Estimados amigos de Bolsi & Pulp:
Como ya habíamos anunciado hace unos días, en el blog hemos querido
celebrar el día de San Valentín junto a una novela de Corín Tellado.
La novela seleccionada es INQUIETUDES, dicha obra fue publicada en la
colección Alondra con el número 574 en la legendaria editorial Bruguera en el
año 1964. Y con esta novela de la gran escritora romántica Corín Tellado, es
que celebramos el día de los enamorados.
¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros!
Atte: Odiseo… Legendario Guerrero Arcano.
CORÍN
TELLADO
Inquietudes
CAPÍTULO 01
La reunión familiar tenía lugar en casa de
Bernardina y Esteban. Petra, la hermana soltera, y Leonor, la viuda, acababan
de llegar. Bernardina las miró con cierto recelo. ¿Qué iría a ocurrir allí?
¿Qué pensaría Leonor y qué pensaría Petra? Ella lo había comentado con su
esposo: «No es fácil saber, lo que piensa Petra, pero es tan cómoda, que en
este caso... será fácil penetrar en su santuario». Esteban se limitó a mover el
hocico. Porque Estaban era un hombre con hocico, aunque parezca extraño.
Bernardina no esperó a que su esposo respondiera. En
la forma de mover el hocico, que, dicho en verdad, para ella era una boca un
poco más fruncida que las demás, pero boca al fin y al cabo, ya comprendió la
respuesta. Ella y Esteban siempre estaban de acuerdo. Sólo no lo estuvieron en
una ocasión. A la hora de casarse. Esteban, con hocico y todo, no deseaba
casarse con Bernardina, pero ésta se las arregló para que lo hiciera, y una vez
efectuado el matrimonio, Esteban no tuvo más remedio que pensar como pensaba su
mujer, o al menos simular que pensaba igual que ella, lo cual para los hombres
es lo más cómodo.
Petra se quitó el abrigo de gruesa tela color gris,
y lo colgó cuidadosamente en el perchero, dejando los vuelos bastante bajos, de
modo que se secaran junto a la estufa. Leonor se quedó con el abrigo negro
puesta. Llevaba aún mantilla en la cabeza y aún guardaba luto por su esposo,
muerto éste doce años antes, justamente a los tres de haber marchado al Canadá
el perturbador...
—¿No te quitas el abrigo? —preguntó amablemente
Bernardina.
—Me parece —dijo Leonor con su voz cavernosa y a la
vez displicente— que me dará frío cuanto piensas decirme.
Bernardina se quedó un instante con los ojos quietos
y fijos frente a su hermana mayor.
—No lo creo.
Leonor se alzó de hombros. Pensaba en sus hijos.
Ella sólo tenía una preocupación. Su zapatería y los hijos. Pedro, que tenía
diecisiete años y Ana, que tenía dieciocho y empezaba a gustar a los chicos. No
faltaba más que el sinvergüenza de Tomás llegara en aquellos instantes, cuando
la familia ya se había olvidado de todas sus fechorías de jovenzuelo y empezaba
a vivir decentemente, estimada por todos en la pequeña ciudad de provincia.
—¿No has llamado a Mónica? —preguntó Petra con ese
aire receloso de solterona sin esperanzas.
Esteban carraspeó. Se hallaba sentado ante una mesa
camilla y tenía la baraja colocada en el tablero, como si estuviera haciendo un
solitario hasta aquel momento. En otro instante cualquiera, Bernardina hubiese
contestado por él, pero prefirió que lo hiciera su marido.
—Al fin y al cabo —dijo Esteban con voz atiplada por
encima de los lentes a los tres loros— no guarda no es más que la viuda de un
hermano. Pedro falleció hace tres años. Mónica... —Volvió a carraspear. Miró el
respeto que debe a un muerto de nuestra familia.
—Muy bien dicho —rezongó la solterona.
—Exactamente —corroboró la viuda.
—Dices verdades como templos, querido —añadió
Bernardina.
Esteban se infló. Al fin y al cabo era una de las
pocas veces en que los tres loros estaban de acuerdo con él.
—Bueno —dijo Petra con voz ingenua—, será mejor que
tratemos el asunto que nos trajo aquí. A mí no me gusta andar por la calle a
ciertas horas de la noche. —Se ruborizó. Tenía, cuarenta y cuatro años—. No
deseo que ni una sombra así —y señaló el meñique— enturbie la honra de mi vida.
Esteban volvió a carraspear. Miró a su cuñada
soltera por encima de los lentes y vio un montón de arrugas por su rostro.
Claro que podían aumentarlas sus lentes...
—Muy bien dicho —estimó Bernardina; admirando una
vez más el pudor de su hermana soltera.
Petra se ruborizó de nuevo.
—He dicho —concluyó.
Era una costumbre añeja. Cuando decía algo
importante, o que ella consideraba importante, añadía: «he dicho». A sus
hermanas les parecía muy bien. A Esteban era igual que no. se lo pareciera. Se
callaba de todos modos y esbozaba una sonrisa de conejo en día de caza.
—Sentémonos en torno a la mesa —propuso Bernardina—.
La cosa requiere atención y meticulosidad.
Lo hicieron así. Esteban sintió en su pierna
rechoncha, la gruesa rodilla de Petra. Experimentó un estremecimiento de
repulsión. En la otra pierna sintió la de su mujer. Era menos huesuda, pero al
fin y al cabo era la de su mujer. Claro que ni una ni otra podría compararse
jamás a la rodilla de la camarerita del «Olimpia». Suspiró.
—¿Te ocurre algo, Esteban?
—El asunto, querida. Es preciso tratarlo
rápidamente. —Miró la carta abierta sobre la mesa y se colocó los lentes para
verla mejor—. Está fechada en Madrid, y dice: «Llegaré pasado mañana». Es
decir, esta noche... O tal vez mañana por la mañana.
—Hum —gruñó Leonor.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó Bernardina.
—Yo nada. Guardo la línea —dijo Petra—. Ya he
comido.
Esteban volvió a mirarla por encima de los lentes.
No creía posible que un espárrago fuera más lucido que su hermana política la
soltera, pero, como siempre, se guardó muy bien de decirlo. Movió su barbilla
de chivo y esperó. El era lo bastante galante para esperar a que las mujeres
abordaran el asunto. Además eran todas hermanas de Tomás. El era allí,
solamente, un cuñado que ni siquiera conocía al chaval. Claro que aquel chaval
debía tener por lo menos treinta y cinco años.
—Bueno —empegó Bernardina, que siempre era la que
llevaba la voz cantante en los asuntos familiares—. La carta de Tomás es bien
explícita.
—Como siempre —apuntó Leonor— no tendrá ni un
céntimo.
—Eso parece. Dice que llega ilusionado. Que espera
que lo recibamos con los brazos abiertos.
Esteban aun no había dicho nada. Encendió un pitillo
y fumó despacio, contemplando con ojos somnolientos los rostros de los tres
loros.
Pensó que él no tenía ningún deseo de
complicaciones. Tenía bastante con las propias. Aparentemente, él era un
comerciante de prestigio, pero... los baches los pasaba solo y había algunos.
La presencia de su cuñado en la ciudad, no le beneficiaría en absoluto. El
tenía sus prejuicios, y según parecía, aquel mocito había sido un borrachín a
los veinte años, un vividor, un sinvergüenza jugador del tapete verde. Casi
nada. Como para desprestigiar todo el castillo de dignidad que él y sus cuñadas
habían levantado en el transcurso de aquellos quince años.
Bernardina interrumpió sus pensamientos con estas
palabras:
—Por mi parte, no pienso ni ir a esperarlo a la
estación, ni siquiera ofrecerle una comida. Debéis comprender lo que ocurre.
Soy una mujer decente, mi esposo trabaja sin descanso, nuestro hijo estudia y
vivimos honradamente estimados por todos. Nos ha costado situarnos. Por nada
del mundo, ni siquiera por un hermano —recalcó— consentiré que nuestro castillo
de ilusiones y dignidades baje un peldaño.
—Por mi parte —dijo el loro de Leonor—, debo guardar
mi prestigio. Tengo dos hijos y un negocio. No dispongo de dinero suficiente
para darle a Tomás, y mucho menos para mantenerlo.
—Siempre fue un vago —corroboró Petra, y después
añadió—: He dicho.
—Por tanto —intervino Esteban—, lo mejor seria
escribirle pidiéndole que no se le ocurra venir.
—Lo hemos pensado demasiado tarde —indicó Leonor—. Ya
estará en camino, si no llega en el tren de esta noche.
—Ciertamente.
—Dice la carta —apuntó Bernardina— que vayamos a
esperarlo a la estación.
—Es muy gracioso —rezongó Petra—. Por mi parte, no
andaré por esos caminos a estas horas. —Consultó el reloj—. Son las diez y
media de la noche. He de guardar las apariencias y librarme del qué dirán. He dicho.
—Muy bien. ¿Qué solución has encontrado tú,
Bernardina?—preguntó Leonor.
—Hablarle claro.
—Me parece muy bien. ¿Quién le hablará?
Una a una fueron mirando a Esteban. Este carraspeó,
movió su barbilla de chivo y se caló los lentes. La peor parte siempre se la
daban a él.
Esperó.
—Sí —dijo la esposa—. Será mejor que cuando llegue,
le hables tú, Esteban. Como jefe de familia...
Esteban se preguntó si había sido alguna vez jefe de
familia, pero se libró muy bien de hacer el comentario en voz alta.
Aguardó. Bernardina continuó al cabo de un rato:
—Le dirás que no estamos dispuestas a soportar de
nuevo sus fechorías.
Esteban se mojo los labios con la lengua.
—Yo no lo he conocido —adujo con vocecilla humilde—.
Ten en cuenta que cuando él se fue...
—Cuando le pusimos el pasaje en la mano —rectificó
Petra.
—Eso es. Yo no lo conocía, Bernardina.
—Pero ahora eres mi esposo. Le dirás que en modo
alguno permitiremos que venga a destruir nuestra tranquilidad actual.
—Aún recuerdo sus borracheras —refunfuñó Petra—. Yo
tenía pocos años...
Nadie hizo objeciones, pero la verdad, nadie
ignoraba que en aquella época, Petra había cumplido ya los treinta.
La solterona añadió:
—No podré olvidar jamás el día que escaló la ventana
de la hija del alcalde. Lo cogió el alguacil y estuvo preso doce días.
—¿Y aquella vez que organizó una batalla campal con
sus amigos en la plaza y barrió la estatua del gobernador?
—Y aquella otra en que visitaba a una mujer de vida
fácil...
—Por Dios, Leonor —se agitó Petra—. Ten en cuenta
que hablas delante de una soltera.
—¡Oh, perdona! —dijo muy seria su hermana—. De todos
modos, ya tienes edad para saber ciertas cosas.
—Eres demasiado inocente, Petra —apuntó Bernardina
muy digna—. Es conveniente que vayas abriendo los ojos.
Petra había abatido éstos y las escuchaba en
silencio. Esteban esperaba a que el debate transcurriera.
—Bueno —cortó, observando que no iba a transcurrir—.
Todos recordamos sus fechorías, y no estamos dispuestos a tolerarlas ni un
momento más. Le diré que regrese al Canadá y siga con sus mineros.
—Eso es— aprobó Leonor—. Por mi parte, que no espere
un céntimo.
—Tal vez tú, Petra, que estás soltera... —apuntó
Bernardina.
Petra se ir guió.
—¿Yo qué?
—Pues... para guardar las apariencias… yo creo que
debías... darle hospitalidad mientras no volviera a marchar.
—¡Oh, no! Al fin y al cabo soy una joven soltera.
¿Qué diría el mundo?
Tomás Ruiz descendió del tren con un salto elástico.
Llevaba un maletín en una mano y el gabán en la otra. Lanzó una breve mirada en
torno y emitió una risita
sardónica.
Por lo visto, los angelitos de sus hermanas no lo
esperaban. Lo suponía. Aún recordaba a la ridícula Petra aferrada a su juventud
ya ida. Continuaba soltera, según noticias. Sería insoportable. A Leonor, con
sus parrafadas hechas y sus noticias. No tenía esposo. El pobre se habría
cansado de soportarla y tomó el buen acuerdo de morirse.
Un mozo se acercó, deteniendo sus pensamientos.
—¿El equipaje, señor?
—No tengo equipaje —rió flemático Tomás—. Lo llevo
aquí.
«Aquí», era un maletín bastante grande, de piel barata.
El mozo se alejó indiferente.
Tomás salió de la estación aún con la esperanza de ver
a su familia. Al fin y al cabo era su familia, y le dolía que después de quince
años todavía no le hubiesen perdonado. ¿Qué había hecho él, después de todo?
Demonio, vivir. Tenía entonces veinte años. Habían transcurrido quince...
Sonrió un tanto extrañamente. Salió a la calle y se dirigió a un café.
—No pensaba en esto —masculló entre dientes—. La
verdad, no. Siempre abrigué la esperanza de que, al fin, vendrían a esperarme.
Decepcionado a su pesar, cruzó la calzada y se
perdió en un bar. Había poca gente. La ciudad seguía siendo ridículamente
pequeña, llena de prejuicios. La gente, allí, se retiraba a sus hogares a las
nueve y media de la noche, y sólo algún empleado del Ayuntamiento jugaba la
partida en un rincón del club... En el bar había un hombre medio borracho, una
mujerzuela desgreñada que esperaba una copa de coñac y un guardia urbano.
Tomás dejó el maletín en el suelo y el gabán en una
silla y se acercó a la barra. Pidió un whisky, con gran asombro del barman, ya que allí jamás se solicitaba
tal bebida.
—No tenemos —dijo.
—Entonces dame una manzanilla —rezongó Tomás.
El barman
alzó las cejas.
—¿Bebida o infusión?
—Manzanilla de la que hacéis en la cocina —gruño Tomás.
—¡Ah, perdone!
El era así. Extremista, para todo. Amor o desprecio,
cariño u odio. Whisky o manzanilla.
Encendió un cigarrillo. Fumó despacio, recostado en
la barra. La mujerzuela le hizo un guiño. Bueno estaba él para guiños. Volvió
el rostro, indiferente. El guardia urbano se acercó a él, perezoso, y le pidió
fuego.
—¿Forastero? —preguntó el guardia.
—No.
—Pues nunca le he visto por aquí.
Tomás emitió una risita. Puso un duro sobre el
mostrador y se bebió la manzanilla que acababa de servirle el camarero.
—Cuando yo andaba por estos lugares, no había
guardias —dijo—. Buenas noches.
Nadie lo conocía. Eran muchos quince años para
recordar a un mozalbete de veinte. Ahora tenía treinta y cinco, canas en la
cabeza y arrugas en la comisura de la boca y la esquina de sus ojos. El tiempo
no pasaba en vano.
Cogió el maletín y el gabán y se lanzó de nuevo a la
calle. Aún miró a un lado y a otro buscando a sus familiares. Bien claro les
decía en la carta, que llegaba aquella noche.
Dejó escapar una risita sardónica, si bien en el
fondo era dolorosa. Por muy seguro de sí que se encuentre un hombre, por muy
libre e indiferente, existen momentos en la vida en que se anhela el calor de
una familia. Una frase, una sonrisa, un acercamiento. Bien, bien. El tenía que
comprender que todo estaba ocurriendo como había esperado. Claro que en el
fondo siempre tuvo una leve, pero muy leve, esperanza.
Atravesó la plaza. Miró a un lado y a otro con
reprimida ilusión. Un día, hacía de ello quince años, se encaramó en la estatua
del gobernador y la barrió de un pistoletazo. «Hay que reconocer que era un bruto».
Otro día bañó a un concejal en la charca que, en los
inviernos, se formaba frente al Ayuntamiento. Estuvo preso dos días. Ya
entonces ni Leonor ni Bernardina, que eran sus hermanas mayores, quisieron
saber del asunto. Nadie fue capaz de pagar una fianza. A los pocos días, cuando
llegó a casa, sus hermanas, las tres, exclamaron a una: «Nos avergüenzas, nos
humillas».
El rió. Era muy divertido entonces. Tal vez ahora,
después de quince años, no lo fuera tanto.
Recordaba la fonda «La Perla ». La llevaba una viuda
con doce hijos, algunos de los cuales eran sus amigos. Se detuvo ante la casa.
Seguía poniendo «Fonda», pero no ya con letras de madera, desiguales y pintadas
de rojo, sino con letras de neón. Todo prosperaba. No sólo en el Canadá, sino también
en las provincias españolas. Tanto mejor.
Al cruzar ante el Ayuntamiento, también había visto
que no existía la charca. Había sido adoquinada la plaza, y en medio de ésta se
balanceaba la estatua de aquel gobernador antiquísimo, llamado vulgarmente «Jeremías»,
que en sus tiempos seguramente había matado una vaca. El nunca supo lo que hizo
aquel gobernador para merecer el honor de. Inmortalizar su figura con cemento.
Entró en la fonda trasponiendo el umbral con cierto
recelo. Francamente, no le hubiese gustado que lo reconocieran.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz aguardentosa.
Tomás pensó que, quince años antes, no había hombres
en «La Perla ».
—¿Qué desea? —preguntó el hombre amablemente.
—Una habitación.
—¿Cena?
—No.
—Es que no damos comida, ¿sabe usted? Sólo camas.
—De acuerdo.
No conoció al hombre. Claro, todo cambia en quince
años. La verdad, él no sentía emoción alguna. Tai vez la culpa de su
indiferencia la tuviera su familia. Se preguntó, por milésima vez desde hacía
dos meses, por qué había ido él a aquella ciudad, donde quince años antes lo
había echado su familia. Porque lo había echado, de eso no cabía la menor duda.
—Por aquí.
Siguió al hombre. Arrastraba las piernas y de la
boca le colgaba un pitillo mal liado.
Abrió una puerta y pasó antes que su huésped.
—Aquí descansará bien. ¿Viene por muchos días?
—No lo sé.
—Bueno, bueno. Que descanse.
Tomás se tendió en el lecho una vez la puerta se
hubo cerrado, y entrecerró los ojos. No se sentía feliz, pero tampoco
desgraciado. El era un tipo duro. No en vano se había visto solo durante quince
años. Había pasado por todo; desde limpiabotas a minero... Había sido todo una
gran experiencia.
Encendió un cigarrillo y fumó despacio. Encogió las
piernas y volvió a estirarlas. «Debí casarme en vez de llegar a esta maldita
ciudad». No tenía novia. Ni conocía a una mujer determinada que mereciera el
honor de ser su esposa. El conoció mujeres. Infinidad de ellas. De todas las
edades, de todos los tipos y todas las razas. Pero nunca había pensado en
casarse. Ahora le entraba como una añoranza... Un hombre, por muy libre, muy
fuerte, y por muy hombre que sea, siempre tiene algún momento débil en su vida.
El había querido a sus hermanas. A su manera, pero las había querido. Pedro, su
hermano, era muy crío cuando él marchó. Debía tener quince años. Justo los
mismos que hacía que murió su madre. Pero Pedro había muerto. Sí, tres años
antes o algo así. El bien recordaba haber recibido una breve carta de su
cuñada. ¿Cómo se llamaba? Sí, Mónica Benítez.
Se alzó de hombros.
Pensó en lo que debía hacer. No podía conformarse
con admitir aquella derrota. Necesitaba oír de boca de sus hermanas el rechazo.
Sería muy divertido y muy... Bueno, para qué negarlo. Muy doloroso.
Se tiró del lecho y alisó el pantalón con ademán maquinal.
Era un hombre alto y delgado, de distinguido porte. Muy moreno, muy grises sus
ojos, de boca grande y relajada. El mentón enérgico y la mirada firme,
rectilínea, del hombre que se encuentra seguro de sí mismo. No parpadeó.
Primero asió el gabán y luego lo tiró de nuevo sobre la silla.
Iría a ver a sus hermanas. ¿O sería mejor dormir un
poco y visitarlas a la mañana siguiente?
«Las cosas en caliente», rezongó. «Yo soy así.»
Salió de la alcoba y cerró ésta con llave. Bajó
presuroso las escaleras. El hombre que se hallaba tras el pequeño mostrador, lo
miró por encima de los lentes.
—A propósito, señor. ¿Su nombre? Tengo que anotarlo
en el registro.
—Tomás Ruiz.
Como si dijera Cirilo. El hombre no lo conocía.
—Tendrá que pagar una semana adelantada. Si marcha
antes se le devolverá el dinero.
Le dio un billete y saludó lanzándose a la calle.
CAPÍTULO 02
—Tendrás que acompañarme, Esteban —dijo Petra tras
de terminar el debate.
Esteban, que se hallaba en batín y zapatillas, la
miró por encima de los lentes con expresión desolada.
—No va a pasarte nada, Petra —dijo mansamente.
—Esteban —exclamó Bernardina—. ¿Qué estás diciendo?
Petra no puede salir sola a la calle a estás horas.
—Leonor...
—Yo me quedo dos manzanas más abajo —adujo la
viuda—. No está bien que Petra ande sola a estas horas, de la noche.
En aquel instante sonó el timbre de la puerta.
Se miraron unas a otras con recelo. Esteban se puso
en pie de mala gana.
—Abriré yo —dijo. Y se encaminó a la puerta.
—Buenas noches.
Habían pasado quince años, pero las tres hermanas
reconocieron la voz un poco bronca; muy personal de Tomás. Se miraron de nuevo.
Esteban, medio encorvado por los años y el cansancio, miró a su cuñado por
encima de los lentes, sin ninguna emoción.
—Pasa —dijo—. Yo soy Esteban, el marido de tu
hermana. Porque supongo que tú serás Tomás.
—Así es.
Pasó ante él. Miró a un lado y a otro con cierta
displicencia. Era la casa donde había nacido. Bernardina la heredó, porque
cargó con todas las deudas de la familia. Era telefonista entonces. Acentuó su
sonrisa.
Recostó su alta figura en el umbral y miró a sus
tres hermanas. Más que nunca le parecieron tres loros. Petra, vestida de
colorines, aferrada a una juventud ridícula. Leonor, con sus mantos negros, de
viuda eterna. Bernardina, con su personalidad dominadora, siempre pendiente de
todo el mundo para criticarlo.
—Hola —saludó tras el breve examen.
Ninguna de las tres hizo nada por acortar la
distancia. No obstante, Tomás se inclinó hacia ellas y las besó una por una.
Tenían las caras frías como el hielo y la carne fofa.
—Bueno —dijo desplomándose sobre una silla—. Ya
estoy aquí.
La respuesta fue muda. Lo miraban como si fueran
generales.
Tomás se hizo el tonto. Cruzó una pierna sobre otra
y encendió un pitillo.
—¿Es que no habéis llamado a la viuda de Pedro?
Bernardina replicó agudamente:
—¿Qué quieres de nosotros? No podemos socorrer tus
necesidades.
Tomás esperaba aquello. La jefe de la familia tenía
que decirlo por todos. Era indudable que se habían reunido aquella noche para ultimar
los detalles.
—Todavía no te he pedido nada, Bernardina.
Le dolía aquel despego. Aunque hiciera ver lo
contrario, lo cierto es que le dolía. Uno lucha durante quince años para
superarse, y un día decide buscar una sonrisa amable, familiar. Es duro no
hallarla teniendo tantos que pueden sonreír. ,
—Yo creo —adujo Esteban como avergonzado— que
podemos tratar eso otro día. Es la una de la noche y yo tengo que abrir el
comercio mañana a las nueve menos diez.
Nadie le hizo caso. Sólo Tomás lanzó sobre él una
mirada conmiserativa. ¡Pobre diablo! Sería gobernado por Bernardina como lo
eran sus hermanas y como pretendió que lo fuera el mismo. Pero estaban verdes
con lo que respectaba a él. Jamás se dejó gobernar por nadie. Eso fue lo que no
le perdonó Bernardina. Eso y sus juerguecitas de adolescente.
—Bueno —dijo—. Supongo que me daréis una cama.
—Imposible —saltó Petra.
Tomás la miró. Nadie podría decir lo que encerraba
de dañino su mirada.
—Tú estás soltera, ¿no? Con esa pinta... es seguro
que lo estás.
—¡Tomás!
—Perdona, Petra. Uno dice verdades. Está
acostumbrado a decirlas, ¿sabes?
Las tres de pie y él desplomado en una silla con las
piernas negligentemente estiradas en otra. Esteban los miraba a los cuatro de
hito en hito. Bernardina había dicho que hablaría él, pero lo cierto es que
estaba hablando ella.
—No esperes un céntimo de nosotras —dijo Bernardina
airada—. Te pagamos un pasaje. Haberte quedado allá.
—¿Te parecen pocos quince años?
—Debiste, repito, seguir allá.
—Bueno —dijo Tomás poniéndose en pie—. ¿Entonces no
vais a echarme una mano?
—Por supuesto que no.
—Petra vive sola. Bien puede darme un cobijo en su
casa.
—¡Oh, no! Yo tengo mis canarios, mis gatos, mis
perritos... No podría soportar tu presencia.
—¿Y tú, Leonor?
—Estoy viuda, tengo dos hijos, he luchado mucho para
conseguir una posición... —titubeo—. No podría ayudarte aunque quisiera.
—Total, que debo morirme de hambre.
—Debes volver al Canadá —dijo Bernardina terminante.
—No pienso volver por ahora —dijo Tomás suavemente,
al tiempo de sacudir la ceniza que pendía de su cigarrillo—. Espero que entre
todas me ayudéis.
Bernardina estuvo a punto de lanzar un alarido.
Suero se limitó a decir, sólo con frío acento:
—Por mi parte no esperes ni una pequeña ayuda, vendrás
aquí a avergonzarnos, como siempre. Bastante hemos sufrido ya por tu culpa. Te
pagamos un pasaje para el extranjero, haciendo grandes esfuerzos en nuestra
economía. Ahora tendrás que volver allá, porque supongo que habrás traído
pasaje de ida y vuelta.
—Eso es cierto —admitió Tomás con flema—. Estás en
todas, querida hermana.
—Yo tampoco puedo ayudarte —adujo Petra
ruborizándose—. Tengo una renta con la cual vivo decorosamente.
—¿No puedes compartirla conmigo?
—No, por supuesto. Ya te dije que tengo animales...
—Que son antes que tu hermano desvalido —rió Tomás
tranquilamente.
Bernardina saltó.
—¿Lo veis? Es el de siempre.
—Sería deshonroso que dejara de serlo —apuntó Tomás
de nuevo, esbozando una sonrisa sardónica—. Bueno —añadió—. Ya os dejo. Supongo
que me invitaréis a comer algún domingo.
Las tres se sofocaron.
—Tomás, te daremos un poco de dinero —dijo Leonor—
si te vuelves a marchar.
—No pienso marchar. Por mil demonios que no.
—¿Y de qué piensas vivir? —preguntó Esteban, que
hasta aquel momento había permanecido callado.
—No lo sé —se alzó de hombros—. Siempre queda
algo... Siempre aparece algo...
Se dirigió a la puerta. Esteban, que no deseaba salir,
pidió:
—Tus hermanas se van. Acompaña a Petra.
Tomás se volvió desde la puerta.
—¿Para que me tomen por un búho? Ni hablar.
Abrió y cerró tras de sí. Lo sintieron bajar despacio
las escaleras.
Desayunó en un bar. Había pasado una noche relativamente
tranquila. Después de todo, no era él quien perdía. Sonrió irónico.
Después del desayuno, sin que nadie lo reconociera
como Tomás Ruiz, se lanzó a la calle. Vestía un traje gris, de corte
irreprochable. Una camisa blanca, sin; corbata, y zapatos negros. Alto y
delgado, distinguido, pese a su apariencia despreocupada, Tomás Ruiz vagó por
las calles durante buena parte de la mañana. No sintió emoción alguna al volver
a pisar su ciudad natal. Se detuvo ante el Instituto. Allí había estudiado el
Bachillerato. A trompicones, como pudo, pero Io consignó. Su madre al morir, le
había dejado lo suficiente para estudiar farmacia. Su padre había sido
farmacéutico y al morir había tenido que contratar a otro para que la llevara.
Claro que quien la había llevado había sido Petra. El se gastó el dinero de la
carrera en juergas y diversiones. Después supo que Pedro estudió la carrera y
se quedó con la farmacia. ¿Quién tendría ahora aquella farmacia? Seguramente
sus hermanas la habían vendido, repartiéndose el dinero y olvidándose, como
siempre, de él. Tendría que reclamar su parte. Volvió a sonreír.
Pensó en la viuda de Pedro. No estaba en la reunión
familiar la noche anterior. Seguro que no la citaron. Era una viuda joven y ni
Petra ni Leonor le perdonarían fácilmente su juventud.
Como subconscientemente, se dirigió calle abajo, en
dirección a la farmacia. Tenía interés por saber quién la había adquirido. El
se encontraba con gente que lo miraba con curiosidad. Por lo visto nadie lo
reconocía. Pensó que si hubiese llegado rico... lo hubieran recibido con
orquesta en la estación. Justicia social. Ironías de la vida.
El conocía a algunos. El secretario del
Ayuntamiento, con su barbilla de pato, su andar sinuoso. Ya era viejo. Dobló
hacia el Ayuntamiento. En cierta ocasión, él había descubierto algo feo en
aquel hombre, y cuando lo pregonó a los cuatro vientos, el secretario del
Ayuntamiento lo llamó a su despacho y le dijo: «O te callas, o te encierro». No
se calló. El casi nunca se callaba. Pero tampoco lo encerró, porque el asunto
que había pregonado era auténticamente cierto.
La farmacia estaba al otro extremo de la calle.
Avanzó resueltamente. Eran las once de la mañana y el sol empezaba a derretir
la escarcha. Sacudió los pies en la acera y entró en la farmacia. Había una
bella muchacha al otro extremo del mostrador. Era morena y tenía unos negros
ojos acariciadores, orlados por espesas pestañas negras. No tendría más allá de
los veinticinco años.
—¿En que puedo servirle, señor? —preguntó con una
voz armoniosa y cálida.
Tomás pensó que desde que había llegado, era la
primera vez que alguien lo trataba como a un ser humano.
—No quiero nada —dijo amablemente—. Curiosidad...
Faltaba de este pueblo desde hacía quince años. Esta farmacia fue de mi difunto
padre y sentí... curiosidad.
La joven se le quedó mirando asombrada
—¿Tomás? —preguntó.
El aludido se quitó el pitillo de la boca y quedose
mirando a la muchacha.
—¿Me conoce? No puede ser —añadió alzándose de
hombros—. Usted era una cría cuando yo salí de aquí.
—Soy la viuda de Pedro.
—¡Demonio!
—¿Cómo estás? —preguntó ella con cierta ansiedad—.
¿Ya has visto a la familia?
Alargaba la mano. Tomás se la estrechó con fuerza.
—Por lo que observo —dijo por toda respuesta— tú no
me rechazas
—¿ Rechazarte?
—Bueno, me recibes con cierta amabilidad.
—Tony —llamó Mónica—. Tony —repitió—. Ven a atender
la farmacia. Ya harás después eso. —Miró a Tomás—. Pasa, charlaremos en mi
piso.
—Oye... no quiero causarte una extorsión.
—¡Qué cosas dices! Eres el hermano de mi esposo.
—Está bien.
Tony apareció con los cabellos revueltos, atándose
el cinturón de la bata blanca. Era un muchacho de unos dieciséis años, moreno y
parecido a Mónica.
—Es mi hermano —explicó ella.
—¿Cómo estás, Tony?
—Bien, señor. ¿Y usted?
—Llámame Tomás —rió—. Soy hermano del que fue tu
cuñado.
—Atiende la farmacia —dijo Mónica—. Tomás y yo vamos
a subir al piso.
Era un hogar acogedor. No había figuras pasadas de
moda, ni papeles chillones en las paredes. Era un piso moderno, amueblado con
gusto exquisito. Mónica, moviéndose en la salita, sin bata blanca, parecía una
chiquilla. Muy bella por cierto. Tomás conocía muy bien a las mujeres. Sabía
además apreciar la belleza femenina. Le pareció aquélla una deliciosa mujer,
franca y leal.
—Toma asiento—invitó ella—. Ponte cómodo.
Por lo visto era más amable que su familia. Bien. Se
sentó y encendió un cigarrillo.
—¿Fumas tú? —le preguntó.
—Alguna vez. Cuando me siento aburrida.
—Y te sentirás muchas veces.
—Alguna nada más —rió un tanto aturdida—. Ahora te
voy a servir el desayuno.
Tomás parpadeó.
—¿El desayuno? Si lo sabe Bernardina...
—¿Fuiste a verla?
Hacía la pregunta mientras ponía una servilleta
sobre la mesa de centro.
—Fui ayer noche. Pero no te molestes. He desayunado
ya.
—¡Oh!
—Ya me Io darás otro día. Ahora siéntate frente a mí
y cuéntame cosas. De Pedro, de ti, de la farmacia, de vuestra vida, de la
enfermedad de Pedro, de cómo te llevas con mis hermanas...
Mónica se sentó. Aceptó el cigarrillo que Tomás le
ofrecía y fumó con gracia muy femenina.
—¿Por dónde empiezo?
—Por tu difunto marido.
El rostro bellísimo de Mónica se ensombreció.
—Se dejaba llevar por sus hermanas —dijo
quedamente—. He sufrido, ¿sabes? Pero era muy bueno. Sólo cuando iba a visitar
a Bernardina, a Leonor o a Petra, reñíamos. Claro que no debía decirte esto.
Son tus hermanas. Pero es que yo soy muy sincera.
—Me alegro que lo seas. Continua.
—¿Por qué no hablamos de ti? Pedro te recordaba alguna
vez.
—¿Sin... rencor?
—Decía que habías sido un poco libre... Que a los
veinte años hiciste aquello o lo otro. Se enfadaba si yo me reía.
—¿Y te reías?
Mónica hizo una mueca.
—Alguna vez.
—Mis hermanas me rechazaron ayer —dijo dolido—. Supongo
que, conociéndolas mejor que yo, lo esperabas. ¿Te dijeron que yo vendría?
—No.
—Pero tú sabías que venía.
—Se lo oí comentar a Esteban. El otro día fui a su
tienda a comprar unas cosas. Me lo dijo sin querer. Noté que Bernardina le
había puesto pena de muerte. Por eso no hice el comentario con nadie.
—Ya.
—Y dices que...
—Sí, me han rechazado. —Refirió lo ocurrido—. Me
sentí decepcionado en el fondo —añadió—. Después de todo, por muy duro que sea
uno... siempre espera algo de la familia.
—Comprendo. ¿Qué vas a hacer? ¿Marchar de nuevo?
—No.
—¿Las desafías...?
—Tampoco. Voy a vivir como pueda. Aún tengo algún
dinero. Mientras me dure...
—¿Y después?
Tomás se alzó de hombros con indiferencia.
—Después Dios dirá. Yo no soy un tipo de después. Yo
soy del presente. El futuro es una incógnita para todos, aun para el que se
considere más seguro.
—Puedes trabajar en mi farmacia.
—Mónica...
—Y vivir con nosotros. Ya sé que es enfrentarme con
tus hermanas, pero... ya no es la primera vez que ocurre. Ellas han pretendido
gobernar mi vida. A Pedro lo gobernaron bastante. A mí jamás, y no lo ignoran.
De verdad —añadió cariñosa—. Yo te ofrezco un lugar en mi casa. Nada pueden
criticarme. Vivo con mi hermano y con mi abuela. Ya la conocerás. Ahora fue a
la compra. Es una bella persona y cuando oía contar cosas de ti, se reía mucho.
Yo creo que le eres simpático.
Tomás no era hombre que se emocionara, pero en aquel
instante lo estaba, a su pesar. Ser rechazado por su familia en momentos
críticos y acogido por una extraña, era consolador.
—Mónica, no sé qué decirte.
—Dame otro cigarrillo y sigamos hablando. ¿Tomarás
una copa? ¿De qué la quieres?
—Me abruma tu amabilidad.
—De coñac, ¿verdad?
—Sea, pues.
Se sentía a gusto allí. El piso era acogedor. Estaba
caldeado y la presencia exquisita de Mónica, resultaba alentadora. El jamás
había tenido un hogar, y de súbito lo anheló. Frenó su imaginación y preguntó
al rato:
—¿No te han quedado hijos?
—No. Pedro estuvo muy enfermo desde el principio. A
decir verdad, no me explico aún cómo ni por qué nos casamos. Yo le quería mucho
cuando empecé a conocerlo. Pero luego, al comprobar cómo lo manejaban sus
hermanas... me sentí desilusionada. No sé por qué te cuento todo esto.
—Porque te inspiro confianza, y porque soy hermano
de tu esposo muerto, y porque sabes que no comparto los pensamientos de mis
tres hermanas.
—Tal vez sea por todo un poco, o tal vez porque me siento
muy sola. Lo cierto es que me produce un gran bien hablar de todo esto. Té
aseguro que si Pedro no hubiese enfermado, habría terminado separándome de él.
—Todo por culpa de los tres loros.
—¿Los... loros? ¡Ah! —rió—. Sí, por ellas.
Perturbaban nuestra paz. Yo no sé qué demonios le decían a Pedro. Pero cada vez
que iba a su casa, venía endemoniado y no hacía más que reñir.
—¿De qué murió?
—De una enfermedad del corazón. Tenía reuma,
complicado con el corazón. Algo mortal, por supuesto. Fue terrible. Yo lloré
mucho, ¿sabes? Le quería. Me casé ilusionada y esperaba que un día… él me
comprendiera bien.
—¿Cómo es que te quedaste tú con la farmacia?
—Porque soy farmacéutica. Al morir Pedro, tus
hermanas, las tres, capitaneadas por Bernardina, me hicieron una visita. Me
dijeron que, como Pedro había muerto sin dejar hijos, les pertenecía la mitad
de la farmacia.
Tomás dio un salto en la butaca.
—¿Se atrevieron a eso?
—Yo hablé con mi abuela. Ella tenía algunos ahorros
y consideramos conveniente terminar el asunto de una vez. Les dimos el dinero.
—Mañana pasaré yo a reclamar mi parte —dijo Tomás
terminante—. Aunque luego lo tire al río.
—No te molestes. Ya tendrá Bernardina algo preparado
para rechazar tu petición.
—Me avergüenza pensar que pertenezco a la familia—
Descruzó las piernas—. Olvidemos todo eso, Mónica. ¿Puedes pasarte la vida en
este villorrio?
La joven rió.
—A todo se habitúa una. Además, una vez terminados
mis estudios, me instalé en esta villa y jamás salí de ella. Si he de serte
sincera, no me interesa salir.
—¿Tienes... novio?
La joven rió alegremente.
—Claro que no.
—Pero no me digas que no tienes pretendientes.
—Bueno, hombre, eso siempre hay. Pero yo me aferró a
mi libertad. La perdí una vez creyendo que merecía la pena. La verdad, repito
que Pedro era muy bueno...
—Pero tú —atajó Tomás —no te habías casado tan sólo
con Pedro, sino que también te habías casado con sus tres hermanas.
Mónica hizo un gesto, como diciendo: «Así es». En voz
alta, exclamó despreocupada:
—Aquello ya pasó.
Se oyó el llavín en la cerradura, y en seguida la
voz cadenciosa de una anciana.
—Mónica...
—Estoy aquí, abuela. Mira a quién tenernos en casa.
La anciana entró. Traía una bolsa abultada en la
mano y un paquete en la otra. Era menuda y tenía el pelo muy blanco. Se movía
ágilmente pese a sus años.
—Tomás.
—Abuela Ángela —exclamó él—. Pero si yo la recuerdo
muy bien.
—Claro que sí. En cierta ocasión asaltaste mi tienda
de quincalla y me destruiste seis faroles de petróleo.
Tomás se echó a reír. La abrazó con cariño. Se diría
que de súbito sentía una loca ansia de tener una familia y asociarla a aquellas
gentes.
—Ya me dijo Tony que había llegado y que estabas con
Mónica. ¿Qué te parece tu cuñada?
—Muy guapa.
Los tres rieron.
—Bueno, hoy te quedarás a comer con nosotros.
—¿Sabes lo que le dije yo, abuela? Que se instalara
aquí. La familia no lo admite.
—Ratas, son como ratas. Pues claro que puedes
quedarte.
Se lo agradeció, con frases sinceramente
emocionadas, pero no se quedó.
CAPÍTULO 03
Prefirió enfrentarse con Esteban. No contaba con encontrar
a Bernardina sentada tras la caja registradora. Tenían una tienda de tejidos.
La llevaba Esteban en apariencia, pero realmente, quien la llevaba era su
esposa.
Al verlo llegar, Esteban parpadeó bajo los lentes.
Bernardina estiró su delgado cuello de águila.
Había unos clientes ante el mostrador, y Esteban los
atendía. Bernardina hizo una seña a su hermano para que se aproximara, pues
conociéndolo, temía que dijera alguna inconveniencia en voz alta. Y el
prestigio de su tienda...
—Buenos días —saludó Tomás sin quitarse el pitillo
de la boca—. Acabo de saber algo muy interesante.
—Espera.
Tomás miró en torno. Esbozó una sonrisa.
—Tendrás que presentarme a todos tus amigos —dijo—
porque de lo contrario... armaré un escándalo diario.
A Bernardina le tembló la barbilla.
—Hablaré contigo cuando se marchen esos clientes.
Tomás elevó la voz.
—O me atiendes ahora, o...
Esteban, que atendía a los clientes, parpadeó de
nuevo.
—Tomás —susurró Bernardina—. Pasa a la trastienda.
Esteban se apresuró a despedir a los clientes. Pero
éstos seguían rebuscando el género que deseaban.
—Lo que tengo que decirte —gritó Tomás, sabiendo lo
mucho que molestaba a su hermana el escándalo— no necesito decirlo en la
trastienda.
Esteban se deshizo al fin de los clientes. No tenía
el género que buscaban. Lo sentía mucho. Tal vez dentro dé unos días recibiera
novedades preciosas. Los acompañó hasta la puerta. Ya no tuvo necesidad de
encararse con su cuñado, puesto que Bernardina, saliendo de tras la caja,
gritó:
—Tú lo que pretendes es desprestigiar mi tienda.
Pues no lo consentiré. Soy muy capaz de pedir tu destierro.
—Vengo a buscar la parte que me corresponde de la
farmacia.
A Bernardina le brillaron los ojos.
—Querido hermano, no estás en tu sano juicio. ¿De
dónde crees que sacamos el dinero para tu pasaje? Del presupuesto familiar. Del
fondo común. Aquí tienes los recibos de todo lo que pagamos para que pudieras
emigrar. Has vuelto pobre. Lo siento. Nosotros no podemos hacer nada por ti.
—Eres una ladrona —dijo Tomás con flema—. Apuesto a que vas a misa todos los días.
—Sí por cierto.
—Con lo cual tu conciencia quedará tranquila.
—Siempre la he tenido tranquila.
—Bernardina —se sofocó Esteban—, la gente que pisa
por, la calle nos mira. Estamos llamando la atención. Recuerda que no nos
conviene dar un espectáculo.
Bernardina enrojeció de rabia.
—Así es. Lárgate, Tomás. Yo no tengo la culpa de que
durante estos quince años, hayas gastado cuanto ganaste.
—Un momento, Bernarda. ¿No me ofreces ni siquiera la
oportunidad de una amistad?
—Nada en absoluto.
—Puedo trabajar —suplicó, o al menos pareció que
suplicaba.
—Sal de la ciudad. Aquí no.
—Está bien.
Salió. No iba sorprendido. En realidad lo esperaba.
Se dirigió a casa de Petra. No es que le interesara
visitarla, es que le divertía el espanto que veía en los ojos de sus hermanas,
temiendo perder su prestigio por su causa.
Le abrió una criada entrada en años. Lo miró de
arriba a abajo, y Tomás riendo, exclamó:
—Soy un pretendiente a la blanca mano de tu
señorita.
—¡Oh!
—Anúnciame así.
—Pase usted —pidió la criada aún más asombrada, pues
le creyó, y se admiró de un joven tan guapo pretendiera a su señorita—. Tome
asiento en la salita Anunciaré su visita.
Tomás pasó y recorrió la salita con la mirada.
Fierecillas, cuadros de paisajes alpinos, arrancados de revistas extranjeras. Chucherías
por doquier. Una alfombra que en algún tiempo mereció el digno nombre de serlo.
Y en el techo una lámpara del año mil.
—La señorita vendrá en seguida —dijo la criada toda
hecha mieles.
«Se lo ha creído», pensó Tomás. «Soy un cretino Me
pregunto qué dirían mis amigos canadienses si me vieran en, este instante.» Oyó
los pasos de su hermana que se aproximaban por el pasillo. La imaginó con sus
lícitos por la frente, teñidos de rubio. Sus pasitos cortos, sus faldas de
colorines, sus pestañas pintadas de negro para disimular las canas.
—Cuánto siento... —entró Petra diciendo. Se detuvo
en seco. Su rostro adquirió una expresión de odio feroz—. ¡Tú!.
—Buenos días, querida hermana.
—Si diera gusto a mi genio...
—Pero no puedes darlo —rió Tomás mansamente—. Te
arrugarías más, y eso no puedes permitirlo. Bien, no soy un pretendiente. Soy
sólo tu hermano, que carece i de alimentos, de dinero —dio varios vueltas al cigarrillo
entre sus dedos— de tabaco... Vengo a solicitar de ti un préstamo.
—Jamás.
—Mujer, da menos caramelos a tus canarios y recuerda
que soy tu hermano. Nacimos de la misma madre, tomamos la misma leche...
—Se diría —gritó Petra encolerizada— que tomas a
broma tu situación y la nuestra.
—En modo alguno. Me da mucho que pensar que tengo
tres hermanas, un cuñado y varios sobrinos, y carezco de lo más indispensable.
—Trabaja.
—Lo pretendo aquí. Bernardina no quiere saber nada.
Ayúdame tú. A fuerza de años de esfuerzo habéis logrado una posición social y
económica lo bastante sólida para poder echarme una mano sin esfuerzo. Es lo
único que os pido. Nadie me recuerda. Aunque diga que soy vuestro hermano.
—Que no debes decirlo.
—Aunque lo diga —siguió impertérrito —nadie me cree.
Tendréis que presentarme vosotros. Tengo muchos años, y la verdad, a un hombre
de mi edad no se le coloca fácilmente.
—En la ciudad no te ayudaremos. Nos avergonzamos de
ti, ¿te enteras?
—Entonces no puedo esperar ayuda.
—Por mi parte no.
—Bien, bien... —había cierta tristeza en su voz—.
Está bien. Perdona que te haya molestado. —Se dirigió a la puerta. Dio la
vuelta bruscamente y preguntó con ronco acento—: Si hubiese vuelto rico..., ¿me
hubieseis recibido así?
Petra se mojó los labios con la lengua.
—Has vuelto pobre. Nadie podía esperar otra cosa de
ti.
—Es cierto. Adiós.
No vamos a describir la escena con Leonor. Fue muy
parecida.
Tomás Ruiz se dedicó a meditar y a pasear durante
aquella primera semana. Se dio a conocer a varios amigos. Sí, lo recordaban,
pero... quedaba tan lejana aquella época. Ellos se habían hecho un porvenir. El
que más y el que menos vivía bien. De sus carreras, de sus oficios o de sus
rentas. Los más, de sus negocios. Todos mencionaron a sus familiares. «Si ellos
no te ayudan, que pueden..., ¿qué quieres que hagamos nosotros?»
Recibió desilusión tras desilusión. Por último fue a
ver al alcalde. Quince años antes, Megías había sido su mejor amigo, su más
adicto cómplice para las juergas. Carlos era médico, estaba soltero y al mismo
tiempo poseía un café de lo mejorcito en la ciudad.
Porque la ciudad, aunque pequeña, era rica en
propiedades, rentas y comercios. Tendría unos dos mil habitantes y carecía de
pobres. Tomás era, a no dudar, el único pobre, y su familia, como decían sus
antiguos amigos, gozaba de buena reputación y de una solidez económica lo
bastante desahogada para considerarse tranquila en el futuro.
Carlos Megías lo recibió en su clínica. No hizo
aspavientos ni lo confundió en un abrazo. Se comportó bastante fríamente.
—Chico...
Dijo eso tan sólo. Después le ofreció un cigarrillo.
Tomás lo tomó y fumó despacio, sentándose a medias en el borde de la mesa de
operaciones.
—Vengo a pedirte un favor.
Carlos se movió inquieto.
—Tú ya sabes que uno... no siempre puede hacer
favores.
—Hemos sido buenos amigos.
—Ciertamente. Pero hace mucho tiempo de eso, ¿no
crees? Yo terminé la carrera, me hice una posición, pienso casarme pronto, y...
trabajo mucho.
Era un reproche, pero Tomás no lo acogió así. Se
alzó de hombros.
—No todos tenemos la suerte de prosperar, ¿no te
parece?
—Bueno, yo creo que haciendo un esfuerzo...
—El triunfo no es para los esforzados, precisamente
—rió Tomás flemático, con cierta sorna—. Te lo digo yo que lo sé por
experiencia. El triunfo casi siempre es más para los frescos.
—Lástima que tú no hayas sido un fresco —apuntó
Carlos con la misma indiferencia.
—Es verdad... lástima... Bueno —añadió sin
transición—. ¿De modo que no puedes ayudarme en nada?
—Si no te ayuda la familia...
—Nunca simpaticé mucho con ella —rezongó Tomás con
desdén—. Ahora busco al amigo.
Carlos se aturdió un poco.
—Bueno —dijo concluyendo—. Tengo un café. Si
quieres... puedo ofrecerte un empleo de camarero. Pero ten en cuenta que a tu
familia le sentará como un tiro.
—De acuerdo. Acepto.
—¿Sabes lo que dirá tu familia?
—Por supuesto —rió Tomás—. Irán a verme a la fonda y
se pondrán verde. Pero eso no me interesa. Yo lo que deseo es subsistir.
—En tu pueblo natal no deberías trabajar de
camarero.
Tomás se miró las manos. Eran finas y suaves.
—No podría —dijo riendo— trabajar de pico y pala.
Soy demasiado señorito.
—¿Sabes lo que observo, Tomás? Que hablas y te
comportas como un insensato.
—A decir verdad nunca fui un hombre muy completo, tú
lo sabes. Siempre estuve un poco loco.
—Bien —decidió Carlos Megías, cansado de aquella
palabrería sin fundamento—. Puedes presentarte al encargado del café. Ya te buscará
labor.
De ese modo Tomás fue viendo cómo se le cerraban
todas las puertas, todas menos las del café. Decidió aceptar. Visitó al
encargado de aquél, se puso de acuerdo con él y quedó de acuerdo en empezar al
día siguiente. Después fue a visitar a Mónica. Hacía una semana que iba de casa
en casa, sin recordar su existencia, y había sido la única persona de la ciudad
que le brindó un apoyo.
Estaba sola en la farmacia. Tomás entró enfundado en
su traje gris, el único que tenía, con un cigarrillo en la boca y el cabello
peinado hacia atrás, despejando la perfección de su frente inteligente.
—Tomás —exclamó Mónica—. ¿Cómo es que no has vuelto
por aquí?
—Ocupaciones.
Refirió todo cuanto le había ocurrido, sin omitir la
última entrevista con Carlos Megías. Notó que Mónica se agitaba. Era lo
bastante observador para darse cuenta de que el hombre que cortejaba a Mónica,
era Carlos Megías precisamente.
—¿Y no te atendió?
—Me ofreció un empleo de camarero.
—No lo aceptarías, ¿eh?
Tomás se balanceó sobre las largas piernas.
—Lo acepté, naturalmente —dijo riendo—. ¿Por qué no?
—Es humillante.
—No hagas caso. Yo estoy habituado a hacer de todo.
Te advierto que, hace justamente dieciséis años, llevé un café cantante hasta
que me lo bebí todo.
—Tomás, me da la sensación de que quieres aparecer
peor ante mis ojos y los de todos.
—No soy bueno —adujo Tomás recostándose negligentemente
en el mostrador—. Tengo la monomanía de ser una persona original. ¿Tú crees que
lo soy? Me he burlado de mis hermanas y de todas las mujeres que encontré en mi
camino. He prometido casamiento, para obtener favores. Hice trampas a los
amigos para apoderarme de su dinero —se alzó de hombros—. He jugado cantidades
fabulosas en garitos indecentes... Y ya ves, continuo vivo y pobre. Es una
suerte.
Mónica lo miraba atentamente.
—Eres distinto a toda tu familia.
—En efecto. Mi familia se conforma con un porvenir,
yo me río del porvenir. —Sin transición añadió—: ¿Qué crees que dirá mi hermana
Bernardina cuando sepa que soy camarero? Apuesto a que se oculta en casa y no
sale de ella en un año.
—En realidad no es para menos.
—¿Tú... piensas igual?
—Yo no —parpadeó—. Yo considero que el hombre debe
trabajar en lo que sea. Pero a ti te ofrecí un empleo aquí. ¿Por qué no
aceptas?
—Te lo diré. Soy capaz de robar, pero no me conformo
a ser mantenido por una mujer. Tú no necesitas dependiente. Aquí enferma la
gente de tarde en tarde, y para vender aspirinas o supositorios anticatarrales,
os bastáis y sobráis tú y tu hermano.
—Tomás...
—No me humilles —rezongó éste—. Admíteme como cuñado
o como amigo, pero no te compadezcas de mí. Ten en cuenta —añadió riendo— que
un día cualquiera te hago el amor.
—Tomás.
—Bueno, perdona la franqueza —añadió
tranquilamente—. ¿Sabes lo que acepto? Que me invites a comer esta tarde.
Mónica lo miraba quietamente. No sabía qué pensar de
él. Tan pronto le parecía un pobre diablo sometido a la tiranía de sus
hermanas, como un ser sobrenatural, capaz de levantar montañas con su moral. De
cualquier forma que fuera, no era un hombre corriente, y ella sentía hacia él
una simpatía extraña.
Entre tanto ella pensaba esto, Tomás, con la mayor
tranquilidad del mundo, sacó la pitillera, encendió un cigarrillo y expelió el
humo lentamente, como si le causaran gracia las espirales que salían de su
boca.
—Te invito a comer —dijo ella de pronto—. ¿Por qué
no subes? Encontrarás a mi abuela haciendo la comida. Yo no puedo acompañarte
ahora, porque Tony no ha regresado aún de clase.
—¿Es que no te gusta que me quede aquí un rato,
contemplando mudamente tu labor?
—Qué cosas
tienes. Claro que me
gusta. Toma asiento.
Tomás no se movió. Apoyado en el mostrador, observó
cómo despachaba a una vieja asmática y luego a una gentil joven aldeana, cuyo
burro, cargado de lecheras de aluminio, la esperaba inteligentemente junto a la
puerta.
—Me pregunto —dijo Tomás pensativamente— cómo es
posible que te casaras con mi hermano.
Mónica, que llenaba un bote de cristal, de caramelos
de menta, quedó con las manos en alto. Al pronto no miró a Tomás, pero poco a
poco fue alzando la mirada y sus ojos negros y rasgados, permanecieron un
ínstame en el rostro de su cuñado, interrogantes.
—¿Qué dices? —susurró después—. ¿Cómo es posible que
hables así? Era tu hermano menor.
Tomás, recostado aún en el mostrador, jugó con un
lapicero. Se diría que toda su atención estaba puesta en aquél, mas de pronto,
lo que dijo demostró lo contrario.
—Tenía quince años cuando yo marché... Cuando me
echaron los angelitos de mis hermanas. Uno no se olvida fácilmente de eso,
Mónica. Parece que no duele, que no hace mella, pero vaya si la hace... Bueno —rió
socarronamente—. Dejemos mis sentimientos a un lado. Estaba hablando de tu
marido, de tu difunto marido. Tenía quince años, y ya se dejaba dominar por
Petra, y Bernardina. Entonces Leonor vivía un poco al margen de nuestra vida.
Tenía su hogar... Dicen que yo fui la oveja mala de la familia. Puede que sea
cierto. ¿Pero no sería más acertado decir que me hicieron la oveja mala? Me
indujeron a ello. Me faltó comprensión, cariño, ternura... apoyo...
—No digas eso, Tomás. Yo te profeso afecto, pero
nunca estaré dispuesta a permitir que digas lo que no es cierto. Tal vez te
haya faltado afecto, cariño, pero no apoyo. Ese te lo dejó tu madre al morir y
tú lo gastaste inútilmente, con absoluta tranquilidad, sin lamentarlo en
absoluto.
Tomás emitió una risita ahogada.
—Bueno, quizá tengas razón respecto á ese punto.
Pero el hombre necesita algo más que dinero. Necesita ayuda moral, cariño, para
realizar heroicidades.
—Nadie te pedía heroicidades —apuntó Mónica con
sutil ironía—. Te pedían que fueras farmacéutico.
—¿Para luego ser un manojo de nervios, gobernado por
ellas? Tenían el deber de conocer mi personalidad, Mónica. Si me conocieran, yo
hubiese sido un honorable farmacéutico. Pero..., ¿sabes una cosa? No me pesa.
He conocido mundo, he vivido, he gozado, he sufrido. No existe sensación en
esta vida, que no haya paladeado yo. Eso sirve de algo, aunque tú creas lo
contrario. Y te advierto —añadió de nuevo— que me extraña que tú te casaras con
mi hermano. Me parece que eres demasiado mujer para él —Se incorporó, lanzó
lejos la punta del cigarrillo consumido y añadió—: Voy a saludar a tu abuela.
—Hola, Tomás. ¿Sabes que tenía deseos de verte?
Quiero hacerte una pregunta que quizá nadie se haya atrevido a hacerte. Toma
asiento. Ponte cómodo. Fuma si quieres, a mí no me molesta el humo. Mi marido,
que en paz descanse, fumaba como un carretero.
—Gracias.
Se hundió en una silla, al lado de la mesa de la
cocina, cruzó una pierna sobre otra y encendió un cigarrillo.
—Estoy preparado para la pregunta —dijo—. Puede lanzarla
ya. Espero que no me ruborice.
—Me parece que tú estás de vuelta de todas partes.
No te asustará. Dime, muchacho, ¿qué has hecho durante quince años para no
haber amasado una fortuna con la cual restregarles las narices a tus tres
hermanas?
Tomás se echó a reír regocijado. Flemático,
contestó:
—Sería demasiada suerte para ellas, abuela Ángela.
¿Sabe usted lo que significa en un pueblo así, tener un hermano millonario?
—Te habrían recibido con los brazos abiertos.
—No necesito brazos, abuela Ángela —dijo
reconcentradamente—. Brazos que obran como resortes. Lo que yo necesito son
corazones.
—Por lo visto no has vivido lo bastante para
comprender que con dinero eres «don», y sin él, «din».
—Sí, sí que lo sé —rió de buena gana. A la anciana
le pareció la misma risa socarrona del jovencito aventurero de quince años
antes—. Pero no tuve tiempo de hacer fortuna. No soy hombre que goce con la
riqueza. ¿Qué emociones podría tener en la vida? El dinero proporciona
tranquilidad, pero no emoción.
—¿Nunca has sentido el ansia de enriquecerte?
—Jamás.
—¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Quedarte aquí, o largarte
rápidamente?
—Me quedo.
Doña Ángela lo miró interrogadora.
—¿De qué vas a vivir?
—Desde mañana trabajaré de camarero en el café de
Carlos Megías.
—¡Oh! —se asombró. Y de pronto empezó a reír—. ¿Les
harás eso a tus hermanas?
—Claro que sí.
—Muchacho, me alegro.
—¿A usted no le humilla tener un pariente camarero?
—A mí me enorgullece todo aquel que trabaja. Pero...
a tus hermanas...
Los dos se rieron.
Al rato subió Mónica. Tomás la miró de soslayo. De
nuevo se preguntó cómo era posible que aquella espléndida mujer, sensata y
personal, pudiera algún día haberse enamorado de Pedro Ruiz, su hermano.
Mónica lo miró a su vez, y como si comprendiera lo
que estaba pensando, dijo seriamente:
—Porque le amaba.
—Es una razón —apuntó Tomas divertido.
CAPÍTULO 04
Bernardina cerró la tienda a las siete en punto de
la tarde. Su marido bajó las persianas, encendió las luces de los escaparates y
se quedó mirando después a su mujer, como diciendo: «¿Y ahora qué?»
El rostro de Bernardina parecía gris a causa de la
indignación. Esteban, nervioso, encendió un cigarrillo y fumó aprisa.
—No te conviene fumar —gritó la esposa.
Á Esteban le tembló el pitillo entre los dedos.
Malhumorado, exclamó:
—No desahogues conmigo tu ira, mujer. Espera que
lleguen tus hermanas.
Bernardina se agitó cual si la sacudiera una mano poderosa.
Miró hacia el comienzo de la calle y vio avanzar presurosa a Petra.
—Abre —ordenó, como si Esteban fuera un simple
dependiente—. Ahí viene Petra.
Entró ésta bufando. Miró a un lado y a otro y
preguntó asombrada:
—¿Ya habéis cerrado?
—No es para menos. ¿No viene Leonor? —Cerraba la
zapatería cuando pasé por allí. Dijo que estaría aquí en un instante.
En efecto, por la calle avanzaba Leonor. Una vez
todos en el interior del comercio de tejidos, Bernardina ordenó a su marido:
—Baja las persianas de la puerta. Tenemos fue
hablar. Pasemos a la trastienda.
—¿También debo ir yo? —preguntó a lo simple su
marido.
—Por supuesto. Eres el hombre de la familia.
Esteban pensó que de hombre de la familia sólo tenía
él nombre, pero se guardó muy bien de hacer comentarios en voz alta.
—Pasad aquí —ordenó Bernardina dirigiéndose a la
trastienda.
Las hermanas la
siguieron. Se sentaron en sillas bajas y esperaron.
—Por lo visto —dijo Petra— es muy grave lo que
tienes que decirnos. Apuesto a que es a propósito de nuestro hermano.
Leonor la miró dudosa.
—¿Es que no lo sabes, Petra?
—¿Saber? ¿Qué tengo que saber? Que fue a verme el
otro día, hará cosa de una semana, y me pidió un préstamo. Naturalmente —añadió
la hermana soltera— no pude prestarle un real. Vosotros sabéis que vivo de una
pequeña renta, bastante exigua para la carestía de la vida.
Ni Bernardina ni Leonor la escuchaban. Ambas
permanecían sumidas en sus propios pensamientos, centrados en el mismo punto
sin duda.
—Tomás —estalló Bernardina, justamente cuando su
marido aparecía en la puerta de la trastienda— se ha puesto a trabajar de
camarero.
—¡No! —gritó Petra como si le inyectara dinamita.
—Sí. Y no sólo eso. En sus horas libres va a pescar
y vende el pescado de puerta en puerta.
—¡¡¡Oh !!! Dame algo, Leonor. Me desmayo.
—No lo hagas —dijo Leonor impasible—. Espera un poco.
—Miró a Bernardina—. ¿Qué has acordado para evitar esa vergüenza?
—Nada. Por eso os he mandado llamar. Dicen que se
pasa horas enteras en la farmacia de Mónica. Por lo visto esa loca aprueba su
proceder.
—Tenemos que ir a verla —decidió Leonor.
—¡¡Oh!!
—No te desmayes aún, Petra —reconvino Bernardina sin
mirarla. Luego se dirigió de nuevo a Leonor—, ¿Qué podemos hacer para evitar
esa humillación? Perjudica a nuestros hijos. Yo tenía intención de casar a mi
Bernardo con la hija del secretario del Ayuntamiento. Supongo que tú, Leonor,
también tendrías hechos planes para tus hijos.
—Naturalmente. Ese estúpido ha venido a desbaratar
toda la labor que hicimos durante quince años. Nuestro prestigio, nuestro
orgullo, nuestro nombre.
Esteban se atrevió a decir:
—Bueno, al fin y al cabo trabaja, ¿no? Peor hubiese
sido que viviera de nuestro crédito. Yo creo que un hombre que trabaja...
—Tú no sabes nada de esto —cortó su mujer sin
mirarlo—. Yo creo, Leonor, que lo primero que debemos hacer, es ir a la fonda
donde se hospeda y cantarle las cuarenta.
Esteban lió un cigarrillo. Petra aún no había
cerrado la boca y de vez en cuando lanzaba un ¡¡oh!! ahogado.
Las dos hermanas mayores continuaban hablándose y
gesticulando como si estuvieran solas.
—Iremos tú y yo, Leonor. ¿Estás de acuerdo?
—Por supuesto.
—Hay que impedir a toda costa, que Tomás continué en
la ciudad.
—Eso creo.
—Iremos ahora mismo.
Leonor se puso en píe.
—Vamos, pues.
—¿No puedo ir con vosotras?
Bernardina lanzó sobre Petra una mirada analítica, toda
la serenidad. Miró a su marido.
—Esteban, vete a casa y prepara la comida. Bernardo
no tardará en llegar.
El esposo asintió en silencio.
Bernardina se colocó un chal sobre los hombros y
salió precedida por su hermana.
Tomás se lavó las manos en el lavabo. Despejó el desagüe,
que se había obstruido con las escamas del pescado, y lanzó una breve mirada al
espejo. Se encontró moreno y sano. Sonrió. Los dientes blanquísimos aparecieron
en su boca como si esbozaran una mueca.
—Señor —dijo la camarera, al otro lado de la
puerta—. Dos señoras desean verle.
«Ya llegaron los búhos», pensó Tomás divertido.
—Que pasen.
Casi inmediatamente apareció. Bernardina y tras ella
Leonor. Las contempló un instante con expresión indefinible. Recordó un reloj.
Uno cualquiera. Siempre que veía a sus dos hermanas, evocaba un reloj.
Bernardina parecía la esfera. Leonor el péndulo. Evocó asimismo cuando él
cumplió veinte años. Bernardina lo asió por el cogote y le dijo: «Te irás de
aquí. Eres un sapo indecente». El no podría olvidar jamás aquellas palabras.
Durante quince años martillearon en su cabeza, produciéndole dolor, amargura y
rabia... Mucha rabia.
Secose las manos en una toalla. Empujó la puerta con
el pie y encendió un cigarrillo. Con él entre los dientes se aproximó a la cama
y se derrumbó en ella.
—Estoy cansado —comentó flemático—. ¿No pensáis sentaros,
queridas hermanas? ¿O es que sólo habéis venido a felicitarme?
—Hemos venido —estalló Bernardina— a afear tu
conducta.
—¡Oh! ¿Y os habéis molestado para eso? No merecía la
pena. —Y como si hasta aquel instante no parara mientes en el significado de la
frase, añadió socarrón—: ¿No os agrada mi conducta? Es la de un gran trabajador.
—Nos desprestigias.
—¿Sí? ¿Por trabajar?
—Márchate lejos. Entre las tres te daremos de nuevo el
dinero para el pasaje.
—No pienso volver al Canadá —rió—. Hace un frío
endemoniado.
Bernardina apretó los dedos nerviosamente.
—Escucha —dijo persuasiva—. Nosotros hemos
conseguido, a fuerza de luchar y de trabajar decentemente una posición segura,
sólida. Tenemos hijos, negocios que dependen del público en general. Tenemos
planes para nuestros hijos. ¿Comprendes? Un camarero en la familia es
humillante.
—Yo no pertenezco a vuestra familia, Bernardina
—dijo Tomás serenamente—. Me echasteis de ella hace quince años. —Soltó una
risotada. Las dos hermanas se crisparon—. Tenía veinte años cuando me cogiste
por el cogote y me sacudiste. Anteriormente ya me habías propinado unas cuantas
bofetadas. No creas que lo he olvidado. Me enviasteis al Canadá, como pudisteis
enviarme al infierno. He vuelto. Cuanto digas, cuanto hagas, cuanto luches, es
todo en vano. He vuelto a mi pueblo natal, y de aquí no me muevo hasta que me
dé la gana. ¿Por qué demonios no me ignoráis, como yo os ignoro a vosotros? Lo
normal hubiera sido que me recibierais en la estación. Quince años son muchos
para conservar odio en el corazón. Os participé mi llegada, creyendo, insensato
de mi, que me recibiríais son los brazos abiertos. No ha sido así... Siento en
mi corazón el mismo odio que sentí cuando me entregasteis aquel pasaje para el
Canadá...
—Tú lo has querido, Tomás —adujo Leonor con
violencia—. Nosotros hubiéramos hecho de ti un hombre como Pedro.
Tomás se sentó en la cama y balanceó un pie
rítmicamente, pero esta aparente tranquilidad, no evité que replicara con
rabia:
—Jamás hubierais logrado de mí lo que lograsteis de
Pedro. ¿Qué hicisteis del pobre infeliz? Una momia. Acabasteis con su salud. Se
casó enamorado y hasta le prohibisteis ser feliz. Por eso me echasteis de
vuestro lado. A mí no me gobernabais como le gobernasteis a él.
—Por lo visto Mónica aún no ha olvidado que nosotros
veíamos su egoísmo.
Tomás movió la mano, como diciendo: «No seas
estúpida». En voz alta se limitó a decir:
—Siento que no podáis volver al café donde yo trabajo.
De todos modos, volváis o no, no pienso dejarlo. Me gusta mi oficio. Y en
cuanto al pescado, me produce lo suficiente para mis gastos particulares. Dios,
en quien seguramente no creéis, dijo al hombre que trabajara. No especificó en
qué. Yo trabajo. Cumplo con mi deber.
Bernardina comprendió que sería inútil cuanto dijera
para convencerlo. Con ira irreprimible manifestó:
—Ten cuidado. Porque a la primera fechoría que
hagas, nosotros estaremos alerta y te denunciaremos. Será mejor verte en la
cárcel que cerca de nosotros avergonzándonos.
—De acuerdo, querida hermana.
Se marcharon al fin. Tomás procedió a vestirse con
mucha calma. Luego se dirigió a la calle.
Vestía un
traje gris, el de siempre. Hacía frío, pero él no tenía abrigo... Se alzó de
hombros. Había pasado demasiado frío en el Canadá, para encogerse ahora ante
una brisa invernal.
Mónica llenaba el tarro de cristal, de caramelos de
menta. Los niños y los ancianos asmáticos compraban muchos de aquellos
caramelos y casi se veía obligada a llenar dos tarros cada día. Vestía la bata
blanca y llevaba el negro cabello peinado hacia arriba, formando un artístico
moño. Tenía una nuca blanca y tersa y unas orejas pequeñas, y sobre todo una
boca roja y unos ojos de expresión acariciadora. Carlos Megías la miraba
anhelante. Hacía más de un año que iba tras ella. El tenía treinta y cinco
años, la edad de Tomás. Necesitaba formar un hogar, y siempre estuvo enamorado
de Mónica. Ya antes de casarse con Pedro Ruiz, él la admiraba. Pero entonces no
había afianzado aún su posición económica y tenía miedo. Ahora no. Era viuda,
por supuesto, pero según decían, su matrimonio no había sido feliz.
—Tony estará al llegar —adujo por centésima vez—.
¿No puedes dejarlo al frente de la farmacia y venir conmigo a dar un paseo?
Mónica siguió en su faena. De vez en cuando miraba
al fondo de la calle y desviaba los ojos hacia su pretendiente.
—No puedo dejar esto, Carlos —insistió molesta—. Ya
te lo dije.
—Tomás viene mucho por aquí.
Ella esperaba aquel reproche. Sonrió indiferente.
—Es mi cuñado.
—Toda la familia lo ha repudiado. ¿Por qué no has hecho
como los demás?
Mónica lo miro con censura.
—¿Acaso es un criminal?
—Es un vago.
—No me lo parece —rechazó enojada—. Trabaja de
camarero y aún va a pescar y vende el pescado.
—Supongo que no te sentirás orgullosa de él.
—Pues me siento, aunque tú lo consideres extraño. Tú
no hubieses hecho eso en su situación.
—Yo soy un médico.
Mónica lo miré de nueve. Esta vez con oculto desdén.
—Me pareciste un pedante —rió ella tranquilamente.
—¡Mónica!
—Lo siento.
A lo largo de la calle había visto a Tomás. Alto,
delgado, flexible. Parecía un deportista. Llevaba el negro cabello peinado
hacia atrás y sus grises ojos, estaban en la farmacia. Era un hombre diferente.
Cierto que ella no acababa de conocerlo, pero de lo que sí estaba segura era de
que sufría y era noble y honrado.
—Ya viene ahí —rezongó Carlos—. Puntual como un
cronómetro.
Tomás entró en la farmacia fumando un cigarrillo. Lo
quitó de la boca para saludar a Carlos.
—Hola, galeno —rió—. ¿Cómo van los asuntos del Municipio?
Carlos doblegó su rabia.
—Bastante complicados. No creas que es fácil llevar
una ciudad de estas con dos reales.
—Tú eres un tipo listo.
—Si lo dices con guasa...
—¿Has oído, Mónica? Dice que hablo con guasa. Yo no
soy un tipo guasón.
Pero la sonrisa de sus labios demostraba todo lo
contrario.
—Tea cuidado —dijo Carlos irritado—. Puedo dejarte
sin empleo.
—Buscaré otro. Soy un buen camarero.
Carlos se apresuró a despedirse de Mónica, y Tomás
se recostó en el mostrador. Durante unos instantes siguió la silueta de Carlos
Megías, hasta que éste se perdió en el final de la calle.
—Es una lástima —dijo reflexivo—. Hace quince años
era un compañero excelente. Ahora, un mentecato.
—En realidad dices las cosas de una forma que
ofendes a cualquiera.
—A ti no.
La miraba. Mónica sintió, como muchas otras veces,
bajo los grises ojos de Tomás, como una extraña turbación.
Nerviosamente comentó:
—También a mí alguna vez.
—Mónica... eres una mujer maravillosa. Lástima que
yo sea un tipo tan despreocupado. Te hubiese hecho el amor.
Mónica, a su pesar, se ruborizó.
—Estás muy seguro de que te aceptaría —reprochó.
Tomás dio algunas vueltas al cigarrillo entre los
dedos. De súbito, se hubiese dicho que no sabía qué responder. Pero no era así.
—¿Damos una vuelta por el pueblo?
Tony apareció en la puerta. Traía la cartera de los
libros bajo el brazo y su sonrisa era infantil y confiada.
—Mónica —exclamó alegremente—. ¿Quieres que ocupe tu
lugar?
—Claro que sí —rió Tomás—. Ella y yo vamos a dar una
vuelta por el pueblo.
Le dio rabia que gobernara su vida de aquel modo.
Pero no pudo evitarlo.
Se alejaron hacia las afueras. Aunque sólo eran las
echo de la noche, la luna ya brillaba y las estrellas, se apoderaban de sus
puestos con descaro y arrogancia.
Mónica y Tomás caminaban despacio muelle abajes.
Tomás miraba en torno como fisgoneando o calculando. En su mente empezaba a
bullir cierta idea diabólica.
—Siempre dices pueblo al referirte a tu ciudad natal
—dijo ella de pronto.
Tomás dejó su contemplación y la miró.
—Es un pueblo indecente, pero.... me agrada. Me
gusta pensar que aquí di los primeros pasos, que aquí murió mi madre. —Hizo una
pausa—. Mi madre, Mónica, era una mujer buena. Si ella hubiese vivido, las cosas
se desarrollarían de modo diferente. Aún recuerdo a mi padre, era un buen
hombre. Mi madre jamás le quitó la autoridad.
—No puedes acordarte, Tomás. Tenías cinco años cuando
murió tu padre.
—Pues aunque te parezca imposible, yo lo recuerdo.
Es también, el único recuerdo que guardo de mi infancia. Debí llorar mucho
cuando murió, porque ese recuerdo vive en mí como si imperara en mi vida cada día
y cada instante. En el fondo —rió como desmintiendo sus palabras— soy un
sentimental. Me emociona una noche como esta. Me agita una mirada de mujer. Me
siento embriagado ante una puesta de sol... Soy un sensiblero, ¿no te parece?
—Te burlas hasta de ti mismo. A veces me parece imposible
que puedas tener ese humor, poseyendo en la vida la mínima parte para ser
feliz.
Tomás se detuvo. La miró asombrado.
—¿Qué dices? ¿Es que tú también supones que la felicidad
depende de la riqueza? ¿Del bienestar material, de la sociabilidad...?
Mónica se aturdió.
—No —dijo rotunda—. No taso la felicidad desde ese
punto. Pero admito que contribuye mucho a ella.
—Mónica... —sonrió sardónico—. De pronto te veo
convertida en una vulgar mujer.
La joven no respondió. Estando a su lado siempre se
sentía menguada y ello la indignó, si bien se abstuvo de demostrarlo.
Se recostaron en el muro, cara al mar. La luna rielaba
en las aguas. Unas barquitas de pesca atracaban en el muelle. Los marineros
saltaban a tierra. Amarraban su barca.
—Ahí tienes —dijo quedamente— a seres felices. Y son
simples marineros. Hombres que se enfrentan cara a cara con la muerte todos los
días. Y el solo hecho de escapar de ella, les produce una felicidad que
quizá... quizá jamás hayas tenido tú.
—Eres extraño —susurró Mónica quedamente.
Tomás rió. Era su risa íntima, contagiosa. Metió la
cabeza entre el muro y la de ella, y se la quedó mirando quietamente.
—Tú no has sabido aún lo que es la felicidad —dijo
bajísimo.
—Lo crees tú.
—Lo sé.
—Tomás, eres demasiado visionario.
Estaban muy juntos y Tomás sintió como un ansia
incontenible. Los labios de Mónica eran rojos y húmedos, sensuales.
—Tú sabes que no lo soy. Soy menos positivo que tú.
Vivo más en las nubes. Encaramado sobre un pedestal que, en términos místicos,
podría decir espiritual.
Fue fácil acercar sus labios y rozar los de Mónica.
Lo hizo. Se sintió pegado a ella, amarrado. Y no quería. Tal vez a ella le
ocurría algo parecido. Se miraron con asombro. Mónica parpadeó. Tomás la asió
por la nuca y aplastó su boca con fuerza, con ansia, sobre la de ella.
Hubo como un conato de asombro por parte de ambos.
Fue Mónica quien reaccionó. Se apartó un poco. Lo miró desconcertada.
—No te pido perdón —dijo él roncamente—. Ha sido un
instante feliz. ¿Ves en que poco consiste la felicidad?
—No... no vuelvas a hacerlo. Nunca más.
Le temblaba la boca. Tomás le asió por un brazo y
tiró de ella.
—Vamos —dijo quedamente—. Vamos.
—Nunca más...
—No te lo prometo —dijo con flema—. Eres como una
tentación.
—Olvidas —susurró Mónica sofocada— que soy la viuda
de tu hermano.
—Está muerto.
—He sido su mujer.
—No dramatices, Mónica —rezongó—. Estás quitando
emoción al momento que ambos hemos vivido. Tú sabes que esto volverá a ocurrir
un día cualquiera y muchos otros días. Es algo inevitable.
—Tú no me amas.
Tomás miró ante sí. ¿Amar? ¿Qué era en realidad el
amor? ¿Una felicidad aislada, una felicidad constante o un instante de gozo
terrenal? Se alzó de hombros.
—No sé si te amo. Me gustas.
—Me... me has perdido el espeto.
La miró otra vez. Sonrió. A través de la oscuridad,
a Mónica le parecieron los dientes masculinos como los de un lobo hambriento.
Pesarosa dijo:
—Me has tratado como si fuera una mujerzuela.
Tomás hundió las manos en los bolsillos. Caminó a su
lado balanceante. Al rato exclamó parsimonioso:
—A una mujerzuela la hubiese invitado a dormir
conmigo.
—¡Tomás!
—A ti te he besado tan sólo.
—Eres un cínico. Tiene razón tu familia.
—Soy un hombre. Y te advierto que siento
indescriptiblemente que me mezcles en ese grupo insensible que compone mi
familia.
Ella se mordió los labios.
—Déjame sola —pidió después—. Prefiero...
Tomás se detuvo. Alzó una ceja. No había emoción en
su semblante. Y esto fue lo que más agitó a Mónica.
—¿De veras quieres que te deje sola?
Mónica no contestó. Siguió caminando y Tomás a su
lado, silencioso y reflexivo.
CAPÍTULO 05
Creyó que no volvería en una semana o un mes. Se
equivocó. Tomás apareció en la farmacia a la tarde siguiente, tan tranquilo,
tan seguro de sí mismo y tan socarrón como siempre. Mónica no supo si ofenderse
o alegrarse,
—Hola —saludó tranquilamente—. ¿Cuántas aspirinas
has vendido hoy?
Decía las mismas o parecidas frases de todos los
días. Mónica no pudo darse por ofendida. Lo consideró fuera de lugar. El no
parecía recordar lo ocurrido entre ellos la noche anterior. Ella, en cambio, lo
tenía clavado en la sangre, en el corazón, en la boca. Jamás, jamás, podría
olvidar aquel beso...
Esta evidencia la llenaba de inquietud y temor. ¿Es
que iba a ser un juguete para Tomás, como antes, tal vez, lo fueron otras
mujeres?
No obstante, se libró muy bien de aparentar rencor.
En realidad, y cosa extraña, no lo sentía.
—¿Qué es lo que ocurre en la plaza
principal?—preguntó Tomás recostándose en el mostrador—. La gente se arremolina
y parece todo el mundo asustado.
—Dicen que una compañía inmobiliaria va a construir
un edificio en medio de la plaza.
—Caramba —rió Tomás cachazudo—. ¿Quién tiene tanto
dinero para tirarlo por lo alto de ese modo?
—Cualquiera sabe. Un compañía inmobiliaria, ya te
dije.
Entró Carlos en aquel instante.
—¿Ya sabes, Mónica? —al ver a Tomás se contuvo, pero
seguidamente añadió— Parece ser que van
a remozar la ciudad.
—¿Parece ser? —preguntó Tomás burlón—. ¿Es que como
primera autoridad, lo ignoras exactamente?
—En nombre del Municipio he vendido los terrenos.
Pertenecían al Ayuntamiento. Es un solar fantástico y lo vendí por poco dinero,
si bien por mucho más de lo que se esperó jamás. Mira —añadió dañino—. Ahí
tendrás un buen trabajo. Van a empezar a construir dentro de dos días. Está
llegando el material.
—Puede que siga tu consejo —admitió Tomás con
flema—. Prefiero los ladrillos que tus cafés falsos.
—Oye...
—Me has dado una idea. Voy a hablar con el
arquitecto. ¿Ha llegado ya?
—Se hospeda en el Hotel Cristina desde la semana
pasada.
—Magnífico. —Miró a Mónica y le guiñó un ojo—. Hasta
luego, querida cuñada. Vendré a decirte en qué ladrillo me van a colocar.
Una hora después, cuando Mónica se disponía a cerrar
la farmacia, Tomás entró en ella fumando un largo habano.
—¿Qué te parece? —rió mostrándoselo—. Me lo ha dado
el arquitecto. Ha medido mi talla —añadió burlón—, sopesó la capacidad de mi
cerebro y me ha dado un contrato para las obras. Es decir, seré el encargado
del personal. Terminaremos el edificio en ocho meses. Un tiempo record, ¿eh?
—Nunca sé cuándo hablas en serio o en broma.
—Te estoy hablando muy en serio, ¿sabes? ¡Ah! ¿A que
no te imaginas de dónde vengo? De restregarle por las narices del alcalde la
chaquetilla blanca. No pescaré más. No serviré más cafés. Lo siento por mis
hermanas, que se sentirán satisfechas. Al fin y al cabo, de un simple y vulgar
camarero a encargado de una obra gigantesca, la elección es obvia, ¿no?
—No pensarás que voy a creer que el arquitecto...
—No sólo el arquitecto, querida cuñada. También el
contratista. ¿Sabes cuánto costará la obra en total? Veinte millones de
pesetas. Casi nada.
—¿Y quién paga todo eso? ¿Y qué objeto tiene hacer
un edificio de tal talla en una ciudad como esta?
Tomás se sentó de un salto sobre el mostrador.
—Si no se lo dices a nadie... te lo contaré todo.
Parece ser que les inspiré confianza. Me han contado muchas cosas.
—No te creo, Tomás.
—Mira, Mónica, que si bien soy un poco cínico y beso
a las chicas que me gustan, nunca fui un embustero.
—¡Tomás, eres...!
Tomás se inclinó hacia ella. La miró hondamente.
—Eres una preciosidad, Mónica. Y ni siquiera el
hecho de que seas la viuda de mi hermano, puede sellar mis labios. Eres muy
hermosa. Espero que jamás cometas la estupidez de fallar de nuevo.
—¿Fallar?
—Casándote con Carlos Megías. Sería un nuevo error.
Tú no eres mujer ni para mi difunto hermano, que en paz descanse el pobre, ni
para ese matasanos de Carlos Megías, que te confundiría con una inyección. Tú
eres mujer para un hombre de verdad. Que sepa manejarte, que te bese hasta
desvanecerte, que te adore, que te posea...
—¡Tomás!
—Perdona, demonio —rió como si no hubiese dicho
nada—. Me desboco en seguida.
—Ese hombre tan apasionado... tan... eres tú, ¿no?
Tomás se llevó el dedo a la frente e hizo, como que
reflexionaba.
—Diantre, no he dicho que sea yo, pero en fin... tal
vez... cuando consiga una posición sólida, venga a pedirte que compartas mi
mesa, mi lecho, mi vida.
Y como si no dijeses nada, hizo una rápida
transición y añadió:
—¿No quieres que te confíe los secretos que poseo
sobre este asunto que trae loca a toda la ciudad?
—Puedes hacerlo, aunque te creeré la mitad.
—Entonces no te lo cuento.
No se lo contó, en efecto. ¿En realidad, qué tenía
que contar? Sabía poco de aquel asunto... Únicamente que desde el día siguiente
empezaba a trabajar con ellos. Empezó bien de mañana. Apenas si tenía tiempo de
dedicarle un ratito a Mónica. Esta veía pasar los días sin que Tomás hiciera
acto de presencia. Por Tony, su hermano, sabía que Tomás alternaba con el arquitecto,
el aparejador y el contratista, como si fueran íntimos. Decían que
trasnochaban. Que se trasladaban a la capital cada noche y regresaban al
amanecer. Eran todos hombres jóvenes, enterrados en aquella ciudad por ocho
meses.
Mónica decía cada noche:
—No creo que en ocho meses se termine un edificio de
doce plantas.
Tony aducía:
—Ten en cuenta que trabajan en la obra un centenar de
hombres. Y los materiales llegan por cargamentos todos los días.
—No me explico qué pretenden. El dueño de todo esto
está tirando el dinero.
—Se rumorea que no será así —dijo Tony—. Se dice...
sólo se dice, ¿eh?, porque de cierto se sabe poco, que los bajos del edificio
serán comerciales. Suponte que todos en la ciudad, empiezan ya a luchar por su
posesión. Hay mucho comercio en este pueblo con pretensiones. Comercios como
nuestra farmacia, instalados en soportales indecentes. Suponte que las tiendas
pasan a ese edificio. No sólo dará vistosidad a la ciudad, sino que acrecentará
el comercio. Dicen también que al otro lado de la ría edificarán casas baratas
y a lo largo de la avenida residencial, chalets para empleados importantes.
También se piensa en una factoría donde se construirán barcos de pesca.
Mónica movió los labios en una mueca incrédula.
Tony, muy animado, siguió:
—Carlos Megías está entusiasmado. Le oí decir esta
mañana, que será el primero en solicitar la propiedad de unos cuantos bajos
comerciales, en los cuales instalará un café moderno, su consulta y no sé
cuántas cosas más. ¿Sabes lo que he pensado, Mónica? Que nosotros podíamos
solicitar uno, de modo que nuestra farmacia...
Intervino la abuela sin dejarle concluir.
—Todo esto es cuento de la gente, Tony. Además
nuestra farmacia está bien donde está.
Mónica no pensaba en todo cuando había dicho Tony.
Pensaba en la ausencia de Tomás. ¿Era el trabajo, la ocupación de cada día lo
que le alejaba de ella? ¿O era que se había cansado de ir por la farmacia?
La respuesta la recibió al día siguiente, junto con
la visita inesperada de Tomás.
—¿Qué hay, Mónica? —entró diciendo como si la
hubiese visto una hora antes.
Mónica estaba seria, muy seria. Tomás se inclinó
sobre el mostrador y con el dedo enhiesto le levantó la barbilla.
—¿Qué le pasa a mi farmacéutica?
—Quita allá.
—Nena...
—No soy nena.
—Preciosidad.
—Eres un cínico.
—Pero... —puso expresión inocente—. ¿Qué te hice, mi
vida?
—Te digo que no me toques.
Tomás se enderezó. Levantó la tapa del mostrador,
pasó al otro lado, asió a Mónica por un brazo y tiró de ella hacia la
trastienda.
—Tomás...
—Ven aquí. —La arrimó a la pared y él quedó pegado a
ella—. Dime qué tienes contra mí. No puedo tolerar tu frialdad.
—Suéltame.
—Dímelo, Mónica. Ya me conoces.
Se sentía sofocada. Oprimida. Sentía a la vez el
cuerpo de Tomás pegado al suyo. Ello le causaba una extraña emoción, pero Tomás
no pareció percatarse de ello.
La rodeó con sus brazos y sin pronunciar otra
palabra buscó su boca. Mónica retiró el rostro. Los labios de Tomás cayeron
acariciadores en la garganta femenina. Mónica se agitó cual si la sacudiera un huracán. Pero
no pudo huir del breve círculo.
—Tomás...
—¿Qué te pasa, di? —susurró él rozando la boca
femenina con sus labios—. ¿Qué te pasa? ¿Me has echado de menos? ¿Por qué no
eres sincera y lo confiesas?
—¿Me serviría de algo?
Tomás no respondió. La miraba a los ojos. Era grato
tener a Mónica así. Pegada a su pecho, con los ojos negros, acariciadores,
fijos en los suyos con expresión suplicante. La besó de nuevo. Esta vez en
plena boca. Un minuto o una eternidad. Mónica nunca lo supo. Aspiró hondo
cuando él la soltó.
—No tienes derecho —dijo con voz ahogada—. No tienes
derecho...
—Si los hombres midiéramos deberes por el derecho
—dijo Tomás mansamente— nadie los hallaría.
—Yo soy una mujer.
—Lo sé, Mónica. Si no fueras una mujer, yo no te
besaría. ¿Quieres que demos un paseo?
Hablaba suave y tranquilamente, como si minutos
antes no la hubiera besado hasta vencerla. Sintió vergüenza y humillación.
Tomás seguía allí, delante de ella, con las manos en los bolsillos y
balanceándose rítmicamente.
—Abusas de mi debilidad —dijo ella con voz
estrangulada.
—No hagas dramas, Mónica. Te gustan los besos tanto
como a mí. ¿Damos o no damos una vuelta?
—¿Es que crees que yo me dejo besar por todos los
hombres?
Tomás arqueó una ceja. Aquella impasibilidad
masculina era la que la vencía y enardecía al mismo tiempo.
—Claro que no —rió Tomás conciliador—. Yo nunca beso
a las mujeres que besan todos los hombres. Al menos... de la forma que te he
besado a ti.
—¿Dónde estás, Mónica? —gritó Tony desde la
farmacia.
Mónica, roja como la grana, se alisó el cabello y
salió disparada. Tomás lo hizo tras ella, tranquilo e indiferente.
—Estoy aquí, Tony.
Este miró a Tomás.
—Cuánto tiempo sin verte, chico.
—Hola, muchacho. —Miró a Mónica—. ¿Entonces no
vienes a dar una vuelta, Mónica?
—No.
—Puedes ir —exclamó Tony—. Yo me quedo aquí.
—¡No voy!
Tomás se alzó de hombros.
—Como quieras, muchacha.
Y se alejó a paso elástico, como si nada. Aquella su
actitud pasiva e indiferente, humilló a Mónica hasta el paroxismo, pero se
guardó muy bien de demostrarlo. Ella lo amaba. Era inútil luchar contra aquella
verdad. Lo amaba. Como nunca había amado a Pedro, ni a Carlos, ni a nadie. Aquello...
era muy distinto. Tendría que doblegarse. Pero..., ¿podría? Al fin y al cabo
era mujer. No podría, seguro que no podría. Tomás tenía algo, como un poder
oculto, tal vez nacido de su cinismo, que atraía y conquistaba.
¿De qué clase de madera era aquel hombre? ¿Qué
pensaba? ¿Qué sentía en realidad? ¿Sentía algo, o no sentía nada? ¿Jugaba con
ella como antes había jugado can otras, o le amaba?
Tomás estuvo dos meses sin ir por la farmacia. Mónica
no hizo nada por encontrarlo en su camino. Por la ciudad se decía que todas las
noches, Tomás se iba a la capital en el auto de los arquitectos y se pasaba la
noche de juerga. Pero eso ya nadie lo tenía en cuenta, dado el incremento que
tomaban las obras cada día. La gente sólo se ocupaba de estas obras y empezaban
a hablar en serio de los bajos comerciales.
Tomás se hospedaba ahora en el Hotel Cristina, el
más elegante de la ciudad. Aquella mañana se hallaba dando los últimos retoques
a su persona, cuando le anunciaron la visita de dos damas.
Alzó una ceja. ¿Dos damas? Las damas que él conocía,
no lo visitaban en su hotel. Sonrió desdeñoso. Seguramente se trataba de sus
hermanas. ¿Qué querrían de él, ahora que ya no era un simple camarero? La
edificación de aquel edificio monumental que crecía como la espuma cada día,
vino a solucionar su papeleta. Era muy divertido.
—Que pasen aquí —dijo señalando el saloncito
contiguo a su alcoba—. Saldré en seguida. Adviértales que sean breves. Tengo
mucho trabajo pendiente.
Salió segundos después. En efecto, eran Bernardina y
Leonor. Sus dos cerebros comerciales. No parecían enfadadas, sino más bien...
¿afables? Alzó de nuevo la ceja; gesto en él característico cuando se
interrogaba a sí mismo.
—¿De qué se trata ahora? —preguntó burlón—. Si venís
a pedirme dinero, siento deciros que no lo tengo. Yo siempre gasto tanto como
gano. Es muy divertido.
En otro momento cualquiera, Bernardina hubiera
saltado como una avispa. En aquel instante, con gran asombro de Tomás, dijo
mansamente:
—No necesitamos dinero. Y en cuanto a lo que tú gastas...
debemos tener en cuenta tu edad y tu soledad.
—Qué comprensiva te has vuelto, Bernardina. ¿Desde
cuándo, mi cara hermana?
Tampoco Bernardina se ofendió. Su sonrisa era de lo
más mansa.
«¿Qué diablos querrán de mí?», se preguntó, por
primera vez en su vida sinceramente desconcertado.
Se sentó a medias en el brazo de una butaca y
encendió un cigarrillo. Expelió el humo y manifestó casi a la vez:
—La camarera ya os habrá dicho que dispongo de poco
tiempo. ¿Es posible que me sorprendáis necesitando algo de mí? No puedo daros
nada, porque carezco de todo. Soy un tipo que vive al día. Vosotras, en cambio,
siendo van hormiguitas... habéis amasado una fortuna.
—Nos hemos enterado —dijo Leonor, que era menos
diplomática que su hermana— de que el edificio que construís tendrá bajos
comerciales.
Tomás no pudo por menos de soltar una carcajada,
—¿Era... eso?
—Como tú sabes —disparó Bernardina— nuestras tiendas
están en casas viejas, pasadas dé moda. Si no cogemos uno de esos bajos, lo
cogerán otros, y nuestros comercios se vendrán abajo.
—¿Y a mí qué me contáis?
—Eres nuestro hermano.
Tomás bajó del brazo del sillón. Se quedó plantado,
con las piernas abiertas, mirando a sus dos hermanas de hito en hito, como si
no diera crédito a lo que veía y oía.
—¡Vuestro hermano! —repitió cachazudo—. ¿Desde
cuándo, mis queridas leoncitas?
—¡Tomás!
—No soy nadie —exclamó éste terminante— para disponer
de los bajos comerciales. Soy un encargado de la obra. Simple y llanamente eso.
Pero aunque lo fuera, aunque pudiera ayudaros... por mil demonios que no os
ayudaría. ¡Oh, no! Ojalá surjan comercios nuevos en esos bajos. Ojalá quedéis
en la miseria. Ojalá os parta un rayo de una maldita vez y desaparezcáis de mi
vista cuanto antes. ¿Me habéis comprendido? Yo soy el mismo de siempre. El que
echasteis de vuestro lado cuando era un muchacho imberbe. El mismo que ha
vuelto quince años después, ansioso de cariño y de familia. El mismo que
visitasteis no hace mucho en la fonda, el mismo al que ni siquiera invitasteis
a comer. ¿Sabéis lo que significa para un hombre que vivió solo durante quince
años, sin amor y sin familia, llegar a la estación por la cual corrió de niño,
y hallarse solo? No lo sabéis, porque para saberlo tendríais que tener esto —y
se golpeó el pecho con el puño cerrado—. Carecéis de ello. Sólo trabajan
vuestros cerebros comerciales. Pues a llamar a otra puerta, leoncitas. Yo no
puedo ayudaros, pero aunque pudiera... —agitó la cabeza denegando— no lo haría.
No habrá fuerza humana capaz de ablandarme. He suplicado, tal vez lo haya hecho
con la sonrisa cínica en los labios. Es... —se alzó de hombros— como una
autodefensa. La única que me quedaba para amparar mi orgullo. Pero he
suplicado. De la única forma que yo sé hacerlo. Ni siquiera me habéis
escuchado. Me dejasteis en la calle cuando tenía veinte años, y me dejasteis
quince después, en la misma puerta de vuestros hogares.
Se dirigió a la salida. Con voz tonante, llamó:
—Camarera, camarera, eche a esta peste de aquí.
Y como si dijera una flor, se inclinó reverencioso
ante ellas y dijo antes de perderse en su alcoba:
—Llamad a otra puerta, leoncitas.
—Tienes que ir tú, Esteban.
—¿Yo? —se espantó éste.
—Eres el hombre de la familia.
Esteban metió el dedo entre el cuello y la camisa.
—¿Cuándo te has dado cuenta, Leonor?
—¿Oyes, Bernardina?
—Más respeto, Esteban.
Este se menguó.
La familia se reunía como tantas y tantas veces.
Petra contemplaba sus ricitos rubios teñidos, a través del espejo. Con ella no
iba aquel asunto. Tenía su dinero colocado en acciones y no la perturbaba el
hecho de que se vendieran aquellos bajos comerciales.
—A ti te hará más caso que a nosotras —adujo Leonor
insistente—. Al fin y al cabo eres un hombre y no has tomado arte ni parte en
los asuntos familiares.
—Los he presenciado —dijo Esteban con su vocecilla
de hombre sin voto— y no lo ayudé.
—Mira, Esteban —adujo Bernardina—, que de este asunto
depende nuestra fortuna. Una vez instalados ahí los comercios, no habrá nadie
que entre en nuestra tienda.
—Tal vez sean bulos.
—Son realidades —chilló Leonor.
—Pues bien —decidió Esteban, por primera vez
haciendo honor a sus pantalones masculinos—, yo no voy a visitar a vuestro
hermano.
—¡Esteban!
—He dicho que no —chilló Esteban orgulloso de sí
mismo—. Si yo fuera él, tampoco os haría caso. Yo no me humillo. ¿Está claro?
—No se trata de eso —se sofocó la esposa—. Es nuestro
negocio, el pan de cada día el que está en juego, la carrera de nuestro hijo,
nuestro prestigio comercial.
—Es tu hermano. Ve tú.
—Ya hemos ido, Esteban —trató de apaciguar Leonor—,
y nos dijo que no.
—Entonces ya tenéis la respuesta.
—Pues si no vas a verle a él, irás a ver al
contratista o al arquitecto.
—Ni tu hermano ni esos señores, son los dueños.
—Pues irás a preguntar quiénes son los dueños.
Esteban, abrumado, volvió a quitarse los pantalones
de su hombría y agachó la cabeza.
—Iré —dijo—. Iré.
Y, su voz sonó tan cavernosa, que Petra, al margen
hasta aquel momento, calculando el beneficio de sus acciones, lo miró y dijo:
—¿Te ocurre algo, Esteban?
Este la miró con expresión cansada.
—Nada. Casi nada.
A medía tarde apareció de nuevo ante su familia. Se
hundió en una butaca y dijo con la misma voz cavernosa:
—Ni el arquitecto, ni el aparejador, ni nadie sabe
quién es el dueño. Una sociedad inmobiliaria... ¡Bah! Según ellos, el encargado
de vender se halla en Madrid.
—Tendrás que ir a Madrid, Esteban —decidió su esposa.
—Me mareo en el tren. Bernardina. Tú bien sabes que
me mareo.
—Irás —fue la única respuesta compasiva.
CAPÍTULO 06
Esteban fue y regresó en el término de una semana.
La familia volvió a reunirse. En efecto, la compañía
inmobiliaria estaba en Madrid, pero no tenía ni la menor idea de dichos bajos
mientras el edificio no estuviera concluido.
—¿No les has dicho que tú eras un comerciante de
prestigio en esta ciudad?—preguntó la esposa excitada.
—Sí, Bernardina, sí —se agitó Esteban, cansado del
viaje y del mareo—. Pero todo fue inútil. No venden por ahora, ¿te enteras? ¡No
venden!
—Dicen que en las capitales, cuando se construye una
casa, venden los bajos comerciales casi antes de empezar —opinó Leonor
impaciente.
Esteban se alzó de hombres.
—Puede que sea cierto; sin embargo, aquí no ocurre
igual. He insistido reiteradamente, hasta que los cansé y me despidieron. ¿Sabes
quién estaba allí? Carlos Megías, Ernesto el carnicero, Juan Laguna, el que
tiene la mejor zapatería de la ciudad. Y algún otro más. Nos reunimos todos y
fuimos a ver al encargado de la compañía. Nos dijo que a la hora de vender nos
tendría en cuenta. Anotó nuestros nombres y nada más.
Bernardina tenía la boca abierta.
—¿De modo que... todos piensan como nosotros?
—¿Y de qué otro modo pueden pensar? —opinó Leonor—.
Si no existe otra alternativa. Suponte por un momento, que no logremos los
bajos para nuestras tiendas, y que en cambio los logren ellos. La gente es
maniática y todos irán a comprar al edificio nuevo. El que no pueda comprar, o
no lo consiga por lo que sea, se quedará en la ruina.
Sobre este asunto estuvo la familia Ruiz disertando
una buena parte de la noche, sin llegar a una conclusión acertada.
Tomás, muy ajeno a la batalla que tenía lugar en casa de sus hermanas, se hallaba en aquel
instante sentado ante la barra del bar de Carlos Megías. A su lado, el
arquitecto fumaba un cigarrillo y miraba complacido a una muchacha
que se hallaba al otro extremo del café.
—Está casada —dijo Tomás riendo—. No se haga
ilusiones, señor Lavandera.
Este alzó los hombros, pero siguió, mirando.
—Buenas noches —saludó Carlos acodándose junto a
Tomás.
—Hombre —rió éste—. ¿Desde cuándo alternas con los
pobretones como yo?
—Déjate de comentarios acerbos. ¿Cómo va la obra?
—Atrasada. No creo que sea posible terminarla en el
tiempo tasado. Un edificio de doce plantas no es una chavola.
—Creo que se venden los bajos.
«Otro que busca una recomendación.»
Rió con una mueca sardónica. Le estaba divirtiendo
mucho todo aquello. Claro que él no era nadie para darles la recomendación,
aunque ellos creyeran lo contrario.
Esperó.
Carlos le alargó un cigarrillo.
—Estoy fumando.
—Demonio, pues es verdad. ¿Qué mira tu amigo? —le
preguntó.
—Lo que ve. —Fumó despacio.
—Oye, Tomás... ¿No hay posibilidad de conseguir unos
cuantos bajos de esos?
—¿No has ido ya a Madrid? ¿No habéis ido todos,
incluyendo el pasmado de mi cuñado? Allí os darían una respuesta, supongo yo.
Carlos lo miró desconcertado. Creyó que Tomás
ignoraba su viaje a Madrid. El hecho de que lo supiera le molestó, si bien nada
dijo.
—Tú eres el encargado de la obra —dijo.
—Sólo encargado de los obreros, no lo olvides.
—Siempre tendrás alguna influencia.
Tomás tiró lejos el cigarrillo y se puso en pie. Lo
aplastó con el zapato.
—No pidas mi ayuda, Carlos. Creo que me conoces
—añadió indiferente—. No moveré un dedo para mejorar vuestra situación.
Exactamente igual que todos vosotros habéis hecho conmigo. No creas que voy a
olvidar que Juan, Ernesto y tú habéis alternado conmigo en mi, juventud, y a mi
regreso quince años después, cuando más lo necesitaba, me volvisteis la
espalda. Haré lo mismo. La ley del Talión. Ojo por ojo y diente por diente.
—Yo te ayudé —se agitó Carlos.
Lo miró desdeñoso.
—Tratas tan mal a tus empleados, que a cualquier
hora del día tienes un puesto libre en tu plantilla de camareros. Fui a ocupar
una vacante que queda vacía todos los días.
—Espera...
—Voy a dar uña vuelta. —Tocó en el hombro del señor
Lavandera—. ¿Se queda usted?
—Un poco más —dijo éste distraído, sin dejar de
mirar a la mujer casada.
Tomás se inclinó hacia él y le dijo al oído:
—Cuidado, es la mujer del carnicero... No olvide que
éste posee un machete de agudo filo.
Lavandera se echó a reír, y Tomás, tranquilamente,
salió del café y se enfrentó solo con la noche.
A la luz de un farol callejero, consultó el reloj.
Eran las nueve de la noche. Hacía más de quince días que no iba por la farmacia
de Mónica. ¡Mónica! Prefería no pensar en ella. Era como una pesadilla. Una
pesadilla grata, que causa pesar y placer a la vez.
No pensó en Carlos Megías, ni en Juan Laguna ni en
Ernesto. ¿Para qué? No tenía la intención de ayudarles. No deseaba ayudar a
nadie, excepto a Mónica. Pero Mónica, al parecer, no necesitaba un bajo
comercial. Sonrió entre dientes.
Siguió caminando calle abajo. Sus pies producían un
ruido seco sobre los adoquines. Por un instante se detuvo a pensar en sí mismo.
¿Merecía la pena? Sacudió la cabeza y de súbito se detuvo. Estaba ante la casa
de Mónica. Aún había luz en la farmacia.
Tocó con los nudillos en la puerta y esperó.
—¿Tú a estas horas?
—Buenas noches, Mónica. ¿Puedo pasar?
La joven titubeó, pero al fin le franqueó la
entrada.
—Estoy de guardia —dijo la muchacha molesta—. No me
agrada que me visites a estas horas, habiendo tantas en el día, en que ni
siquiera te acuerdas de la dirección de esta casa.
Tomás había recuperado su buen humor. Tenía momentos
de depresión, como todos los humanos. Tal vez sus hermanas y la misma Mónica lo
creyeran un hombre superficial, sin sentido, sin responsabilidad. Se
equivocaban. El llevaba una careta. Todo el mundo usa careta humana. Unos más
gruesa que otros. La de él tenía, muchas pulgadas de espesor. Tal vez un
centenar.
No obstante, nadie lo diría al verle, tan
despreocupado, tan indiferente y tan burlón. En aquel mismo instante, con las
manos en los bolsillos del pantalón, las piernas abiertas y la cabeza enhiesta,
parecía un aventurero jugando a conquistar a una mujer.
—Hace quince días que no te veo, Mónica —rezongó—.
Son demasiados días.
La joven, que seleccionaba linos medicamentos,
siguió su labor. Los dedos le temblaban un poco, pero esto no lo veía Tomás,
cuya silueta continuaba cíe pie al lado de la puerta cerrada.
—Nadie te prohibió que vinieras —dijo ella,
incómoda.
Tomás avanzó y se recostó en el mostrador.
—Mónica, a veces pienso que no merece la pena
molestarse, ni vivir, ni dormir, ni comer. He luchado toda mi vida por ser
feliz y llego a una edad en que el hombre se siente como perdido en sí mismo,
sin haberlo logrado.
—La felicidad no es un objeto. No se busca, Tomás.
Llega a uno y nada más.
Tomás dio una chupada al cigarro y lo aplastó sobre
el cenicero.
—¿Tú has sido alguna vez feliz? —preguntó de súbito.
La muchacha alzó los ojos. Encontró los de Tomás muy
cerca. Desvió los suyos con presteza.
—¿Qué importa eso?
—Importa mucho. ¿Lo has sido?
—No... no lo sé.
—La felicidad es algo que no puede pasar
inadvertido, Mónica. Se siente o no se siente. Tienes que saberlo.
—Habla de ti, si te parece. De mí... no.
—Ya veo que ni siquiera te merezco un poco de
confianza.
Mónica tomó un tarro de cristal y lo colocó en la
estantería. Sin volverse dijo:
—¿Y por qué he de tener confianza en ti si apenas te
conozco? Fui leal contigo, Tomás. Te acogí con afecto...
—No me hagas un reproche —atajó Tomás con voz
hueca—. No sabría responderte.
—Te hago ese reproche. ¿Y sabes aún más? —se volvió
hacia él—. Prefiero que no vengas por aquí.
Tomás no respondió en seguida, Cuando lo hizo, su
voz era más hueca.
—¿Quieres casarte conmigo?
Mónica se desconcertó.
—No estoy seguro de hacerte feliz. No soy hombre de
hogar. O al menos nunca lo fui. Pudiera encontrarme con una sorpresa. O que me
agrade mucho, o que no me, interese. Si me diera cuenta de esto último,
posiblemente me fuera de nuevo al Canadá y te abandonara.
A Mónica le temblaba la voz.
—No te comprenderé nunca.
—¿Lo ves?
—¿Te estás burlando de mí? ¿Has descubierto ya lo
que me ocurre?
Tomás se enderezó y pegó la espalda a la puerta. Se
la quedó mirando quietamente. No sería nada fácil penetrar en sus pensamientos.
Miraba a Mónica con expresión cerrada y su boca de firme trazo, se curvaba en
una mueca indefinible.
—He venido —dijo inesperadamente— buscando algo en
esta noche solitaria. No sé si tu amor, tu sonrisa, o la suave caricia de tu
boca. Y me desconciertas, me empequeñeces con tus exigencias.
—No te he exigido nada.
—Es verdad —admitió sin ironía—. Con palabras, no;
con reproches... velados, todo.
—Tomás...
—En efecto, no me comprendes. No te das cuenta de lo
que siento, ni de lo que espero ni de lo que hago. No es fácil —se alzó de
hombros—. Casi no lo sé yo mismo. No sé si te amo o te deseo simplemente
—añadió con ronco acento—. He deseado a muchas mujeres y las he obtenido. Una
vez obtenidas, fue fácil cansarme. Con amor, nunca deseé a una mujer. Nunca sentí
en mí la imperiosa necesidad de una esposa. ¿Te das cuenta ahora por qué me
acerco a ti, por qué huyo y vuelvo? Tengo en mí una gran inquietud. Nunca he sentido
cosa igual. Si me fuerzas a pedirte que me case contigo, posiblemente te
abandone un día cualquiera, y te admiro demasiado para hacerte ese mal. Déjame,
pues, que me encuentre a mí mismo. Tal vez no me encuentre nunca, pero si algún
día ocurre, es evidente que tú estarás a mi lado. Porque tú me amas, ¿no es cierto,
Mónica?
La muchacha apretó los labios, como si pretendiera
contener el sollozo que pugnaba por salir de su garganta.
—No me contestes —añadió Tomás suavemente. Se acercó
a ella, y como en otra ocasión, le alzó la barbilla—. He leído en ti, Mónica.
¡Es tan fácil leer en el libro de tu corazón!
—¡Vete!
—Querida.
—¡Vete, he dicho! —y con súbita fiereza añadió—: ¿No
iras pensado nunca que puedo casarme con Carlos Megías?
Tomás se la quedó mirando boquiabierto.
—No —dijo bajo—. No. No es hombre para ti y tu
subconsciente ya te lo advierte.
Con súbita decisión giró sobre sus zapatos y abrió
la puerta de la calle.
—Buenas noches, Mónica.
Ella no respondió. Se hallaba de espaldas a él, y
miraba obstinada los medicamentos que acababa de colocar en los estantes.
Tomás Ruiz no atravesó la calle. Quedó apoyado en la
pared de la farmacia, con los ojos fijos, como hipnotizados, en la luna. Era
redonda y blanca. Era bonita la luna. Las estrellas brillaban menudas. Se alzó
de hombros. Tanto la luna como las estrellas, siempre habían sido iguales. ¿Por
qué aquella noche le parecían diferentes? Encendió un cigarrillo y fumó aprisa.
No se sentía feliz ni satisfecho, pero a decir verdad, jamás había
experimentado en su intimidad ninguna de ambas cosas.
De pronto dio la vuelta sobre sí mismo y empujó la
puerta de la farmacia.
—Mónica…
La joven se volvió como si la pincharan.
—¿Otra vez? —dijo con ronco acento.
Tomás cerró la puerta con el pie, y muy despacio,
desmadejado e indeciso, se sentó en un taburete. Miró al suelo. Hizo un
arabesco con el pie, sobre el polvo acumulado junto a la puerta.
—Mónica..., ¿qué es lo que esperas de mí?
—Nada —dijo ella—. Nada. Que te vayas. Que olvides
el camino de esta casa. Estoy cansada.
La miró quietamente.
—¿Es que admitirías mi indecisión, mi inquietud
espiritual?
—No.
—Es lo único que puedo ofrecerte. Y eres la viuda de
mi hermano. ¿Te das cuenta? Yo no puedo ofrecerte una estabilidad. —Con rudeza
añadió—: ¡Yo soy un aventurero! Cierto que no puedo olvidar que me has acogido
cuando todos me rechazaron. Pero eso no es suficiente.
—Me das pena, Tomás —dijo ella de pronto—, Me da la
sensación de que eres un navegante a la deriva. Nunca encontrarás un puerto
donde frenar tus amarras. ¿Sabes que eso es lo peor que puede ocurrirle a un
ser humano?
Tomás asintió con la cabeza. Vagamente dijo:
—Yo lo comparo a un condenado al Purgatorio. Debe de
ser así... Caminar y caminar sin rumbo. Inquietud y dolor. Amargura y
desencanto. Uno busca el placer de cada día y no lo encuentra. Por una hora o
un segundo. No es bastante. Eso no centra ni determina una vida.
—¿Y eso por qué? Eres un hombre como los demás.
—Soy muy distinto. Tal vez tú no lo comprendas.
Mónica salió del mostrador y se apoyó en éste, cara
a Tomás. Lo miraba con súbita curiosidad. Se daba cuenta de que en aquel
instante, Tomás no era superficial, ni burlón, ni siquiera indeciso. Tomás
sufría. Toda su vida y su desconcierto se centraban precisamente en aquel
sufrimiento.
De pronto, casi sin darse cuenta, alzó la mano y la
dejó caer en el hombro masculino:
—¿Qué te pasa, Tomás?
El asió aquella mano y la apretó contra su boca.
—Nada determinado —dijo roncamente—. Cosas genéricas
que fueron recopilándose en mi vida como complejos odiosos. ¿Te das cuenta? ¿Te
imaginas a un muchacho de veinte años, solo en una nación hostil? Sin dinero,
sin amigos, sin familia... —sacudió la cabeza—. Mónica, perdona. No debiera
decirte esto. Pero uno... trata de auto-dominarse. Coloca una careta sobre su cara
y sobre su corazón y echa a andar por el camino que todos llamamos vida. Pisa
una y otra vez y no sabe lo que pisa.
—Mucho te han herido.
Tomás soltó la mano femenina y se puso en pie, Sus
facciones parecían talladas en mármol. De pronto sacudió la cabeza y mostró una
de aquellas sonrisas sardónicas que enmascaraban su cara.
—Olvídate de cuanto te he dicho. Ya tengo años
suficientes para soportar la soledad y la amargura que haya sufrido en el
destierro.
—Nunca perdonarás a tus hermanas...
—Nunca —dijo roncamente—. ¡Nunca!
Se encaminó, a la puerta. De súbito dio la vuelta,
asió a Mónica por la muñeca, tiró de ella y la pegó a su pecho. La retuvo con
las dos manos pegadas a su cuerpo.
—Mónica —dijo sobre los temblorosos labios
femeninos—. Si hay algo bueno en mi vida, algo verdadero, algo grandioso, ese
algo eres tú.
—Tendrás que lanzar ese lastre lejos de ti, si
quieres ser feliz.
—Un día... no sé cuándo, te buscaré... Te pediré que
emprendas conmigo un camino nuevo... Y los dos, asidos, de la mano... Eres tan
bonita, Mónica —añadió bajísimo, rozando su boca con la suya—. Tan femenina,
tan diferente...
—Tomás.
—Yo no soy bueno, Mónica. No debieras mirarme así ni
admitir mis besos, ni recibirme en tu casa. Yo... —la besó ansiosamente. Mónica
abrió los labios.
Tomás perdió un poco su compostura, su careta de
cínico, su falsa seguridad. La besó larga e intensamente. Mónica creyó que iba
a morir allí mismo y a nacer de nuevo. Era como si de pronto encontrara la
verdad en la boca de Tomás.
—Mónica...
La miraba. Sus ojos parecían cansados.
—Querida...
La soltó bruscamente y salió. Su figura se tambaleó
en la noche. Caminaba inseguro, las manos caídas a lo largo del cuerpo, Mónica
había corrido hacia la puerta y apoyada en el marco susurró:
—Tomás...
Este no la oyó. Caminaba como ciego, como perdido en
sí mismo.
Se lo dijo Tony.
—Se ha ido.
Mónica se estremeció.
—¿Qué dices?
—Al parecer están construyendo una obra en Madrid,
La compañía lo reclamó. Se conoce que el arquitecto y el contratista dieron buenos informes
de él.
Se había ido.
Abuela Ángela esperó. Servía la comida. Se dio
cuenta de cuanto pasaba por el cerebro de su nieta en un segundo.
—Come, Mónica.
La joven miró a su abuela quietamente. Se diría que
no la veía.
Tony siguió informando.
—Las obras se retrasaron un poco. Es posible que no
terminen en ocho meses.
Nadie le escuchaba.
Cuando más tarde Tony se fue, abuela Ángela se sentó
frente a Mónica y tomó una de sus manos entre las suyas.
—Mónica —dijo quedamente—. Yo ya lo sabía.
—Lo... sabías —repitió sin preguntar.
—Tomás estuvo aquí ayer noche. Tú estabas en el Rosario...
—¿Qué... qué te dijo?
—Nada en particular. Lo reclamaban en Madrid. Se
iba. Me dio... una carta.
—Y no me la has dado aún...
—Mucho le amas. Siento que haya ocurrido así, Mónica.
Tomás no es hombre que se case.
—Te... te lo ha dicho él.
—No. Lo veo yo. Ha vivido demasiado tiempo solo. Es
un aventurero... un hombre que nunca se detendrá mucho tiempo en un mismo
lugar. Tú no puedes sufrir el riesgo de perderte a ti misma, como está perdido
él.
—Ellas... ellas han tenido la culpa.
—La vida, Mónica. La vida y los egoísmos humanos.
—Ellas —añadió apretando con intensidad la carta que
la abuela le entregaba—. Ellas fueron las que lo lanzaron, de sí como si fuera
un lastre insoportable. El volvió a su lado. Ansioso de cariño, de esa ternura
que le faltó en la peor edad. Y encontró el vacío. Por eso vive así, errante.
Mientras no cifre su cariño en otra persona. En mí, por ejemplo. Pedro era como
él. Muy parecido. Siempre tenía esa expresión de amargura. No tenía tanto mundo
como Tomás, e ignoraba la forma de disimular su agonía moral.
—Mónica...
—Un día, no sé cuándo, yo tendré que decirles...
—Cállate, querida. Olvida a Tomás. Olvida a Pedro...
Vive tu vida. Tal vez Carlos Megías te haga feliz.
Miró a su abuela como si ésta fuera un ser del otro
mundo.
—Pareces olvidar, abuela, que Carlos Megías se unió a
ellas para rechazar a Tomás. Tal vez no lo haya hecho de palabra. Pero obró en
la vida de Tomás, como sus hermanas.
CAPÍTULO 07
«No
huyo de ti, Mónica. Esta vez huyo de mí mismo. De la miseria de mis deseos. Has
llegado a ser en mi vida como una necesidad pecadora, y sé que tú no lo
mereces. Me marcho. Tal vez vuelva o tal vez no. Si tú te encuentras con
fuerzas para unirte a otro hombre, para quererlo. del veras, cásate y no mires
atrás. Si puedes esperarme, espérame. Quizá yo no vuelva nunca a buscarte. Me has
definido bien el otro día. «Un navegante a la deriva que no halla puerto donde
guarecerse.» Posiblemente sea así.
»No
puedo culpar a nadie de mi desdicha moral, de esta angustia que me persigue noche
y día. Tal vez el único culpable he sido y aún soy yo. No soy todo lo claro que
tú supones, ni siquiera todo lo bueno que tú me crees. Soy un hombre con sus
miserias, sus vicios, sus liviandades. No quiero hacer a nadie responsable de
mi modo de ser. Poco a poco fui adquiriendo unos vicios imperdonables. La única
mujer que respeto eres tú. Una mujer enamorada, Mónica, pierde un poco su
dignidad. Posiblemente yo te la hiciera perder algún día totalmente, y entonces...
llegarías a ser otra más en mi vida. Esto te explica mi marcha inesperada.
Cierto que voy a trabajar a Madrid, pero si no hubiese conseguido mi
traslado... de igual modo me iría. Adiós, Mónica. Créeme, no te merezco.»
¿Cuántas veces había leído aquella carta? ¿Cuántas en
el término de un año? Centenares de ellas. La dobló y ocultó en el fondo del
bolsillo de la bata.
Atendió a un cliente.
—Dicen que pasado mañana se inaugura el edificio.
Mónica ya lo sabía. Por decir algo respondió:
—¿Y qué hay de los bajos comerciales que tan locos
volvieron a los comerciantes?
—No se sabe. Como las vallas están aún puestas...
La despachó y volvió a palpar la carta.
Carlos Megías apareció al rato.
—Buenas tardes, Mónica. ¿Ya sabes la noticia?
—No sé de qué se trata.
—Ha vuelto Tomás.
El corazón le latió locamente dentro del pecho.
—¡Ha vuelto...!
—Sí, se hospeda en el Hotel Cristina. Parece ser que
es el encargado de entregar las viviendas…
—Y los bajos comerciales —rió a su pesar.
Carlos hizo una mueca.
—Es de esperar que me venda tres. Uno lo quiero para
el café. Otro para mi despacho y el tercero para la clínica.
—Tendrás suerte si te los vende.
—¿Es que tú no piensas pedir uno para tu farmacia?
—No pienso moverla de aquí.
—Espero que pronto te retires —dijo Carlos
súbitamente interesado—. Ya sabes lo que te he dicho centenares de veces,
Mónica.
Ella ya lo sabía. Pero no hizo nada que demostrara
que había cambiado de pensar.
—Yo te amo.
Sonaba a vacío, a falso, y ella, en contrasté, sabía
que era verdad.
—No hablemos de eso —pidió—. Ya conoces mi
respuesta.
—Supongo que no vas a guardar fidelidad eterna a un
muerto.
No se acordaba del muerto. Pedro había pasado por su
vida como un soplo, sin dejar más huellas que muchos pesares y desazones.
—No hablemos de eso —repitió.
—Hace dos años que espero por tu respuesta concreta,
Mónica —dijo con ansiedad.
La joven le miró con franqueza.
—No la esperes —dijo seriamente—. Nunca la tendrás
satisfactoria, y perdona mi franqueza.
—Pero...
Entró Tony en aquel momento. Venía sofocado.
—¿Sabéis lo que dicen?
—Que ha llegado Tomás —apuntó Carlos indiferente.
—Eso lo sé. Lo he visto ya. Venía de pescar...
—De pescar. ¿Es que ya no está en la compañía?
—Sí. Me dijo que trabajaba para ellos, pero que como
le gustaba pescar, había madrugado. Traía unas truchas hermosísimas.
Mónica no parpadeaba.
—¿Qué noticia ibas a darnos, Tony?
—Dicen que los comercios que se ocultan tras las
vallas, están ya vendidos, llenos, con dueño.
Carlos palideció.
—¿Qué?
—Eso es lo que dicen. Se lo pregunté a Tomás y se
echó a reír. No me dijo nada. ¿No habéis oído estos meses de atrás, llegar
camiones por la noche?
—Sí, naturalmente —admitió Carlos—. Eran les últimos
materiales.
—¡Ja! Eran los géneros para los distintos comercios
que hay tras las vallas. Me pregunto —rió divertido— qué ocurrirá ahora con los
comercios de la ciudad.
Carlos se estiró.
—Soy el alcalde. Formularé una protesta en regla.
—Me temo, querido Carlos —rió Tony burlón—, que tu vara
de primera autoridad, te va a servir de muy poco en este asunto.
—Tú lo verás. Me enfrentaré con Tomás y sabré la
verdad.
Una alta figura se recostó en el umbral de la
farmacia. Llevaba en la mano tres hermosas truchas. Mónica parpadeó. Tomás
saludó en general. No miró a Mónica ni más ni menos que a los demás. Sacudió
las truchas y dijo:
—Son para abuela Ángela. Una vez se las haya
entregado volveré, Carlos, y te permitiré que te enfrentes conmigo...
Pasó ante ellos y ascendió por la escalera que
comunicaba con el piso. Vestía unos arrugados pantalones de dril, una camisa
verde, por fuera del pantalón, arremangada hasta el codo, y unas alpargatas aún
mojadas. Los cabellos enmarañados, donde sus canas, con la fuerza del sol,
brillaban más y las arrugas de su rostro se acentuaban.
Mónica sentía su corazón hacer «tiz», «taz», y sus
manos temblar. Instintivamente llevó la mano al bolsillo de la bata y oprimió
la carta. Se sentía angustiada y a la vez feliz, por verle de nuevo, y al mismo
tiempo desazonada. Por lo visto a Tomás le había pasado la inquietud espiritual,
y el deseo o el amor que un día dijo sentir hacia ella. Además, ni siquiera la
había saludado. Se diría que la había visto el día anterior, y hacía justamente
un año que su abuela le entregó aquella carta que conservaba como un consuelo a
su ansiedad.
—Es un cínico —saltó Carlos.
Tony, que sentía una gran simpatía por Tomás,
murmuró desenfadado:
—¿Por qué no se lo dices a él?
—Cállate, Tony —reconvino su hermana.
—Es que me fastidia que se digan las cosas a
espaldas de uno.
Los pasos de Tomás se oyeron de nuevo. Descendía
despacio. Primero se vieron sus alpargatas mojadas y después sus pantalones un
poco arremangados. Al instante se vio todo él.
Mónica observó que estaba más delgado. Más moreno,
más hermético que nunca.
—¿Qué tenías que decirme? —preguntó encarándose
mansamente con Carlos Megías—. Entretanto te escucho, permíteme que llene mi
pipa. —Se echó a reír socarrón—. Cuando llega el verano me gusta fumar en
cachimba. Es una forma como otra cualquiera de no perder el tiempo. —Alzó la
cabeza, expelió el humo y miró a Mónica como si la desnudara—. ¿Cómo estás,
cuñada?
La joven se mordió los labios, pero aun así pudo
responder serenamente:
—Bien. Veo que tú estás magníficamente.
—Sí, por cierto. ¿Qué tenías que decirme, Carlos?
—Tony asegura que tras las vallas se ocultan los
comercios llenos, con dueño y...
—¿Qué sabe Tony?
—¿No es cierto?
—Ya lo verás pasado mañana. Vendrán las autoridades
a inaugurar el edificio.
—La primera autoridad de este pueblo soy yo —exclamó
Carlos excitado.
—A mí no me digas nada. Supongo que te citarán para
mañana, si antes —rió cachazudo— no te quitan la vara.
—Te estás burlando de mí.
—En modo alguno. —Miró en torno—. ¿No me ofrecéis
una silla?
Tony se la acercó rápidamente.
—Gracias, muchacho. Cuando sea gobernador de la provincia,
te haré mi secretario particular.
—Has venido muy guasón.
—En modo alguno, Carlos. Lo que pasa es que uno
aprende a convivir con los españoles. Yo era un auténtico canadiense. Desdé
hace año y medio que vivo entre vosotros, sólo trato de imitaros. —Sin
transición añadió—: ¿No hay una copa de coñac por ahí, Mónica?
—Esto no es un bar.
—Muy original.
Se levantó con pereza. Alisó las arrugas del
pantalón y sacudió la cachimba en la suela de su zapato.
—Tengo mucho qué hacer. Hasta otro momento, amigos.
Atravesó la calle a paso elástico. Tony lo siguió
con los ojos admirativamente. Sin dejar de mirar, susurró:
—¿Por qué no le has llamado cínico?
—Tony —reconvino la hermana.
—Voy tras él —rezongó Tony—. Me gusta oírle. Es un
tipo fabuloso.
—No debes permitir que tu hermano ande con ese
hombre —adujo Carlos malhumorado—. Aprenderá en mala escuela.
Mónica no respondió. Pensaba. ¿Por qué había estado
tan irónico? ¿Acaso creía que ella y Carlos...?
Se agitó.
—¿Me has oído, Mónica? Tú misma has podido observar
su... su falta de educación.
—No me he fijado, Carlos. Sólo sé que es hermano del
que fue mi marido, y no consiento que hables mal de él. Si algo tienes que
decir en su contra, te repito lo que dijo Tony: Díselo a él.
—Invité a Tomás a comer las truchas...
—Abuela...
—Compórtate con naturalidad, Mónica. Ya te lo dije
en una ocasión. Tomás no es de los que se casan. Tendrás que verlo con ojos de
cuñado.
Un cuñado no besa a una cuñada como Tomás la besó a
ella en varias ocasiones. Y estaba segura de que la volvería a besar sin que
ella opusiera resistencia. Era como una condenación aquella atracción que
ejercía sobre ella Tomás. Una condenación, sí.
—¿Ya sabes lo que dicen por la ciudad?
—Sí.
—Vaya desastre para los comerciantes, si tras esas
vallas aparecen pasado mañana comercios llenos de zapatos, otros géneros...
Ferreterías y carnicerías...
—No lo creo posible. ¿Por qué no se lo has
preguntado a Tomás?
—Porque aún no lo sabía.
—Son chismes de la gente.
Trabajó toda la tarde como una autómata. Tony
arreglaba algunas cosas en la trastienda y hablaba sin cesar. Decía que había
ido con Tomás hasta el hotel y que allí, él le enseñó una escopeta y cañas de
pescar. Añadió que pensaba quedarse todo el verano en la ciudad y que iba a
comprar una lancha motora.
Mónica no respondía. De vez en cuando, Tony gritaba
desde la trastienda:
—¿Me oyes, Mónica?
—Te oigo.
—¿Y que dices?
Ella no tenía nada que decir. Bastante penoso le era
ya escuchar.
Al anochecer, inesperadamente, se presentó
Bernardina en la farmacia. Mónica esbozó una sonrisa convencional.
—¿A quién tienes enfermo? —preguntó todo lo amable
que pudo.
—A nadie, gracias a Dios. Al llegar a casa, después de
cerrar la tienda, caí en la cuenta de que no tenía aspirinas. Como a mi Esteban
le duele tantas veces la cabeza, ya sabes...
Mentira. No era el dolor de cabeza de su marido lo
que la preocupaba. La conocía bien. Rara vez iba a la farmacia a comprar
aspirinas. Las adquiría en cualquier tienda.
—¿Cuántas quieres?
—Un sobrecito.
Se lo dio. Bernardina pagó sin rechistar. Pero no
parecía dispuesta a irse.
—Tenemos un buen verano, ¿verdad?
—Está empezando —replicó Mónica indiferente—. Aún no
sabemos lo que dará de sí.
Esperó que se despidiera. Bernardina seguía apoyada
en el mostrador.
—Ya sabrás que Tomás ha vuelto.
—Sí.
—¿No ha venido a saludarte?
—Ha venido.
Las respuestas eran secas y cortantes. Bernardina no
se dio por aludida.
—Pasado mañana entregarán las viviendas —dijo al
fin—. ¿Quién irá a vivir a esos pisos tan hermosos?
—Don Braulio, el médico, el secretario del
ayuntamiento, el aparejador, el veterinario —enumeró Mónica indiferente—. Y
muchos otros. Además, seis plantas están adquiridas por veraneantes. Dicen que
todos los pisos están vendidos.
—¿Y los bajos comerciales?
—De eso no sé nada.
—Pues es extraño que no lo sepas tú, que eres tan
amiga de mi hermano.
Mónica apretó los labios.
—Es que aunque lo supiera no te lo diría, Bernarda.
¿No te has dado cuenta todavía de eso?
Bernardina sonrió mansamente.
—Ya sé que entre él y nosotros... lo prefieres a él.
Al fin y al cabo es natural. Es un hombre...
—Eres muy dañina —dijo Mónica mansamente—. Lo fuiste
ya cuando te enfrentaste con un joven que empezaba a vivir. No le has perdonado
su juventud. Lo lanzaste a la vida sin piedad alguna y lo enfrentaste con el
fantasma de su soledad. No te diste cuenta, o no quisiste dártela, de que aquel
joven era tu hermano y necesitaba aún de cuidados maternales. Hiciste de él un
hombre a destiempo, y ahora que lo necesitas, acudes a mí creyendo tal vez que
ablandarás mi corazón. Te advierto que me compadezco de cualquiera, pero de ti,
de Leonor y de tu ridícula hermana Petra, no me apiadaré jamás, ni jamás
malgastaré mi saliva en pedir a Tomás que os perdone.
—Supongo —dijo Bernardina rencorosa— que no va a
permitir tu abuela que te cases con un...don nadie. Ni tú, tan orgullosa,
estarás dispuesta a mantener a un hombre.
—Sal de aquí, Bernarda, y procura comprar las
aspirinas en otro sitio.
La hermana de Tomás se dirigió a la puerta. Pero antes
de salir aún añadió:
—Pese a todo y a lo mucho que dicen por ahí, me parece
que a ti tampoco te toca un bajo comercial.
—No lo necesito. Aunque me lo regalaran, no lo admitiría.
Salió de tras el mostrador y cerró la puerta apenas
salió su cuñada. Quedó jadeante, fijos los ojos en la silueta desgarbada y
esquelética que cruzaba la calle a paso ligero.
Oyó el timbre de la puerta de la calle. Se hallaba en
la salita leyendo un rato. Tony no había vuelto aún, y su abuela, en la cocina,
terminaba de hacer la cena.
—Abre, Mónica —pidió la anciana—. Yo no puedo salir.
Estoy acalorada.
Mónica se puso en pie. Vestía un modelo de hilo de
un tono quisquilla, que sentaba como un guante a su belleza morena. Calzaba
altos zapatos. No se había vestido para recibir a Tomás. Ella siempre vestía
bien y con esmero.
Abrió.
—Hola —saludó Tomás.
—Hola —replicó ella con la misma simplicidad—. Pasa.
Tomás lo hizo. Vestía un pantalón de dril color
canela y un jersey blanco, sobre una camisa de tono pardo. No llevaba corbata y
su pecho velludo y fuerte se veía a través de la camisa abierta. Había peinado
el cabello hacia atrás con la sencillez de siempre, despejando la perfección de
su frente pensadora.
—Ya estoy aquí, abuela Ángela —gritó asomando la cabeza
por la puerta de la cocina.
—Ya te oigo, muchacho. Ve a charlar un rato con
Mónica a la salita. ¿Has visto a Tony?
—Lo dejé junto a la obra. Esta noche se quitarán las
vallas y quiere verlo.
—¿Lo verá? —preguntó Mónica tras él.
Tomás se alzó de hombros. Pasó a la salita y se
desplomó con un suspiro prolongado en el diván.
—No lo creo —dijo sardónico—, las quitarán al
amanecer. Mañana a primera hora, todo quedará descubierto. Será muy divertido.
—Llenó la cachimba y la encendió. La miró de soslayo—. ¿Qué te pasa a ti que
nunca me preguntas nada sobre esos bajos? ¿Es que no te interesa uno para tu
farmacia?
—No.
—Vaya. Toma asiento. Me das la sensación de que
estoy en casa prestada.
—Perdona.
Se sentó, frente a él y cruzó una pierna sobre otra.
Tomás lanzó una penetrante mirada sobre aquellas piernas, pero no hizo ningún
comentario.
—Todos me marean a preguntas. Estoy harto de
aguantar a la gente. Sólo tú, encerrada en tu concha, pareces ignorar lo que
ocurre.
—¿Es que ocurre algo especial?
Tomás descruzó las piernas. Chupó fuerte y expelió
el humo, dejando sus facciones difuminadas entre las espesas espirales.
—Ocurren, por supuesto. Imagínate por un instante
que sea cierto cuanto dicen. Que esos bajos comerciales están llenos, con
dueño, y dispuestos a empezar a vender mañana mismo.
—¿Y bien?
—¿Qué será del comercio de la ciudad?
—Tiene sus clientes.
—Mónica, no seas inocente. Todo será más barato.
Aquí compran al pormenor. A veces vas a un comercio a buscar unas zapatillas o
una pastilla de jabón determinada, y te encuentras con que para surtirte necesitan
ir al almacén a buscarlo. Suponiendo que en esos bajos comerciales existan
comercios como aseguran... habrá de todo en abundancia y más barato.
Mónica lo miraba fijamente.
—Tomás... me pregunto si tienes tú que ver en algo
de eso.
—¿Dueño de algún comercio? —preguntó con suavidad.
—No. Ya sé que no tienes madera de comerciante.
Tomás abatió los párpados.
—Puede que tengas razón.
—De todos modos, suponiendo que sea verdad cuanto
dicen, me parece que tú eres el promotor. ¿A quién embaucaste en este asunto?
Tomás se echó a reír. Se puso en pie y fue hacia ella.
Se sentó a su lado. Mónica quedó rígida, expectante.
—Estás muy guapa, Mónica.
—Tomás —masculló sofocada—. Te prohíbo... que
centres en mí tu atención. Ya estuvo bien.
—Ya está la cena y Tony acaba de llegar —dijo abuela
Ángela desde la cocina—. Podéis pasar al comedor, muchachos.
Mónica se puso en pie como si le impulsara un
resorte. Tomás la asió por la muñeca. La acercó a sí.
Olía a tabaco fuerte, a loción cara, a hombre
sano... Apretó los labios. Quería odiarlo y no podía. ¿Qué se proponía él, con
su actitud?
—Mónica.
—Suelta mi muñeca —pidió ahogadamente.
—Mónica...
—Te lo digo...
Inesperadamente Tomás se inclinó hacia ella y la besó
en la garganta largamente. Fue como si mil chispas la electrizaran. Se separó
de él. Tomás la miró mansamente, como si no hiciera nada.
—Te... te...
—No lo digas, Mónica. No es cierto. Y. tú eres una
mujer sincera.
—¿No venís? —gritó Tony desde el comedor.
Ni uno ni otro parecieron oírle.
—Abusas de mí.
—Y de mí mismo —dijo Tomás roncamente—. Tú no
sabes... hasta qué punto.
Mónica pasó delante de él. Tomás le asió nuevamente.
Buscó sus ojos.
—Suéltame —pidió ella bajísimo.
—No sé lo que me ocurre —dijo él con ronco acento—.
Quisiera retenerte y temo retenerte. Tal vez estoy aquí por ti. No lo sé...
Mónica se desprendió de un tirón y pasó al comedor.
CAPÍTULO 08
La gente se arremolinaba en los soportales. Se
detenía en mitad de la calle. Todo el mundo hablaba a la vez, hacían
aspavientos. La única que no estaba enterada de nada, era Mónica. Encerrada en
su tienda, tras el mostrador, esperaba a los clientes. Al parecer, nadie
necesitaba nada aquella mañana.
—Mónica —gritó Carlos Megías entrando
congestionado—.Era verdad.
Mónica había sufrido demasiado durante toda la
noche, para preocuparse ni inquietarse por lo que le ocurriera a Carlos Megías.
Esperó tranquilamente que él explicara la causa de su agitación.
—Me han llamado del edificio nuevo. Me quedé
paralizado cuando llegué allí. Tomás fumaba su cachimba, embutido en sus
pantalones de dril y su maldito jersey blanco. Ni siquiera se vistió de
ceremonia para recibir a las primeras autoridades.
—Es un hombre sencillo —apuntó Mónica indiferente.
—¿Sabes lo que vieron mis ojos además de Tomás?
—No tengo ni idea.
—Todos los bajos comerciales abiertos, llenos de
artículos y con personal tras sus brillantes mostradores. Zapaterías, cafés
como los de la capital, carnicerías, tiendas de géneros, supermercados
abarrotados de todo. La ruina.
—¡Oh!
—Y una farmacia. Pero, ¿sabes una cosa? Vacía.
Vacía, ¿te das cuenta?
—No.
—Eso te demuestra que ese hombre tiene pacto con el
demonio y lo ha organizado todo de modo que los comerciantes de la ciudad
quedaran arruinados.
—Arruinados los comercios antiguos —rió Tomás desde
la puerta—, pero prospera la ciudad por medio de ese edificio maravilloso en el
cual se encuentra de todo a precio fijo. Se os acabó el robo, Carlos Megías.
Las vacas gordas... —hizo un gesto significativo—. Se han terminado para
vosotros.
Carlos intentó abalanzarse sobre él, pero Tomás, muy
tranquilo, muy sereno, puso la cachimba entre él y el otro.
—Mira esta cicatriz —dijo sardónico, señalando la
oreja—. Me la hice en un combate de boxeo. Sí —rió—, también fui boxeador.
Mónica los miraba con creciente curiosidad.
—¿Es cierto lo que dice Carlos, Tomás?
—Naturalmente. Me las compuse de forma que gentes
adiestradas en los negocios se interesaran por los bajos comerciales. Ya sabes
que soy un tipo simpático. Me han comprado los bajos comerciales como si fueran
rosquillas. He invertido en este edificio unos cuantos millones y he recuperado
el doble. —Volvió a reír—. Bien sabe Dios que lo hice por machacar la cabeza de
todos estos egoístas, pero como en realidad soy un tipo con suerte, me salió
todo mejor de lo que esperaba.
Carlos abrió un palmo la boca. Mónica apretó la mano
contra el mostrador, para evitar su temblor, cosa que no logró.
—Quieres decir... —tartamudeó Carlos— que eres el
dueño...
—Lo fui —rió de nuevo Tomás—. Ya lo vendí todo, con
la condición de que, en diez años, no puedan vender los compradores actuales.
Tiempo sobrado para que vosotros, tú, y el carnicero, que me ayudó a comer mi
fortuna cuando tenía dieciocho años y ahora me negó su ayuda, las leoncitas de
mis hermanas, el sinvergüenza de Ernesto y algunos otros, os arruinéis
totalmente.
—Tomás...
—Tú fuiste la única que me ayudaste, Mónica —dijo
mansamente—. Allí tienes tu farmacia vacía. Es para Tony.
—Pero...
—¿A quién robaste el dinero?
—Me gustan tus narices, Carlos Megías. Si sigues
haciendo preguntas ofensivas, te dejo sin ellas de un puñetazo. Lo gané yo.
Dólar a dólar. ¿Qué te parece? Tú aún no sabes lo que es vivir en la soledad,
después de haber creído que tenía una familia. Uno piensa tanto y tan
intensamente, que el cerebro o se hace agua, o busca la forma de superarse. Yo
fui lo bastante fuerte para superarme. Lo logré sin esfuerzo.
—Quieres decir que... tienes dinero suficiente...
—Como para comprar la ciudad y a todos sus caciques.
Carlos salió disparado. Mónica seguía apoyando la
mano en el mostrador.
Cuando Carlos desapareció en el recodo de la calle,
Tomás se recostó en la puerta.
—Tu farmacia está vacía —dijo.
—Con ello pretendes pagar los besos que te di.
Tomás alzó una ceja.
—Con ello sólo pretendo devolver tu bondad para
conmigo. Creo que es mi deber.
—No quiero tu farmacia, Tomás. Me da mucho que
pensar todo lo que ocurrió y aún ocurrirá.
—Pienso ocupar un piso del edificio —sonrió Tomás
flemático—. Me quedo aquí. Será un placer infinito ver cómo se derrumban todos
esos comerciantes que tanto me despreciaron creyendo que no poseía un real.
¡Imbéciles! —La miró fijamente—. Mónica, eres demasiado buena y demasiado
honrada y yo te admiro lo bastante como para evitarte a toda costa un dolor.
Hace años que vago de un lado a otro del mundo. No tengo sosiego en parte
alguna. Donde más me he detenido ha sido aquí. Tal vez por ti, tal vez por
vengar el daño que me hicieron. De todos modos no puedo ligarte a mi vida.
Sería... demasiada crueldad. Admíteme como amigo y frena mi pasión cuando se
apoderé de mi persona. No puedo ofrecerte más. ¿Quieres saber las razones? Te
estimo demasiado. Tal vez te ame. Quizá te necesite en mi vida. Pero aún no lo
sé. El día que lo sepa, si es que llego a saberlo, vendré a buscarte y te lo
diré. Entonces te ligaré a mi vida para siempre. Ahora sólo te ofrecería una
aventura. He vivido demasiado. Me he reído del sacramento del matrimonio. He
gozado y he sufrido y nunca me compadecí de nadie. Si un día te hago mi mujer,
será que vuelvo a ser aquel muchacho que subió al barco hace quince años y se
ocultó en su camarote de tercera para llorar. Sólo tú puedes ayudarme.
Tomándome como soy, y ayudándome a recuperar la creencia en mí mismo y en mis
semejantes.
«Tomándome como soy y ayudándome a recuperar la
creencia en mí mismo y en mis semejantes.»
Aquellas frases martilleaban un día entero en el
cerebro de Mónica, sin comprender aún muy bien su significado.
Cuando subió a comer, su abuela la miró con cierto
desconcierto.
—¿Es posible que sea cierto cuanto dicen por ahí,
Mónica?
La joven se desplomó en un sofá y quedose mirando a
su abuela como si no la viera.
—¿Ya sabes lo que dicen, Mónica?
—Sé demasiadas cosas, pero si te refieres a lo de
Tomás, sí... es cierto.
La anciana se sentó frente a su nieta y juntó las
manos en el regazo con cierto oculto nerviosismo.
—De modo —comentó— que Tomás llegó aquí haciéndose
el pobre...
—...para saber si sus hermanas habían perdido aquel maldito
egoísmo por el cual lo enviaron lejos a los veinte años.
—Ha sido cruel.
—No acabo de comprender, abuela, las razones que
ellas tuvieron para desterrarle. En aquella época yo era una cría.
—Tomás era un muchacho alocado, por supuesto. Se
había gastado alegremente la fortuna, no muy grande, desde luego, que su madre
le dejó al morir, con el fin de que estudiase la carrera de farmacéutico.
Carlos Megías, Juan, Ernesto y algunos otros, eran sus amigos. Lo fueron
mientras tuvo dinero, después se apartaron de él. Se dedicaron a sus estudios.
Las hermanas comprendieron entonces que, o pagaban la carrera de su hermano con
sus ahorros, o lo enviaban fuera y se desentendían de él. Al parecer no
preguntaron la opinión de Tomás. Le prepararon el pasaje y un buen día se lo
pusieron en la mano.
—Con cariño, con comprensión y ternura, Tomás habría
estudiando en España y se hubiese hecho un hombre por poco que ellas le
hubieran ayudado, ¿verdad?
—Desde luego —suspiró—. Lo que nunca imaginé fue que
hiciera una fortuna de millones. ¿Quién iba a decir que todo el tinglado que
estaban levantando era suyo?
—Si hubiésemos reflexionado un poco —adujo la joven
pensativa— nos habríamos percatado de que, en efecto, de él tenía que ser. ¿A
quién podía interesarle un asuntó semejante en una ciudad casi desconocida en
el mapa de España?
—Ciertamente. Tony no ha vuelto aún. Estoy segura de
que no se separa de Tomás. Si antes lo admiraba cuando lo consideraba un hombre
sin fortuna, imagínate lo que dirá ahora de él. Nos contará muchas cosas curiosas.
Tony entró en la casa en aquel instante. Venía
eufórico, sonriente, feliz.
—Ya lo sabéis todo, ¿no? Fue de lo más sorprendente.
—Se sentó frente a su abuela y su hermana—. Mónica —exclamó—. Si hubieras visto
a don Esteban... Se mesaba los cabellos y casi lloraba. Su mujer se pasó la
mañana riñendo con él. Figúrate que no entró nadie en su tienda y fue día de
mercado. En cambio la plaza central estuvo llena todo el día. Es muy curioso,
¿sabes? Abuela, tienes que ir a comprar allí. Entras por una puerta y coges una
bolsa. Vas llenándola tú misma de todo lo que deseas, y al terminar la compra,
pasas por caja, te tasan todo cuanto llevas, pagas y en paz. Además todo lo que
adquieres es a precios reducidísimos.
—Así será el género —adujo la abuela por llevarle la
contraria.
—De la mejor calidad.
—¿Y qué hace Tomás?
—Se fue a pescar. A mí me dejó al frente de una
relojería donde hay un hombrecito que se inclina constantemente y llama don
Tomás a nuestro amigo. Luego Tomás me explicó que regresó con él del Canadá.
Fue minero, y una explosión le dejó inútil de un brazo. Trabajó después con Tomás
hasta que éste se vino a España y lo trajo con él. Le puso esa relojería, y
como apenas si sabe hablar español, Tomás me pidió que le ayudara. ¿Sabéis
cuántos relojes ha vendido esta mañana? Seis. Una sortija para una chiquita
recién nacida, una pulsera de bisutería y seis pares de pendientes de oro. Todo
el mundo anda revuelto. Dicen que todo el dinero es de Tomás. Yo se lo pregunté
a él.
—¿Y qué te dijo? —se interesó la abuela.
—Que el dinero no hacía la felicidad. Que la
venganza era el placer de los dioses, pero que no debía de ser de humanos,
porque él no se sentía nada satisfecho. Cogió la caña y se fue a pescar.
Llevaba los mismos pantalones con los que recibió al gobernador y la camisa
desabrochada. La verdad, abuela, ¿sabes una cosa? Me dio pena de él.
Mónica se levantó y fue a lavarse las manos. Le
ardían. Aún oyó decir a Tony:
—Los hijos de Leonor Ruiz fueron a visitar a Tomás.
Le llamaron tío... ¿Sabes lo que les dijo Tomás? Que no era su tío. Cuando lo
dijo, abuela, su voz era muy ronca.
—Vamos a comer, Tony. —Llamó—. ¿Dónde estás, Mónica?
—Ya voy, abuela.
Comieron en silencio hasta el final. A los postres
dijo Tony:
—¿No vamos a cambiar de sitio la farmacia, Mónica?
—No —dijo ésta—. No.
—Yo creo, Mónica —adujo la anciana—, que si nos
conviene... Al fin y al cabo, Tomás no nos la regala. Nos la vende. Ya está
hecha...
—No, abuela. Ello abrumaría más a Tomás, aunque te
parezca extraño. Su venganza sería más eficaz, y me parece que la venganza de
Tomás le está resultando muy amarga. Tomás no buscaba desquite, abuela, ¿no lo
comprendes? Buscaba amor. Ha venido aquí a por él. Hizo la comedia de su
miseria económica para encontrar ternura y apoyo en quienes le echaron de su
lado con desprecio. Recibió más desprecio. Ella aún lo menguó un poco más. No
es hombre Tomás que satisfaga, sus ansias de cariño con una venganza vil.
—Pero la llevó a efecto.
—Obligado por las circunstancias. —Se puso en pie y
añadió—: Es hora de abrir la farmacia.
A Petra no le afectó directamente el asunto, pero de
igual modo se consideraba afectada en aquel instante, observando el tinglado
que durante muchos años estuvieron levantando sus hermanas para sostenerse,
caído, desplomado, inútil ante lo ocurrido. Bernardina no gritaba. No, ya no
tenía energías. Se diría que le habían propinado un mazazo en plena cara y aún no
se había recuperado.
Leonor lloraba. Era lo único que podía hacer ante el
desmoronamiento de su porvenir y el de sus hijos.
—Y que sea nuestro propio hermanó —sollozó— quien
nos haya conducido a la ruina... Nuestro propio hermano.
Su hijo Pedro, el muchacho de diecisiete años, que
era estudiante de farmacia, se acercó a su madre y le dijo quedamente:
—No se lo reproches a él, mamá. Habéis sido
vosotros. Ni siquiera nos dijisteis a Ana y a mí, que era nuestro tío. Y en
cambio nos enviasteis hoy allá, y nosotros, sin saber nada de lo que
anteriormente había ocurrido entre vosotros, nos presentamos a él con la
ilusión de unos sobrinos que buscan un hombre en la familia. Un hombre de esa
talla, que hace mucha ilusión a jóvenes como nosotros.
—Cállate, Pedro.
—No puedo, tía Bernardina.
—¿No ves lo que sufre tu madre?
—Me imagino lo que habrá sufrido el tío Tomás con
todos vuestros desprecios. Hizo, ni más ni menos, lo que yo haría o hará
cualquier otro. Si vosotros hubierais sabido que tenía dinero, jamás le
hubieseis cerrado la puerta de vuestra casa. El egoísmo humano, que duele como
un puñal. Yo no soy egoísta. Me sobra con lo que tengo. Tampoco necesito el
dinero que pudiera proporcionarme la zapatería para terminar mi carrera.
Empezada ésta, ya me las arreglaré yo para terminarla. Pero me duele. Me duele
como si me abofetearan en público, todo lo que sé, e ignoré hasta ahora.
—Cállate, Pedro —pidió Ana, su hermana.
—Tú piensas como yo. Y Bernardo también, aunque se
calle.
Los tres jóvenes, enhiestos ante sus madres,
parecían unidos para hacer reproches. Tía Petra lanzó un gemidito.
—No te desmayes —rezongó Bernardo fríamente—. No es
momento indicado, tía Petra. No te daremos las sales.
—Bernardo.
—Lo siento, mamá.
—Los tres os habéis erigido en defensores de vuestro
tío.
—No hemos sabido que
era nuestro tío hasta ahora. Por mi parte —añadió fríamente el hijo de
Bernardina—, he visto a ese hombre un par de veces. Enfrascado
en mis estudios, no tuve tiempo de reflexionar quién podía ser. Si hubiera
estado presente el día que se recibió la carta anunciando su regreso, la cosa
se hubiese desarrollado de muy distinto modo.
—Ni siquiera —reprochó Ana con la misma aspereza de
su primo— nos habíais dicho que teníamos un tío en el extranjero. Sabemos...
muchas cosas por la gente de fuera. Ahora todo son comentarios. Todo el mundo
dice... muchas cosas, demasiadas cosas.
—¡Ana!
—Es cierto, mamá. Lo enviasteis solo, lejos, de
aquí, a los veinte años, sin más dinero que su pasaje...
—¡Ana!
—Tiene razón —corroboró Bernardo—. Todo eso es
cierto.
—¡La nueva ola! —rezongó tía Petra muy serena, pues
había decidido, no desmayarse.
—¡Idos de paseo! —ordenó tío Esteban con acento
cansado—. Pretendimos manteneros al margen de asuntos familiares, y lo
agradecéis haciendo reproches.
—Vamos —decidió Bernardo asiendo a su primo por el brazo.
Cuando la puerta se cerró tras los tres, Bernardina
exclamó:
—¿Quién de nosotros va a ir a pedirle perdón en
nombre de los demás?
—Yo —dijo Petra.
—Y yo —añadió Leonor.
—Entonces iremos las tres.
No se encontraba en el hotel Cristina. Allí les
dijeron que se había trasladado a su piso del edificio nuevo, y las tres, a las
diez de la noche, cuando nadie las veía o mejor podía pasar inadvertidas, se
dirigieron allí.
Las recibió el relojero.
—Somos hermanas del señor Ruiz.
—Entren. Le pasaré el recado.
Las introdujo en una salita amueblada coquetonamente.
—Aquí —dijo maligna Bernardina— se ve la mano de
Mónica. Seguro —bajó la voz— que ésa... sabe mucho de la vida de Tomás.
Petra dio una cabezadita asintiendo.
—Serán amigos... —añadió Leonor.
Las tres tenían mentalidades de chorlito, pero ellas
lo ignoraban.
—Síganme, por favor —dijo el hombrecillo con lentes,
que tenía el brazo inútil— El señor les ruega que sean, breves.
Ellas no tenían el orgullo de Tomás. Ellas habían
jugado y perdido y pasaban a recoger las migajas.
Atravesaron el ancho y largo pasillo, mirando
admiradas a un lado y a otro. La riqueza se apreciaba en el menor detalle.
Claro que los detalles de aquella casa eran de elevado valor. Cuadros,
alfombras, tapices, muebles pesados, suntuosos... Bernardina pensó: «Es la
primera vez en mi vida que calculo mal. ¿Cómo no he pensado que en quince años,
un hombre puede enriquecerse fabulosamente?»
—Aquí.
Pasaron las tres.
Tomás se hallaba en zapatillas y batín, hundido en un
diván, con las piernas extendidas sobre un brazo dé éste. Fumaba su ancha y
retorcida pipa y cerraba un ojo, porque la espiral le molestaba.
—Pasad, pasad, leoncitas —rió cachazudo—. ¿En qué
puedo serviros? Tomad asiento, queridas fracasadas. ¿Qué vais a tomar? —añadió
sin moverse—. Whisky con soda para ti, Bernardina. Naranjada para ti, Petrita.
¿Y tú, Leonor? ¿Sales de frutas para tu estómago? Recuerdo que a los quince
años, cuanto te salían mal las cosas, te atacaba la bilis el estómago.
—Hemos venido en son de paz —apuntó Bernardina
conteniendo la ira.
—No me interesa ni la guerra ni la paz con vosotras.
Vivo neutral, al margen de vuestros problemas.
—Por lo menos —apuntó Petra con su vocecilla de niña
ingenua—, sé correcto y recíbenos de pie.
—Con vosotras sobran las etiquetas. ¿A qué debo el
honor de vuestra visita?
—Nos has arruinado.
—No tanto, Bernardina, no tanto. Para un cerebro
como el tuyo, un bache de esta índole podrá subsanarse. ¿Qué vas a hacer?
¿Poner un baratillo de tus percales, tus vichys, y tus sargas?
—Tomás, estás arruinando la vida de nuestros hijos.
—Espiritualmente, vosotros ya la habéis arruinado.
Si son hombres de mi talla, sabrán salir adelante.
—¿Es que no vas a echarnos una mano? —preguntó
Leonor conteniendo los sollozos.
—Detesto las lágrimas —dijo serenamente—. He
derramando tantas en el transcurso de mi vida, que terminaron por producirme
indigestión. Por otra parte, no me enterneces.
—Al menos —dijo Bernardina obstinada—, cédenos unos
bajos del edificio.
—Están todos vendidos, y aunque no lo estuvieran, no
os los cedería. ¿Hay algo más que queráis decirme?
—Tratar de hacerte comprender lo injusto de tu
proceder.
Tomás se puso en pie y se quedó plantado ante ellas.
Con el batín parecía más alto y más imponente, o quizá se lo pareciera á ellas,
ahora que sabían que contaba los millones como ellas las perras chicas.
—Leoncitas, os he juzgado hace quince años. Entonces
—añadió parsimonioso, al tiempo de dar unas
cuantas vueltas a la pipa entre sus dedos— tal vez
no tuviera el juicio suficiente para juzgaros. Dejé pasar los años en el
destierro. Centré toda mi atención y mi vigor en el trabajo. De tal forma lo
hice, que a los veinticinco años, era un encargado en las minas de plata. Cinco
más tarde era el socio principal y al final mi socio se retiró por considerarse
lo bastante rico y yo... me quedé con todo. Durante este tiempo reflexioné cada
día un poco en aquel pasaje que me habíais puesto en la mano. Os disculpé. Me
dije: «Eran jóvenes y no sabían lo que hacían. Volveré». Bien sabe Dios que
volví buscando un poco de cariño. Primero pensé que si volvía rico, diciendo
que lo era no podría calibrar vuestros verdaderos sentimientos. Entonces decidí
inventar la farsa. ¿Tendré que refrescaros la memoria?
Las tres bajaron la cabeza.
—Imploré. Yo no soy hombre que implore, pero era tal
mi dolor ante vuestro despego, que traté por todos los medios de llegar a
vuestro corazón. Os visité una por una. Os pedí sólo un poco de dinero...
Vosotras no podréis imaginar jamás —añadió amargamente— el dolor y la angustia
qué aquellas negativas despertaban en mí. He pedido por las noches en mi
alcoba, en la mísera alcoba de mi fonda, que Dios os iluminara. No, ya por mí,
por vosotras mismas. Nos os iluminó, desgraciadamente. Creo que todo lo demás
que pueda decir, huelga, dada la situación. Os confieso que siento tener que
ser duro. Para vosotras nunca fui un hermano. Desgraciadamente, vosotras, para
mí, lo habéis sido. Lo habéis sido, ¿eh? Ya veis que hablo en pasado. Ahora...
podéis marchar. Y, por favor, no os humilléis más. Todo será inútil.
Cuando la puerta se cerró, tras ellas, Tomás Ruiz se
derrumbó en el diván y miró ante sí como hipnotizado. No se sentía feliz. No,
no era feliz.
Sintió que necesitaba la compañía de una persona
comprensiva. ¡Mónica! Se puso en pie. Nerviosamente marcó un número en el
teléfono.
CAPÍTULO 09
Tony se había retirado ya y la abuela manipulaba en
la cocina. Eran cerca de las once de la noche. Mónica se hallaba en la pequeña
salita, con una revista entre las manos, cuyas páginas no pasaba, lo cual
indicaba que no leía, sino que, debido a su abstracción, en vez de leer se
perdía en sus propios pensamientos.
Fue entonces cuando sonó el timbre del teléfono,
causando en ella un sobresalto. Alargó la mano y alcanzó el receptor.
—Dígame.
—Mónica...
—Tomás —susurró ella bajísimo—. ¿Qué es de tu vida?
Hace tres días que no te veo.
Tomás, por toda respuesta, preguntó:
—¿Será muy tarde para hacerte una visita?
Mónica se sobresaltó. Miró el reloj en rápida
ojeada. Las once.
—Ven... —dijo— si lo necesitas.
—Lo necesito.
—Te espero, pues.
Un cuarto de hora después lo tenía allí. Le abrió
ella misma. Tomás la miró largamente. Esbozó una tenue sonrisa.
—Soy un egoísta, ¿verdad? —preguntó quedamente—. Uno
no puede con su soledad y trata de...
—Pasa, pasa. Hay corriente aquí en la puerta.
—¿Y tu abuela?
—Por ahí anda. Luego vendrá. Tony ya se ha acostado.
Le indicó la salita. Pasaron uno tras otro y Tomás
se quedó plantado en mitad de la pieza, esperando que ella se sentara. Los dos
estaban turbados. El, tan irónico y tan firme de ordinario, parecía abrumado en
aquel instante. Abrumado, por la soledad o por aquella venganza que, pese a
todo, no le hacía feliz.
—Toma asiento, Tomás.
—Dirás que soy un entrometido.
—¿Por haber venido?
—Por haberte molestado.
—Toma asiento y no digas tonterías. A mí nunca me
molestas. Al contrario, me ayudas a pasar la velada.
Tomás se hundió en, una butaca y cruzó una pierna
sobre otra. Vestía los mismos pantalones de dril arrugados, la misma camisa
verde y las alpargatas aún algo húmedas, manchadas de salitre.
Mónica se acercó al mueble-bar y extrajo una
botella.
—No tengo whisky —dijo—. Pero tengo un buen coñac.
—¿Por qué eres buena y generosa conmigo? —preguntó
él de pronto con ronco acento—. Yo no lo merezco.
Mónica fue hacia él con la botella y la copa. Se
sentó muy cerca, y llenando la copa se la alargó.
—Bebe —pidió—. Y olvídate de algo si es que ese algo
te abruma.
—Tú me comprendes.
—Te estimo, Tomás.
—Me amas.
—No... no hablemos de eso.
—Es lo que no me perdono, Mónica. Ser como soy con
la única persona que fue generosa conmigo.
—Nunca debiste desafiar al destino. Es peligroso,
además, jugar con los sentimientos humanos. No lo digo por mí, Tomás. Lo digo
por tu familia y por ti mismo. Forzaste las situaciones y ahora recibes el
pago.
—¿Me consideras culpable?
—Sólo víctima de tu propio juego. Tú no eres hombre
que goce con ciertas cosas. Te parapetaste bajo una máscara. Tú mismo lo
dijiste en una ocasión. Te gozaste en parecer ante nosotros despiadado y cruel.
Y la verdad es que tú eres un hombre sencillo y vulgar. Con una vulgaridad muy
humana, muy comprensible.
Tomás bebió el contenido de la copa de un solo trago
y quedose con ella vacía entre los dedos. Con voz ronca preguntó:
—¿Puedo llenar mi pipa?
—Por supuesto.
—Gracias, Mónica. —Sonrió con cierta timidez—. A tu
lado me siento..., ¿cómo te diré? Vulgar y corriente, tienes tú razón. Pero no
me pidas que rectifique. Es algo que jamás podré hacer.
—Y, pese a ello, no te consideras feliz.
—No...Pero es que yo nunca conocí la felicidad.
Trabajé y luché para hacerme rico. Creí, como creemos todos, que al final de la
lucha, logrado el objetivo, no podría existir sombra alguna que conturbara mi
felicidad.
—Y una vez más te equivocaste, como antes se
equivocaron otros.
—Puede que sí.
—¿Qué puedo decirte, Tomás, que mengüe un poco tu inquietud
espiritual?
—Nada. Déjame. Admíteme tal como soy y no me niegues
tu amistad. Paso por unos, momentos críticos en mi vida. No sé si correr, si
detenerme: No sé si odio o amo. No sé si necesito o me estorba todo.
Mónica, impulsiva, alargó la mano y la dejó caer
suavemente sobre los dedos crispados que se apretaban en el brazo del sillón.
Tomás la miró un segundo. De súbito asió aquella mano y la llevó a los labios.
Mónica no la retiró. Sintió que la sangre ardía en su cuerpo, pero consideró
conveniente permanecer inmóvil, dócil junto a él.
—A veces... —dijo Tomás apretando los labios en la
palma tibia de aquella mano femenina— me odio a mí mismo. No por lo que hice
con respecto a mis hermanas, sino por todo lo que hice a través de mi vida,
desde el momento que consideré que mi fortuna me respaldaba.
—Olvídate de ello y empieza a vivir otra vez.
Empezar a vivir otra vez. ¿Cómo? ¿Podía acaso
retroceder? ¿Podría mantenerse enhiesto en su propio pedestal espiritual?
Retuvo aquella mano entre las dos suyas y acarició
los dedos delgados y suaves de Mónica.
Abuela Ángela se movía en la cocina. Se oían sus pasos
yendo de un lado a otro, ordenándolo todo.
De pronto recostó su figura en el umbral, y al ver a
Tomás exclamó feliz:
—¿Tú ahí? ¿Cuándo has llegado que no te sentí?
Muy, despacio, suavemente, Mónica rescató su mano.
Tomás se puso en pie y fue al lado de la anciana, a quien besó por dos veces en
ambas mejillas.
—He venido —dijo a lo simple—. Me sentía solo en la
inmensidad de aquel piso nuevo.
—Ya sé todo lo que dicen por ahí. Te felicito.
¡Quién iba a decir que eras millonario!
Tomás hizo un gesto vago, como diciendo: «¿Lo soy
realmente? A veces me parece que soy el más pobre de los hombres».
—Supongo —añadió doña Ángela— que un día vendrás a
despedirte y dirás con la mayor tranquilidad: «Regreso al Canadá».
—Si —admitió—, posiblemente ocurra eso. No abandoné
mis negocios. No pienso hacerlo en muchos años. No puedo, por tanto, quedarme
aquí para siempre.
Mónica se estremeció de pies a cabeza. Sí, tal vez un
día cualquiera, Tony llegara diciendo: «¿No sabéis? Tomás se ha ido». Y ella se
moriría de pena.
—Bueno, muchacho —dijo la anciana—. He de acostarme.
Me levanto tempranito y aún tengo que rezar. —Miró a su nieta—. No tardes
mucho, Mónica. Despide a este tunante. Buenas noches, querido Tomás.
Este la besó otra vez y regresó al lado de Mónica.
No se sentó. De pie ante ella, se la quedó mirando quietamente.
—¿En qué piensas, Mónica?
—No lo sé —rió ella nerviosamente, alzando la
mirada—. Creo que nunca tuve el cerebro tan vacío como en este instante.
—Debo retirarme. No abuso más de tu hospitalidad.
Dime, Mónica..., ¿puedo venir algún otro día?
La joven se puso de pie. Vestía ira modelo de tarde,
de hilo color azul marino. Calzaba altos zapatos y peinaba el negro cabello
hacia atrás, con total sencillez.
Tomás la miró intensamente. Daría algo por ser el
esposo de Mónica, poderla apretar en sus brazos, besar locamente su boca y
sentir en su cuerpo el cuerpo duro y joven de Mónica. Pero, no podía. Había
algo, como una retención espiritual que lo contenía. ¿Amaba él a aquella mujer?
—Hasta mañana entonces —dijo presuroso.
Desvió los ojos del rostro noble de Mónica. Ella lo
acompañó hasta la puerta. Los dos, en el pasillo en penumbra, se miraron un
segundo. Mónica puso la mano en el pestillo.
—Vuelve cuando quieras —dijo quedamente.
—¿No... me odias?
—No, Tomás.
De pronto él le asió el mentón.
—Eres tan bonita... —emitió una mueca, como si le
doliera reír—. No sé lo que me pasa, Mónica. Tú lo sabes, ¿verdad?
—Creo que sí. Eres... eres un hombre desorientado.
—Me ayudarás a soportar esta desorientación —dijo
sin preguntar.
Ella asintió.
Supo que iba a besarla. Quiso retroceder. Era
demasiada tolerancia por su parte. Apoyó la espalda en la pared y alzó un poco
la cabeza, como si se desafiara a sí misma. Un mechón de cabello se le vino a
la cara. Tomás, inclinado hacia ella, se lo retiró con la mano. Después, sin
palabras, sin abrazos, sin previo aviso, pegó sus labios a los de ella y la
besó largamente, sabiamente. Mónica se mantuvo inmóvil, como si aquello fuera
inevitable.
Tomás se apartó de ella y la miró. Parecía indeciso.
—Si algo hice que me llenara de goce verdadero —dijo
quedamente, con rosco acento—, fue besarte a ti.
Pero no le pidió que lo perdonara, ni dijo que jamás
volvería a hacerlo.
—Adiós, Mónica. Hasta mañana.
—Hasta... mañana —replicó ella con un hilo de voz.
Los comerciantes fracasados se reunieron, intentaron
lanzar una protesta oficial al gobernador. Nadie les escuchó. El negocio de
Tomás Ruiz era totalmente lícito. Nadie podría evitarlo ni impedirlo.
Aquel día, hallándose Mónica tras el mostrador,
llegó Bernardina. Mónica esperó con el cuerpo en tensión.
—¿Aspirinas? —preguntó amablemente.
—Tú bien sabes que no vengo a comprarte nada
—rezongó Bernardina—. Vengo a pedirte clemencia. Así, con todas las letras. El
porvenir de mi hijo se viene abajo. Yo no puedo costear sus estudios, tal como
se han puesto las cosas en el comercio. Hace cuatro días que nadie entra a
comprar. De seguir así, tendré que cerrar las puertas de mi tienda y me veré
obligada a trabajar en cualquier cosa que se me presente.
—Yo no puedo ofrecerte ayuda, ni reparar el mal que
vosotras mismas habéis causado en vuestro presupuesto económico.
—Tú sí que puedes —gritó Bernardina enérgicamente—.
Si no intercedes por nosotros cerca dé Tomás, nos veremos obligadas a tomar
medidas drásticas, y será mucho peor.
—No sé qué clase de medidas.
—No te hagas la tonta. Sabemos muy bien que tus
relaciones con Tomás no son todo lo claras que requiere el caso.
—¡Bernardina!
—No te excites. No merece la pena.
—Eres ruin. Ruin y vengativa. En vida de tu hermano
Pedro, tratasteis de destruir nuestro matrimonio, porque os dolía que fuéramos
felices. Lo destruisteis. Le hablasteis de mí. Le dijisteis que coqueteaba con
los clientes. Hicisteis de su pobre vida, ya herida por la naturaleza, un
infierno en este mundo. Y ahora que las cosas no te han salido como esperabas,
vengas en mí tu propia maldad.
—No dramatices. Estás advertida.
Salió y atravesó la calle a paso largo.
Tomás fue a visitarla a la hora del cierre, pero
ella no se atrevió a decirle nada. Sería encararlo de nuevo con sus hermanas, y
ya había bastante fango en todo aquello.
—¿Te ocurre algo? —preguntó quietamente,
inclinándose hacia ella.
—Nada.
—Pareces excitada.
Mónica esbozó una forzada sonrisa.
—Tal vez tu presencia...
—No seas mala.
Todos los días, a todas horas, estaba allí, a su
lado. Bien en la farmacia, bien en su casa. Era como si la vida se centrara en
ella. Mónica se preguntaba a diario qué iba a ocurrir al final de todo aquello,
si es que iba a tener un final, o se iba a detener en mitad del camino.
Todos los días, al despedirse, la besaba largamente.
Ella se había habituado a aquel estado de cosas. Se daba cuenta de que Tomás
obraba con ella, como hubiera obrado con una novia con la cual se espera casar.
Jamás le dijo que le amaba. Nunca decía: «Cuando nos casemos», pero cualquiera
que le viera reaccionar junto a ella, hubiese supuesto que al final los uniría
una alianza de oro.
A veces, cuando cerraba la tienda y los dos se
perdían en la trastienda, ella para hacer las cuentas, él a fumar su pipa,
antes de encenderla la tomaba en sus brazos, la pegaba a la pared, y sobre
ella, la miraba largamente y la besaba una y otra vez. Mónica se agitaba. El
reía. Después, a solas consigo misma, ya tendida en el lecho, se estremecía de
pesar. «Soy como una mujerzuela» se decía. «No sé contenerme, ni negar. Y
debiera hacerlo. Tengo que hacerlo». Pero al día siguiente no podía hacer
firmes sus propósitos. Ignoraba las causas. O porque lo amaba mucho, o porque
no se atrevía o no sabía.
Por eso le dolió lo que dijo Bernardina. Ella tal
vez tenía razón. Recordó el refrán vulgar: «El dinero, como el amor y la
felicidad, no pueden estar ocultos». Quizá toda la ciudad sabía lo que ocurría
diariamente en aquella trastienda. Tal vez los ojos atravesaban los muros de
aquella farmacia.
Bajó las persianas. Era hora de cerrar. Al pasar
junto a Tomás, éste le asió por la muñeca y la pegó a su pecho. Fue como si a
Mónica le inyectaran dinamita.
—Suelta —gritó—. Suelta.
Tomás quedó desconcertado.
—¿Qué te ocurre?
Suavizó el tono de su voz.
—Nada. Sólo te pido que me sueltes. Esto nuestro...
no es... no es...
—¡Mónica! ¿Qué dices?
Se vio a sí misma ridícula. Se apartó de él y bajó
la persiana con brusquedad.
—A ti te ocurre algo.
—Nada en absoluto. Estoy cansada de... de...
—Dilo, Mónica —gritó—. Te lo exijo.
—De... —le dolía la boca de tanto apretarla—. De....
de satisfacer tus apetencias.
—¡Mónica!
La joven regresó al otro lado del mostrador y
nerviosamente empezó a hacer las cuentas.
Tomás la miraba. Tenía una ceja alzada y una media
sonrisa desdeñosa en los labios.
—¿Qué debo pensar de tu actitud, Mónica?
—No me mires así. Olvídalo. Acostúmbrate a venir
aquí y charlar como... como... un buen amigo.
—No creí que pudiera ofenderte.
—Me ofendes.
—También te complazco.
—Tomás —casi lloraba—. Tomás... no me hieras más.
—¿Qué nos pasa hoy? ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué te han
dicho? ¿Qué has visto en mí?
—¿Por qué me besas? —preguntó ella retadora.
Tomás arqueó de nuevo la ceja.
—Porque lo necesito. Porque es bello besarte.
Porque...
—Porque estás habituado a obrar así con todas las mujeres.
—Tú no eres «las mujeres» para mí, Mónica.
La joven no respondió. Hizo las cuentas y guardó el
dinero en la caja de caudales. Después se quitó la bata, Tomás, de pie en medio
de la tienda, la miraba interrogador.
—No sé qué pensar —dijo de súbito—. Ni qué decirte
para disculpar mi actitud, si es que ésta te ofendió. Debiste... decírmelo
antes.
—Siempre se está a tiempo para rectificar.
—Ciertamente.
Abrió la puerta y se fue sin dar las buenas noches.
Era egoísta. Por lo visto su amistad no le importaba; sólo el placer que
pudiera sentir por el contacto material.
Durante una semana no supo de él ni le vio.
Es figuración mía —le dijo la abuela una tarde— o
Tomás no viene ahora por aquí.
—No viene.
—¿Os... ha pasado algo?
—Nada importante.
—Casi es mejor —dijo la abuela indiferente—. Se
empezaba a murmurar.
—Bernardina es la que inicia la murmuración.
—¿Qué importa quién sea? Lanzada la primera palabra,
las otras se unen sin querer.
Buscó afanosamente los ojos leales de su abuela.
—Tú sabes mucho. ¿Qué ocurre, abuela Ángela?
—La verdad. Me alegro de qué Tomás no haya vuelto
por la farmacia. Debiera regresar al Canadá y dejar a todo el mundo en paz.
Arruinó a sus hermanas, a sus amigos. El café de Carlos Megías cerró ayer. La
zapatería de Leonor cerró hoy, la carnicería de Juan... En fin, todos los
comercios, menos tu farmacia y algún chamizo que vende en los arrabales.
—Y de todo ello culpas a Tomás Ruiz.
—No me dirás que existe otro culpable.
—Pareces olvidar lo que él hizo a su llegada aquí.
—Sí, querida, sí. Pero... la evidencia es manifiesta
con respecto a la ruina de la ciudad.
—Ha prosperado.
—Mónica —reconvino la dama—. Yo no culpo a Tomás,
pero sí te puedo decir que su proceder para contigo no me agrada. Si es un
hombre desorientado, tú no tienes por qué sufrir las consecuencias de sus
lacras y pesares. Te lo digo de veras, Mónica. Se habla mucho en la ciudad.
—No grites. Tony puede oírnos.
—¿Crees que a él no le habrán dicho algo? Tony hace
dos días que apenas si habla. Parece preocupado.
—Pero...
—Te lo advierto para que lo sepas y pongas remedio,
si es que... si es que lo tiene.
—¡Abuela!
—Te lo ruego, querida.
Y no tomes a mal mis palabras. Lo mejor que posee una mujer es su dignidad.
Debe conservarla a toda costa.
—¿Por qué no hablaste
antes?
—Porque temí herirte. Te veo iniciar la reacción, te
ayudo a sostenerla con respecto a Tomás. Tu dignidad no tiene la culpa de que
Tomás sea un hombre perdido en el marasmo de sus pesares. Si quiere subsanar
esto... que se case contigo.
—Tú misma has dicho que Tomás no es hombre que se
case.
—Por supuesto.
—Entonces...
—Entonces —cortó ásperamente— que no te ponga en
evidencia. Eso es todo, Mónica.
No era eso todo aunque lo creyera así su abuela.
Estaba además su dolor. Su profundo dolor. Ese no podía subsanarse como pensaba
abuela Ángela. Ni remediarlo con la iniciación de una reacción negativa. Ese
imperaba y dolía, como una llaga recién abierta.
CAPÍTULO 10
Mónica fue a misa de once. Era domingo y necesitaba
que todo el mundo la viera y la juzgara abiertamente, ante su presencia, si es
que se atrevían. Notó que la miraban con creciente curiosidad. Sin duda el
rumor se había convertido en crítica. Una crítica acerba e hiriente. Sostuvo valientemente
la mirada de todos, y terminada la misa, regresó a su casa por la plaza mayor,
a paso corto, erguida la cabeza, como si desafiara al mundo. En realidad podía
desafiarlo. Ella jamás había cometido más pecado que el de amar a un hombre
solitario y desorientado, más desgraciado que todos los habladores.
—Hola.
Miró sobresaltada.
—Tomás.
—Sí, soy yo.
Emparejó con ella. Los que paseaban bajo las acacias
los miraron burlonamente. Mónica sintió pena, asco y humillación, pero ni lo
dijo ni lo demostró.
—¿Qué tal te sientes sin mí?
Alzó los hombros.
—Tengo el auto al otro extremo de la casa, frente al
garaje. ¿Vamos a dar un paseo por las afueras?
—No, gracias.
—Mónica, has cambiado.
—Quizá sí, Tomás.
—¿Y por qué? Tú no eres voluble.
Lo miró de frente. Era
más baja que él, bastante más, y hubo de levantar los ojos para encontrar los
de Tomás.
—¿Y tú qué eres? —preguntó quedamente, sutilmente
retadora—. ¿Qué sientes? ¿Qué piensas? ¿Qué haces y qué dices tú?
—Me asombras.
—Algún día tenía que hacerlo, ¿no?
—Yo había cifrado en ti todo el consuelo de mi
soledad. La llenaba contigo. Iba camino de encontrarme a mí mismo. Si tú me
abandonas...
—Escucha, Tomás. Un hombre tan poderoso como tú, con
tanto dinero, tanta personalidad y tanto pasado... no puede perderse ante sí
mismo ni un solo instante. Di la verdad.
—Nos miran, Mónica.
Ella frenó su ímpetu.
Bajó la cabeza y siguió caminando.
—Hablemos de eso en el auto —dijo él terco—. Creo
que, en efecto, algo nos ocurre a los dos y debemos aclararlo.
—En mi casa. ¿Por qué no vas a mi casa y lo aclaras
allí?
—Está bien. Iré a tu casa.
—A las seis.
—¿Antes no?
—Es la hora más apropiada. Los domingos tengo muchas
cosas que hacer.
—Antes... no me ponías hora, Mónica. ¿Has... dejado
de quererme?
Ella se detuvo de nuevo y lo miró:
—Te diré lo que te pasa, Tomás. Has ganado una
fortuna en quince años. Pero tú no sólo te limitaste a ganar. Has vivido de tal
modo y tan intensamente, que confundiste los sentimientos humanos con
necesidades superficiales. No has amado jamás. Centraste toda tu esperanza en
el cariño de tus hermanas, y al faltarte éste y verlo por ti mismo, sentiste
hacia todo el género humano un odio mortal, o por lo menos una desconfianza
dolorosa, no sólo hacia el género humano, como te dije hace un instante, sino
en ti mismo y en las personas que pueden hacerte feliz. Todo ello ha creado en
ti un complejo difícil de superar y buscas en mí un desquite a tu desconcierto
moral, olvidando dos cosas primordiales. Mi calidad de cuñada tuya y mi calidad
de mujer decente. No estás viviendo en el Canadá. Estás conviviendo con un
pueblo a quien dañaste y el cual no perdona. Te atacará por donde más te duela
y me duela a mí.
—Me asombras.
—No creas que con esto te pido que te cases conmigo.
Sería absurdo que así fuera. Pero sí te pido que te apartes de mí, y como ya te
dije lo que deseaba, no necesitas ir a mi casa esta tarde a las seis.
—¡Mónica!
—Mi decisión es terminante.
—Pero...
—Lo mejor que, puedes hacer es coger tu coche y
marcharte. Hemos sido felices mientras no llegaste tú. Ahora... has perturbado
la vida y la tranquilidad de todos...
—Me reprochas...
—No. Te indico el mejor camino a seguir. La venganza
no te hizo feliz. Has descubierto lo que querías. Tus hermanas son incapaces de
amar. Vete. Esto es lo más indicado.
—Yo te amo —dijo Tomás suavemente.
—A tu modo. Libremente. Yo no soy mujer como las que
estás habituado a tratar. Yo no me conformo con un beso y una caricia. Lo
quiero todo o nada. Y nada tenía antes de llegar tú, y era relativamente feliz.
Ni siquiera tenía la peladilla de un recuerdo, porque junto a tu hermano yo fui
feliz.
—Mónica, me dejas solo frente a la vida.
—¿Solo, teniendo tanto dinero y estando tan
habituado a comprar el goce terrenal?
—No te das cuenta de lo mucho que me hieres.
—Por favor, nos miran. Despídete aquí, y si quieres
hacerme un bien... márchate. Regresa al Canadá. Has jugado a tirar el dinero
para herir a los que te hicieron daño. Lo has logrado. ¿Qué más deseas?
Echó a andar plaza abajo. El no la siguió. Quedó
allí, de pie en mitad de la calzada, con la pipa en la boca y los ojos perdidos
en sí mismo.
Tony dijo secamente:
—Te llaman al teléfono.
Tony lo sabía. Sabía todo lo que decían de ella, en
la ciudad. Bastaban Carlos Megías y las hermanas de Tomás para extender el rumor.
Lo notaba en Tony, en su forma de mirarla, seca y fríamente. ¿Acaso Tony creía
lo que decía la gente? No pensaba sacarlo de su error. Ella no era mujer que
pidiera perdón por pecados no cometidos.
Asió el receptor y preguntó con voz impersonal:
—Dígame.
—Mónica, estuve pensando en todo lo que me has
dicho. Dime, querida, ¿qué pretendes de mí? ¿Que venda bajos comerciales a
todos los que me hirieron?
—No —cortó breve—. No puedo obligarte a eso. Pienso
únicamente que tus sobrinos no tienen la culpa de lo que hicieron sus padres.
Sé positivamente que ellos están dolidos. Ni siquiera les dijeron que existías.
Tony es amigo de tus sobrinos. Ha referido en casa algunas cosas dolorosas con
respecto a ellos. Fueron a verte y...
—Mónica, necesito casarme contigo —cortó él a su
vez—. En seguida.
La joven se estremeció.
—¿Por qué, Tomás?
—Porque te necesito en mi vida. Si no me caso
contigo, seguiré perdido en mí mismo el resto de mi existencia. Al fallarme tu
compañía, al escucharte hace un instante... me he dado cuenta de algo muy
importante. Formas parte de mí mismo. Es como si estuviera ante el motor de un
auto. No arranca sin la batería. Eso soy yo sin ti.
—No puedo exponerme, Tomás, a ser víctima de tu
propia desorientación.
—¿Pero qué dices?
Mónica oyó un portazo y miró asombrada. Tony bajaba
presuroso las escaleras. Lo olvidó para responder:
—Hablaremos de eso en otro instante, ¿no te parece?
No creo que el teléfono sea el medio más indicado para tratar de estos, asuntos
tan íntimos.
—Tú me amas.
—Negarlo hubiera sido negarme a mí misma, cosa
imposible.
—¿Qué es, entonces, lo que nos retiene?
—Tomás... ven a verme si quieres. No puedo
responderte adecuadamente por teléfono.
—Escucha...
—Te lo ruego. Si es que te interesa de verdad hablar
conmigo, ven.
—Caray —exclamó Tomás—. Tengo aquí a tu hermano
Tony. ¿Qué te pasa, muchacho?
Mónica se estremeció.
—Te dejo, Mónica —dijo Tomás un tanto alterado—.
Parece ser que tu hermano desea hablar de algo muy serio, a juzgar por la
expresión de su rostro.
Mónica sintió un chasquido, e inmediatamente colgó y
se puso en pie.
—¿A dónde vas, Mónica? —preguntó la abuela
asombrada.
—A casa de Tomás.
Abuela Ángela dio un salto en la poltrona donde
estaba acomodada.
—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca?
—Tony es muy impulsivo y me adora. Ha ido a casa de
Tomás. Está ahora con él...
—¡Vaya por Dios!
Mónica echó a correr escaleras abajo.
Nunca supo cómo llegó a casa de Tomás. Supo tan sólo
que pulsaba el timbre y un hombrecillo manco, bajito y regordete, le abría la
puerta. Pasó sin decir palabra, como un huracán. Recostó su esbelta figura en
el umbral, cuando Tomás, encarándose con Tony, le decía roncamente:
—No sé nada, muchacho. ¿Qué demonios estás diciendo?
—Tony —gritó Mónica—, Tony...
El jovencito miró a su hermana con rencor.
—¿Por qué has venido? ¿De qué tienes miedo, de que
me lo coma?
—Tony, querido; repórtate.
Fue a tocarle en el brazo, pero Tony se agitó
echándola de su lado.
—Déjame en paz, Mónica. Yo no sé mucho de estas
cosas. Apenas si he nacido para juzgarlas, si bien sé lo bastante para no
ignorar que tú le amas con toda tu alma, y él se mofa de ti y de todos.
—¡Tony! —exclamó Tomás asombrado—. ¿Qué es lo que
dices? Tú eras mi amigo.
—Y te admiraba.
—Mónica, ¿sabes lo que dice? —De súbito fue hacia la
joven y se la quedó mirando con los ojos muy abiertos—. Entonces... es que tú
también sabías... Y por eso me apartaste de tu lado...
—Tomás...
—Dime, Mónica.
—Sí. Lo dicen por la ciudad.
—¡Malditos haraganes! ¿Quién... quién... ha dicho
esa monstruosidad?
Tony había depuesto su furor. Comprendió que Tomás
ignoraba la tela de araña que se cernía en torno a ellos. Se acercó y le tocó
en el brazo. Tomás lo miró como si fuera algo extraño.
—Tú... tú..., Tony, tú, que tanto me querías, has
podido creer...
Los dieciséis años de Tony se echaron a llorar. Era
lo único que podía hacer, dada la situación. Mónica y Tomás se olvidaron de sí
mismos por un instante y uno por cada lado trataron de calmarlo.
—No merece la pena que te disgustes, Tony —dijo
tiernamente su hermana—. Tomás y yo vamos a casarnos. La gente ya callará. En
realidad no me explico cómo yo misma di valor a tales murmuraciones y evité el
encuentro con Tomas, cuando él suponía toda mi vida.
—Os... os... vais a casar.
—Ciertamente —rió Tomás, como si le quitaran veinte
años de encima. Pasó un brazo en torno a los hombros de Mónica y la besó en el
pelo—. ¿Y, sabes una cosa, Tony? No nos quedaremos aquí. Al diablo la ciudad.
Nada me liga a ella, ni siquiera el negocio, puesto que está todo vendido. Nos
iremos al Canadá. Tú estudiarás para ingeniero y te harás cargo de la mina de
plata. Nos llevaremos a tu abuela. Será feliz en mi casa de campo, con los
patos, los conejitos y los inmensos prados por los que galopan los mejores
caballos del mundo.
—Tomás... —susurró Mónica.
—Tomás —exclamó Tony maravillado.
—Y formaremos la gran familia —dijo Tomás con voz
quebrada—. Al fin, tonto de mí, podré tener lo que jamás tuve. Hermanos
verdaderos, que me amaron cuando creyeron que era solamente un paria. Una mujer
que me ofreció trabajo cuando me consideró un desamparado. E hijos. Hijos
propios, carne de mi carne y sangre de mi sangre.
¿Era posible que Tomás Ruiz llorara? Pues era
posible; desde luego. Tenía a Tony abrazado por un lado y por otro a Mónica, y
sus ojos, al mirarlos amorosamente, brillaban humedecidos.
—Acabo de encontrarme, Mónica, ¿te das cuenta? Ante
el dolor de un niño y la tierna mirada de una mujer honrada, me he encontrado a
mí mismo, y a la vez os encuentro a vosotros.
—Tony —añadió al rato, cuando el joven se disponía a
marchar—, como no puedo culpar a inocentes de los pecados de sus padres, ve a
ver a tus amigos, mis sobrinos, y diles que, si bien no quiero verlos, dejaré
depositado en un Banco de España, lo suficiente para que terminen sus estudios.
—¿Y... tus hermanas, Tomás?
—No. A ellas, nada. Que luchen. Poseen más que un
pasaje para un barco.
La puerta se cerró tras Tony y Tomás abrazó a su
novia. La miró a los ojos. Mónica reía y lloraba a la vez.
—Mónica —dijo él intensamente—. Ahora... ahora
estamos solos y vamos a casarnos. Podré besarte... Besarte cuanto quiera y como
quiera.
—Tomás...
—Cuanto quiera y como quiera —susurró quedamente.
Lo hizo. Mónica alzó los brazos y con su dogal le
rodeó el cuello. Su boca en la de Tomás, tenía un súbito anhelo. Era la misma y
a la vez diferente. Daba con sinceridad, tomaba con ansiedad.
Se habían casado aquella mañana, sin pompas ni
fiestas. La ceremonia tuvo lugar en la capillita del pueblo, lejos de la
parroquia principal. Una vez finalizada la ceremonia, Tomás hizo al sacerdote
un regalo extraordinario y recibió su bendición.
—No me parece que hayas obrado muy bien, Tomás, pero
eres humano. Tienes esa disculpa.
—Si algún día necesita de nosotros, padre,
escríbanos al Canadá. Aquí tiene mi tarjeta.
—Gracias, muchacho.
La pareja, junto con los padrinos, que fueron Tony y
abuela Ángela, subieron al auto de Tomás y se dirigieron de nuevo a casa.
Abuela Ángela estaba dispuesta a marchar con ellos
al Canadá, Era una anciana moderna. Se consideraba fuerte y adoraba a sus nietos.
Al llegar a casa, Tony miró a Tomás con cierto
recelo.
—Tomás —dijo—. Yo...
Tomás le pasó un brazo por los hombros.
—¿Qué te pasa, muchacho?
—Es que... aquí en casa, te esperan... te esperan...
Tomás frunció el ceño.
—No me irás a decir que esperan mis Ieoncitas.
—Tomás.
Este miró a su esposa. Le pasó un brazo por la
cintura, la atrajo hacia si y le dijo al oído:
—Perdona. Pero lo cierto es que me amargarían la
felicidad que siento en estos instantes.
—No se trata de tus hermanas, Tomás —susurró Tony
con ahogado acento—. Se trata de tus... sobrinos.
Ya los tenía delante. Ana, gentil, Bernardo,
espigado, Pedro, muy parecido a él... Mentón cuadrado, sonrisa franca, delgado
y alto.
—Bueno —exclamó Tomás, satisfecho en el fondo— me
alegro de veros, muchachos. ¿Cómo estáis?
Los besó uno a uno. Ana se colgó de su cuello y le dijo
ahogadamente:
—Te... te admiramos mucho.
—Algún día —dijo Tomás, como si doblegara la
emoción—, cuando terminéis la carrera, os invitaremos a dar un paseíto hasta el
Canadá. En cuanto a mi piso, Ana, será mi regalo de boda. Entre tanto no te casas
—rió—, lo ocupará el relojero. Le ha tomado gusto al pueblo y se queda aquí.
—Gracias, tío Tomas.
—El Banco os proporcionará todo cuanto necesitéis
para vuestros estudios. Espero, Pedro, que elijas una carrera superior, y en
cuanto a ti, Bernardo..., ¿qué piensas ser?
—Farmacéutico, como mi abuelo y mi tío.
—¡Magnífico! Ya tienes el local para tu farmacia, en
la plaza nueva.
Mónica tocó el brazo de su marido.
—¿No... les dices nada para sus madres?
Tomás se echó a reír.
—¡Oh, no! Ellas siempre fueron como hormiguitas.
Tendrán sus ahorros. Ya vivirán. Siempre se vive, aunque se tenga poco.
Los acompañó hasta la puerta, y una vez cerrada
ésta, se apoyó en la madera, miró a Mónica y susurró:
—En este instante empezamos una vida nueva. Y como
tu abuela y Tony tendrán que hacer el equipaje, pues mañana salimos para
Madrid, tú vendrás conmigo a ayudarme a hacer el mío. ¿De acuerdo?
Mónica se ruborizó a su pesar. Ella había estado
casada una vez, pero este hombre era muy distinto a su primer marido y estaba
segura que ahora, y no antes, era cuando iba a conocer el amor en toda su
intensidad.
—Sí —dijo—. Sí.
Cuando se despedían, Tomás dijo con naturalidad:
—Vendremos a buscaros mañana a primera hora, abuela.
—De acuerdo, muchachos.
—Tomás...
—Deja la maleta.
—Pero...
—Por favor.
La retenía en sus brazos. Eran maravillosos los
brazos de Tomás. Enérgicos, acaparadores, absolutistas...
—Mónica.
—Sí.
—¿Me oyes?
—Te oigo, te veo, te siento...
—¿Eres feliz?
¿Cuántas horas llevaban allí? Mónica empezó a
contarlas mentalmente, pero se detuvo a medio camino. Eran muchas, pero
transcurrieron como minutos.
—Mónica, no me has contestado.
Mónica tenía los ojos semicerrados. Tenía también la
maleta a sus pies, pero seguía abierta. Tendida en el lecho, miraba a Tomás
inclinado sobre ella.
Alzó las manos y cuadró el rostro de Tomás. Se reincorporó
y buscó sus labios. Los besó con ansiedad.
—Sí.
—Lo eres.
—Intensamente, Tomás. Como nunca llegué a soñar.
—¿Sabes, Mónica? Estoy como si... como si empezara a
vivir ahora. Como si conociera y poseyera a una mujer por primera vez.
¿Comprendes eso?
—¿Te has quitado los complejos de encima?
El rió. Sobre la boca femenina, su risa sabía como
una caricia.
—Tenemos al relojero en la tienda —rió Mónica—. No
debiste enviarlo a dormir fuera.
—El piso es nuestro, Mónica. Como si representara el
hogar verdadero.
Las horas seguían corriendo. Ni ella se daba cuenta,
ni Tomás reparó en el reloj.
Sonó el teléfono. La maleta seguía abierta, a medio
llenar. ¿Cuántas veces se había dispuesto Mónica a llenarla?
—El teléfono, Tomás.
La besaba.
—El te...
—Sí.
Pero no cogía el auricular. Ella extendió la mano y
lo asió.
—Diga.
—Soy Bernardina.
—Es tu hermana.
Tomás se agitó.
—¿Es que ni siquiera el día de la boda me van a dejar
en paz. —Tomó el receptor de manos de su mujer—. Dime, leoncita.
—Te pido perdón.
—Pues yo no te lo admito regalándote un bajo comercial,
leoncita.
—Es suficiente lo que has hecho por nuestros hijos.
Ellos te adoran.
—Por todo lo que vosotros me habéis despreciado.
¿Quieres dejarme en paz? Te perdono, os perdono. Hoy... tendré que perdonar
hasta a mi verdugo, si existiera éste. Soy feliz. Muy feliz, Bernardina.
—He alegro, Tomás. Nos alegramos.
—De acuerdo.
Colgó y se volvió hacia su mujer. La apretó contra
sí. El cuerpo de Mónica era suave, se dejaba llevar. Era maravilloso sentirla
junto a sí. Saberla suya.
—Mónica...
—Tomás, te amo.
En la calle sonaban los ruidos de un nuevo día. El relojero,
con su mano sana, levantaba la persiana de la tienda.
FIN
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