POR ANTONIO QUINTANA CARRANDI
El pasado lunes
21 de julio se cumplieron cuarenta y cinco años de la que, a día de hoy, sigue
siendo la mayor gesta de la humanidad en el campo de la exploración: la llegada
del hombre a la Luna. A lo largo de este casi medio siglo, y en vista de que,
tras la euforia inicial, las misiones de la NASA se han circunscrito al espacio
orbital, han sido muchos los que han tratado de restarle algo de importancia al
hecho de desembarcar en Selene, alegando, principalmente desde las naciones
hispanas, que el descubrimiento de América por Cristóbal Colón tuvo un impacto histórico infinitamente mayor.
Dejando aparte que ambos eventos no son comparables, la hazaña del Apolo XI es
relativamente reciente, por lo que quizá no es posible valorarla aún en toda su
importancia. A pesar de ello, quien suscribe está convencido de que, a la
larga, la primera misión tripulada a la superficie de nuestro satélite tendrá
una importancia capital en la historia de la humanidad, muy superior a la que
tuvo el también épico viaje de Colón hace
cinco siglos. Las dificultades a las que hubo de hacer frente la NASA para
poner un hombre en la Luna fueron mucho mayores que las que enfrentó el genovés
para llevar a cabo su proyecto. Todavía hoy asombra que, con la tecnología
existente en los años sesenta, el hombre fuera capaz de llevar a buen término
una aventura así. Y aunque es cierto que las motivaciones de tal empresa fueron
principalmente políticas y de prestigio nacional, eso no resta ni un ápice de
gloria a cuantos, de un modo u otro, contribuyeron al éxito de la misión Apolo
XI. Desde Armstrong, Aldrin y Collins, hasta el último empleado de cualquiera de las compañías
subcontratadas por la Agencia Espacial Norteamericana, todas y cada una de las
personas involucradas en el proyecto comparten un poco de esa gloria, pues fue
un trabajo en equipo realizado por lo mejor del país. El desembarco en la Luna
fue un logro de muchos, y todos ellos son dignos de admiración y respeto, fuera
cual fuese la función que desempeñaran en la empresa.
La mayor gloria
le corresponde, no obstante, al primer hombre en dejar la huella de su bota en
la Luna, y ése sería Neil Armstrong
(5/8/1930-25/8/2012). Ingeniero aeronáutico, piloto de combate en Corea, operando
desde el portaaviones USS Essex, y uno de los mejores pilotos de pruebas
después de esa guerra, Armstrong
había nacido para volar. De hecho,
aunque parezca mentira, obtuvo antes la licencia para pilotar aeroplanos
que el permiso de conducir. Su extraordinaria labor en el Centro de
Investigaciones Lewis y en el Comité Consultivo Nacional (NACA), pero sobre
todo su pericia a los mandos de cualquier aeronave, le abrieron las puertas de
la base Edwards, sin duda el lugar donde se probaban los diseños más avanzados
en el campo de la aeronáutica. Allí tuvo oportunidad de volar en más de
doscientos modelos distintos de aviones, además de pilotar nada menos que el
X-15, un aparato supersónico revolucionario, cuyo fuselaje había sido
desarrollado basándose en la bala de ametralladora. Su increíble experiencia y
su brillantez académica le llevarían a la NASA, cuyas pruebas de admisión
superó con altísimas puntuaciones en 1962. Tan sólo cuatro años más tarde llevó
a cabo su primera misión espacial como comandante de la nave Gemini 8, y tras
varias misiones exitosas todas ellas, a pesar de algunos problemas y
accidentes, llegaría aquel inolvidable 21 de julio de 1969, cuando Armstrong cumplió el sueño del
malogrado presidente Kennedy.
Desde entonces
mucho se ha dicho y escrito sobre el tema, de modo que no seré yo quien insista
sobre un asunto que ha sido tratado en profundidad por plumas más acreditadas
que la mía. Pero permítaseme rendir un sincero homenaje, en fecha tan señalada,
a Neil Armstrong, un hombre que
jamás se dejó dominar por la grandeza de lo que había hecho. Armtrong es el mayor héroe americano
del siglo XX, y posiblemente de la historia. Sin embargo, él nunca se
consideraría a sí mismo como tal. Para él, ser el primero en pisar la Luna, con
ser importante, no era lo principal. El trabajo bien hecho era su meta, más
allá de la supuesta gloria que éste entrañara, y así veía la odisea del Apolo
XI. Fue el primero en pisar la superficie de Selene, en una aventura que pudo
muy bien acabar en tragedia, pero nunca se vio como un héroe, por más que el
resto del mundo se empeñara en tratarlo como tal. Consideraba que había
cumplido con su trabajo y punto, y estaba seguro de que cualquier otro, en su
lugar, habría hecho lo mismo. La expedición lunar fue el colofón a su
extraordinaria carrera como piloto y eso era todo.
Tras volver de
la Luna Armstrong, Aldrin y Collins fueron agasajados en todo el mundo, pero al astronauta de
Ohio no le gustaba nada la expectación que levantaba su presencia allí donde
iba. Se sometía al baño de multitudes de buena gana, pero sin ningún
entusiasmo, sólo porque era lo que se esperaba de él, pero lo que más deseaba
era volver a trabajar. Tras una gira mundial estuvo durante aproximadamente un
año como vice-administrador en la NASA, luego ejerció la docencia en la Universidad de
Cincinnati, y posteriormente fue directivo de un par de empresas tecnológicas
relacionadas con la aviación.
El eco del Apolo
XI nunca se extinguió, pero Armstrong,
de carácter un tanto introvertido, eludía el tema como algo pasado y en
contadas ocasiones se avendría a hablar de ello. Esquivo con los medios, era un
hombre sencillo que, pese a su enorme talento y a la trascendencia histórica de
su persona, quería llevar una vida discreta. Esto, paradójicamente, engrandeció
más si cabe su aureola de héroe, pues él, el hombre que había realizado el más
fantástico sueño de la humanidad, mostraba una conmovedora humildad, como si,
en cierto modo, le restase importancia a su hazaña. En un mundo donde
actorcillos de medio pelo, cantantes estúpidos, deportistas estultos y
políticos tiñalpas se pavonean ridículamente,
empeñados en que admiremos sus patéticos logros, la serena y ponderada actitud de alguien como Armstrong, cuya hazaña tardará en ser
superada y cuyo nombre figura inscrito con letras de oro en las páginas de la
historia, se nos antoja algo casi irreal. Pero es muy real. Neil Armstrong era un verdadero héroe,
que abrió un sendero por el que no hemos hecho más que adentrarnos tímidamente,
pero que en siglos venideros ofrecerá magníficas expectativas al género humano.
Más allá de la política y las interesadas razones de estado, las figuras de Gagarin, Leonov, Shepard, Glenn y otros evocan el espíritu
aventurero y explorador del hombre, que nos conducirá a las estrellas y aún más
allá. Y entre esos nombres señeros de la astronáutica brillará más que ninguno,
como un faro que guiará nuestros pasos hacia la conquista del espacio, el de Neil Armstrong, el más grande héroe
americano de todos los tiempos.
Antonio Quintana
Agosto de 2014