No pienso robártela. Sólo deseo cambiar unas palabras con ella.
—¡Lobo Fiero decir no!
El trampero lo ignoró y volvió a encararse con el caudillo comanche.
—¿Puedo hablar con la chica, Oso Bravo?
—Sí, yo autorizar.
—Gracias, amigo —sonrió Bronson, y fue hacia la tienda en la que permanecía encerrada la hermosa rubia.
Lobo Fiero montó en cólera al ver que Oso Bravo le daba permiso al cazador blanco para hablar con la cautiva y empezó a vociferar como un energúmeno, pero el jefe comanche hizo uso de su autoridad y lo obligó a guardar silencio, recordándole que allí mandaba él y se hacía lo, que él decía.
El joven comanche se alejó, dando unas zancadas enormes, pero no pensaba irse muy lejos, porque no quería perder de vista la tienda en la que permanecía cautiva la mujer blanca.
* * *
La chica rubia estaba llorando amargamente, pero interrumpió sus sollozos al ver entrar en la tienda a Chuck Bronson.
—¡Usted! —exclamó, sintiendo renacer la esperanza.
El trampero la observó en silencio y tuvo que reconocer que así, vista de cerca, la chica aún estaba más sensacional. Yacía en el suelo de lado y casi todo su muslo izquierdo estaba visible.
La rubia enrojeció sensiblemente.
Sabía que enseñaba mucho, pero como ella nada podía hacer por evitarlo, todo siguió igual.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Bronson.
—Stella Campbell. ¿Y usted...?
—Chuck Bronson.
—¿Me va a sacar de aquí, señor Bronson...?
—No sé si podré.
—¡Por favor, inténtelo!
—La cosa está muy difícil, rubia.
—Usted es amigo de los comanches, señor Bronson. Lo adiviné cuando le vi llegar con las manos libres y conservando sus armas. Y luego vi cómo el jefe le sonreía y le estrechaba la mano.
—Es cierto, soy amigo de Oso Bravo.
—Entonces, sólo tiene que pedirle que me deje en libertad y llevarme con usted.
El trampero esbozó una sonrisa.
—No es tan sencillo, guapa. Lobo Fiero te capturó y te quiere para sí. Y ese indio tiene muy malas pulgas, ¿sabes?
—Sí, claro que lo sé.
—Ni siquiera accedió a que hablará unos minutos contigo.
—¿Y cómo está ahora aquí...?
—Oso Bravo me autorizó.
—Pues igual que le autorizó a hablar conmigo, en contra de la voluntad de Lobo Fiero, le puede autorizar a llevarme con usted, aunque Lobo Fiero reviente de rabia.
Chuck Bronson se acuclilló y puntualizó:
—Hay una gran diferencia entre charlar unos minutos contigo y liberarte, Stella. Aunque Lobo Fiero no te quisiera para sí, Oso Bravo no te dejaría libre sólo porque yo se lo pidiera. Te pondría un precio. Y yo tendría que pagarlo.
—Eso no es problema, señor Bronson.
—¿Tú crees?
—Mi padre es un hombre rico. Le dará diez veces más de lo que pague usted por mí a Oso Bravo.
—Oso Bravo no quiere dinero, Stella. A él no le sirve de nada.
—¿Y qué pedirá por mí...?
—Caballos, mantas, pieles, whisky, armas... Cualquier cosa de ésas, y seguramente en cantidad.
—¡Pues déselo! ¡Déle lo que le pida!
—¿Y de dónde lo saco?
—¡De donde sea!
El trampero se echó el sombrero ligeramente hacia atrás con el pulgar diestro.
—No es tan fácil, rubia.
—¡Ya le he dicho que mi padre es rico, señor Bronson! ¡Le recompensará generosamente si me libera usted!
—Haré lo que pueda, pero no quiero que te hagas ilusiones. Aparte del precio que Oso Bravo pueda poner por ti, está Lobo Fiero, que es un verdadero hueso. Encima, me odia.
—¿Por qué?
—Le vencí una vez, en lucha amistosa, y no me lo ha perdonado.
—¿De veras le venció usted...?
—Sí, aunque lo mío me costó, porque Lobo Fiero es un luchador sumamente hábil y peligroso.
—¿A qué se dedica usted, señor Bronson?
—Soy trampero.
—Caza animales, ¿eh?
—Sí, para vender sus pieles. Así me gano la vida.
—Debe ser duro, ¿verdad?
—Bastante, pero yo ya estoy acostumbrado.
—Si me salva, no tendrá necesidad de colocar más trampas ni de arrancar más pieles, señor Bronson, porque mi padre le dará el dinero suficiente para...
—Olvídate del dinero de tu padre, rubia. Si consigo sacarte de aquí, no será por la recompensa que pueda entregarme, porque no me interesa cambiar de vida. Me siento feliz siendo trampero.
—¿De veras?
—Sí, muy feliz —aseguró Bronson, irguiéndose—. Y ahora, con tu permiso, voy a negociar con Oso Bravo.
Stella Campbell se mordió los labios.
—Señor Bronson...
—¿Qué?
—Si no puede conseguir mi libertad, prométame que antes de abandonar el poblado me entregará disimuladamente su cuchillo.
—¿Para qué lo quieres?
—Para quitarme la vida —respondió Stella.
CAPÍTULO III
Chuck Bronson se quedó mirando fijamente a Stella Campbell.
De pronto, extrajo su cuchillo.
La chica respingó levemente en el suelo.
—¿Tan seguro está de no conseguir mi libertad, que me da su cuchillo antes de negociar con Oso Bravo...?
El trampero se acuclilló de nuevo, sin responder, y cortó la tira de cuero que sujetaba los pies de la rubia.
Stella agrandó los ojos.
—¿Qué hace...?
—Soltarte los pies.
—¿Me va a sacar de la tienda...?
—No, de momento vas a seguir aquí. Pero podrás ponerte en pie y mirar por la puerta de la tienda. Así sabrás cómo va mi negociación con Oso Bravo.
—Se lo agradezco mucho.
—Pero no salgas de la tienda, ¿eh?
—No tema, no lo haré.
Bronson enfundó el cuchillo.
—Te ayudaré a ponerte en pie.
—Gracias.
Cuando Stella Campbell estuvo erguida, Chuck
Bronson dirigió su mano hacia el escote del vestido indio.
La joven, instintivamente, dio un paso atrás.
—¿Qué es lo que pretende...?
—Apretar un poco el cordón, para que no enseñes tanto. Claro que si a ti no te importa...
Stella dio un paso adelante.
—Sí que me importa. Por favor, hágalo.
El trampero cerró el escote del vestido indio..
—¿Qué pensaste? ¿Que pretendía aprovecharme...?
La joven bajó la mirada.
—Perdóneme, señor Bronson. Estoy viviendo una situación tan difícil, que...
—Está bien, olvídalo.
—Gracias por todo, señor Bronson.
El trampero fue hacia la puerta de la tienda.
—Vendré a entregarte el cuchillo si Oso Bravo no accede a venderte, rubia —dijo, y salió.
Stella se estremeció y murmuró:
—Dios mío, haz que el trampero convenza al jefe comanche.
Después, se acercó a la puerta y miró por ella, sin dejarse ver.
Chuck Bronson caminaba directamente hacia Oso Bravo.
—Has hablado, mucho con mujer blanca —dijo el caudillo comanche.
El trampero se pellizcó la oreja.
—Me interesa, ¿sabes?
—¿Qué querer decir?
—Que deseo comprarla, Oso Bravo.
—¿Tú querer comprar mujer blanca...?
—Sí.
El jefe comanche guardó silencio.
—¿Qué quieres por ella, Oso Bravo?
—No poder vender.
—¿Porqué?
—Mujer blanca pertenecer a Lobo Fiero. Querer hacerla su esposa.
—Lo sé, pero tú no debes permitirlo, Oso Bravo. Lobo Fiero es un gran guerrero y debe tener hijos comanches, no mestizos. Debe tomar esposas comanches.
Oso Bravo pareció meditar las palabras del trampero.
—¿Qué ofrecer tú por mujer blanca, Bronson?
—Te daré lo que me pidas.
Stella Campbell, que desde su tienda podía captar la conversación que mantenía Chuck Bronson con el ¡efe comanche, se alegró muchísimo al ver que Oso Bravo parecía dispuesto a ponerle precio.
Y como el trampero había dicho que le daría lo que le daría lo que le pidiera...
¡Las cosas no podían ir mejor!
Oso Bravo clavó sus ojos en el caballo del trampero.
Bronson se dio cuenta y reprimió una maldición.
¿Le iba a pedir a «Bruno»...?
¡No quería desprenderse de él!
¡Y no sólo porque fuera un caballo magnífico, fuerte y veloz como pocos, cariñoso y obediente!
¡«Bruno» era algo más que un caballo!
¡Era un amigo!
Sin embargo, el trampero se estaba preocupando sin motivo.
Oso Bravo no miraba el caballo, sino el flamante Winchester de Chuck Bronson. Este lo comprendió cuando vio que el jefe comanche se acercaba a «Bruno» y sacaba el rifle de la funda, contemplándolo con ojos brillantes.
—Yo querer rifle —dijo.
Al trampero le cayó el mundo encima.
—¡Oh, no!—exclamó.
—Ser el precio que yo poner.
—¡No puedo darte mi Winchester, Oso Bravo!
Stella Campbell respinga en la tienda india.
—¿Pero qué dice ese idiota...? ¡El jefe comanche le pide solamente un rifle por mi libertad y está diciendo que no puede dárselo! —exclamó, furiosa—. ¿Acaso valgo yo menos que un rifle...? ¡El trampero está loco!
Oso Bravo, sin apartar los ojos del magnífico Winchester, dijo:
—Si tú no entregar rifle, yo no entregar mujer blanca.
—¡Pídeme cualquier otra cosa, Oso Bravo! —rogó Bronson.
—No, yo querer rifle —insistió el jefe comanche.
—¡No puedo desprenderme de él, compréndelo! ¡Lo necesito para realizar mi trabajo!
—Si no entregar rifle, no haber trato.
El trampero se quitó el sombrero de un zarpazo, lo arrojó al suelo, y lo pisoteó con rabia.
—¡Maldita sea mi estampa! —rugió.
Stella Campbell no pudo contenerse por más tiempo y gritó:
—¡No sea estúpido, Bronson!
El trampero se volvió hacia ella como picado por una serpiente.
—¡Tú no te metas en esto, rubia!
—¡Sólo le está pidiendo un rifle!
—¡No es un rifle cualquiera! ¡Es un Winchester!
—¿Y valgo yo menos que su cochino Winchester...?
Chuck Bronson sufrió un ataque de cólera.
—¿Cochino, dices...?
—¡Déselo, maldita sea! ¡Con el dinero que mi padre le entregue podrá comprarse cincuenta Winchester!
—¡No serían como éste!
—¡Ni que fuera de oro!
—¡Es más valioso que eso!
—¡Se trata de mi libertad, Bronson!
—¡Pues me temo que no la vas a conseguir, si para ello tengo que perder mi Winchester!
Ahora fue Stella Campbell la que sufrió el ataque de cólera.
—¡Le odio, Bronson!
—¡Cierra el pico de una vez!
—¡Yo no tengo pico! ¡No soy un loro!
—¡Pues charlas más que ellos!
—¡Váyase al infierno!
—¡Ve tu delante y espérame allí!
Stella bufó de ira, pero no dijo nada más.
Chuck Bronson se olvidó de ella y volvió a encararse con el jefe comanche, que no soltaba el Winchester.
—Tratemos el asunto con calma, ¿eh, Oso Bravo?
—Yo estar calmado. Tú, nervioso.
—Es que me has pedido lo único que no puedo darte.
—Rifle ser lo único que me interesa.
—Oso Bravo...
—Ser mi última palabra —le atajó el jefe comanche—. Rifle por mujer blanca.
—¡No es justo! —se exaltó de nuevo el trampero.
—Tú decidir.
Bronson se mesó nerviosamente el cabello.
Stella Campbell le observaba en silencio, porque lo de que charlaba más que un loro le había sentado fatal.
—Como diga que no, le sacaré los ojos —rezongó—. No sé cuándo ni cómo, pero se los sacaré.
El trampero ladeó la cabeza y la miró, ceñudo.
—Que tenga yo que desprenderme de mi Winchester por una cotorra como ésa... —masculló.
Stella no le oyó, porque de lo contrario hubiera replicado: «¡La cotorra lo será su madre!»
El caudillo comanche se dejó oír:
—¿Interesar trato, Bronson?
—No, no interesar.
—¡Hijo de perra!—exclamó Stella.
—No interesar, pero aceptar —gruñó el trampero.
El humor de Stella cambió en el acto.
—¡Hijo de santa! —rectificó en seguida, arrepentida.
Oso Bravo acarició el reluciente cañón del Winchester, henchido de satisfacción.
—Trato cerrado, Bronson. Mujer blanca ser tuya; rifle, ser mío.
—Deberías pegarme un tiro con él, por imbécil —masculló el trampero.
—¿Cómo?
—Olvídalo.
De repente, una lanza se clavó a los pies de Chuck Bronson.
El trampero, instintivamente, dio un salto hacia atrás.
La lanza la había arrojado Lobo Fiero, encolerizado por el desenlace de la negociación que habían sostenido Oso Bravo y el cazador blanco.
Su acción era un claro desafío a Chuck Bronson.
Y, en esta ocasión, no tenía nada de amistoso.
El trampero lo miró y rezongó:
—Esto ya me lo temía yo.
CAPÍTULO IV
Stella Campbell, que había emitido un gemido de angustia al ver lo cerca de las botas de Chuck Bronson que se había clavado la lanza arrojada por Lobo Fiero, exclamó:
—¡Cielos, casi le atraviesa un pie!
Oso Bravo, furioso por la acción de Lobo Fiero, le recriminó airadamente en lengua comanche, pero el orgulloso piel roja no se calló esta vez y se aproximó replicando acaloradamente al jefe de Ja tribu.
Le reclamaba su derecho a quedarse con la mujer blanca, y como Oso Bravo la había vendido, ahora retaba a muerte a Chuck Bronson, para recuperarla.
El jefe comanche no podía impedir el desafío, y eso lo sabía Lobo Fiero. Como lo sabía, también, Chuck Bronson.
Oso Bravo, tras su discusión con el altivo guerrero, miró al trampero y dijo:
—Lobo Fiero retarte, Bronson.
—Losé.
—Ser lucha a muerte.
—Ya lo suponía.
—¿Tú aceptar?
—¿Puedo llevarme a la mujer blanca sin pelear con Lobo Fiero?
—No.
—También lo suponía, así que lucharé con él.
—Bien.
—¡Lucha ser ahora! —rugió Lobo Fiero, empuñando el cuchillo que llevaba a la cintura.
—Calma, no seas impaciente —rogó el trampero, y se desabrochó el cinto, dejándolo en el suelo.
Después, se despojó de la pieza superior del traje de cuero y quedó con el torso desnudo, como Lobo Fiero. La dejó en el suelo también, sobre el cinto, y empuñó su cuchillo.
—Estoy listo, Lobo Fiero-dijo.
Justo en aquel instante, Stella Campbell exclamaba:
—¿Van a luchar, señor Bronson...?
—¡No, vamos a echar unas manos de póquer! —barbotó el trampero, con sarcasmo—. ¿Es que no ves la baraja, rubia...? ¡Vamos, Lobo Fiero, corta y reparte!
El comanche empezó el reparto, pero no de cartas, sino de cuchilladas. Y si no cortó nada, fue porque Chuck Bronson anduvo listo y supo esquivarlas todas.
El trampero se cansó de burlar el cuchillo de su enemigo y atacó a su vez, buscando el cuerpo del indio con su arma, pero también Lobo Fiero anduvo ágil de reflejos y evitó el ser herido.
La lucha a cuchillo entre Lobo Fiero y Chuck Bronson acaparó inmediatamente la atención de la gente del poblado, que la siguió con emoción, pues ahora no se trataba de una simple pelea amistosa.
El enfrentamiento era a muerte y uno de los dos quedaría tendido sobre la tierra, ensangrentado, probablemente sin vida.
Naturalmente, los comanches deseaban que no fuera Lobo Fiero quien así acabara, sino el cazador blanco, por razones obvias. El trampero les caía bien, pero Lobo Fiero era un miembro de la tribu y era natural que desearan su victoria.
También era natural que Stella Campbell deseara lo contrario, porque si Chuck Bronson perdía la lucha y la vida, ella seguiría cautiva en el poblado comanche y se vería obligada a convertirse en la esposa de Lobo Fiero.
Y eso, para ella, sería mil veces peor que la muerte, por lo que cerró un instante los ojos y suplicó:
—¡Dios mío, no dejes que el trampero muera! ¡Ayúdale a vencer al comanche!
Cuando abrió los ojos de nuevo, la lucha continuaba.
Era una lucha fiera.
Sin tregua.
Sin concesiones al rival.
Lobo Fiero atacó por enésima vez con su cuchillo, buscando el pecho del trampero. Este saltó ágilmente hacia su derecha y descargó el puño sobre el antebrazo de su enemigo.
El comanche dio un rugido de dolor y perdió el cuchillo, lo cual daba una gran ventaja a su rival. Lobo Fiero, consciente de ello, le atizó una feroz patada al trampero y lo tiró de espaldas.
Afortunadamente, Bronson río perdió el cuchillo.
Lobo Fiero recuperó velozmente el suyo y se arrojó como un puma sobre el trampero, dando un terrible aullido. Bronson hizo girar su cuerpo con rapidez y logró apartarse a tiempo, burlando la mortal cuchillada.
El comanche rugió de rabia al ver que su cuchillo sólo pinchaba la tierra y se irguió de un salto.
Chuck Bronson hizo lo propio, tranquilizando un tanto a Stella Campbell, que lo había pasado muy mal apenas unos segundos antes, tras la patada de Lobo Fiero al trampero.
La lucha se reanudó.
Lobo Fiero le lanzó uña cuchillada al estómago a su enemigo, pero sólo encontró el vacío. El contraataque de Bronson, centelleante, estuvo a punto de causarle un serio disgusto al comanche, quien apenas tuvo tiempo de desplazarse hacia su izquierda.
A pesar de su rápido salto, no pudo evitar que el cuchillo del trampero le hiriera en el costado. No fue, por suerte para él, una herida profunda, sino más bien superficial, pero la sangre brotó y bañó su costado .
Lobo Fiero se llevó rápidamente la mano allí y se apretó con rabia la herida.
—¡Yo matar...! ¡Yo matar...! —relinchó, y saltó fieramente sobre su enemigo, haciendo honor a su nombre.
Bronson esquivó limpiamente las dos primeras cuchilladas del comanche, pero no pudo impedir que la tercera le causara una herida en el brazo izquierdo.
Tampoco fue una herida seria, sino más bien un corte sin importancia, pero la sangre fluyó instantáneamente y resbaló por su brazo, haciendo palidecer a Stella Campbell.
—¡Oh, Dios, no! —gimió, estremecida.
Lobo Fiero, contento de haber logrado por fin alcanzar con su cuchillo al trampero, aunque fuera levemente, aulló como un coyote y lanzó otra serie de feroces cuchilladas.
Chuck Bronson consiguió aferrarle la muñeca derecha con su mano izquierda, pero cuando intentaba asestarle una cuchillada en la clavícula, el comanche le aprisionó a su vez el brazo y lo impidió.
Inmediatamente después, se produjo un terrible forcejeo entre ambos luchadores, intentando cada cual recuperar la libertad de su brazo derecho para poder hacer uso del cuchillo y hundírselo en el pecho a su enemigo.
Fueron momentos de gran tensión para quienes presenciaban la lucha.
El torso de Lobo Fiero brillaba a causa del sudor, lo mismo que el de Chuck Bronson, porque el esfuerzo de ambos luchadores era titánico, agotador.
La expresión del comanche era de las que ponen los pelos de punta, pues sus negros ojos parecían despedir lava volcánica y mostraba sus fieros dientes de lobo, haciéndolos rechinar.
El rostro del trampero se mostraba más sereno, aunque mantenía los músculos atirantados y los dientes apretados.
De repente, Lobo Fiero colocó su pierna detrás de la de Bronson y empujó, haciéndote perder el equilibrio. El trampero cayó de espaldas al suelo y el comanche cayó sobre él, cobrando ventaja posicional.
Stella Campbell dio un gritito de angustia.
—¡Lo va a matar!
Eso pensaron, también, Oso Bravo y los suyos, porque el cuchillo de Lobo Fiero descendía lenta pero progresivamente sobre el pecho del trampero.
Los músculos del brazo izquierdo de Chuck Bronson estaban a punto de estallar, de tanta fuerza que hacían, pero a pesar de ello no conseguían frenar el descenso del cuchillo, porque también Lobo Fiero tenía unos brazos poderosos y él contaba además con la ventaja de hallarse encima del trampero.
Cuando ya la punta del cuchillo indio rozaba casi el pecho de Bronson, éste realizó un supremo esfuerzo y lanzó su cuerpo hacia arriba, bruscamente, lo cual sorprendió al comanche, que cayó de lado, hacia su izquierda.
El trampero saltó inmediatamente sobre su enemigo y las posiciones quedaron invertidas. Ahora, era la espalda de Lobo Fiero la que estaba pegada a la tierra y Chuck Bronson quien se hallaba encima de él, amenazando con hundirle el cuchillo en el pecho.
Stella Campbell exhaló un suspiro de alivio tras el cambio de posición de los luchadores, en tanto que la gente del poblado denotaba preocupación.
Y es que el cuchillo de Bronson descendía poco a poco sobre la caja torácica de Lobo Fiero, pese a que éste hacía todo lo posible por evitarlo.
Ahora eran los músculos del brazo izquierdo del comanche los que parecían a punto de reventar, a causa del esfuerzo, pero el trampero tenía ventaja y la estaba haciendo valer.
Inesperadamente, las caderas del piel roja se proyectaron hacia arriba con un prodigioso golpe de riñones y Chuck Bronson se vio catapultado por encima de la cabeza de su enemigo y dio una espectacular vuelta de campana.
La acción de Lobo Fiero hizo rugir de entusiasmo a los comanches.
Y estremecer a Stella Campbell.
Sí, porque Lobo Fiero se incorporó al instante y se lanzó como un felino sobre el trampero, antes de que éste pudiera levantarse.
Bronson, viéndolo venir, cambió velozmente de posición y el comanche se estrelló contra la tierra, hundiendo su cuchillo en ella.
El trampero se irguió de un salto y se arrojó sobre la espalda del indio. Lo agarró del pelo con su mano izquierda y le obligó a echar la cabeza hacia atrás, al tiempo que le aplicaba el cuchillo a la garganta.
—¡Renuncia a la mujer blanca o eres comanche muerto, Lobo Fiero! —gritó, para que le oyeran todos.
CAPÍTULO V
En el poblado comanche se hizo el silencio.
Un silencio tenso, profundo, expectante,..
Lobo Fiero estaba perdido, y él era el primero en reconocerlo. No podía hacer nada con el cuchillo de Chuck Bronson pegado a su cuello, porque, al menor movimiento, el trampero lo degollaría.
La única manera de salvar la vida, era rendirse, admitir su derrota y renunciar a la mujer blanca.
Sin embargo, el comanche continuó callado.
No quería rendirse.
Ni renunciar a la mujer blanca.
Era demasiado orgulloso.
Bronson le tiró del pelo y presionó con su cuchillo.
—¿Es que no me has oído, Lobo Fiero...?
El comanche siguió mudo.
—Prefieres morir a admitir la derrota, ¿eh?—masculló el trampero..
Lobo Fiero, con su silencio, naturalmente, no podía matarlo así, como si matara a un cerdo, por lo que miró a Oso Bravo.
—¿Podré llevarme a la mujer blanca aunque deje con vida a Lobo Fiero, Oso Bravo? —preguntó.
El jefe comanche asintió con la cabeza.
—Has vencido, Bronson. Lobo Fiero ya no tener ningún derecho sobre la mujer blanca. Ahora te pertenece a ti, como a mí pertenecerme rifle —respondió, con el Winchester en las manos, porque no lo había soltado ni un segundo.
Bronson esbozó una sonrisa.
—Ya lo has oído, Lobo Fiero. La chica es mía, así que no tengo necesidad de rebanarte la nuez. Te perdono la vida, aunque sé que no me lo agradecerás. Eres demasiado rencoroso.
Los labios del piel roja continuaron sellados.
El trampero le soltó el pelo, retiró el cuchillo de su cuello, y se irguió, apartándose de él.
Lobo Fiero se levantó lentamente, devolvió su cuchillo a su cintura, y se alejó, lleno de odio hacia el cazador blanco, al que juró mentalmente matar.
Chuck Bronson fue hacia donde dejara su zamarra y su cinto. Recogió ambas cosas, recogió también su sombrero, y después tomó su cantimplora.
—Estaré en la tienda de la mujer blanca, Oso Bravo —dijo.
—Bien —respondió el caudillo comanche, contento de que el trampero le hubiera perdonado la vida a Lobo Fiero.
Bronson caminó hacia la tienda.
Stella Campbell le recibió con una ancha sonrisa.
—Ha estado usted magnífico, Bronson.
—¿De veras?
—Luchó como una fiera.
—Es que luchaba contra otra fiera.
—Cierto. Y lo hizo por mí. Jamás lo olvidaré.
—Ni yo olvidaré mi Winchester.
—Tendrá todos los que quiera, no se preocupe.
—Como vuelvas a hablarme del dinero de tu padre, te abofeteo —advirtió el trampero, con furioso gesto.
—De acuerdo, no volveré a mencionarlo. Pero conste que yo valgo más que su Winchester.
—Para mí no.
—Qué poco galante es usted, señor Bronson.
—No tengo por qué serlo — gruñó el trampero, que había dejado sus cosas en el suelo.
Se sentó en él y tomó su cantimplora.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Stella.
—Limpiarme la herida del brazo.
—¿Antes de soltarme las manos...? .
Bronson cogió el cuchillo e indicó:
—Date la vuelta.
Stella lo hizo y el trampero cortó sus ligaduras.
La joven se volvió, frotándose las muñecas, enrojecidas por la presión de la resistente tira de cuero.
—Gracias, señor Bronson.
—De nada.
—Deje que me ocupe yo de su herida.
—Puedo arreglármelas solo.
—Por favor —insistió Stella, arrodillándose junto a él y arrebatándole la cantimplora de las manos.
—Pero si es sólo un rasguño...
—Algo más que un rasguño. Déme su pañuelo, Bronson.
—No llevo.
—¿Y con qué se suena, cuando tiene mocos?
—¡Nunca los tengo!
—No suele acatarrarse, ¿eh?
—No sé lo que es eso.
—Un tipo sano, no hay duda. Pero yo sigo necesitando algo con qué limpiarle la herida... ¿Qué podría utilizar? —Stella miró a su alrededor.
—Un pedazo de tu ropa interior —sugirió el trampero, con ironía.
La rubia enrojeció ligeramente.
—No llevo.
—Lo sé.
—¿Cómo lo adivinó?.
—Cuanto pataleaste en el suelo, mientras el comanche te arrastraba hacia la tienda, enseñaste algo más que las piernas.
Stella enrojeció más intensamente.
—¿Por qué no miró hacia otro sitio?
—La exhibición era gratuita, así que...
—Tiene usted muy poco de caballero, señor Bronson.
—Es que no soy un caballero, rubia. Soy un rudo trampero.
—Que no usa ni pañuelo.
—Porque no me hace falta. Pero llevo uno en mis alforjas. A veces me lo pongo al cuello.
—¿Por qué no lo dijo antes? ¡Vaya por él!
—De acuerdo.
—¿Lleva algo de comer en sus alforjas? —preguntó Stella.
—Claro.
—Entonces, tráigalas. Estoy muerta de hambre.
Bronson sonrió ligeramente.
—No te gusta la comida india, ¿eh?
—Es asquerosa.
—Pues el asado de serpiente está delicioso.
—¡Cállese, cochino! —gritó Stella, sintiendo unas náuseas terribles.
El trampero soltó una carcajada y salió de la tienda.
Stella le quitó el tapón a la cantimplora y se atizó un trago de agua, porque tenía sed, además de hambre. Algunas gotas resbalaron por su cuello y llegaron hasta sus senos, b que le hizo recordar que necesitaba un buen baño.
Chuck Bronson regresó con sus alforjas, volvió a sentarse en el suelo, y extrajo el pañuelo.
—Aquí tienes lo que querías.
Stella lo tomó, lo mojó con el agua de la cantimplora, y procedió a limpiarle la herida. Mientras lo hacía, explicó:
—Mi ropa fue quemada. Ocurrió cuando llegamos al poblado. Me metieron en esta tienda y tres indias me despojaron de todo, dejándome completamente desnuda. Entonces, me colocaron este vestido indio, los mocasines, y la cinta que sujeta mi pelo. Volvieron a atarme las manos a la espalda y se llevaron mis ropas. Desde aquí vi cómo lo quemaban todo.
—¿Qué pasó después?
—Nada.
—¿No vino Lobo Fiero...?
—Sí, estuvo aquí. Pero no me tocó. Se limitó a contemplarme vestida de india.
—Tuviste suerte.
—Eso me dije, cuando se marchó. Pensé que iba a violarme.
—Quizá no lo hizo porque pensaba tomarte por esposa. Te hubiera hecho suya después de la ceremonia.
—Afortunadamente, ya no habrá ceremonia. Luchó usted por mi libertad y venció; Ya no pertenezco a Lobo Fiero. No seré su esposa ni me convertiré en una comanche.
—Eso parece.
—¿Cuándo abandonaremos el poblado, señor Bronson?
—Por la mañana.
Stella respingó.
—¿Vamos a pasar la noche aquí...?
—Sí.
—¿Porqué?
—Aún tengo que tratar un asunto con Oso Bravo.
—Pues trátelo cuanto antes y larguémonos.
—No, no puede ser. Mi caballo ha galopado todo el día y necesita descanso. Además, no quiero cabalgar de noche. Lobo Fiero podría darnos un disgusto.
—¿Lobo Fiero...?
—No quiso renunciar a ti, ya lo viste. Y no me sorprendería nada que intentara recuperarte.
—¡No lo permita usted, señor Bronson! —suplicó Stella, asustada.
—Tranquila, rubia. No he entregado mi Winchester para dejarte nuevamente en manos de Lobo Fiero.
—Es usted muy bueno, Chuck.
—Pues hace sólo un rato me odiabas... —recordó el trampero.
Stella sonrió.
—Me sentó como un tiro que no quisiera darle su rifle a Oso Bravo a cambio de mi libertad. Jamás me había sentido tan humillada, créame, y en ese momento le hubiera sacado los ojos.
—Menos mal que tenías las manos atadas.
—Mi furia pasó en seguida, porque accedió usted a desprenderse de su Winchester y demostró con ello que es un buen hombre. Y para que vea que no le odio... —Stella acercó su rostro al del trampero y le besó en los labios.
CAPÍTULO VI
Chuck Bronson, pillado de sorpresa, no acertó a devolver el beso que Stella Campbell le daba. Cuando iba a hacerlo, la boca femenina se retiraba ya.
Stella lo miró a los ojos.
—¿No va a decir nada, señor Bronson?
—Sí, que es la primera vez que recibo un beso de una india rubia.
La joven rió.
—Yo no soy una india —dijo, y se quitó la tira de cuero que cercaba su frente y sujetaba su cabello.
—Si lo fueras, serías la comanche más hermosa y deseable de toda la tribu.
—Vaya, está aprendiendo a ser galante... —repuso Stella, visiblemente halagada.
El trampero carraspeó.
—¿Has terminado ya con mi brazo, rubia? . —Sí, sólo falta cubrirle la herida con el pañuelo.
—Pues hazlo, que tengo que ir a tratar con Oso Bravo.
Stella le rodeó el brazo con el pañuelo y lo ató, dejando la herida a cubierto.
—¿Puedo acompañarle, Chuck?
—No, quédate aquí y sacia tu apetito con lo que encontrarás en las alforjas.
—Me asusta quedarme sola —confesó la joven.
—No tienes nada que temer. Si Lobo Fiero decide intentar algo, lo hará lejos del poblado. Si lo hiciera aquí, Oso Bravo no se lo perdonaría.
—De todos modos, regrese lo antes que pueda. Teniéndolo a mi lado, me siento segura.
—Lo procuraré —prometió Bronson, y se enfundó la cerrada chaqueta de cuero.
Después, se colocó el cinto y se encasquetó el sombrero, saliendo de la tienda.
Stella abrió las alforjas, extrajo los alimentos que el trampero portaba en ellas, y empezó a comer como una desesperada.
* * *
Chuck Bronson tardó una hora larga en volver a la tienda.
Para entonces, las primeras sombras de la noche habían empezado ya a caer sobre el poblado comanche. El trampero, que se había ocupado de su caballo y traía una manta bajo el brazo, preguntó:
—¿Te ha molestado alguien, rubia?
—No —respondió Stella Campbell, contenta de contar nuevamente con la protección de Chuck Bronson.
—Ya te dije que no tenías nada que temer.
—¿Cómo le fue con Oso Bravo?
—Bien, llegamos a un acuerdo, como casi siempre que tratamos algún asunto.
—Me alegro.
—Has saciado tu apetito, ¿verdad?
—Oh, sí, he comido hasta hartarme.
—¿Has dejado algo para mí...?
—Más bien poco.
El trampero miró en sus alforjas.
—¡Rayos y truenos! —exclamó—. ¡Me has dejado sin nada!
—A usted le encanta el asado de serpiente, ¿no? —recordó Stella, con burlona expresión—. Pues dígale a Oso Bravo que le invite a cenar.
Bronson le apuntó con el dedo.
—Esto no te lo voy a perdonar, rubia.
—Lo siento, Chuck. Tenía tanta hambre, que... Pero aún queda algo, ¿eh?
—Con esto no tengo yo ni para empezar.
Stella hablaba con las manos a la espalda, como si todavía las tuviera atadas. De pronto, las dejó ver y mostró parte de los alimentos que extrajera de las alforjas.
—Tenga, no se quede con hambre —dijo, con travieso gesto.
—¡Me has engañado! —exclamó Bronson, respingando.
Stella rió alegremente.
—Sí, ha sido una pequeña broma. Tenía mucho apetito, es verdad, pero mi estómago no es ningún saco.
—Eres un diablo de chica, rubia —sonrió el trampero, y empezó a comer.
—¿Esa manta es para mí? —preguntó Stella.
—Sí, la he traído para ti. Tápate con ella y duerme. Nos pondremos en marcha en cuanto salga el sol.
—Gracias, Chuck La verdad es que llevo mucho sueño atrasado. Desde que caí en manos de los comanches, prácticamente no he pegado ojo. El miedo me impedía cerrarlos.
—Es natural.
Stella se tumbó y se cubrió con la manta.
—Buenas noches, Chuck.
—Descansa tranquila, rubia. Nada ni nadie interrumpirá tu sueño.
La joven le dedicó una sonrisa de agradecimiento y cerró los párpados, conciliando rápidamente el sueño.
* * *
Al amanecer, Chuck Bronson y Stella Campbell abandonaron el poblado comanche. Habían tenido una noche tranquila y pacífica, aunque el trampero durmió más bien poco.
No se fiaba un pelo de Lobo Fiero y lo esperaba todo de él, lo que le impidió descansar con normalidad, pese a decirse que, si el rencoroso comanche intentaba algo, lo haría lejos del poblado, para no provocar las iras de Oso Bravo.
De ahí que Bronson guiará su caballo con todos los sentidos alerta.
Antes de salir del territorio comanche, podía verse atacado por Lobo Fiero. Incluso fuera de él.
En realidad, el trampero no se sentiría tranquilo hasta alcanzar su Cabaña, pero eso no sería hasta el atardecer. Había muchas millas que recorrer y «Bruno» transportaba ahora a dos personas, puesto que Stella Campbell iba a su grupa, agarrada a la cintura de Bronson.
La joven captaba la tensión del trampero y sabía muy bien a qué era debida, pero no decía nada. Se limitaba, al igual que él, a mantener los ojos bien abiertos, por si aparecía Lobo Fiero.
Sin embargo, iban pasando las horas y no sucedía nada.
A media mañana, rebasados ya los límites del territorio comanche, Chuck Bronson detuvo su caballo y saltó al suelo.
—Haremos un alto aquí. «Bruno» necesita descanso.
—¿Estamos ya fuera de peligro, Chuck...? —preguntó Stella.
—Bueno, al menos estamos fuera del territorio comanche. Si Lobo Fiero tiene previsto o no salir de él, eso ya no lo sé.
—Confiemos en que no lo haga. ¿Me ayuda a bajar del caballo, Chuck?
—Claro.
Bronson la cogió por la cintura y la dejó en el suelo.
Stella se llevó las manos a la grupa.
—Me duele el trasero, ¿sabe?
—¿Quieres que te dé unas friegas?
—¡Descarado!
El trampero rió.
—Sólo era una broma Anda, saca de las alforjas lo poco que nos queda de comer, rubia —indicó—. Lo despacharemos mientras «Bruno» descansa.
—De acuerdo.
Se habían detenido junto a un viejo árbol de grueso tronco, cuyas ramas proporcionaban una sombra que era muy de agradecer, porque el sol calentaba ya lo suyo.
Se sentaron en el suelo y comieron lo que les quedaba, mientras «Bruno» reponía fuerzas. El caballo estaba suelto, porque Bronson no solía trabarlo, seguro de que el animal no escaparía bajo ninguna circunstancia.
Llevarían unos veinte minutos allí, descansando a la sombra del viejo árbol, cuando, repentinamente, «Bruño» puso las orejas tensas y emitió un relincho de inquietud.
Chuck Bronson, que conocía muy bien las reacciones de su caballo, se llevó la diestra a la pistolera y empuñó su revólver, lo cual asustó a Stella Campbell.
—¿Qué sucede, Chuck...? —preguntó, a media voz.
—«Bruno» ha olfateado algún peligro.
—¿Lobo Fiero...?
—Tal vez.
—Dios mío...
—Quédate aquí, Stella. No te muevas y guarda silencio. Yo voy a echar un vistazo.
La joven lo agarró del brazo.
—Chuck...
—No temas; todo irá bien.
El trampero se soltó de ella y se puso en pie, con el «Colt» en la diestra.
Tan sólo un segundo después, una flecha surcaba el aire y buscaba el pecho de Bronson, pero éste, en un alarde de reflejos, dio un salto hacia su izquierda y la flecha comanche se incrustó en el tronco del árbol.
—¡Chuck!—gritó Stella, palideciendo.
El trampero disparó un par de veces contra un matorral próximo, porque la flecha había partido de allí. Y debió alcanzar con alguno de los plomos al indio que se ocultaba allí, pues se escuchó, un alarido estremecedor y luego un sordo ruido, producido por el cuerpo del piel roja al derrumbarse sobre la tierra.
Luego, silencio.
—No te muevas de aquí, rubia —ordenó Bronson, y caminó hacia el matorral, sin confiarse en absoluto.
CAPÍTULO VII
Stella Campbell, con la respiración contenida y el cuerpo pegado al suelo, vio alejarse cautelosamente al trampero.
¿Habría muerto Lobo Fiero...?
Todo parecía indicar que sí, pero Stella tampoco se fiaba un pelo.
Chuck Bronson alcanzó el matorral y lo rodeó con precaución, descubriendo que, efectivamente, allí detrás yacía un comanche muerto, pero no era Lobo Fiero.
Era Ojo de Cuervo, un buen amigo de Lobo Fiero.
Y no era el único que tenía.
Bronson, tras el hallazgo del cadáver de Ojo de Cuervo, adivinó que Lobo Fiero no les había seguido solo, sino acompañado de algunos comanches, lo que le eran más fieles, así que él y Stella seguían estando en peligro.
El trampero se disponía ya a regresar junto a la joven, cuando creyó oír un leve ruido a sus espaldas. Se revolvió, como el rayo y descubrió a Zorro Gris, otro de los amigos de Lobo Fiero.
El comanche estaba a menos de seis yardas y empuñaba un «tomahawk», levantado ya, el hacha india voló inmediatamente en busca del cuerpo de Bronson, pero éste se dejó caer de rodillas y puso en marcha una bala, que fue a incrustarse en la frente del piel roja.
Zorro Gris se desplomó sin emitir el más leve gemido y quedó tendido en el suelo, con los ojos extremadamente abiertos.
El nuevo disparo hizo estremecer a Stella Campbell, pues había visto caer a Chuck Bronson tras el matorral y no sabía si estaba vivo o muerto.
—¡Chuck...! —gritó.
El trampero emergió de detrás del matorral, absolutamente ileso, porque el «tomahawk» de Zorro Gris no llegó a rozarle siquiera.
Stella soltó un gran suspiro de alivio.
—¡Gracias a Dios!
Bronson vino hacia ella, encogido y con el «Colt» presto a seguir escupiendo balas. Echaba de menos su Winchester; pero como de nada servía aflorarlo, se conformó con el revólver.
De repente, otra flecha partió en dirección al cuerpo del trampero.
Y ésta sí la envió Lobo Fiero.
Bronson lo vio asomar tras una roca que se hallaba a unas veinte yardas y dispararle con su arco, por lo que se arrojó inmediatamente al suelo y desde allí le envió un par de proyectiles al comanche; mientras la flecha disparada por éste se clavaba en la tierra.
Lobo Fiero se ocultó velozmente tras la roca y tampoco resultó alcanzado por las balas del trampero.
Bronson rezongó una maldición.
Sólo quedaba una bala en el tambor de su «Colt», porque había efectuado ya cinco disparos. Tenía que recargar su arma y rápido.
Así lo hizo.
Lobo Fiero pareció adivinar que estaba recargado el revólver, pues se dejó ver de nuevo, con el arco tenso, y le envió una nueva flecha, que el trampero esquivó haciendo girar su cuerpo un par de veces.
La flecha se clavó en el suelo, justo donde un par de segundos antes estaba el cuerpo de Bronson.
Stella chilló.
Bronson, que ya tenía el arma recargada, efectuó dos disparos más sobre el comanche, pero éste volvió a escabullirse tras la roca con rapidez.
—¡Maldito! —rugió el trampero, irguiéndose de un salto—. ¡Voy por ti, perro traidor! —anunció, y corrió hacia la roca.
—¡Chuck! —gritó Stella, temiendo por su suerte.
Bronson no se detuvo.
Ahora estaba seguro de que Lobo Fiero no había traído más compañía que la de Ojo de Cuervo y Zorro Gris, y como de éstos dos había dado ya buena cuenta, el vengativo comanche estaba solo.
Efectivamente, así era.
Lobo Fiero se había quedado solo.
Por, eso, cuando oyó que el trampero venía decididamente por él, echó a correr como un gamo. Alcanzó su caballo, lo montó de un salto, y lo hizo salir disparado.
Al oír cascos de caballos, Bronson adivinó que Lobo Fiero abandonaba la lucha. Todavía pudo verlo, cuando alcanzó la roca, pero estaba ya demasiado lejos para dispararle con un revólver.
—¡No huyas, rata cobarde! —rugió—. ¡Vuelve y pelea como un hombre! ¡No deberías llamarte Lobo Fiero, sino Conejo Asustado!
El comanche hizo oídos sordos a los insultos del trampero y desapareció. Bronson devolvió el «Colt» a la funda y masculló:
—Si hubiera tenido mi Winchester, no se me habría escapado.
Después, regresó junto a Stella Campbell.
—Puedes levantarte, rubia. Ya no hay peligro.
Stella se irguió, pálida todavía.
—Lobo Fiero escapó, ¿verdad?
—Sí, ha huido. Pero los dos comanches que trajo consigo, están muertos.
—¿Eran tres...?
—Sí, por lo visto Lobo Fiero no se atrevió a seguirnos solo y se trajo un par de amigos. Como me los cargué a los dos, huyó. Me tiene miedo.
—¿Cree que volverá, Chuck?
—No, no se atreverá.
—Entonces, podemos sentirnos a salvo...
—Por el momento, sí.
—¿Sólo por el momento?
—Verás, conozco bien a Lobo Fiero y sé que no olvidará nada de lo ocurrido. Es más, su sed de venganza será ahora mayor. Irá en busca de otros comanches y tratará de darnos caza. Aunque, para entonces, nosotros estaremos ya en mi cabaña.
—¿Y allí estaremos seguros...?
—Desde luego.
—Qué ganas tengo de llegar, pues.
Bronson sonrió.
—Aún nos falta un buen trecho. Pero al atardecer estaremos allí, no te preocupes.
* * *
Cuando Chuck Bronson consideró que su caballo estaba en condiciones de reanudar la marcha, subió a Stella Campbell a la grupa del equino y luego trepó él a la silla.
—Dile a tu lindo trasero que resista, rubia, porque vamos a recorrer de un tirón la distancia que nos separa de mi cabaña.
—Resistirá, no tema —respondió Stella, y le ciñó la cintura con sus brazos.
—En marcha, «Bruno» —ordenó el trampero, golpeando suavemente los flancos del cuadrúpedo con los talones de sus botas.
El caballo se puso en movimiento.
Horas más tarde, llegaban a la cabaña de Chuck Bronson, ubicada, en pleno bosque. Era una sólida construcción de troncos, talados uno a uno por el trampero, que tardó semanas en levantar la cabaña.
Semanas enteras manejando el hacha, sudando, esforzándose de sol a sol, pero había valido la pena, porque la cabaña, si bien no era grande, resultaba segura y confortable.
El lugar, además, era hermoso, con un riachuelo cruzando cerca de la cabaña, a cincuenta yardas escasas. Desde allí podía oírse el rumor del agua al correr, lo que le hizo recordar de nuevo a Stella Campbell la necesidad que tenía de darse un baño.
—Hemos llegado, rubia —dijo Bronson, desmontando cansinamente.
—Ya tenía ganas —suspiró Stella.
—Estás cansada, ¿verdad?
—Tengo el trasero molido.
—Lo de las friegas sigue en pie.
—No le caerá esa breva.
Bronson rió.
—¿Te ayudo a bajar?
—Sí, por favor.
El trampero le cogió por el talle y la bajó del caballo, diciendo:
—Pesas menos que una pluma.
—¿Me está llamando flaca? —Bueno, tanto como eso...
—Tengo algo más que huesos. Y me consta que usted lo sabe.
—Anda, entra en la cabaña si quieres. Yo tengo que ocuparme de «Bruno».
Stella acarició al animal.
—Se ha portado muy bien.
—Desde luego. «Bruno» es un caballo magnífico. Cuando vi que Oso Bravo posaba su mirada en él, pensé que iba a pedírmelo a cambio de tu libertad.
—¿Se lo hubiera dado?
—No.
Stella apretó los labios.
—Valgo menos que su rifle, valgo menos que su caballo, y hasta puede que también valga menos que su revólver o su cuchillo. ¿Me equivoco, señor Bronson...?
—Bueno, lo del revólver y el cuchillo hubiera tenido que meditarlo —carraspeó el trampero.
Stella se enfureció aún más.
—¿Qué hubiera dado usted por mí?
—El sombrero.
Stella sintió deseos de abofetearle.
—¡Le odio, Bronson!
—¿Otra vez...?
La joven echó a correr, pero no hacia la cabaña, sino hacia el riachuelo, lo cual sorprendió al trampero.
—¡Eh!, ¿adonde diablos vas? —preguntó.
—¡Al río! ¡Necesito un baño!
—¡Cuidado con los cocodrilos!
—¡Con los cococuernos! —rugió Stella, y se perdió por entre los árboles.
CAPÍTULO VIII
Chuck Bronson soltó un par de carcajadas y metió a «Bruno» en el establo. Lo desensilló, lo dejó con el par de mulas, y sal» con las alforjas colgando de su hombro izquierdo y la manta enrollada bajo el brazo.
Entró en la cabaña.
Tenía ya un buen número de pieles en ella, aunque no las suficientes como para hacer un viaje a Hanford City. Tendría que cazar durante dos o tres semanas más.
El trampero dejó las alforjas y la manta sobre la rústica mesa, construida también por él, como las banquetas y el jergón. Después, buscó el rifle de repuesto que tenía por si le ocurría algo a su Winchester.
No era un mal rifle, pero distaba mucho de ser un Winchester. Aunque mejor era tener un rifle corriente que no tener ninguno.
Bronson la localizó, lo tomó, y lo cargó. Luego, cogió la pastilla de jabón y la toalla, y salió de la cabaña, dirigiéndose hacia el riachuelo.
Antes de alcanzarlo, oyó los chapoteos de Stella Campbell.
El trampero estuvo a punto de advertirle que iba hacia el río, pero se lo pensó mejor y no lo hizo. Stella no le oyó llegar y, cuando lo descubrió, ya era tarde para salir del riachuelo y cubrirse con el vestido indio.
—¡Chuck! —gritó, encogiéndose al máximo en el agua y cruzando los brazos sobre su pecho.
El trampero la contempló con la sonrisa en los labios.
—Hola, rubia.
—¡Lárguese en seguida! —ordenó Stella.
—He venido a traerle el jabón y la toalla.
—¡Una excusa para verme desnuda!
—Pero qué mal pensada eres.
—¡Piensa mal y acertarás!
—Apunta bien y acertarás, suelo decir yo.
Stella reparó en el arma que portaba el trampero.
—¿Y ese rifle...?
—Lo tenía en la cabaña, de repuesto.
—¿Tenía dos rifles y se negaba a entregar uno por mí...?
—Bueno, es que éste no es un Winchester!
—¡Estoy harta de oírle hablar de su Winchester!
—No seas desagradecida. Al fin y al cabo, estás libre gracias a él.
Stella resolló.
—Deje el jabón y la toalla, y esfúmese. Quiero seguir con mi baño.
—De acuerdo. Pero no te entretengas demasiado, ¿eh, rubia? El sol no tardará en ocultarse y yo también quiero bañarme.
—¡Falta le hace!
—¿Estás insinuando que huelo mal...?
—«Bruno» huele mucho mejor que usted.
Bronson apretó las mandíbulas.
—Te estás ganando una ración de azotes en el trasero, rubia.
—Olvídelo, ¿vale? Mis posaderas están para pocos golpes en este momento.
—Pues sujeta la lengua, ¿de acuerdo?
—Lo haré. Y ahora, fuera.
El trampero emitió un gruñido y se alejó, dejando en el suelo la toalla y la pastilla de jabón.
Stella esperó a que desapareciera y entonces se aproximó a la orilla.
Tuvo que salir casi totalmente del agua para alcanzar el jabón. Lo tomó y se metió de nuevo en el riachuelo. En cuanto empezó a friccionarse el cuerpo con la pastilla, arrugó la cara y rezongó:
—Me parece que me he confundido y he cogido una piedra.
Miró la pastilla, para comprobarlo.
—Pues no, no me he confundido. Es la pastilla de jabón. Pero debe tratarse de jabón petrificado, porque está más duro que el pedernal —gruñó, y siguió frotándose el cuerpo con él.
* * *
Chuck Bronson había regresado a la cabaña, había sacado los trastos de fumar, y se había liado un cigarrillo, para fumarse lo mientras Stella Campbell se acababa de bañar.
Lo hizo fuera de Ja cabaña, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de troncos y el rifle a mano. Había consumida ya la mitad del cigarrillo, cuando vio aparecer a un par de tipos.
Bronson los conocía.
Eran Ralph Morgan y Tex Quincey, tramperos también de profesión.
Bronson no simpatizaba con ellos, porque eran falsos y traicioneros.
Le envidiaban, y él lo sabía.
Los tipos se aproximaron, llevando sus caballos al paso.
Chuck se irguió y tomó el rifle, saliendo al encuentro de los tramperos.
—¿Qué se os ha perdido por aquí? —preguntó, serio.
Morgan y Quincey detuvieron sus caballos y sonrieron.
—Vaya forma de recibirnos, Bronson —dijo el primero.
—¿Es que no te alegras de vernos? —preguntó el segundo.
—De sobra sabéis que no —respondió Chuck.
—¿Por qué no te caemos bien, Bronson? —inquirió Morgan.
—Siendo compañeros de profesión, deberías... —dijo Quincey.
—¿Queréis algo? —le interrumpió Chuck.
—No, nada. Pasábamos cerca de aquí, y decidimos venir a saludarte.
—Como hacía tiempo que no nos veíamos... —añadió Morgan.
—Bien, ya me habéis saludado. Ahora, largo.
—¿Sin ofrecernos siquiera una taza de café...? —dijo Quincey.
—Yo sólo ofrezco café a los amigos.
Las pupilas de Morgan destellaron:
—Y nosotros no lo somos, ¿eh?—masculló.
—No, no lo sois.
—Está bien. Si nos tienes por enemigos, nos comportáremos como tales —barbotó el tipo, y embistió a Bronson con su caballo.
Chuck cayó al suelo.
El traidor de Morgan quiso que su caballo pisoteara a Bronson, pero éste cambió de posición con rapidez y esquivó las pezuñas del cuadrúpedo.
Desde el suelo, Chuck golpeó al tipo en la rodilla, con la culata de su rifle. Morgan emitió un rugido, de dolor y se cayó del caballo, agarrándose la rodilla.
Quincey intentó lanzar su caballo sobre Bronson, como hiciera antes su compañero, pero Chuck se irguió de un salto y lo agarró del brazo, derribándolo también del caballo.
Después, Bronson arrojó su rifle y la emprendió a puñetazos con los tipos. Golpeó primero a Quincey, que fue el primero en incorporarse, y lo mandó de nuevo al suelo después de castigarle el estómago y la cara, ésta por dos veces.
Morgan se puso en pie mientras Bronson le sacudía a Quincey.
Chuck se volvió hacia él y recibió un puñetazo en el mentón, pero apenas lo acusó y respondió con un trallazo a la mandíbula del tipo.
Morgan se fue para atrás, trastabillando.
Bronson se adelantó y le atizó nuevamente, primero en el estómago y después en un pómulo, obligándolo a dar otra vez con sus huesos en tierra.
Quincey se incorporó, enrabietado, y saltó sobre la espalda de Bronson como si lo tomara por un caballo. Le rodeó el cuello con su brazo derecho y apretó con fuerza, como si pretendiera estrangularle.
—¡Estás perdido, Bronson!
Morgan se irguió también, con vengativa expresión, pues pensaba que ahora te iba a ser fácil golpear a Bronson al hallarse éste atrapado por su compañero.
—¡No lo sueltes, Quincey, que le voy a sacar los hígados por la boca! —ladró, y se acercó a Bronson con los puños apretados.
Chuck, antes de que pudiera golpearle, disparó la pierna y le hundió la bota en el vientre.
Morgan rugió de dolor y cayó de rodillas, agarrándose las tripas.
—¡Maldito! —barbotó Quincey, y apretó con más fuerza el cuello de Bronson.
Este levantó los brazos y consiguió agarrar la cabeza de Quincey, volteándolo por encima de la suya de forma espectacular.
Quincey cayó sobre Morgan con tremenda violencia y rodaron los dos por el suelo. Bronson les atizó un par de patadones a cada uno, y los dejó llenos de dolores.
Después, recuperó su rifle y les apuntó con él.
—Tenéis cinco segundos para levantaros, montar en vuestros caballos, y largaros. ¡Empiezo a contar!
Los tipos se incorporaron, a pesar de los dolores, recogieron sus respectivos sombreros, que yacían en el suelo, y treparon a sus caballos, no sin dificultad.
Les hubiera encantado tirar de sus revólveres y disparar sobre Chuck Bronson, pero como éste les encañonaba con su rifle, no se atrevieron a intentarlo.
Morgan, rezumando odio por los ojos, masculló:
—Te acordarás de esto, Bronson.
—La pelea la empezasteis vosotros, no yo —recordó Chuck.
—Te arrepentirás de habernos tratado así —dijo Quincey, que sentía tanto odio como su compañero.
—¡Fuera de mi vista, gusanos! —ordenó Chuck, echándose el rifle a la cara, como si fuera a disparar.
Los tipos se asustaron y espolearon sus caballos, alejándose rápidamente, encogidos sobre sus respectivas sillas de montar.
Bronson bajó el rifle.
—Pareja de cobardes... —rezongó.
Cuando Morgan y Quincey se perdieron de vista, Bronson recogió su sombrero, que también había caído al suelo durante la pelea. Lo sacudió, se lo colocó, y regresó a la cabaña, sentándose junto a la pared de troncos, como antes.
Stella no tardaría en regresar del riachuelo y entonces podría bañarse él. Al pensar en la rubia, recordó lo que ella dijo y se olfateó el cuerpo murmurando:
—¿Será verdad que huelo peor que «Bruno»...?
CAPÍTULO IX
Stella Campbell no se había enterado de lo sucedido frente a la cabaña de Chuck Bronson. El baño había concluido ya y la joven se hallaba fuera del riachuelo, secando su cuerpo desnudo con la toalla que le trajera el trampero.
Una toalla tosca, dura, que rascaba la piel si se presionaba demasiado con ella, lo, que hizo que Stella rezongara:
—¿Esto es una toalla o una estera?
Pero, como no disponía de nada mejor para secarse el cuerpo, siguió utilizándola. Cuando acabó, se colocó el vestido indio y los mocasines, y emprendió el regreso a la cabaña, dejando junto al riachuelo la recia toalla y la dura pastilla de jabón.
Mientras caminaba, se cerró el escote del vestido indio, recordando que en el poblado comanche exhibía casi totalmente sus senos, muy a su pesar.
Chuck Bronson se los contempló.
Le contempló más cosas, según él.
Bueno, cuando la sorprendió bañándose se lo vio todo, así que...
Su cuerpo no tenía ya ningún secreto para el trampero.
Stella alcanzó la cabaña y dijo:
—Es su turno; Chuck.
Bronson se puso en pié y tomó el rifle.
Stella recogió una piedra del suelo y se la ofreció.
—Llévese esto, Chuck.
—¿Para qué? —preguntó el trampero, desconcertado.
—Le será más fácil sacar espuma con esta piedra que con su pastilla de jabón.
—La encontraste dura, ¿eh?
—Es granito puro. Más vale que la utilice para afilar cuchillos. En cuanto a la toalla...
—¿Que le pasa a la toalla? —gruñó Bronson.
—Pues, que se confundió usted y me trajo el saco de guardar las patatas.
—¿Las patatas...?
—Todavía había una en él. Cayó al suelo mientras me secaba con el saco.
El trampero apretó los maxilares.
—Así que tampoco te gustó la toalla, ¿eh?
—Mi cuerpo ofrecería ahora menos arañazos si me hubiese secado con un arbusto.
—¿Sabes qué va a ofrecer tu trasero, dentro de unos minutos?
Stella dio un salto hacia atrás y se protegió las posaderas con sus manos.
—¡Sólo ha sido una broma, Chuck!
—¡Pues lo de los azotes va en serio!
—¡No, Chuck! —gritó la joven, retrocediendo dos yardas más—. ¡Mi grupa está muy dolorida y no lo resistiría!
—¡Haberlo pensado antes de burlarse de mi jabón y de mi toalla!
—¡Le repito que era una broma! ¡No hablaba en serio, tiene que creerme!
—¡Te voy a poner las nalgas moradas!
—¡Ese color va bien para las berenjenas, pero no para el trasero de una mujer! ¡Por favor, Chuck, olvídelo! ¡No era mi intención molestarle, se lo aseguro!
El trampero, que avanzaba con fiero gesto al tiempo que la rubia retrocedía, se detuvo y masculló:
—Está bien, lo olvidaré por esta vez. Pero como vuelvas a irritarme, te juro que...
—Me pondrá el trasero morado, ya lo sé.
—Lo haré, no lo dudes —aseguró Bronson, y echó a andar en dirección al riachuelo.
—Hale, a quitarse el olor a caballo —murmuró Stella.
El trampero se paró y volvió la cabeza.
—¿Qué has dicho...?
—¡Que en lo sucesivo mejor me callo! —respondió nerviosamente la joven, para arreglarlo.
—¡Eso! —barbotó Bronson.
Stella se introdujo rápidamente en la cabaña.
Al instante, recibió una bofetada en pleno rostro.
La del olor de las pieles que el trampero almacenaba allí.
—¡Dios bendito! —exclamó, apretándose la nariz—. ¡Esto huele peor que una madriguera de osos...!
* * *
Chuck Bronson se había bañado ya, friccionándose su musculoso cuerpo con la piedra de afilar cuchillos, y ahora se estaba secando con el saco de guardar las patatas.
Según Stella Campbell, claro.
En realidad, el trampero ni encontraba duro el jabón ni áspera la toalla, tal vez porque estaba acostumbrado a las, cosas duras. Pero comprendía que la joven opinara así, aunque no hubiera querido reconocerlo delante de ella y se hubiese enfadado, pero menos de lo que pareció, pues en ningún momento tuvo intención de propinarle los azotes. Lo dijo para asustarla y evitar que volviera a guasearse, porque lo consideraba una falta de respeto. La chica era guapa y simpática, pero muy descarada.
Bronson acabó de secarse y se miró la herida del brazo, comprobando que ofrecía un buen aspecto. No se había infectado y cicatrizaba rápidamente, por lo que el trampero no se molestó en cubrirla de nuevo con su pañuelo.
Era mejor que le diese el aire.
Bronson se vistió, pero sólo de cintura para abajo, y se colocó el cinto. Después, recogió la chaqueta de cuero, la toalla, la pastilla de jabón, y el rifle, y regresó a la cabaña con el torso desnudo y el sombrero encasquetado.
Cuando entró en la cabaña, se llevó una grata sorpresa.
Stella había preparado la mesa y dispuesto la cena, soportando a duras penas el fuerte y desagradable olor que despedían las pieles de los animales cazados por el trampero.
Pero la joven no dijo nada sobre las pieles, por temor a que Chuck Bronson se irritara y le propinara una buena tanda de azotes en sus castigadas posaderas.
—Vaya, veo que no has perdido el tiempo... —dijo el trampero, con una ligera sonrisa.
Stella sonrió también.
—Supuse que querría cenar en cuanto regresara del río.
—Acertaste, rubia. Siento un apetito feroz.
—Yo también-confesó Stella.
—No perdamos el tiempo, pues.
Se sentaron en las toscas banquetas y llenaron sus estómagos. Después, tomaron sendas tazas de café, preparado por Stella.
—¿Le gusta, Chuck?
—Oh, sí, ya lo creo. A mi no me sale tan bueno —confesó el trampero.
—Le serviré otra taza.
—Bien.
Mientras lo hacía, Stella dijo:
—Saldremos por la mañana, ¿verdad?
—¿Hacia dónde?
—Hacia mi casa, naturalmente. ¿O es que no piensa devolverme usted a mi familia...?
—Por supuesto que pienso hacerlo. Pero no mañana.
—¿Cuándo?
—Dentro de dos o tres semanas.
A Stella casi se le cae la cafetera de la mano, a causa del fuerte respingo que dio.
—¿Ha dicho dos o tres semanas...?
—Tal vez cuatro.
—¡Cuatro...!
—Sí, depende de cómo se me dé la caza. En cuanto consiga las pieles que me faltan para completar la carga de mis mulas, tendré que ir a Hanford City para venderlas. Entonces podré llevarte a tu casa.
—¡No puedo pasar tanto tiempo en esta cabaña!
—¿Porqué?
—¡No es lugar para mí!
—Lo siento, pero no puedo ofrecerte otro mejor. Además, peor hubieras estado con los comanches, convertida en la esposa de Lobo Fiero. ¿O no...?
Stella procuró calmarse.
—Eso es verdad, Chuck. Me salvó usted de las garras de ese salvaje y le estaré eternamente agradecida por ello, pero quiero que comprenda que yo no puedo permanecer tantos días aquí, en su cabaña, vestida de india y viviendo con usted.
—No tengo intención de violarte, si es eso lo que temes.
—Sé que no lo hará, pero...
—¿Qué es lo que temes, pues?
—No, si no se trata de que yo tema nada. Sucede, sencillamente, que deseo volver cuanto antes con los míos, para que sepan que estoy bien, que no sigo cautiva de los comanches, que me rescató usted entregando su Winchester a Oso Bravo y luchando a cuchillo con Lobo Fiero... Mi familia estará sufriendo mucho, compréndalo usted. Y yo no quiero prolongar ese sufrimiento y esa angustia tan terribles.
—Lo lamento, Stella, pero yo sólo voy a Hanford City cuando dispongo del suficiente número de pieles.
—¡Al diablo las pieles! —se exaltó nuevamente la joven—. ¡Yo soy más importante que ellas!
—No para mí.
Stella sintió deseos de arañarle la cara, pero como así no conseguiría nada, cambió de táctica y recurrió a sus encantos femeninos, para ver si así lograba convenir al trampero.
Se sentó en sus rodillas, le pasó los brazos por el cuello, y le besó en los labios, largamente, esperando que él le devolviera el beso.
Y el trampero, efectivamente, se lo devolvió.
¡Y cómo lo hizo...!
CAPÍTULO X
Stella Campbell se sintió estrechada con fuerza y besada con una pasión que hizo que se le aflojara todo, que perdiera la noción de la realidad, y que se sintiera más mujer que nunca.
El vigor de los musculosos brazos del trampero, la fortaleza de su amplio tórax desnudo, el ardor de sus labios, incansables, devoradores...
Era demasiado como para permanecer insensible.
Stella no supo cuánto duró el fogoso beso, porque también había perdido la noción del tiempo, pero debió ser bastante, pues, cuando Chuck Bronson despegó su boca de la de ella, la joven estaba medio muerta.
No de asfixia, sino de placer.
Tenía los ojos cerrados y le faltaban fuerzas para levantar los párpados, aunque finalmente lo consiguió. Justo en ese momento, el trampero le acariciaba el muslo izquierdo con suavidad y delicadeza, pese a la rudeza de su mano.
—Chuck... —musitó Stella.
—¿Qué?
—Me ha matado usted con su beso.
—Si estuvieras muertas, no hablarías.
—Usted ya sabe a lo que me refiero.
—Yo sólo sé que tienes unas piernas preciosas, rubia.
—¿Es lo único que le gusta de mí?
—No, me gusta todo.
—¿No será por eso por lo que quiere retenerme algunas semanas en su cabaña...?
—No, no tiene nada que ver. Si dispusiera ya de las pieles suficiente, saldríamos mañana mismo hacia Hanford City.
Stella le acarició los robustos hombros.
—Hagámoslo, Chuck, por favor.
—¿El amor?
—No, salir mañana hacia Hanford City —sonrió la joven.
—No puede ser. Y ya te he explicado por qué.
Stella, sin dejar de mostrarse mimosa, dijo:
—Mi padre le pagará las pieles que le faltan, para que no pierda usted un solo dólar adelantando su viaje. ¿De acuerdo...?
—No.
—Chuck...
—No insistas, rubia. No puedo vender unas pieles que no existen, eso no va con mi carácter. Te llevaré a Hanford City cuando tenga la carga completa.
—¿Y si yo le prometo mostrarme cariñosa y complaciente con usted por el camino...?
—Eso no me hará cambiar de parecer. Nada me hará cambiar. Mi decisión es firme e inalterable.
—¡Pues deje de tocarme las piernas! —se enfureció de nuevo Stella, soltándole un zarpazo.
Bronson la empujó y la tiró de sus rodillas, haciendo que la rubia diera con su tentadora anatomía en el suelo.
—¡Salvaje! —gritó Stella, con ojos llameantes.
—Te enfurece que tus mimos no hayan servido de nada, ¿en?
—¡Usted se lo pierde!
—Perderé tus besos y tus caricias, pero no perderé las pieles que me faltan, hagas lo que hagas. Ahora ya lo sabes, rubia.
—¡Si usted no quiere llevarme a Hanford City, te robaré el caballo y me iré sola!
—Te aconsejo que no lo hagas. Lo más probable es que cayeras de nuevo en manos de Lobo Fiero. Claro que si prefieres su compañía a la mía...
—¡Empiezo a pensar que sería mejor!
—Eres una desagradecida, rubia.
—¡No quiero pasar varias semanas en esta sucia cabaña, rodeada de apestosas pieles! ¡Aquí huele a oso que tumba de espaldas!
—¿Ya estamos otra vez con los olores...?
—¡No lo aguanto, Bronson! ¡Es como vivir en una madriguera de fieras!
El trampero la agarro de un brazo y tiró de ella con fuerza, haciéndola caer bruscamente sobre sus rodillas, boca abajo, lo que le dio a entender a Stella que iba a recibir una tanda de azotes en su todavía dolorida grupa.
—¡No, Chuck...! —chilló, pataleando.
—¡Mi paciencia se ha acabado, rubia! —rugió el trampero, sujetándola con su brazo izquierdo.
—¡Lo del olor a oso era una broma!
—¡Pues lo de los azotes no lo va a ser! —aseguró Bronson, y le levantó el vestido indio, para propinárselos al natural, sin nada de por medio que amortiguara los palmetazos.
Stella dio un chillido al sentirse con el culo al aire.
—¡Bájame el vestido en seguida, Chuck!
—¡Cuando haya acabado de zurrarte!
—¡Prefiero las friegas!
—¿Cómo:..?
—¡Que prefiero las friegas a los azotes! ¡Me vendrán mucho mejor!
El trampero se quedó con la mano en alto, sin decidirse a descargarla sobre el redondo y prieto trasero femenino, ligeramente enrojecido por el largo día de marcha.
Stella giró la cabeza y lo miró con ojos suplicantes.
—Por favor, Chuck, no me pegue... Sé que tiene motivos, pero no lo haga.
Bronson hizo descender su mano, lentamente, y le bajó el vestido, cubriendo su tentadora grupa.
—Puedes levantarte, rubia — gruñó.
—¿Tampoco hay friegas...?
—No me provoques, ¿eh? —advirtió el trampero.
Stella sonrió y se irguió.
—Es usted el mejor hombre que conozco, Chuck —dijo, antes de besarle en la mejilla.
—¿Ya vuelves con tus mimos...?
—No, esta vez soy sincera y no busco nada con mi actitud. Me gustaría salir mañana mismo hacia Hanford City, ya lo sabe usted, pero comprendo sus razones para retenerme aquí unas semanas y no volveré a insistir, se lo prometo.
—Más te valdrá.
—¿Dónde voy a dormir yo, Chuck?
—En el jergón.
—¿Y usted...?
—En el suelo.
—Gracias por cederme su cama.
—No es mucho más blanda que el suelo, te lo advierto.
—No importa. Dormiré estupendamente, estoy segura —sonrió Stella.
* * *
Ralph Morgan y Tex Quincey sólo se habían alejado un par de millas de la cabaña de Chuck Bronson. Pensaban pasar la noche allí y, en cuanto amaneciera, regresarían cautelosamente a la cabaña y esperarían la salida del trampero, ocultos entre los árboles.
Cuando Bronson saliera y se alejara de la cabaña, para colocar sus trampas, dejarían transcurrir unos minutos y luego se aproximarían a ella.
Habían decidido robarle las pieles que almacenaba ya en su cabaña, robarle también el par de mulas, y después incendiar la cabaña y el establo, sin dejar salir a «Bruno», que se achicharraría en él.
De esta manera, Bronson no podría perseguirlos.
Tendría que hacerlo a pie, y así no los alcanzaría nunca.
Sería una buena venganza.
Lo iban a dejar sin pieles, sin cabaña, sin establo, sin caballo, sin mulas...
Morgan y Quincey gozaban ya sólo de pensarlo.
Durmieron en el lugar donde se habían detenido y, en cuanto empezó a clarear, montaron en sus caballos y se acercaron a la cabaña de Chuck Bronson.
Ocultaron los caballos y ellos se aproximaron un poco más, quedando apostados entre los árboles. Desde allí, se veía bien la cabaña del trampero.
No tuvieron que esperar mucho, pues Chuck Bronson se levantó temprano, como tenía por costumbre, y salió de la cabaña cargado con varias trampas y llevando su rifle.
La tarde anterior, a Morgan y Quincey ya les llamó la atención que Bronson no portara su Winchester, sino un rifle corriente. Y ahora volvieron a reparar en ello.
Lo encontraron muy extraño, pues sabían que el trampero jamás se separaba de su magnífico Winchester, y el hecho los tenía muy intrigados.
Pero, lo único que les interesaba ahora, era que Bronson se largase para poder llevar a cabo su venganza. El trampero, en efecto, se alejó de su cabaña.
Morgan y Quincey esperaron unos quince minutos.
Después, se acercaron sigilosamente a la cabaña, con los revólveres empuñados, y penetraron en ella.
Stella Campbell dormía en el jergón, tapada con una malta y con el vestido indio colocado, porque no quiso acostarse completamente desnuda.
No había oído levantarse a Chuck Bronson, y por tanto ignoraba que se encontraba sola en la cabaña. Tampoco había oído entrar a la pareja de tramperos, por lo que continuó con los ojos cerrados, inmóvil, sin sospechar que corría un grave peligro.
Morgan y Quincey se quedaron parados al verla y sus caras reflejaron la más grande de las sorpresas, pues lo último que esperaban encontrar en la cabaña de Chuck Bronson era una rubia joven y hermosa, tranquilamente dormida en el jergón.
Tras cambiar una muda mirada, los tipos se acercaron silenciosamente al jergón. Morgan cogió la manta que cubría el cuerpo de Stella hasta casi el cuello y la retiró suavemente, para no despertarla.
Cuando vieron que la joven lucía un vestido indio, se quedaron perplejos.
—¡Una india rubia...! —exclamó Morgan, con los ojos clavados en los excitantes muslos femeninos, lo mismo que Quincey.
CAPÍTULO XI
La exclamación de Ralph Morgan hizo que Stella Campbell se despertara, sobresaltada.
—¿Quiénes son ustedes...? —preguntó, irguiendo bruscamente el torso.
—Somos dos viejos amigos de Chuck Bronson —respondió Tex Quincey, con ironía.
—¿Dónde está Chuck?
—Salió a colocar algunas trampas —contestó Morgan—. Y tardará bastante en regresar.
Stella se asustó.
El aspecto de los tipos, su forma de hablar, y el hecho de que ambos empuñasen sus revólveres, le dio muy mala espina. Y tampoco le gustó la forma en que la miraban.
Le estaban quitando el vestido indio con los ojos.
Stella se atrevió a preguntar:
—¿Por qué empuñan sus armas? ¿No dicen que son amigos de Chuck Bronson...?
—Bueno, la verdad es que Bronson no nos considera, así —respondió Morgan—. Ayer tarde, sin ir más lejos, vinimos a visitarle y nos echó a patadas de aquí.
Aún acusamos los golpes que nos dio, pero lamentará habernos tratado tan mal.
Stella adivinó que la visita de los tipos tuvo lugar mientras ella se bañaba en el riachuelo, aunque le extrañaba que Chuck no lo hubiera mencionado.
—¿Por qué han vuelto? —preguntó—. ¿Qué piensan hacer?
—Antes dinos tú quién eres, qué haces en esta cabaña, y por qué llevas ese vestido indio —habló Quincey—. Porque salta a la vista que tú no eres india, rubia.
—Los comanches me atraparon y me llevaron a su poblado, pero Chuck me liberó. Es amigo de Oso Bravo. Le entregó su Winchester a cambio de mi libertad —explicó Stella.
Los tipos intercambiaron una mirada.
—Mucho debiste gustarle a Bronson, para que accediera a desprenderse de su excelente Winchester por ti —dijo Morgan.
—También a mi me cuesta creerlo —confesó Quincey—. Para Bronson no había nada más importante que «Bruno», su caballo, y su Winchester.
—¿Me dicen ahora qué piensan hacer? —preguntó Stella.
Morgan y Quincey no tuvieron inconveniente en revelarle sus intenciones, puesto que la joven no podría hacer nada por impedirlo. Y tampoco podría, avisar a Bronson.
Stella empalideció al oír que pensaban incendiar la cabaña y el establo, asando a «Bruno» en él, y luego llevarse la pareja de mulas cargadas con las pieles que había logrado reunir el trampero.
Era una venganza cruel, horrorosa, que evidenciaba claramente la clase de hombres que eran aquellos dos sujetos. Dos seres ruines y cobardes, dos canallas de la peor especie.
¿Y ella...?
¿Qué harían con ella?
Con voz trémula, Stella preguntó:
—¿Qué suerte me tienen reservada a mí?
—La mejor de todas, rubia —respondió Morgan—. Te llevaremos con nosotros y te devolveremos con los tuyos.
—¿Y qué me exigirán a cambio.:.?
—Que seas cariñosa con nosotros, sólo eso —sonrió Quincey—. Con Chuck Bronson también lo habrás sido, ¿verdad?
—Se equivocan. Chuck no me ha pedido nada.
—Estás en su jergón, ¿no?
—Chuck durmió en el suelo.
—¡Qué tonto! —exclamó Morgan, riendo.
Quincey rió también y dijo:
—Lo que se ha perdido el muy idiota.
Stella bajó las piernas del jergón y trató de ponerse en pie, pero Morgan le puso la mano en el hombro y se lo impidió.
—Aún no nos has dado tu respuesta, rubia.
—Iré con ustedes.
—¿Y té mostrarás complaciente...?
—Todo lo complaciente que haga falta.
—¡Bravo!
—Que nos dé un anticipo, Morgan —sugirió Quincey—. Así sabremos lo cariñosa que puede ser.
—Excelente idea —aprobó su compañero, y deslizó su mano hacia el escote del vestido indio.
Stella se puso tensa como una cuerda de banjo.
Si no se dejaba toquetear, los tipos sabrían que sólo trataba de ganar tiempo, pero le asqueaba tanto dejarse manosear por aquel par de buitres...
Quincey no quiso ser menos que Morgan y pasó su mano izquierda en el muslo derecho de la joven, apretándolo. Su compañero, mientras tanto, alcanzó los turgentes senos de la chica.
Stella no pudo resistirlo y saltó del jergón como impulsada por un poderoso muelle, empujando a los dos tipos a la vez.
Morgan y Quincey cayeron al suelo.
Stella saltó por encima de ellos, gritando a pleno pulmón:
—¡Chuck...!
Los tipos blasfemaron duramente y se incorporaron con rapidez.
—¡Detente, rubia! —ordenó Morgan.
—¡Obedece o te metemos un par de plomos en la espalda! —amenazó Quincey.
Stella no hizo casó, pues se decía que a los tipos no les convenía efectuar disparos, ya que podían ser oídos por Chuck Bronson y entonces ya no podrían llevar a cabo su venganza.
Morgan y Quincey, efectivamente, no apretaron el gatillo y Stella pudo salir de la cabaña.
—¡Socorro, Chuck...! —chilló de nuevo.
Los tipos escupieron sendas maldiciones y se lanzaron en su persecución como balas.
—¡Hay que atraparla, Quincey! —rugió Morgan—. ¡Y sin disparos!
—¡La cazaremos y le daremos una buena lección! —ladró su compañero.
Habían salido ya de la cabaña.
Stella les llevaba solamente unas yardas de ventaja.
Morgan corrió más rápido que Quincey, se acercó a la joven, y se arrojó sobre sus piernas, derribándola, cuando ya ella había alcanzado los árboles.
—¡Ya eres nuestra, rubia!
—¡Chuck...! — chilló una vez más Stella, mientras luchaba por librarse del tipo.
—¡Tápale la boca, Quincey! —indicó Morgan.
Su compañero cayó sobre la joven y le selló la boca con su mano.
—¡Basta de gritos, zorra! —barbotó.
Stella intentó morderle la mano, pero no pudo.
Con el forcejeo, el vestido indio se le había ido para arriba y los tipos pudieron ver que no llevaba nada bajo él.
—¡Está desnuda Quincey! —exclamó Morgan, que sujetaba con fuerza las piernas de la joven.
—¡Forrémosla ahora memo, Morgan! —dijo su compañero, excitado por lo que veía.
—¿Y Bronson...?
—¡Está lejos de aquí! ¡No habrá oído los gritos de la chica!
—¡De acuerdo, divirtámonos con la rubia!
Stella, aterrada, redobló sus esfuerzos por escapar de las garras de aquel par de canallas, pero los tipos eran fuertes y ella era sólo una mujer.
Nada consiguió.
Su suerte parecía echada.
Sólo Chuck Bronson podría evitar que los tipos la violasen, pero el trampero no estaba, así que no podía salir en su ayuda.
CAPÍTULO XII
Stella Campbell estaba equivocada.
Chuck Bronson se encontraba más cerca de lo que los tipos pensaban y había oído los gritos desesperados de la joven, lo que hizo que se olvidara de su trabajo y corriera hacia la cabaña con el rifle en las manos.
No sabía lo que ocurría, pero parecía intuir que Ralph Morgan y Tex Quincey habían vuelto. En realidad, lo presentía desde la tarde anterior, cuando los tipos se largaron lanzando amenazas contra él por la ; paliza que les había dado.
Por eso no se había alejado demasiado de su cabaña, lo que le permitió llegar a tiempo de impedir que Morgan y Quincey violasen a Stella Campbell.
—¡Soltadla, cerdos! —rugió, cuando todavía se hallaba a unos veinte pasos de ellos.
Los tipos respingaron a dúo.
—¡Es Bronson!—exclamó Quincey.
—¡Plomo con él! —ladró Morgan.
Le apuntaron los dos con sus revólveres, pero Bronson se echó velozmente el rifle a la cara y efectuó un par de disparos, tan seguidos, que se confundieron en uno solo.
Morgan y Quincey resultaron alcanzados en la frente y se desplomaron sin vida, haciendo gritar a Stella, pues cayeron junto a ella.
La joven se bajó rápidamente el vestido y se puso en pie de un salto, pálida como un cadáver.
—¡Chuck...! —gritó, corriendo hacia él.
El trampero la recibió en sus brazos y la estrechó con calor, mientras ella sollozaba.
—Cálmate, Stella. No ha pasado nada.
—¡Pero estuvo a punto de pasar!
—Lo importante es que no ha ocurrido y tú estás bien.
—Los tipos pretendían...
—Abusar de ti, ya lo he visto. Por eso los maté.
—¡Pensaban hacer más cosas, Chuck!
—¿Qué cosas?
Stella le hablo de la venganza ideada por Morgan y Quincey, y de la proposición que le hicieron a ella.
Los músculos faciales del trampero se endurecieron.
—Eran dos auténticas hienas —masculló—. Me alegro de haberles destrozado los sesos.
—Chuck...
—¿Qué?
—Yo no me hubiera ido con ellos aunque no me hubiesen exigido nada a cambio.
—¿Estás segura?
—Sí, créame. Lo que pensaban hacerle a usted era tan horrible, que sólo deseaba encontrar la manera de advertirle, para que lo impidiera.
—Y la encontraste.
—Verá, simulé que aceptaba su proposición y hasta me dejé toquetear un poco por ellos, para que se confiaran. Entonces, los derribé a los dos de un empujón y salí corriendo de la cabaña. Desgraciadamente, me dieron alcance muy pronto y...
—Oí tus gritos y acudí los más rápido que pude.
—¿Por qué no me habló de los tipos?
—Para no asustarte.
—Pues el susto me lo dieron ellos. Y bueno.
—No volverán a asustarte.
—Ya lo sé.
—Vamos a la cabaña, rubia. Necesito una pala para enterrar a los tipos.
—No seré yo quien rece por el eterno descanso de sus almas. ¡Que se pudran en el infierno!
—Seguro que van de cabeza allí —sonrió el trampero.
* * *
Los cadáveres de Morgan y Quincey habían sido enterrados ya.
Chuck Bronson había localizado también los caballos de los tipos y los había llevado al establo.
Stella Campbell, mientras tanto, se había encargado de preparar el desayuno. Le hizo saber al trampero que estaba dispuesto y éste entró en la cabeza.
Mientras desayunaban, Stella preguntó:
—¿Va a seguir con su trabajo después del desayuno, Chuck?
—Claro.
—Iré con usted.
—¿Qué?
—Sí, le ayudaré a colocar las trampas.
Bronson sonrió.
—¿Qué sabes tú de colocar trampas?
—Nada, pero soy una chica lista y puedo aprender. En cuanto vea cómo las coloca usted...
—Olvídalo.
—¿Porqué?
—No es trabajo para una mujer. Además, manejar las trampas entraña peligro. Tienen unos muelles muy fuertes y, al menor descuido, se te cierra una trampa. Y si te pilla un brazo...
Stella se mordisqueó los labios.
—Le diré la verdad; Chuck. No quiero quedarme sola en la cabaña.
—No te ocurrirá nada.
—Puede que no, pero...
—Comprendo que sientas un poco de miedo, después de lo ocurrido, pero no debes preocuparte. Yo no andaré lejos. Si me necesitas para algo, sólo tienes que llamarme. Me tendrás aquí en seguida.
—¿Seguro que me oirá...?
—Tengo un oído muy fino.
—De acuerdo.
Acabaron de desayunar y el trampero cogió su rifle.
—Volveré lo antes que pueda, rubia.
—Sí, por favor.
Bronson salió de la cabaña y caminó hacia los árboles.
Estaba a punto de alcanzarlos, cuando oyó la voz destella:
—¡Chuck!
El trampero se volvió al instante.
—¿Qué pasa?
Stella, que se había asomado a la puerta de la cabaña, sonrió y recordó:
—Me dijo que lo llamara si lo necesitaba para algo, ¿no?
Bronson volvió sobre sus pasos.
—¿Qué es lo que necesitas, rubia?
Stella esperó a tenerlo delante y entonces respondió:
—Que me dé un beso.
—¿Para eso me has hecho volver?
—¿Considera que no vale la pena...?
—Me lo podías haber dicho antes de salir de la cabaña.
—No me atreví.
—Está bien.
—Un momento, Chuck. Deje el rifle en el suelo.
—¿Por qué?
—Cuando me abrazó antes, me clavó el cañón en la paletilla y la culata en el trasero.
El trampero no pudo contener la risa.
—¿De veras hice eso...?
—Sí.
Bronson dejó el rifle apoyado contra la pared de troncos y rodeó con sus brazos a la joven, besándola seguidamente en los labios, con las mismas ganas que la noche anterior.
Y Stella, claro, volvió a sentir lo mismo que entonces.
Cuando separaron sus bocas, y sin abrir los ojos, murmuró:
—Me ha vuelto a matar, Chuck.
—Mala rubia nunca muere.
Stella abrió los ojos de golpe.
—¿De verdad piensa que soy mala...?
—Ha sido una broma —confesó el trampero, sonriendo—. Tú eres una buena chica, Stella. Me has creado algunos problemas, pero gracias a ti sigo conservando mis pieles, mi cabaña, el establo, mi caballo, las mulas... Es algo que no olvidaré.
—Yo le debo a usted mucho más, Chuck.
—Pero me reprochas que no te devuelva con tu familia.
—¿Se lo he vuelto a pedir, acaso...?
—No, pero intuyo que no tardarás en hacerlo. Eso de que te muestres tan cariñosa y tan dulce conmigo de buena mañana, me resulta bastante sospechoso. Anoche me besaste también, y luego...
—Debería atizarle una patada en la espinilla, por desconfiado.
—No te lo aconsejo. Las tengo muy duras y te harías daño en el pie.
—Seguro.
—Bien, debo continuar con mi trabajo. Gracias por el beso, rubia, si es verdad que me lo has dado desinteresadamente.
—Así ha sido, aunque usted no lo crea.
El trampero tomó su rifle y confesó:
—Valió la peña volver.
—Ande, regrese con sus trampas —sonrió Stella, feliz.
Bronson echó a andar y se perdió por entre los árboles.
* * *
Stella Campbell llevaba casi dos horas limpiando la cabaña, que seguía pareciéndole una madriguera de fieras, y no solamente por el fuerte olor que despedían las pieles.
Se notaba muchísimo que allí no había estado jamás una mujer, pero ahora estaba ella y no iba a permanecer con los brazos cruzados. Se había propuesto eliminar la suciedad y asear la cabaña, retirando los trastos y todo aquello que, en su opinión, no debía estar a la vista.
Stella había emprendido la tarea con muchas ganas, pero ahora estaba ya cansada. Y como tenía polvo hasta en las orejas, decidió acercarse al riachuelo y darse un baño antes de que regresara Chuck Bronson, quien ya no podía tardar mucho en volver.
Satisfecha del trabajo realizado en la cabaña, salió de ella con la toalla y el jabón, y se dirigió al riachuelo. Se descalzó en la orilla, se despojó del vestido indio, y se metió en el agua.
Un agua fresca y limpia, deliciosa, en la que apetecía retozar.
Stella lo hizo durante unos cinco minutos y luego tomó la pastilla de jabón. Empezó a friccionarse el cuerpo y murmuró:
—La encuentro menos dura que ayer. ¿Será que me estoy acostumbrando a esta clase de vida...?
Stella sonrió y siguió frotándose el cuerpo con el jabón, sin preocuparse demasiado de la posible aparición de Chuck Bronson. Si volvía a sorprenderla desnuda, mala suerte.
No para el trampero, claro.
Seguro que a él le encantaría contemplar de nuevo sus magníficas formas. Pero era un buen tipo, tenía que reconocerlo. No había intentado aprovecharse en ningún momento.
Y eso, teniendo en cuenta que ya habían pasado juntos dos noches, una en el poblado comanche y otra en su cabaña, demostraba que el trampero era un tipo en el que se podía confiar.
Incluso le perdonó los azotes...
Stella sonrió de nuevo al recordar que, durante algunos segundos, la tuvo con las nalgas al viento, dudando entre descargar su fuerte mano o no, mientras ella le suplicaba que sustituyera los azotes por unas friegas.
Le sirvió en bandeja la ocasión de aprovecharse de ella, pero ni siquiera entonces lo hizo.
De repente, Stella oyó un ruido, parecido al que produce una rama seca, al ser pisada. Ello hizo que se encogiera rápidamente en el agua y mirara hacia la orilla, pero no vio a nadie. Sin embargo, había alguien.
Stella estaba segura de ello.
—¿Es usted, Chuck...? —preguntó, pensando que quizá el trampero la estaba espiando.
Bronson no respondió ni se dejó ver.
Stella, temiendo que no fuera el trampero, decidió salir del río y enfundarse velozmente el vestido indio, sin secarse con la toalla.
Y así lo hizo.
Cuando se disponía a colocarse los mocasines, surgió alguien tras un arbusto próximo. Stella lo vio y creyó morirse de espanto..
¡Era Lobo Fiero...!
CAPÍTULO XIII
Sí.
Allí estaba el rencoroso y vengativo comanche.
A sólo unos pasos de la aterrorizada Stella Campbell, esgrimiendo su cuchillo, aunque no pensaba utilizarlo con ella. La quería viva, para poder poseerla y demostrarle que no sería de más hombre que él, le gustase a ella o no.
Stella dio un chillido y gritó:
—¡Chuck...!
Lobo Fiero no se movió, pero hizo un rápido gesto con la mano.
Al instante, dos comanches brotaron a espaldas de la joven y cayeron sobre ella, sujetándola uno de cada brazo.
Stella quiso chillar de nuevo, pero uno de los pieles rojas le apretó la boca con la mano y lo impidió. Y de nada sirvió que la joven pugnara desesperadamente por escapar de ellos.
Otros dos comanches se dejaron ver, lo cual aterrorizó aún más a Stella, porque ya eran cinco los salvajes que podía contar y, aunque Chuck Bronson acudiera en su ayuda, seguramente no podría con todos.
Esta vez, Lobo Fiero no quería fracasar, como cuando intentó matar al trampero y recuperar a la mujer blanca con la ayuda de Ojo de Cuervo y Zorro Gris, y se había hecho acompañar de cuatro guerreros de la tribu.
Se habían aproximado los cinco sigilosamente a la cabaña, para sorprender a Chuck Bronson, pero la hallaron vacía. Poco después, descubrían a Stella Campbell bañándose desnuda en el riachuelo. Esperaron a que saliera, perfectamente ocultos, mientras se deleitaban contemplando sus blancas y rotundas formas.
Fue entonces cuando Stella oyó el crujido de la rama seca, pisada por uno de los comanches, y decidió salir del río, cayendo nuevamente en poder de los pieles rojas.
Lobo Fiero se acercó a ella, con un brillo acerado en los ojos. La herida que Chuck Bronson le causara en el costado, con su cuchillo, estaba cicatrizando ya y apenas le molestaba.
Stella dejó de forcejear con el par de comanches que la sujetaban y le apretaban la boca, impidiéndole gritar. La aproximación de Lobo Fiero, cuchillo en mano, le hizo pensar que tal vez había acabado todo para ella.
De ahí su terror.
El comanche, como si le adivinara el pensamiento, le aproximó el cuchillo a la garganta y Stella se sintió desfallecer al sentir la fría hoja en su cuello.
«¡Dios mío, apiádate de mí!», exclamó con el pensamiento, mientras sus ojos se desorbitaban al máximo.
Lobo Fiero sonrió cruelmente e hizo una muda indicación al indio que apretaba la boca de la mujer blanca. El comanche retiró su mano, pero, Stella no gritó, porque el terror de verse con un pie en la tumba la había dejado muda.
—¿Dónde estar cazador blanco? —interrogó Lobo Fiero.
Stella movió sus temblorosos labios, pero ningún sonido escapó de su garganta, presionada todavía por el cuchillo del comanche.
—¡Responder o morir! —ladró Lobo Fiero.
Stella hizo un esfuerzo y logró balbucear:
—Está..., está cazando...
—¿Dónde?
—Por ahí...
—Tú llevarnos con él.
Stella se sintió un poco mejor al comprobar que todavía no había llegado su hora y respondió:
—Yo no sé dónde está Chuck Bronson, pero no creo que tarde en volver.
—Nosotros esperar en cabaña —decidió Lobo Fiero—. Y cuando regresar, matar.
—¿A los dos?
—No, tú seguir viva. Ser mujer de Lobo Fiero.
—Yo quiero tener niños, no lobitos.
El comanche, claro, no la entendió.
—¿Qué querer decir?
—Nada, olvídalo.
Lobo Fiero hizo una indicación y el mismo comanche de antes volvió a sellar la boca de la mujer blanca. Después, se pusieron todos en movimiento, arrastrando a Stella hacia la cabaña
La joven se dijo que el trampero no debía de haber oído su llamada, pues de lo contrario hubiera aparecido ya, escupiendo balas con su rifle.
Y llegaron a la cabaña sin que Chuck Bronson diera señales de vida.
Stella no quería entrar en ella.
Tenía que hacer algo para evitar que Lobo Fiero y los suyos se ocultasen en la cabaña y esperasen el regreso del trampero, para acabar traidoramente con él.
Stella le soltó una dentellada a la mano que aprisionaba su boca y el indio la retiró en seguida, dando un aullido de dolor. Y le soltó también el brazo, lo que permitió a la joven ladear su cuerpo y atizarle un rodillazo en el taparrabos al otro comanche, machacándole lo que había debajo.
El piel roja lanzó un tremendo alarido y se desmoronó como un campanario viejo, agarrándose lo que tanto le dolía. Si se le miraba la cara, ya no parecía un piel roja, sino un piel amarilla, aunque en seguida pareció un piel verde y luego un piel morada, porque cambiaba de color por segundos.
Stella no se quedó para verlo, naturalmente, sino que corrió como una liebre hacia los árboles, chillando con todas sus fuerzas:
—¡Chuck...!
Lobo Fiero soltó un par de tacos en lengua comanche y se lanzó en persecución de la mujer blanca, lo mismo que los dos salvajes que no habían sido atacados por ella.
El que recibiera el mordisco se estaba chupando la mano, pero dejó de hacerlo y corrió también en pos de Stella, dejando solo al indio que recibiera el certero rodillazo entre los muslos.
El comanche se había enrollado como una oruga y gemía lastimosamente, como si llamara a su madre, pero la india que lo trajo al mundo poco podría hacer en un caso como aquél.
Además, el comanche estaba ya demasiado crecidito.
Stella llamó dos veces más a Chuck Bronson mientras corría, perseguida por Lobo Fiero y los otros tres comanches, que ya estaban a punto de darle alcance.
La joven quiso correr aún más de prisa y perdió el equilibrio, cayendo de bruces al suelo.
—¡Dios, estoy perdida! —exclamó.
Eso parecía, pero en ese preciso instante apareció el trampero.
—¡Stella!
—¡Chuck...! —gritó la joven, con alegría.
Los comanches se olvidaron de la mujer blanca y atacaron al trampero, enviándole un par de flechas, una lanza y un «tomahawk», esto último arrojado por Lobo Fiero.
Chuck Bronson se dejó caer de rodillas y, encogido, abrió fuego con su rifle contra los pieles rojas, abatiendo a los tres guerreros que acompañaban a Lobo Fiero.
Este consiguió llegar hasta el trampero y se arrojó sobre él, aullando y blandiendo su cuchillo. Bronson lo recibió con un culatazo de rifle y el comanche rodó por el suelo.
El trampero se deshizo del rifle y empuñó velozmente su cuchillo, para pelear con Lobo Fiero en igualdad de condiciones.
—¡Ha llegado tu hora, maldito! ¡Esta vez no escaparás! —rugió, irguiéndose.
El comanche se irguió también, sangrando por la boca, porque el culatazo lo había recibido en pleno rostro. Maldijo al trampero en su lengua y saltó sobre él, dispuesto a asestarle una cuchillada en pleno corazón.
Bronson esquivó el cuchillo del indio y le atacó con el suyo, buscándole el vientre. Lobo Fiero no pudo retirarse a tiempo, por haberse lanzado demasiado alocadamente sobre el trampero, y la hoja de acero penetró en su pardusco vientre hasta la misma empuñadura, destrozándole las entrañas.
El trampero retiró inmediatamente su cuchillo y dio un salto hacia atrás. Lobo Fiero dejó caer el suyo y se agarró las tripas, con cara de moribundo ya.
La sangre, que escapaba a chorros por la herida, no pudo ser contenida por las manos del comanche, quien tras un par de tambaleos se derrumbó y quedó inmóvil en el suelo, sin Vida.
Justo en aquel momento, aparecía el piel roja que recibiera el rodillazo en los genitales. El intenso dolor, que aún persistía, no le impidió tensar su arco y enviarle una flecha al trampero.
Bronson saltó de lado, para esquivar la flecha, y desenfundó su revólver con rapidez. Efectuó dos disparos y al comanche dejaron de dolerle instantáneamente sus órganos masculinos, porque la muerte le llegó de manera fulminante.
Antes de enfundar el «Colt», el trampero preguntó:
—¿Quedan más, Stella?
La joven se puso en pie, jubilosa.
—¡No, Chuck! ¡Eran cinco y se los ha cargado usted a todos! ¡Es un tipo extraordinario! —dijo, mientras corría hacia él, ansiosa por abrazarle y besarle.
Y así lo hizo.
El trampero la abrazó a su vez y le devolvió el beso.
Después, se miraron a los ojos.
—Tendré que volver al poblado comanche —dijo Bronson.
Stella se estremeció.
—¿Volver...?
—Debo informar a Oso Bravo. Explicarle por que he matado a Lobo Fiero y a los guerreros que le acompañaban. Es un hombre justo y comprenderá que no tuve más remedio que hacerlo, así que no tendré problemas para dejar el poblado y regresar a mi cabaña..
—¿Está seguro?
—Sí, sé que puedo confiar en el jefe comanche.
—Iré con usted, Chuck.
—¿No te asusta volver al poblado comanche...?
—Yendo con usted, no me asusta nada —aseguró Stella, y pegó nuevamente su boca a la de él.
EPÍLOGO
Chuck Bronson y Stella Campbell partieron hacia el poblado comanche por la mañana, muy temprano, para llegar por la tarde. En esta ocasión, «Bruno» no tuvo que cargar con los dos, puesto que Stella utilizó el caballo de Ralph Morgan.
Alcanzaron el poblado indio en el tiempo previsto y el trampero informó de todo a Oso Bravo, quien lamentó la muerte de Lobo Fiero y los demás guerreros, aunque no culpó de ello a Bronson, pues comprendió que éste actuó en defensa propia.
El único culpable de lo sucedido, era el propio Lobo Fiero, por no haber sabido aceptar su derrota y renunciar a la mujer blanca. Así lo dijo el noble caudillo comanche, añadiendo:
—Oso Bravo y Bronson seguir siendo amigos.
—Gracias por ser tan comprensivo, Oso Bravo —dijo el trampero, tendiéndole la mano, para que el jefe comanche disfrutara estrechándosela con fuerza y sin prisas, como tenía por costumbre.
Después, Chuck y Stella ocuparon una tienda. Pasarían la noche en ella, porque los caballos necesitaban descanso, y cuando amaneciera dejarían el poblado.
Cenaron tranquilamente y luego Bronson comunicó:
—He decidido devolverte con los tuyos sin esperar a completar la carga de pieles, Stella.
—¿Por qué?—preguntó la joven, sorprendida.
—Lo he meditado y creo que no tengo ningún derecho a retenerte en mi cabaña.
—Tiene todo el derecho del mundo, puesto que fue usted quien me salvó de los comanches. Además, yo no quiero irme.
—¿Qué?
—Deseo quedarme a su lado para siempre, Chuck, porque me he enamorado de usted como una idiota.
—¿Y tu familia...?
—No tengo.
—¿Cómo?
—Le engañé, Chuck. Le dije que tenía un padre rico para que me sacara usted de aquí como fuera y me devolviera a la civilización, pero la verdad es que no tengo a nadie. Mis padres murieron y no tengo parientes. Tampoco tengo dinero, pero ahora ya sé que eso a usted no le importa. No me rescató por interés, sino porque es un hombre bueno y sintió compasión por mí.
—Así que entregué mi Winchester por nada, ¿eh?
—No, por una rubia joven y en absoluto fea, que le va a hacer muy feliz, ya lo verá —aseguró Stella, sonriente, al tiempo que le pasaba los brazos por el cuello.
El trampero la abrazó.
—Empiezo a creer que no salí perjudicado con el cambio.
—Le voy a demostrar que no —respondió Stella, y le besó.
Minutos después, hacían el amor por primera vez.
Y no fue la única.
Se deseaban tanto el uno al otro, que ninguno de los dos pensaba en dormir.
Por la mañana, cuando se despidieron de Oso Bravo, el trampero le comunicó que Stella se iba a quedar a vivir con él en su cabaña y que la haría su esposa en la primera ocasión que fuera a Hanford City.
El jefe comanche se alegró de que Bronson se hubiera decidido por fin a tomar esposa, entró un momento en su tienda, y salió con el reluciente Winchester del trampero en las manos.
—Mi regalo, Bronson —dijo, y se lo entregó.
El trampero estuvo a punto de saltar de júbilo.
—¿De verdad me lo devuelves, Oso Bravo...?
—Sí, yo devolver rifle.
—¡Vuelvo a tener mi Winchester, Stella!
—Me alegro mucho, Chuck —sonrió la joven—. Conservas a «Bruno», has recuperado tu Winchester, y me vas a tener a mí. ¿Qué más puedes pedir...?
El trampero, en vez de responder, la besó ardorosamente en los labios, lo que hizo reír a Oso Bravo, el generoso jefe comanche.
2 comentarios:
Hola soy Joseph Berna, José Luis Bernabéu López..
Me gusta mucho tu blog, Ennhorabuena.
Veo que la información que tenéis mis esta desactualizada. Os dejo mi página de Facebook que cree hace unos meses, allí podrás encontrar información sobre mi.
https://m.facebook.com/profile.php?ref=bookmarks
Estimado Joseph Berna:
Gracias por comentar, intentaremos ponernos en contacto con usted.
Mientras tanto, le adjunto mi correo: tumulto_rock@yahoo.es para que me escriba y estemos en contacto vía mail, puesto que no uso Facebook.
¡Saludos desde Chile y le mando un abrazote!
Atte: Odiseo... Legendario Guerrero Arcano.
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