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domingo, 30 de septiembre de 2012

EL CLAN DE LA CALAVERA de JOSEPH BERNA (NOVELA COMPLETA)


 
 
 
Estimados amigos de Bolsi & Pulp: Como ya deben saber, en nuestra segunda encuesta de repechaje resultó ganadora la novela EL CLAN DE LA CALAVERA de JOSEPH BERNA.  

Esta es una novela de Terror, perteneciente a la colección Selección Terror de la editorial Bruguera, en donde apareció con el número 386 y fue publicada en el año 1980.

¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros!


Atentamente: ODISEO…Legendario Guerrero Arcano.


 

EL CLAN DE LA CALAVERA

JOSEPH BERNA


CAPÍTULO PRIMERO

El «Chrysler» verde claro se detuvo frente a la abandonada granja.
Frente al granero, más concretamente.
Un granero sin grano, por supuesto.
Pero había paja en él.
Una paja que servía de colchón a Kevin Ryan y Jennifer Greenwood, los ocupantes del «Chrysler».
Kevin contaba veinticuatro años de edad, tenía el pelo rubio y crecido, los ojos azules, la nariz recta, el mentón agresivo.
Además de poseer un rostro atractivo, presumía de tener un cuerpo largo y atlético, pleno de vigor y de fuerza.
Comprensible, pues, que tuviese mucho éxito con las mujeres.
Jennifer Greenwood, desde luego, estaba colada por él.
Jennifer era algo mayor que Kevin.
Veintiocho años cumplidos, aunque ella confesaba tener sólo veinticinco.
No aparentaba más, ésa era la verdad.
Como mucho, veintiséis.
Jennifer era una morena muy atractiva, con unos ojos preciosos y una boca tremendamente sensual. Era bastante alta y su cuerpo ofrecía las redondeces necesarias como para ser deseada por los hombres.
A Jennifer Greenwood le encantaba sentirse deseada.
Era una mujer ardiente, muy amante de pasarlo bien en la cama.
En la cama... o donde fuera.
Lo malo para ella, era que Dick, su marido, rehuía cada vez con más frecuencia esos ratos de diversión que tanto complacían a Jennifer.
Dick Greenwood tenía diez años más que su mujer, y a diferencia de ella, él aparentaba más edad de la que realmente tenía. No era muy alto y tampoco demasiado fuerte. Un tipo vulgar y corriente, en suma. Con otra mujer menos fogosa que Jennifer, seguramente no hubiera teñido ningún problema en ese sentido, pero con ella tenía demasiados, y ya no sabía qué excusa poner para evitar qué sus contactos sexuales fueran tan frecuentes como Jennifer deseaba.
Jennifer, harta ya de tanta excusa, y deseosa de aplacar su ardor de mujer joven y sangre caliente como era debido —no con sustitutivos qué más que saciar su deseo la ponían furiosa—, no dudó en aceptar la compañía íntima de Kevin Ryan, cuando él se le insinuó un buen día.
Era lo que ella necesitaba.
Un hombre joven y fuerte. Y, como además, era guapo...
No obstante, por ser ella una mujer casada, debía llevar el asunto con mucha discreción, para que nadie sospechara que engañaba a su marido.
Y, menos qué nadie; Dick.
Si llegara a descubrir que ella le ponía los cuernos; cualquiera sabe de lo qué sería capaz, porque Dick, en ese aspecto, era un hombre muy chapado a la antigua.
Jennifer y Kevin se reunían en algún lugar de Dallas, la ciudad donde vivían, y marchaban juntos en el coche de Kevin a la granja abandonada que éste conocía.
Era el lugar ideal para ese tipo de encuentros.
Apartado de la ciudad...
Tranquilo... Solitario...
Jennifer y Kevin habían estado allí numerosas veces ya, y jamás se habían visto sorprendidos por nadie.
Y estaban seguros de que nunca lo serían.
Antes de salir del coche, Kevin y Jennifer se dieron un largo y apasionado beso, para ir poniéndose a tono.
Como siempre que Kevin besaba a Jennifer, le introdujo la mano por el amplio escote de la blusa de tirantes y le oprimió los senos, bastante grandes, pero descaradamente erguidos.
Jennifer se estremeció dulcemente entre los musculosos brazos de Kevin, mientras los hábiles dedos de éste manipulaban sus desarrollados pezones, que ya se habían aupado, agradecidos.
El beso se tornó más profundo y excitante. Jennifer entreabrió las piernas.
Sabía que, después de toquetearle los senos, Kevin querría acariciarla allí, y se preparaba para ello.
No se equivocó.
La mano de Kevin Ryan abandonó el escote de la blusa, descendió con rapidez y se introdujo por la abertura de la falda, acariciando los prietos muslos de Jennifer Greenwood, que ella separó más, en apremiante invitación a que la mano masculina alcanzara lo más íntimo de su ser.
Kevin, deliberadamente, retrasó ese momento más que otras veces, para que la excitación de Jennifer fuera mayor.
Y lo fue.
Tan grande, que empezó a morderle los labios, llegando incluso a hacerle daño.
Kevin, que no quería quedarse sin labios, ya no demoró más las caricias íntimas.
Jennifer dejó de mordérselos tan pronto como sintió que la mano de él sorteaba expertamente su prenda más íntima y alcanzaba lo que ésta protegía.
El cuerpo femenino se arqueó en el asiento del coche, y se mantuvo así mientras Kevin acariciaba lo más sensible de él.
De pronto, Jennifer Greenwood separó bruscamente su boca de la de su amante y, con los ojos muy brillantes, dijo:
—Subamos ya, Kevin. No puedo resistir más.
—Yo tampoco, nena —sonrió Kevin Ryan.
—¿Me dejas que lo compruebe?
—Claro. Ya sabes que todo lo mío es tuyo. Y «eso», más que ninguna otra cosa.
Jennifer alargó la mano y la posó sobre lo que Kevin tenía de hombre, que era mucho. Al instante, sus rojos labios se distendieron en una sonrisa de gozo.
—Es cierto, Kevin. Estás más en forma que nunca —dijo, presionando suavemente allí.
—Es que te deseo más que nunca —repuso él.
—Y yo a ti, Kevin.
—No perdamos más tiempo, Jennifer.
Y no lo perdieron.
Descendieron rápidamente del Chrysler y se introdujeron en el granero.
Había una vieja escalera de madera apoyada contra la parte superior del granero, que era donde estaba la paja.
Jennifer empezó a subir por ella.
Como la escalera estaba casi vertical, Kevin le vio la cara posterior de los muslos y buena parte de sus firmes y rosadas nalgas, porque el pantaloncito que usaba Jennifer, negro y calado, era deliciosamente reducido.
La mano diestra de Kevin ascendió veloz y pellizcó el tentador trasero femenino...
Jennifer dio un gritito y casi se cayó de la escalera, al tensar el cuerpo.
—¡Salvaje!
—Y eso que sólo ha sido un pellizco. Verás ahora, que pienso utilizar los dientes —dijo Kevin, y metió la cabeza bajo la falda de Jennifer.
Ella volvió a gritar y empezó a subir precipitadamente los peldaños de la escalera.
Kevin también los subió con rapidez, sin sacar la cabeza de debajo de la falda de Jennifer.
—¡Ñam, ñam, ñam!
—¡Kevin, que me vas a destrozar las braguitas! —chilló Jennifer, entre risas.
—¡Pues fuera braguitas.
Kevin se las bajó de un zarpazo y siguió mordiendo las macizas nalgas.
—¡Ñam, ñam, ñam!
La risa impedía a Jennifer seguir subiendo los peldaños, y eso favoreció los canibalescos deseos de Kevin, pudiendo morder a su antojo.
—¡Basta, Kevin, por favor! —suplicó Jennifer.
—¡Lo siento, pero me apetecía mucho una ración de nalgas al ajillo!
—¡Mis nalgas no saben a ajo, tonto!
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso puedes morderte el trasero?
—¡Kevin...!
—¡Ñam, reñam, requeteñam!
Jennifer Greenwood, aunque muerta de risa, reanudó el ascenso de la escalera y alcanzó la parte superior del granero, empezando a gatear por la paja.
Kevin Ryan la alcanzó también y gateó en pos de Jennifer.
La agarró por los tobillos, haciéndola caer de bruces.
—¡Ya eres mía, Jennifer!
Ella giró el cuerpo y lo miró, con ojos ardientes.
—Para eso hemos subido, Kevin, para que me hagas tuya una vez más.
El apuesto rubio empezó a desabotonarse la camisa, de manga corta, ligera y llamativa.
Jennifer se sacó la blusa por la cabeza, para, seguidamente, despojarse de la falda y del sujetador. Quedó completamente desnuda, porque las braguitas las había perdido mientras gateaba sobre la paja.
Kevin se descalzó, y se sacó los pantalones y el slip.
Se contemplaron mutuamente durante unos segundos:
Después, Jennifer se dejó caer de espaldas, muy lentamente, y alzó sus mórbidos brazos. También las rodillas, separadas.
—Kevin, mi amor...
—Ahí voy, nena —sonrió Kevin, colocándose sobre ella.
Mientras la besaba y la acariciaba, estrechamente abrazado por Jennifer, se dispuso a poseerla.
Eh el preciso instante en que su virilidad trataba de adentrarse en el cálido y palpitante conducto femenino, empezó a sonar un claxon.
«¡Moc, moc, moc, moc, moc!»
Kevin Ryan interrumpió su acción, claro.
Bajo él, Jennifer Greenwood respingó.
—¡Kevin!
—¿Qué?
—¡Es el claxon de tu coche!
—Sí.
—¡Alguien lo está haciendo sonar!
—Eso es evidente.
—¿Quién?
—Voy a ver.
Kevin se quitó de encima de Jennifer y gateó, desnudo y con su masculinidad excitada, todavía, hacia la pequeña ventana que tenía la parte alta del granero, y cuyos cristales estaban rotos.
Jennifer gateó tras él.
Kevin, claro, fue el primero en descubrir a la persona que hacía sonar el claxon de su «Chrysler». No estaba sola. Había otras más.
Ahora sí desapareció la excitación sexual de Kevin Ryan. Casi de golpe.
La causa, más que al hecho de que fuesen varias las personas que habían aparecido en la granja abandonada, se debía a la extraña vestimenta que dichas personas llevaban.
Para empezar, todos se cubrían con unos siniestros capuchones negros, que sólo permitían ver sus ojos y sus bocas.
Luego, estaban las túnicas.
Igualmente negras y siniestras.
En el pecho, bordada en blanco, llevaban todos una calavera.
Esto, sin lugar a dudas, era lo que más impresionaba de todo.
Tanto, que Jennifer Greenwood, apenas asomarse a la ventana y descubrir tanto encapuchado y tanta calavera, lanzó un grito de terror y se abrazó a Kevin Ryan, como adivinando que una suerte horrible les aguardaba a los dos.
Y, desgraciadamente, no se equivocó.


CAPÍTULO II

Alex Bradford, comisario de policía, acababa de mantener una conversación telefónica.
Justo en el instante en que colgaba el auricular, la puerta de su despacho se abrió y Jim Lake, uno de sus hombres, pelirrojo y de facciones simpáticas, penetró en él.
Se quedó junto a la puerta, los brazos cruzados, mascando un chicle con gesto socarrón.
Alex Bradford lo miró.
—¿Quieres algo, Jim?
El pelirrojo le guiñó el ojo maliciosamente.
—Qué callado se lo tenía, ¿eh, jefe?
—¿El qué?
—Lo de la chica.
—¿Qué chica?
—Esa rubia tan atractiva.
Alex Bradford frunció el ceño.
—¿De qué rubia hablas?
—Oh, vamos, comisario... —el pelirrojo dio un manotazo al aire.
—Te aseguro que no sé a qué rubia te refieres, Jim.
—A Kristy, naturalmente.
—¿Kristy?...
—Sí, señor; Kristy Dubbins. Ahora dígame que no conoce a ninguna Kristy Dubbins, ande.
—Te lo diré, porque es cierto. No conozco a ninguna Kristy Dubbins.
Jim Lake rió.
—Pero qué jefe tan bribón tengo.
Alex Bradford lo miró ceñudamente.
—Un poco más de respeto, Jim.
El pelirrojo carraspeó.
—Disculpe, comisario. Usted sabe que lo de bribón lo dije en el más cariñoso de los sentidos.
—Pero lo dijiste.
—Lo retiro, comisario.
—¿Quién diablos es esa Kristy Dubbins?
—La chica que quiere verle.
—¿A mí...?
—Sí, está ahí fuera. Preguntó por el comisario Bradford, Alex Bradford. Es usted, ¿no?
—Desde hace treinta y tres años.
—¿No se quita ninguno?
—A ti sí te voy a quitar yo, pero va a ser el chicle de la boca, de un castañazo.
El pelirrojo Jim casi se tragó la goma de mascar.
—Le pido disculpas de nuevo, comisario. Lo de si se quitaba algún año lo dije en broma. La verdad es que usted no aparenta más años que yo.
—Tú sólo tienes veinticuatro.
—Recién cumplidos, jefe.
—¿Y no te parece que te has pasado al decir que tú y yo aparentarnos la misma edad?
—En absoluto, jefe. Está usted hecho un chaval, se lo digo yo.
Alex Bradford apretó los dientes.
—Un día de éstos te voy a sacudir, Jim. Palabra que te voy a sacudir.
—Olvide lo que dije, comisario —tosió nerviosamente el pelirrojo.
—Dile a esa Kristy Perkins que pase.
—Dubbins, jefe.
—¿Qué?
—Que la chica no se apellida Perkins, sino Dubbins.
—Bueno, como se llame —gruñó Bradford.
—Es una preciosidad, ya lo verá. Alta, esbelta, con unos...
—¡Jim! —tronó Bradford, descargando un puñetazo sobre la mesa.
—Ya me esfumo, jefe —tosió de nuevo el pelirrojo, y desapareció en un segundo.
Casi al momento, la puerta se abría de nuevo y la chica rubia entraba en el despacho.
El comisario Bradford tuvo que admitir qué Jim Lake no había exagerado un ápice.
La chica, toda una mujer ya, pues debía de andar por los veinticinco años, era realmente bonita y bien formada. Lastima que su rostro, de óvalo perfecto, estuviese tan pálido.
Evidentemente, aquél no era su color natural.
La chica, visiblemente nerviosa, estaba hondamente impresionada por algo, y ésa era la razón de que hubiese perdido el color.
Alex Bradford, casi 1,90 de estatura, fornido, pelo muy negro y facciones enérgicas, muy varoniles, se puso cortesmente en pie.
—Adelante, señorita Dubbins, —dijo, con una suave sonrisa.
—Gracias —respondió ella, distendiendo apenas los labios, perfectamente dibujados, pero tan faltos de color como todo lo demás.
—Siéntese —invitó Bradford, señalando la silla que estaba frente a su mesa.
Kristy Dubbins le dio las gracias de nuevo y se sentó en la silla. No cruzó las piernas, y Alex Bradford se lamentó por ello, pues las tenía largas y maravillosamente torneadas, según se apreciaba por los pocos centímetros que la abertura frontal del vestido, estampado, muy veraniego, dejaba al descubierto.
El comisario Bradford se sentó en su sillón y descansó los antebrazos en la mesa.
—¿En qué puedo servirle, señorita Dubbins?
—Le he visto varias veces fotografiado en los periódicos, comisario Bradford. También le he visto en televisión —dijo la joven.
—Oh, por eso sabe usted mi nombre...
—Sí.
—¿Sabe lo que creyó Jim?
—¿Quién es Jim?
—El pelirrojo que la hizo pasar a mi despacho.
—Un joven muy atento y simpático.
—Sí, sí que lo es.
—¿Qué creyó Jim, comisario?
—Que usted y yo éramos amigos.
—Hubiera podido ser, ¿no?
—Sí, claro. Pero, como no es así, me veo obligado a preguntarle de nuevo en qué puedo servirle, señorita Dubbins.
—Prefiero que me llame Kristy.
—De acuerdo, Kristy —sonrió Bradford.
La joven se mordió los labios y preguntó:
—¿Puede ofrecerme un trago, comisario?
Alex Bradford parpadeó.
—¿Cómo ha dicho?
—Necesito beber algo fuerte, comisario Bradford. Puede que usted no me crea, pero estoy a punto de desmayarme.
Alex Bradford se alarmó.
—¿Se encuentra usted mal, Kristy?
—Muy mal, comisario. Ni yo misma me explico cómo he podido llegar hasta aquí.
—¿El corazón, tal vez?
—No, la vista.
—No ve bien y sufre mareos, ¿eh?
La joven negó con la cabeza.
—Veo perfectamente, y sólo me mareo cuando mis ojos ven algo tan espantoso como lo que vieron esta tarde.
—¿Qué vio usted, Kristy? —interrogó Bradford.
—Primero el trago, por favor.
—El caso es que no sé si... —murmuró Bradford, y empezó a buscar en los cajones de su mesa—.Tenía una petaca de licor por aquí, pero como no la he usado desde el invierno... —explicó.
—Encuéntrela pronto, se lo ruego. Todo empieza a darme vueltas ya —la joven cerró los ojos un instante y pareció tambalearse en la silla.
—Resista, Kristy.
—Lo procuro, pero...
—¡Aquí está!
—De prisa, Comisario.
Alex Bradford desenroscó el tapón y entregó la petaca de licor a la muchacha.
Kristy Dubbins se atizó un trago.
Y de los buenos.
De pronto, retiró la petaca de su boca y empezó a toser con fuerza.
El comisario Bradford se levantó, rodeó la mesa, y palmeó la espalda de la joven.
—Será mejor que mire para arriba, Kristy —aconsejó, mientras él miraba para abajo, porque la muchacha, al doblarse hacia adelante por lo de la tos, ofrecía una deliciosa panorámica desde su escote.
Llevaba sujetador, sí; pero la prenda era tan pequeña, que casi todo estaba a la vista.
A la vista... y dando saltitos.
Kristy Dubbins levantó la cabeza.
Su rostro, entre el latigazo de licor y los golpes de tos, ya no estaba blanco, sino rojo.
Alex Bradford seguía dándole palmaditas a la espalda.
El acceso de tos provocado por el licor remitió y la joven dejó de convulsionar su caja torácica, por lo que sus hermosos senos, que habían amenazado con salirse del breve sujetador con tanto movimiento, quedaron quietos también.
—Ya pasó, Kristy —dijo Bradford, sonriendo afectuosamente a la muchacha.
Ella le miró, con los ojos llorosos y enrojecidos.
—¿Qué contiene su petaca de licor, comisario...?
—Whisky.
—¿Seguro?
—¿No sabe a eso?
—No, sabe a barniz.
Bradford tosió.
—Lamento que mi whisky no sea de mejor calidad, Kristy.
—No se preocupe. En el fondo me alegro de que sea tan fuerte. Ahora ya no me desmayo, puede estar seguro. Este whisky reanimaría a un muerto-sonrió la joven, devolviéndole la petaca.
Mientras enroscaba el tapón, Alex Bradford preguntó:
—¿Puede decirme ya qué fue lo que vio, y que tanto la impresionó, Kristy?
—Sí, creo que sí... Descubrí dos cadáveres, comisario.
Bradford respingó.
—¿Ha dicho dos cadáveres...?
—Sí, comisario.
—¿Dónde?
—En pleno desierto.
—En el desierto... —murmuró Bradford.
—No se lo he dicho, comisario, pero yo soy pintora. Mi especialidad son los paisajes áridos, desnudos, solitarios... Por esa razón recorría el desierto en mi coche, buscando un paisaje para mi próximo cuadro. De pronto, descubrí los dos cadáveres. De ellos no quedaba nada, excepto sus esqueletos.
—Sólo sus esqueletos...
—Sí, comisario. Unos esqueletos macabramente limpios, porque las hormigas se habían comido todo lo demás.
—Qué horror... —musitó Bradford.
Kristy Dubbins movió débilmente la cabeza.
—Todavía no ha oído lo más espantoso, comisario Bradford.
—Continúe, Kristy.
—Cuando las hormigas empezaron a devorarlos... esos cuerpos tenían vida.
—¿Qué?
—No cabe la menor duda al respecto, comisario, Alguien condenó a esos dos pobres desgraciados a morir devorados por las hormigas rojas del desierto. Lo prueba el hecho de que las manos y los pies de las víctimas están atados a unas estacas clavadas en la tierra. De no haber estado vivos, la persona que los llevó hasta allí no se hubiera tomado la molestia de clavar las estacas y atarlos a ellas. ¿No le parece, comisario Bradford?
Alex Bradford no respondió.
Se hallaba demasiado horrorizado.


CAPÍTULO III

El encapuchado seguía, haciendo sonar el claxon del «Chrysler» de Kevin Ryan, y tanto él como sus compañeros miraban hacia la pequeña ventana del granero.
Jennifer Greenwood continuaba abrazada a su amante, y toda ella temblaba de pánico.
—¿Qué va a pasarnos, Kevin...? —preguntó, casi sin voz.
—No lo sé, Jennifer. Pero será mejor que nos vistamos —sugirió gravemente el atlético rubio.
—Si.
—Hagámoslo, de prisa.
Kevin y Jennifer tomaron sus ropas y se las pusieron con rapidez.
De pronto, el claxon del «Chrysler» dejó de sonar.
Kevin y Jennifer se miraron.
Los dos estaban ya vestidos.
Kevin se acercó de nuevo a la ventana y miró por ella.
—No se ve a nadie, Jennifer...
La ardiente morena corrió hacia la ventana y asomó la cabeza.
—¡Es cierto! ¡Se han ido, Kevin!
—No lo creo, Jennifer.
Todavía flotaban en el aire las palabras de Kevin Ryan, cuando alguien asomó por la escalera de madera.
—¡Kevin! —chilló Jennifer, abrazándose a él.
Kevin no dijo nada.
Se limitó a observar al encapuchado.
Este los observaba a su vez.
Tenía los ojos oscuros y fríos.
El enmascarado subió los peldaños que restaban y se plantó sobre la paja.
Tras él subieron otros tres encapuchados.
Todos eran hombres, eso saltaba a la vista.
Como ninguno de ellos dejaba oír su voz, Kevin Ryan rompió el tenso silencio!
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de nosotros?
El encapuchado que primero apareciera en la parte alta del granero respondió:
—Somos El Clan de la Calavera y estamos aquí para castigaros.
—¿Castigarnos, por qué? ¿Qué delito hemos cometido?
—Uno tan antiguo como la existencia del hombre: adulterio.
—Eso no es cierto. Ninguno de los dos estamos casados.
—Mientes.
—Os aseguro que...
—Tú eres soltero, Kevin Ryan, pero Jennifer está casada con Dick Greenwood.
Kevin no supo disimular su sorpresa.
Tampoco Jennifer. Kevin preguntó:
—¿Cómo sabéis nuestros nombres?
—El Clan de la Calavera lo sabe todo, Kevin.
—Bueno, hemos cometido adulterio, es cierto-tuvo que admitir el rubio—. ¿Qué os importa a vosotros?
—Mucho. Conocemos a Dick Greenwood. Es un buen hombre. Honrado, trabajador, fiel a su mujer... No podemos tolerar que la zorra de Jennifer le engañe contigo.
Jennifer Greenwood se estremeció visiblemente.
—No volveré a engañarle, os lo juro.
—¿Estás arrepentida, Jennifer?
—Sí.
—Tu arrepentimiento llega tarde.
—¿Porqué?
—Has engañado demasiadas veces al bueno de Dick.
—Por su culpa.—Explícate, Jennifer.
—Sexualmente me tiene olvidada.
—Eso no es verdad.
—Bueno, casi olvidada. Sólo me hace el amor una vez a la semana. Los sábados, más concretamente. Es suficiente para él, porque ya tiene casi cuarenta años, pero no lo es para mí, que sólo tengo veinticinco.
—Tienes veintiocho.
—¡Mentira!
—Eres tú quién miente, Jennifer. Has cumplido ya los veintiocho, y tú lo sabes mejor que nadie.
La atractiva morena se mordió los labios nerviosamente.
—De acuerdo, confieso que tengo veintiocho años. Para el caso, es lo mismo. Soy una mujer joven y necesito satisfacer mis apetitos sexuales. Si Dick quisiera hacer el amor conmigo más a menudo, no le habría engañado con Kevin, porque yo le quiero.
—La mujer que quiere a su marido, no se entrega a otro —replicó el encapuchado.
—¡Os repito qué lo necesitaba! Me autosatisfacía por las noches; mientras Dick roncaba a mi lado, pero eso, en vez de calmarme, me irritaba. ¡Era un hombre lo que mi cuerpo pedía!
—Cuando te casaste con Dick, ya sabías que él era diez años mayor que tú.
—¡Sí, pero entonces hacíamos el amor casi todas las noches!
—Lo siento por ti, Jennifer, pero tu suerte está echada. Y la de Kevin también. Los dos vais a; morir.
Jennifer Greenwood estuvo a punto de desplomarse al oír aquello.
—¡Van a matarnos, Kevin! —chilló, agarrándose con desesperación a su amante.
—No puedo creer que estéis hablando en serio —dijo Kevin Ryan, aunque sin demasiada convicción.
—Muy en serio, te lo aseguro —repuso el encapuchado que llevaba la voz cantante.
—El delito de adulterio no se castiga con la pena de muerte. Ni siquiera con la cárcel. Sólo es motivo de divorcio.
—Lo sé, Kevin. Pero El Clan de la Calavera no se rige por las leyes de este país, tiene sus propias leyes. Y, según ellas, Jennifer y tú debéis morir. Aquí... y ahora —sentenció el que debía de ser el jefe del siniestro clan.
El tipo hizo una indicación con el brazo y los otros tres encapuchados se acercaron a Kevin y Jennifer.
Kevin Ryan ya estaba pensando en el modo de escapar de allí, y se decía que sólo tendría alguna posibilidad si lo intentaba solo, pues Jennifer sería un estorbo para él.
Lo sentía por ella, pero su vida estaba en juego y no podía andarse con sentimentalismos.
Kevin esperó a que los encapuchados se acercaran más y entonces se soltó bruscamente de Jennifer.
—¡Kevin...! —chilló ella.
Kevin Ryan ya había saltado de aquella especie de plataforma cubierta de paja, sin importarle la altura.
Abajo había otros cuatro encapuchados, los cuales le cerraron el paso.
Kevin los embistió como un toro furioso, y consiguió derribar a dos de ellos, pero los otros dos cayeron sobre él y lo sujetaron.
El amante de Jennifer se defendió bravamente, pero cuatro hombres eran muchos hombres, y no pudo evitar que lo redujeran finalmente.
Uno de los encapuchados le ató las manos a la espalda con una cuerda, fuertemente, mientras otro le ataba los pies.
El jefe del clan, que había seguido la lucha desde lo alto de la plataforma, al igual que los otros tres encapuchados, prestos a intervenir si era necesario, ordenó:
—¡Subidlo!
Los tipos cargaron con el indefenso Kevin y lo subieron a la parte alta del granero.
—Dejadlo sobre la paja, mientras satisfacemos debidamente los insaciables deseos sexuales de la esposa de Dick Greenwood —indicó el jefe del clan.
Se escucharon algunas risitas.
Jennifer, aterrada, retrocedió.
—No, por favor... No me toquéis, os lo suplico... —dijo, con trémula voz.
—A ti te gusta que te toquen, Jennifer.
—No quiero ser violada, es asqueroso y repugnante.
—Pues me temo que no vas a poder evitarlo, preciosa.
Y así fue.
Jennifer Greenwood no pudo impedir que los miembros de El Clan de la Calavera la tendieran sobre la paja, le arrancaran la ropa, y la violaran uno tras otro.
El jefe del clan fue el primero en poseerla, y lo hizo de una manera brutal, mordiéndole y estrujándole dolorosamente los pechos mientras la embestía una y otra vez como un animal.
Los otros miembros del clan no fueron mucho más delicados con ella, y de nada sirvió qué Jennifer chillase, sollozase y suplicase.
Kevin Ryan, pálido, desencajado, presenció la estremecedora escena.
Jennifer Greenwood yacía sobre la paja, encogida, sucia, dolorida, ensangrentada...
El jefe del clan miró a Kevin.
—Ahora te toca a ti, rubio. No, no creas que vamos a violarte, como a Jennifer. A nosotros nos gustan las mujeres, no los tíos. Vamos, desnudadle ya. —ordenó a su gente.
Los encapuchados dejaron sin ropa a Kevin en unos segundos.
Jennifer miró al rubio, preguntándose qué suerte le tendrían reservada aquellos hombres sin escrúpulos.
El jefe del clan se metió la mano bajo la túnica y extrajo un cuchillo de larga y centelleante hoja. Se lo mostró a Kevin.
—¿Sabes que se hacía antiguamente cuando se pillaba a alguien robando algo, rubio...? Yo te lo diré: se le cortaban las manos, para que no pudiera volver a robar.
—Yo... yo no soy un ladrón...
—Ya sabemos que no. Por eso no te vamos a cortar las manos, sino otra cosa. Lo que le dabas a la fogosa Jennifer.
Kevin se agitó en el suelo.
—¡No, eso no...! —aulló, los ojos desorbitados, a punto de saltarle de las cuencas.
—Sujetadlo, muchachos-ordenó el jefe del clan.
Jennifer, Greenwood cerró los ojos apretadamente y se tapó las orejas con las manos.
No quería ver ni oír.
No vio... pero sí oyó.
El alarido de Kevin Ryan fue tan desgarrador, que hizo estremecer el viejo granero.


CAPÍTULO IV

El comisario Bradford desenroscó el tapón y se llevó la petaca de licor a los labios, atizándose un trago de aquel whisky tan fuerte que en opinión de kristy Dubbins sabía a barniz.
—Siempre oí decir que los policías no beben cuando están de servicio... —dijo la atractiva pintora, con una ligera sonrisa.
—Y es cierto, Kristy. Pero yo necesitaba un trago. Lo que usted me ha contado... —repuso Alex Bradford.
—Es realmente espantoso, lo sé. Pienso en esos dos desgraciados, cubiertos de hormigas rojas, retorciéndose y aullando de dolor, sintiendo cientos de mordeduras a la vez, por todo el cuerpo... Se me pone la piel de gallina sólo de imaginarlo, comisario Bradford.
—También a mí, se lo aseguro. Desde que ingresé en el Cuerpo, he visto cosas horribles, pero ninguna como ésta. Ser devorado por hambrientas hormigas rojas es la muerte más horrorosa que conozco. Lenta, angustiosa, llena de sufrimientos... Quienquiera que condenara a esas dos personas a un fin tan espantoso, debe ser un sádico de primera.
—Ojalá lo descubran ustedes pronto, comisario. Debe pagar por su doble crimen.
—Pagará, no lo dude. Ignoro el tiempo que nos llevará descubrir a ese sádico criminal, pero lo conseguiremos, se lo prometo.
Hubo unos segundos de silencio.
Kristy Dubbins había cruzado las piernas, y casi la mitad de sus esbeltos muslos estaban al descubierto.
El comisario Bradford, sin embargo, no prestaba la menor atención a las tentadoras extremidades inferiores de la pintora, porque tenia cosas más importantes en las que pensar.
—Kristy...
—¿Sí, comisario?
—¿Querrá usted llevarme a ese lugar del desierto?
—No será agradable para mí volver allí, pero lo haré.
—Se lo agradezco mucho.
Kristy Dubbins descruzó sus preciosas piernas y se puso en pie.
—Estoy a su disposición, comisario Bradford.
Alex Bradford se acercó al perchero, donde se hallaba colgado su sombrero, gris, de alas dobladas. También pendía de él su cinto, en cuya funda descansaba un «Colt» de calibre 38.
Se colocó ambas cosas.
En la camisa, azul, de manga corta, llevaba prendida su placa de comisario.
—Vamos, Kristy —dijo, tomando a la pintora por el codo.
Ella, antes de mover sus piernas, sugirió:
—¿Por qué no coge su petaca de licor, comisario? Es posible que necesitemos otro trago de «barniz», cuando lleguemos a ese lugar del desierto.
—Sugerencia aceptada — sonrió Bradford, y se colocó la petaca en el bolsillo trasero, del pantalón.
Salieron del despacho.
—Jim-llamó Bradford.
El pelirrojo se acercó con prontitud.
—¿Sí, comisario...?
—Ponte el sombrero que nos vamos.
—¿Adonde, jefe?
—Te lo explicaré por el, camino.
—Muy bien, comisario.
Segundos después, abandonaban los tres la comisaría.
En el coche del comisario Bradford, conducido por Jim Lake, salieron de la ciudad y se dirigieron al desierto.

* * *

Jennifer Greenwood seguía con los ojos cerrados y las manos sobre los oídos, aunque esto último, como ya es sabido, no le había impedido escuchar el ensordecedor alarido que lanzara Kevin Ryan cuando el cuchillo manejado por el jefe de El Clan de la Calavera amputó su miembro viril.
De pronto, alguien la agarró por el pelo.
Jennifer dio un grito y abrió los ojos.
Era el jefe del clan quien la tenía cogida por el cabello, pero Jennifer no lo miró a él, sino a Kevin, quien lloraba como una mujer, su vientre y sus muslos cubiertos de sangre.
La hermosa morena pensó que iba a desmayarse de horror, pero, milagrosamente, continuó despierta. Aunque mejor hubiera sido que se desmayara, porque las monstruosidades de El Clan de la Calavera no habían hecho más que empezar, según iba a verse muy pronto.
El tipo que daba las órdenes dijo:
—Observa a tu amante, Jennifer. Ya no puede hacerte gozar, no tiene con qué.
—Canallas...—musitó ella; cerrando los ojos.
El jefe del clan le soltó el pelo y le dio una sonora bofetada.
—¡Abre los ojos, perra! ¡Quiero que veas lo que El Clan de la Calavera hace con las mujeres adúlteras, después de violarlas!
Jennifer Greenwood, presa del más infinito terror, despegó los párpados y miró al tipo de los ojos oscuros y fríos, quien esgrimía su cuchillo, manchado de sangre.
El individuo ordenó:
—¡Sujetadla, muchachos!
Cuatro de los encapuchados se arrodillaron junto a la horrorizada Jennifer y le sujetaron los brazos, separados del cuerpo y las piernas, muy abiertas.
El jefe del clan alzó el ensangrentado cuchillo, como si fuera a descargarlo sobre el pecho desnudo de la mujer.
Jennifer Greenwood chilló con todas sus fuerzas, convencida de que, efectivamente, la larga hoja del cuchillo iba a atravesar su pecho, a partirle el corazón.
Fatalmente para ella, no iba a ser así.
Aquel terrorífico cuchillo, antes de poner fin a su vida, iba a causarle múltiples heridas en todo el cuerpo, porque el jefe de El Clan de la Calavera era un sádico de primera, y los demás miembros del clan no disfrutaban menos que él con el sufrimiento de sus víctimas.

* * *

El coche del comisario Bradford estaba ya en pleno desierto.
El pelirrojo Jim lo llevaba por donde le iba indicando Kristy Dubbins, que iba en el asiento trasero.
—¿Falta mucho, Kristy? —preguntó Alex Bradford, sentado al lado de Jim Lake.
—No, estamos cerca, comisario. Es allí, detrás de aquella loma —indicó la pintora.
—Ya lo has oído, Jim.
—Sí, jefe —dijo el pelirrojo, y dirigió el coche hacia la loma señalada por Kristy.
Jim Lake había sido informado ya por su superior de lo que ocurría, y también él se hallaba muy impresionado:
Tanto, que no rechazó la petaca de licor del comisario Bradford, cuando éste se la ofreció, al ver lo pálido que se ponía.
El coche rodeó la loma.
Sin que nadie se lo ordenara, el pelirrojo, detuvo el vehículo.
Ya había descubierto los dos esqueletos.
Macabramente limpios, como dijera Kristy Dubbins.
Atados de pies y manos a las estacas clavadas en la tierra:
Hormigas no se veía ni una.
Como ya se lo habían comido todo, habían vuelto al hormiguero.
Jim Lake, nuevamente pálido, rogó:
—¿Me pasa la petaca, comisario?
Bradford se la tendió, en silencio.
El pelirrojo echó un tragó.
—Jim... —pronunció Kristy Dubbins, en tono muy significativo.
El joven agente pasó la petaca de licor por encima del respaldo del asiento delantero.
La pintora la tomó y se la acercó a los labios.
Tras atizarse el trago, rezongó:
—Sabe a demonios, pero es tremendamente efectivo.
El comisario Bradford, abrió la puerta y salió del coche.
Él pelirrojo Jim no tuvo más remedio que imitarle...
Kristy Dubbins se quedó en el automóvil.
No quería volver a ver de cerca tan horrendo espectáculo.
Alex Bradford, sí.
Era su obligación. Caminó hacia el par de esqueletos, seguido de Jim Lake.
Tras contemplarlos de cerca durante casi dos minutos, comentó:
—Evidentemente, se trata de un hombre y una mujer. Y ambos estaban completamente desnudos cuando fueron atados a las estacas. Sus ropas no están, y las hormigas no pueden habérselas comido.
—Desde luego que no, comisario e-estuvo de acuerdo el pelirrojo.
—Me temo que va a ser muy difícil averiguar quiénes eran las víctimas, Jim. Por sus esqueletos, al menos, es imposible.
—Sí, porque por fuera hay guapos y feos, pero por dentro todos somos iguales. Iguales de feos, quiero decir.
—Confiemos en qué el forense encuentre algo en ellos que nos pueda servir de pista, porque si no... Echemos un vistazo por los alrededores, Jim.
—Sí, jefe.

* * *

El encapuchado que dirigía El Clan de la Calavera proyectó su cuchillo sobre el pecho de Jennifer Greenwood, pero en el último instante frenó su brazo y el extremo de la ensangrentada hoja no llegó a clavarse en la carne.
El grito de Jennifer quedó cortado en seco, desconcertada ésta por la actitud del jefe del clan.
—Sólo quería asustarte, preciosa —dijo el tipo, distendiendo sus labios en una sonrisa cruel—. Morirás, desde luego, pero antes pagarás por cada una de las veces que engañaste al buenazo de Dick.
—Piedad... —indicó Jennifer, temblando toda..
—No hay piedad para las adúlteras —masculló el jefe del clan, y pinchó con su cuchillo, entre los senos femeninos.
Jennifer Greenwood se estremeció, pero no se quejó, pese a que el pinchazo había sido doloroso y la sangre resbalaba ya por su pecho, hacia su garganta.
—Acabad conmigo de una vez, os lo suplico... —pidió, al borde ya de la locura.
El jefe del clan, por toda respuesta, trazó una línea horizontal en el vientre femenino con la punta de su cuchillo, haciendo brotar la sangre instantáneamente. Jennifer volvió a estremecerse, acusando la dolorosa herida, pero no gritó.
Era como si ya no tuviese fuerzas para ello.
El jefe del clan, cuyos oídos deseaban deleitarse con los chillidos de su víctima, hirió los senos de Jennifer.
Ella cerró los ojos e imploró una vez más:
—Piedad...
—Esta se nos ha vuelto mártir —rezongó él que le sujetaba el otro brazo.
—Pues, cuando la violamos, chilló hasta desgañitarse —recordó otro de los tipos.
—Ahora también chillará, en seguida lo vais a ver —aseguró el jefe del clan, dirigiendo su cuchillo al sexo de la desgraciada.
Se salió con la suya, pues Jennifer Greenwood chilló hasta enronquecer cuando la punta del cuchillo se clavó en lo más sensible de su ser.
Eso complació mucho a los miembros de El Clan de la Calavera, y aquella orgía de sangre y de crueldad duró hasta que la infortunada Jennifer se desmayó, incapaz de soportar tanto sufrimiento.
Entonces, una certera cuchillada en pleno corazón acabó con su vida.
Kevin Ryan también se había desvanecido, poco después de que el jefe del clan amputase su hombría.
Eso, sin lugar a dudas, le libró de sufrir nuevas torturas.
El jefe del clan le asestó una cuchillada en el pecho y le partió el corazón, como a Jennifer Greenwood.


CAPÍTULO V

El comisario y el pelirrojo Jim no encontraron nada de particular por los alrededores del lugar en donde las hormigas rojas devoraran al hombre y a la mujer, dejando solamente sus esqueletos.
—Volvamos al coche, Jim.
—Sí, jefe.
Alex Bradford y Jim Lake caminaron hacia el automóvil.
Apenas llegar a él, el comisario descubrió que los ojos de Kristy Dubbins brillaban más de la cuenta y que sus mejillas tenían mucho color.
El pelirrojo Jim también se dio cuenta de ello, y después de tocar disimuladamente con el codo a su superior, dijo en tono bajo:
—Me parece que la pintora está «chispa», jefe.
—Si sólo tomó un par de tragos... —murmuró Bradford.
—El whisky de su petaca es nitroglicerina pura, comisario. Y si la chica no está muy acostumbrada a beber...
—Será mejor que suba detrás, con ella.
—Sí, hágalo, no sea que le dé por hacer strip-tease. Aunque eso, bien mirado, no estaría nada mal, ¿eh, jefe? —sonrió pícaramente el pelirrojo.
Bradford lo miró con severidad.
—Jim...
—No he dicho nada, comisario —tosió Lake, y se metió rápidamente en el coche.
Alex Bradford abrió la puerta trasera y se introdujo también en el automóvil, sentándose junto a Kristy Dubbins.
La pintora seguía teniendo la petaca de licor en las manos.
Y el tapón estaba desenroscado...
Bradford le quitó ambas cosas, con delicadeza.
En seguida se dio cuenta de que la petaca pesaba muy poco, como si estuviera vacía.
La sacudió, pero no se escuchó ningún ruido.
Kristy Dubbins soltó un cómico hipido y dijo con voz un tanto farfullante:
—Déme un trago, comisario.
Alex Bradford puso la petaca boca abajo.
No cayó ni una sola gota.
—Lo siento, Kristy, pero la petaca está vacía.
—Pues llénela. ¡Hip!
—No tengo con qué llenarla, Kristy.
—Necesito más «barniz», comisario.
—¿Que necesita qué...? —parpadeó Jim Lake.
—«Barniz», Jim. ¡Hip!
Bradford explicó:
—Ella llama así a mi whisky.
—Oh... Tiene gracia, diablos —rió el pelirrojo.
—Pon en marcha el coche; Jim —apremió Bradford—. Tenemos qué llevar a Kristy a su casa.
—¿Sabe usted dónde vive?
—No.
—¿Entonces...?
—Ella nos lo dirá.
—Lo dudo, pero inténtelo.
Bradford tomó la mano de la pintora y preguntó:
—¿Dónde vive usted, Kristy?
—Quiero más «barniz» —pidió ella, con la mirada cada vez más turbia y la voz menos clara.
—No queda, Kristy.
—Pues fabríquelo. ¡Hip!
Jim Lake rió por lo bajo.
—Menuda «turca» ha pillado.
—Kristy, díganos dónde vive y la llevaremos a su casa —insistió Bradford.
—Yo no les digo nada si no me dan más «barniz».
—Y dale con el «barniz».
—Por favor, comisario, no sea usted malo y déme un trago... —suplicó la joven, acariciando las curtidas mejillas de Alex Bradford.
—Le repito que no hay, Kristy.
—Si me da un trago de «barniz», le doy un beso en los labios.
—Kristy...
—Dos besos. Tres. Los que quiera ¡Hipl
Bradford suspiró.
—Tenías razón, Jim. No nos dirá dónde vive, está demasiado «cargada».
—¿Por qué no la lleva a su casa, comisario? —sugirió el pelirrojo.
Bradford respingó.
—¿A mi casa...?
—Si, hasta que se le pase la «trompa».
—No puedo, Jim. Tengo cosas que hacer.
—Yo me encargo del asunto de los esqueletos, no se preocupe. Y, si surge alguna novedad, le llamaré a su casa. ¿De acuerdo, jefe?
—Tengo otra idea mejor.
—¿Cuál?
—Tú te encargarás de cuidar de Kristy.
—Yo no soy de fiar, jefe.
—¿Qué quieres decir?
—Que la pintora es un bombón, comisario. Y no un bombón corriente, sino relleno. Y yo soy muy, goloso. En otras palabras: no podré resistir la tentación de aprovecharme.
—¿Serías capaz...?
—¡Seguro! Yo me conozco, jefe.
—Jim, estás diciendo eso porque quieres que sea yo quien se ocupe de Kristy.
—Le aseguro que no, jefe. Si insiste usted en que yo cuide de la chica, lo haré con mucho gusto. Pero conste que le he avisado, ¿eh? Si luego hay que ir de bautizo...
—¡Jim!
—Usted decide, comisario.
Alex Bradford llenó sus pulmones de aire, y accedió:
—De acuerdo, yo me ocuparé de la chica.
—Perfecto, jefe —sonrió el pelirrojo, y puso el coche en marcha.

* * *

Mientras regresaban a la ciudad, el comisario Bradford intentó nuevamente averiguar la dirección de Kristy Dubbins, pero no le fue posible.
La bella pintora sólo hablaba de «barniz» y no paraba de soltar hipidos.
Minutos después, Jim Lake detenía el coche frente a la casa de Alex Bradford, de dos plantas, con césped a su alrededor.
Estaba ya oscureciendo.
—Abajo; Kristy —rezongó Bradford, tirando de la mano de la joven.
—Le sugiero que la coja en brazos, comisario —dijo Jim—. Si no lo hace, se le desplomará en cuanto se ponga en pie.
Bradford se dijo que el pelirrojo tenía razón, y tomó a la pintora en brazos.
Ella le rodeó el cuello.
—¿Nos hemos casado, comisario?
—No.
—¿Por qué me toma en brazos, entonces?
—Porque tiene usted demasiado «barniz» en el cuerpo, Kristy.
—¿Va a darme más?
—No.
—¡Malo, más que malo!
Como Jim Lake se estaba riendo, Bradford lo miró severamente y gruñó:
—Lárgate, Jim.
—Sí, jefe.
—¡Y llámame, si ocurre algo!
—Descuide, comisario.
El pelirrojo puso el coche en marcha y se alejó.
Alex Bradford caminó hacia su casa, cuya puerta abrió con alguna dificultad, por el hecho de llevar a Kristy Dubbins en brazos.
Entraron en la casa.
El comisario, en principio, pensó en acostar a la pintora en el sofá del living, pero dado el particular estado de la joven, temió que se cayera de él y se lastimara, así que optó por llevarla a su dormitorio y acostarla en su cama.
—Malo, malo, malo... —rezongaba Kristy, mientras Bradford subía la escalera.
—Yo no soy malo, Kristy.
—Sí, sí que lo es... No quiere darme más «barniz».
—Se pondría peor.
—¿Por qué dice eso? Yo me, siento muy bien comisario.
—Cuando llegue la resaca verá.
—¿Qué dice de casaca...?
—Nada, olvídelo.
Bradford alcanzó su dormitorio y penetró en él, encendiendo la lámpara del techo.
—¿Qué es esto, comisario...? —preguntó Kristy Dubbins, mirándolo todo.
—Mi dormitorio.
—¿Y para qué me trajo aquí?
—Voy a acostarla, Kristy.
—Me parece una buena idea, comisario.
—A mí también —dijo Bradford, dejándola sentada sobre la cama.
Mientras le quitaba los zapatos, se preguntó si debía quitarle también el vestido.
Si no lo hacía, se iba a arrugar mucho...
Decidió quitárselo.
Después de todo, la pintora llevaba sujetador, no mostraría nada intimo!
Kristy no se opuso a que el comisario Bradford le quitase el vestido, pero cuando quedó en braguitas y sostén, sonrió malévolamente y preguntó:
—¿Va usted a hacerme el amor, comisario...?
—No...
—¿Por qué me está desnudando, entonces?
—No la estoy, desnudando, sólo le he quitado el vestido, para que no se lo arrugue.
—¿No le gusto, comisario...?
—Sí, claro que me gusta.
—Hágame el amor, pues.
—Otro día.
—¿Por qué no hoy?
—Porque usted no es dueña de sus actos, Kristy.
—Me gusta usted, comisario —dijo ella, echándole los brazos al cuello.
—Unos brazos cálidos, suaves, que excitaban con el solo roce de su piel...
—Kristy... —rogó Bradford, cogiendo aquellos tibios brazos para quitarlos de su cuello.
—Béseme, comisario —pidió la pintora, entreabriendo sus labios.
—Mañana, ¿eh?
—Caray, usted todo lo deja para después.
—En las circunstancias actuales, es lo mejor, créame.
—Béseme o me pongo a llorar.
—Kristy...
—¡Búa...!
—¡No, Kristy! —exclamó Bradford, cubriendo la boca de la pintora.
Ella le dio un mordisco.
—¡Ay! —se quejó Bradford, retirando en el acto la mano.
—¿Me besa o lloro otra vez? —amenazó Kristy.
—De acuerdo, la besaré —tuvo que acceder Bradford, y posó sus labios sobre los de ella.
La pintora presionó la nuca masculina, para que el beso fuese más largo y apretado.
Alex Bradford sintió deseos de abrazar el cuerpo semidesnudo de Kristy Dubbins, pero se contuvo, al recordar que la pintora no sabía lo que hacía.
Por fortuna, el beso fue como una especie de somnífero para Kristy, y de pronto se derrumbó sobre la cama.
El comisario Bradford respiró aliviado y cubrió el hermoso cuerpo de la pintora con la sábana, después de colocarlo adecuadamente en la cama.


CAPÍTULO VI

Dick Greenwood detuvo su coche, un «Ford» marrón, frente a su casa.
Eran más de las ocho.
Dick Greenwood siempre llegaba tarde a casa, porque hacía horas extraordinarias en la empresa para la cual trabajaba como contable.
Esos ingresos le permitían gozar de algunos caprichos que de otro modo no podría tener, y también disponer de algunos ahorros.
Dick Greenwood salió del coche y caminó hacia la puerta de su casa. Vestía un traje claro, fresco y ligero. Abrió con su llave.
—¿Jennifer...? —llamó, como siempre que entraba en casa.
Esta vez, sin embargo, su esposa no le respondió.
Dick Greenwood se extrañó, porque, a aquellas horas, su mujer siempre estaba en casa.
—¿Jennifer...? —volvió a llamar, dirigiéndose al salón, cuya puerta estaba entornada.
Al empujarla, un ramalazo de frío estremeció su cuerpo.
Había cuatro hombres allí.
Ocultaban sus rostros bajo unos siniestros capuchones negros y cubrían sus cuerpos con largas túnicas, igualmente negras y con una calavera en el pecho, bordada en hilo blanco.
—Entre, señor Greenwood —dijo uno de los encapuchados, de ojos oscuros y fríos.
Dick Greenwood no se movió. La impresión le había dejado paralizado, y un visible temblor se había, apoderado de su cuerpo.
El jefe del clan sonrió ligeramente.
—No tenga miedo, señor Greenwood. No va a pasarle nada. Vamos entre. Sólo queremos hablar con usted.
Dick Greenwood, aunque con paso vacilante, entró en el salón.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.
—Somos miembros de El Clan de la Calavera.
—Jamás oí hablar de ese clan...
—Es lógico, porque no hace mucho que se constituyó. Además, nosotros actuamos con mucho secreto, no divulgamos por ahí nuestras actividades. Sólo hablamos con aquellas personas qué necesitan de nosotros, que tienen algún problema que nosotros podemos solucionar. Es su caso, señor Greenwood.
—Yo no tengo ningún problema.
—Claro que lo tiene, aunque no lo sabe. Pero nosotros vamos a informarle, es nuestro deber.
—¿Dónde está Jennifer, mi esposa?
—Ese precisamente es su problema, señor Greenwood.
—¿Jennifer...?
—Sí, señor Greenwood.
—¿Qué pasa con ella?
—Le engaña, señor Greenwood.
—¿Qué...?
—Con un tipo rubio, joven y apuesto. Se llama Kevin Ryan, y sólo tiene veinticuatro años. Se ven casi todas las tardes y acuden a una granja abandonada, en cuyo granero retozan desnudos y hacen el amor.
Dick Greenwood, cuya cara se había puesto muy roja, sacudió la cabeza.
—No puedo creerlo...
—Tenemos pruebas, señor Greenwood. Y se las vamos a mostrar.
El jefe del clan pulsó una de las teclas del pequeño magnetófono que él mismo había dejado sobre la mesa del salón, y al instante se oyeron las voces de Kevin Ryan y Jennifer Greenwood, entremezcladas con jadeos, suspiros y gemidos de placer.
El rostro de Dick Greenwood empezó a perder color, hasta quedarse tan pálido como el de un muerto.
El jefe de El Clan de la Calavera preguntó:
—¿Reconoce la voz de su esposa, señor Greenwood?
—Sí... —respondió el marido engañado, con un hilo de voz.
El encapuchado paró el magnetófono y explicó:
—Esto fue grabado una tarde cualquiera. El magnetófono estaba oculto bajo la paja del granero. Tenemos varias cintas grabadas.
Dick Greenwood preguntó:
—¿Cómo lo descubrieron ustedes?
—¿Que, su esposa le engaña?
—Sí.
—Es una de las misiones de nuestro clan, señor Greenwood. Vigilamos a la gente, y así nos enteramos de cómo es y cómo actúa cada cual. Sabemos que usted es un buen hombre. Honrado, trabajador, fiel a su esposa... Ella, ya lo ha visto, no lo es con usted. Jennifer no es buena. Para ella sólo existe una cosa: el sexo. Quiere hacer el amor todos los días, con usted o con quien sea.
—Es mucho más joven que yo, y...
—Eso no la disculpa, señor Greenwood. Está casada con usted y tenía la obligación de serle fiel. Si no era feliz a su lado, debió proponerle el divorcio, en vez de buscarse otro hombre para satisfacer sus ardores sexuales. Hubiera sido lo correcto, ¿no le parece?
—Desde luego —admitió Greenwood, bajando la cabeza.
—Nosotros vamos a solucionar su problema, señor Greenwood.
Dick Greenwood alzó la, cabeza y miró al jefe del clan.
—¿Cómo? —preguntó.
—Castigando a su mujer y a su amante.
—Oh, no... A Jennifer no quiero que le hagan ningún daño.
—Ya se lo hemos hecho, señor Greenwood.
Este se estremeció.
—¿Que ya...?
—Sí, señor Greenwood. Y a Kevin Ryan también. Los dos han recibido su merecido.
—¿Qué les han hecho?
—No es necesario entrar en detalles. Podemos garantizarle, sin embargo, que no volverá a ver a la zorra de su mujer.
—¿Los han... matado?
—Le repito que no es necesario entrar en detalles. Jennifer y Kevin cometieron un delito, y han pagado por él. Eso es lo que importa. Eso... y cobrar por nuestro trabajo, por supuesto.
—¿Cobrar...?
—Sí, señor Greenwood. No creerá usted que nosotros trabajamos por amor al arte, ¿verdad? El Clan de la Calavera está compuesto por bastantes más personas de las que usted ve aquí, y esas personas tienen que comer...
—No entiendo nada.
Pues está; muy claro, señor Greenwood. Nosotros le hemos hecho un favor, ajustándole las cuentas a su mujer y a su amante, y usted tiene que pagarnos por ello.
—Yo no les pedí que intervinieran.
—¿Cómo nos lo iba a pedir, si no sabía que su mujer le estaba poniendo los, cuernos?
—Aunque lo hubiera sabido, tampoco se lo habría pedido.
—Es usted un desagradecido, señor Greenwood. Debería estar contento con nosotros, por haber descubierto que su mujer era una zorra de campeonato.
—Si se hubieran limitado a eso...
—¿Le duele que hayamos castigado a Jennifer?
—Sospecho que la han asesinado.
—Es cierto, la hemos asesinado. Y a su amante también —informó el jefe del clan.
Dick Greenwood apretó los puños con rabia.
—¿Con qué derecho acabaron con sus vidas? El único que debía castigar a Jennifer era yo, su marido.
—Preferimos ahorrarle ese trabajo, siempre desagradable.
—Yo no hubiera matado a Jennifer.
—¿Y al tipo qué gozaba de ella en el granero...?
—Tampoco.
—Usted no es un hombre, señor Greenwood. No tiene sangre en las venas.
—Soy un hombre, no un asesino.
—Bien, de nada sirve ya discutir. El hecho está consumado. Jennifer y Kevin han muerto, y usted tiene que pagarnos por haberlos eliminado. ¿Le parece bien dos mil dólares...?
Dick Greenwood no respondió.
—Yo creo que es un precio justo, señor Greenwood —añadió el jefe de El Clan de la Calavera.
Dick Greenwood siguió callado.
Estaba pensando en qué era lo que más le convenía hacer.
Si se negaba a pagar a los miembros de aquel clan de asesinos, ellos lo liquidarían también, porque se lo habían contado todo y no podían dejarlo con vida.
Mejor era darles los dos mil dólares y, cuando los tipos se hubiesen largado, llamar a la policía y contárselo todo.
El jefe del clan pareció adivinarle el pensamiento, pues advirtió:
—No le conviene llamar a la policía, señor Greenwood. Teniendo en cuenta que su esposa murió porque hacía el amor con otro hombre secretamente, el principal sospechoso para la policía sería usted. Pueden pensar que la asesinó usted... o que nos contrató a nosotros para asesinarla. En cualquier caso, usted se vería en serios problemas.
—No pensaba llamar a la policía —mintió Greenwood.
—Mejor. ¿Va usted a entregarnos los dos mil dólares, señor Greenwood?
—Sí.
—Perfecto.
—Los tengo en mi despacho.
—Vamos para allá, pues.
Dick Greenwood salió, del salón, seguido de los cuatro miembros de El Clan de la Calavera. Ya en el despacho, Greenwood abrió su caja fuerte.
Allí, junto con algunos documentos, guardaba sus ahorros.
Sus ahorros... y una pistola.
Dick Greenwood no se atrevió a empuñarla.
Adivinaba que los miembros de aquel siniestro clan también irían armados, y ellos eran cuatro.
Greenwood tomó los dos mil dólares que le exigían los tipos.
No era mucho más lo que tenía ahorrado.
Se volvió y se los entregó al jefe del clan.
El tipo se guardó el dinero.
—Gracias, señor Greenwood. Ahora, por favor, siga en su despacho algunos minutos más, mientras nosotros nos despojamos de los capuchones y las túnicas y abandonamos su casa. Lo hará; ¿verdad?
—Desde luego.
—Y recuerde: llamar a la policía sería un error.
—Estoy de acuerdo.
—Buenas noches, señor Greenwood.
—Adiós.
Los cuatro miembros de El Clan de la Calavera salieron del despacho y cerraron la puerta.
Dick Greenwood se dejó caer en su sillón.
Dejó transcurrir unos minutos.
Luego, alargó la mano hacia el teléfono que tenía sobre la mesa y tomó el auricular. Empezó a marcar el número de la policía.
Súbitamente, la puerta se abrió de golpe y los cuatro miembros de El Clan de la Calavera irrumpieron en el despacho.
Tres de ellos esgrimían pistolas automáticas, provistas de silenciador; el jefe del clan, un largo cuchillo.
El mismo que utilizara para torturar a Kevin Ryan y Jennifer Greenwood, y también para partirles el corazón y poner fin a sus vidas.
El terror dejó paralizado a Dick Greenwood.
El jefe del clan se acercó a él, ordenando:
—Cuelgue ese teléfono, señor Greenwood.
Este obedeció, tembloroso.
El jefe del clan, que lo miraba con un brillo acerado en sus oscuras pupilas, recordó:
—Le advertí que no llamara a la policía, señor Greenwood.
—Yo no...
Fue todo lo que pudo decir, porque el jefe de El Clan de la Calavera movió su brazo derecho de forma centelleante y la hoja de su cuchillo le cortó limpiamente la yugular.
Dick Greenwood emitió un sonido rondo; más propio de un animal, y con los ojos agrandados al máximo se llevó las manos al escalofriante tajo que el cuchillo; le había producido en la garganta, y del que ya brotaba la sangre a chorros.
Tan sólo pudo agarrarse el cuello durante unos pocos segundos, porque la muerte le sobrevino casi en seguida, y quedó desmadejado en el sillón, el pecho totalmente cubierto de sangre y los ojos abiertos de par en par, con una expresión casi tan espantosa como el tajo de su garganta.


CAPÍTULO VII

Para Kristy Dubbins, su despertar fue muy desagradable.
La cabeza le dolía y le pesaba como el plomo, y su lengua parecía un pedazo de cuero.
Eran los efectos de la resaca, naturalmente.
La pintora observó la habitación, totalmente desconocida para ella. Descubrió su vestido, sobre una silla, y sus zapatos, delante de ésta.
Kristy trató de recordar, pero su cerebro estaba embotado, y no consiguió rememorar nada.
Apartó la sábana y, con alguna dificultad, incorporó el torso y bajó las piernas de la cama, quedando sentada en el borde de ésta. Se llevó las manos a las sienes.
—Dios, mi cabeza parece que va a estallar... —murmuró, cerrando un instante los ojos.
Muy lentamente, se puso en pie y se colocó el vestido y los zapatos. Después, abandonó aquella habitación tan extraña para ella.
Descubrió una escalera y descendió por ella, muy despacio, con una mano en la frente.
Al llegar abajo, escuchó unos ronquidos.
Sonaban en el living.
Kristy fue hacia allí.
Descubrió al autor de los ronquidos, y lo reconoció en seguida.
—Comisario Bradford... —musitó.
Alex Bradford siguió roncando en el sofá, donde había pasado la noche, con el torso desnudo. Su camisa, su sombrero y su cinto descansaban sobre un sillón, y sus zapatos estaban en el suelo.
Kristy Dubbins se acercó al sofá y tocó el robusto hombro masculino..
—Comisario Bradford...
Alex Bradford dejó de roncar y abrió los ojos.
—Kristy... —pronunció quedamente, e incorporó su musculoso y velludo torso, bajando los pies del sofá.
—¿Dónde estoy, comisario?.
—En mi casa.
—¿Qué pasó?
—¿No lo recuerda?
—No, no recuerdo nada. Sólo sé que alguien está tocando el tambor dentro de mi cabeza, que tengo la lengua gorda y estropajosa, y que me he despertado en una cama que no es la mía —rezongó la pintora, sentándose en el sofá.
Bradford sonrió.
—Son los efectos del «barniz», Kristy.
—¿Del qué...?
—Así llamaba usted al whisky de mi petaca.
—Whisky... Petaca... Sí, empiezo a recordar... Yo fui a verle a la comisaría para hablarle de los esqueletos, de esas dos personas devoradas por las hormigas rojas del desierto...
—Exacto.
—Me sentía mal, y le pedí algo de beber..¡
—Y yo le di whisky.
—Un whisky fortísimo, qué me hizo toser como una mula acatarrada... Luego volvimos al desierto y allí me aticé otro latigazo de «barniz»...
—Más de un latigazo debió atizarse, porque cuando Jim Lake y yo volvimos al coche, la petaca estaba vacía.
La pintora se llevó las manos a las mejillas.
—Dios mío, qué vergüenza. Me emborraché como una tonta.
—La culpa fue del «barniz». No debí darle a beber algo tan fuerte.
—¿Qué pasó después, comisario?
—¿Después de qué?
—De que yo cogiera la «mona».
—Pues, que la traje a mi casa, porque no sé dónde vive usted, Kristy. Se lo pregunté, pero no quiso, decírmelo.
—¿Y una vez aquí...?
—La acosté en mi cama.
—Después de quitarme el vestido...
—Sólo para que no se le arrugara, no piense mal.
—No pienso mal, pero me da vergüenza.
—No es la primera mujer que veo en braguitas y sostén, tranquilícese.
—¿Dije o hice algo que...?
—No, nada. Apenas quitarle el vestido, se quedó usted dormida.
—¿No me engaña usted, comisario?
—¿Por qué iba a engañarla?
—No sé, pero tengo la sensación de que me oculta usted algo. Algo que no quiere contarme para que yo no me avergüence más de lo que ya estoy.
—Kristy, yo le aseguro que...
—Las personas bebidas dicen y hacen muchas tonterías, y me resisto a creer que yo fuera la excepción.
Alex Bradford hizo ademán de ponerse en pie, pero Kristy Dubbins le cogió del brazo.
—No se escabulla, comisario.
—¿Quién se escabulle?
—Quiero saber lo que pasó, comisario Bradford.
—No pasó nada, le doy mi palabra.
—Pero pudo haber pasado de no ser usted un caballero, ¿verdad?
—Sí, pudo haber pasado.
—Cuente, comisario.
—Kristy, usted no era dueña de sus actos...
—Eso ya lo sé. ¿Qué le propuse, comisario?
—Hacer el amor.
—¡Oh! —exclamó la pintora, enrojeciendo de golpe.
—Kristy, le repito que no pasó nada.
—Porque usted no quiso, que si no...
—Hubiera estado muy feo aprovecharse de una mujer bebida.
—Gracias por no hacerlo, comisario.
Alex Bradford consultó su reloj.
—Son casi las ocho. Jim Lake vendrá por nosotros a las nueve menos cuarto. Tenemos el tiempo justo para desayunar.
—Yo sólo quiero café. Bien cargado.
—Saldrá mejor si lo prepara usted, Kristy. ¿No le importa?
—Por supuesto que no.
—Acompáñeme a la cocina, pues.
Kristy Dubbins se levantó del sofá y siguió al comisario Bradford, después de que éste se pusiera los zapatos y la camisa.

* * *

Estaban terminando de desayunar, en la cocina, cuando sonó el timbre de la puerta.
—Debe ser Jim Lake —adivinó Alex Bradford.
—Yo abriré, comisario —dijo Kristy Dubbins.
—No, deje que vaya yo, Kristy.
—Usted no ha terminado de desayunar, y yo sí.
—Como quiera.
La pintora salió de la cocina y caminó hacia la puerta de la casa. Abrió.
—Buenos días, Kristy —saludó Jim Lake, sonriente.
—Hola, Jim:
—¿Cómo se siente esta mañana?
—¡Huy!, fatal. Mi cabeza es un bombo que no deja de sonar.
—Se pasó usted con el «barniz», Kristy.
—No me hable de ese veneno, por favor.
El pelirrojo rió y entró en la casa.
—¿Dónde está el comisario, Kristy?
—En la cocina, terminando de desayunar.
—Voy para allá.
—Espere, Jim. Quiero preguntarle algo.
—Prometo responderle.
—¿Qué clase de hombre es el comisario Bradford?
—Excelente, en todos los sentidos.
—¿Le gustan las mujeres?
—Tanto como a mí. ¿Por qué lo pregunta?
—Anoche, hallándome yo «trompa», me quitó el vestido y me dejó en pantaloncitos y sujetador.
—¿De veras...?
—Para que no se arrugara, dijo.
—Seguro que fue por eso, —carraspeó el pelirrojo.
—No lo dudo. Pero de lo que ya no estoy tan segura, es de que no pasara nada después. Según el comisario, yo le pedí que me hiciera el amor.
—¿En serio...?
—Yo no sabía lo que hacía, Jim.
—No, claro que no.
—Pero él sí.
—¿Teme usted que el comisario...?
La pintora se mordisqueó los labios.
—No lo sé, Jim, El dice que no se aprovechó, pero...
—Seguro que no lo hizo, puede estar tranquila. Precisamente se ocupó él de usted porque temía; que yo me aprovechase.
—¿Usted...?
—Sí, Kristy. Fui yo quien sugirió al comisario que la trajera a su casa, pero él quería que fuese yo quién se ocupara de usted. Le hice comprender que yo no soy de fiar de ese aspecto, y accedió a ocuparse personalmente.
—¿De veras no es usted de fiar, Jim...?
—Claro que soy de fiar. Pero no se lo diga al comisario, ¿eh?
—¿Por qué quería usted que fuese él quien se ocupase de mí?
—Porque me di cuenta de que el comisario la mira de un modo especial, Kristy.
—¿Quiere decir que le gusto...?
—Juraría que sí.
—Qué interesante... —murmuró la pintora, con un brillo muy particular en la mirada.
—Me gustaría que el comisario se enamorara de usted, Kristy. Tiene ya treinta, y tres años, y sigue soltero. Eso no es bueno.
—¿El qué no es bueno, Jim? —preguntó Alex Bradford, apareciendo en ese momento.
El pelirrojo dio un cómico respingo.
—Abusar del whisky, comisario. Y menos, del que usted tenía en su petaca —respondió, para disimular.
Bradford sonrió.
—Voy por el cinto y el sombrero, Jim —dijo, dirigiéndose al living.
Un par de minutos después, se dirigían los tres a la comisaría, en el coche de Alex Bradford.


CAPÍTULO VIII

El coche de Kristy Dubbins, un «Dodge» azul, seguía estacionado no lejos de la comisaría.
La pintora, antes de subir a él, dijo a Alex Bradford dónde vivía y rogó:
—¿Me tendrá usted al corriente de sus investigaciones, comisario Bradford?
—Desde luego —prometió él.
—Gracias, comisario.
Kristy Dubbins se introdujo en su coche y lo puso en marcha.
Alex Bradford y Jim Lake esperaron a que el «Dodge» de la pintora se perdiera de vista, y entonces entraron en la comisaría.
Sobre la mesa de su despacho, el comisario tenía ya el informe del forense con respecto a los dos esqueletos hallados la tarde anterior en el desierto.
Un informe breve, pero interesante.
Se trataba, efectivamente, de un hombre y de una mujer.
El hombre, de unos cuarenta años de edad, metro ochenta de estatura, aproximadamente, y tórax amplio, había sido sometido tiempo atrás a una operación en la pierna derecha por fractura del peroné.
Este último dato podía servir de mucho.
En cuanto a la mujer, era mucho más joven. De veinte a veintidós años. Metro sesenta de estatura. Su esqueleto no ofrecía ninguna particularidad, excepto una ligera desviación de su columna vertebral.
Dato nada despreciable tampoco, por cierto.
De todo ello estaban hablando Alex Bradford y Jim Lake, cuando la puerta del despacho se abrió y Terry McRae, otro de los hombres de Bradford, entró en él.
—Comisario...
—¿Sí, Terry?
—Acababan de denunciar un crimen.
Bradford se envaró.
—¿Dónde se ha cometido?
—En el 880 de Lexington Street.
—¿Quién es la víctima?
—Un tipo llamado Dick Greenwood.
—¿Cómo murió?
—Degollado.
Alex Bradford y Jim Lake sintieron sendos escalofríos.
El primero se puso en pie y dijo:
—Vamos para allá, Jim.
—Sí, jefe.

* * *

Karen Maughan no se había levantado todavía, aunque llevaba mucho rato despierta.
En realidad, había dormido muy poco aquella noche.
Y la pasada.
No podía apartar de su pensamiento a Lionel, su marido, ni a Lucy Kidwell, la amante de éste.
Por El Clan de la Calavera había sabido que Lionel, con cuarenta años cumplidos ya, le engañaba con Lucy, una muchacha de sólo veintiún años.
Para Karen Maughan fue un golpe muy duro, porque ella amaba a su esposo y siempre te había sido fiel, pese a que no le faltaron proposiciones para dejar de serlo. Ni cuando era más joven, ni ahora, que ya había cumplido los treinta y cinco años.
Karen había sido una muchacha muy hermosa, y lo seguía siendo, porque cuidaba mucho su rostro y su figura.
Lionel, sin embargo, había preferido a Lucy Kidwell...
¿Qué habría sido de ellos?
El jefe de El Clan de la Calavera se había limitado a decirle que habían dado a Lionel y Lucy el castigo que ambos se merecían, y que no volvería a ver al adúltero de su marido.
Luego, el máximo dirigente de aquel siniestro clan le había exigido cinco mil dólares por el servicio prestado, y ella se los dio, porque tuvo miedo de negarse.
Tras aconsejarle que no llamara a la policía, porque ella se vería en serios apuros, los miembros del clan se marcharon.
Karen Maughan no había avisado a la policía.
Temía el castigo de El Clan de la Calaveras.
Karen sospechaba qué habían asesinado a Lionel y Lucy, y un grupo de hombres a quienes no les importaba matar fríamente a dos personas, tampoco les importaría matar a tres.
De ahí su absoluto silencio.
Súbitamente, la puerta del dormitorio se abrió y alguien se coló en él.
Karen ahogó un grito de terror cuando descubrió al personaje.
Era uno de los miembros de El Clan de la Calavera.
Al fijarse en sus ojos oscuros y fríos, Karen Maughan supo que se trataba del jefe del clan, y su terror se acentuó.

* * *

El comisario Bradford y el pelirrojo Jim llegaron a la casa de Dick Greenwood, donde aguardaba el joven que había denunciado el crimen.
—¿Dónde está? —preguntó Bradford.
—En su despacho —respondió el joven, muy pálido.
—Llévenos allí.
El joven los condujo al despacho, pero él no entró.
Dick Greenwood seguía desmadejado en su sillón, cubierto de sangre, los ojos desmesuradamente abiertos y con aquella expresión tan horrible.
Lo más horrible, sin embargo, continuaba siendo el enorme tajo que tenía en la garganta.
Tras dar un primer vistazo al cadáver, Alex Bradford y Jim Lake salieron del despacho.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó el comisario al joven que denunciara el asesinato.
—Willie Hutton, comisario.
—¿Conocía a la víctima?
—Sí, éramos compañeros de trabajo.
—¿Cómo descubrió el crimen?
—El señor Rogers, nuestro jefe, al ver que Dick se retrasaba más de la cuenta, le llamó por teléfono, para saber si estaba enfermo. Nadie respondió, lo cual extrañó mucho al señor Rogers, y me ordenó a mí que viniera a ver qué ocurría. Pulsé el timbre, pero no me abrieron, pese a que el «Ford» de Dick estaba estacionado en la calle. Al comprobar que la puerta no estaba cerrada con llave, penetré en la casa. Poco después, encontraba a Dick, muerto... De Jennifer, su mujer, ni rastro.
Bradford y Lake cambiaron una mirada.
El primero rogó:
—Háblenos de Jennifer, Willie.
—Es una mujer muy atractiva, diez años más joven que Dick.
—¿Se llevaban bien?
—Sí, creo que sí.
El comisario Bradford se mesó el cabello.
—Teniendo en cuenta que la caja fuerte está abierta, hay que pensar forzosamente que robaron a Dick Greenwood, pero la desaparición de su mujer complica las cosas... ¿Se la llevó el asesino? ¿Fue ella quien le asesinó y se llevó el dinero?
—Lo sabremos cuando la encontremos, jefe —dijo Jim.
—Esperemos que sea pronto... —suspiró Bradford.

* * *

Karen Maughan tembló en la cama al ver que el jefe de El Clan de la Calavera se le acercaba.
—¿Qué quiere usted? ¿Por qué ha vuelto? —preguntó, con voz trémula y sin color en las mejillas.
El siniestro personaje, ya junto a la cama, la miró fijamente a los ojos y respondió:
—Deseaba volver a verla, señora Maughan.
—¿Por qué?
—Es usted una mujer bella y deseable. No me explico cómo su marido prefería a esa Lucy Kidwell.
—Ella sólo tenía veintiún años,. Y yo...
—Usted está en la flor de la vida, Karen. Es un fruto maduro, jugoso, en sazón, como suele decirse... —piropeó el encapuchado, sentándose en el borde de la cama.
Karen Maughan hubiera querido huir, pero el miedo le impidió moverse.
El jefe de El Clan de la Calavera alargó la mano y le acarició suavemente el rostro.
—Qué cutis tan fino y delicado...
—Márchese, por favor —pidió Karen, débilmente.
—¿Tiene miedo de mí, señora Maughan?
—Sí, no puedo evitarlo.
—Tranquilícese, no voy a hacerle ningún daño —sonrió el enmascarado, y su mano acarició ahora los hombros femeninos, el cuello, el nacimiento de los senos, que asomaban tentadoramente por el escote del negro camisón...
—No me toque, se lo suplico —musitó, Karen Maughan, cada vez más asustada y temblorosa.
—¿Le desagradan mis caricias, Karen?
—No, pero...
La mano del jefe del clan se deslizó por, debajo del camisón y apretó con suavidad los senos femeninos, plenos y firmes, todavía.
Karen Maughan se estremeció al contacto de aquella manó fuerte y viril; que estimuló sabiamente sus pezones, hasta lograr que se levantaran, gozosos.
—Por favor, váyase... —suplicó una vez más, cerrando los ojos, casi en llanto.
El jefe del clan, en vez de largarse, le bajó los tirantes del camisón y la dejó con los senos al descubierto. Se los contempló con admiración.
—Muchas jovencitas quisieran tener unos pechos tan altivos y armoniosos como los suyos, Karen —dijo, y se inclinó sobre ella, para besarlos y atrapar entre sus dientes los erectos y rosados pezones.
Karen Maughan le dejó hacer, pero, repentinamente, agarró la cabeza del hombre y trató de levantarla, de apartarla de su pecho desnudo con brusquedad.
Fatalmente para ella, lo único que consiguió fue arrancarle el capuchón, y el rostro del jefe de El Clan de la Calavera quedó al descubierto.
Los oscuros ojos del tipo, cuyas facciones eran realmente desagradables, brillaron peligrosamente.
Karen Maughan se había quedado muy quieta, como adivinando que al descubrir el rostro del jefe del clan había firmado su sentencia de muerte.
—Ha cometido usted un grave error, Karen —dijo gélidamente el tipo, y extrajo su cuchillo de debajo de la túnica.
A Karen Maughan se le escapó un gemido de terror.
—No era mi intención, se lo aseguro...
—Tal vez no, pero me ha visto la cara.
—No importa; no lo conozco de nada.
—Sí que importa, Karen.
—Por favor, siga acariciándome, poséame, haga conmigo todo lo que quiera, pero no me mate...
—Demasiado tarde —dijo el jefe del clan, y hundió su cuchillo en la garganta de Karen Maughan, con tanta fuerza, que la hoja de acero salió por su nuca.
El chorro de sangre llegó tan alto que hubiera llenado la cara del asesino, de no haberla retirado éste a tiempo.
Karen Maughan se agitó en la cama, pero muy débilmente, porque la tremenda cuchillada la había dejado sin fuerzas.
De pronto, se quedó rígida, los ojos y la boca muy abiertos.
Su corazón, había dejado de latir.


CAPÍTULO IX

Se había procedido ya al levantamiento del cadáver y el personal del laboratorio trabajaba por toda 1a casa.
En uno de los cajones de la mesa del despacho, Jim Lake encontró la libreta en la cual Dick Greenwood anotaba el dinero que ahorraba cada mes y depositaba en la caja fuerte.
Contado el dinero hallado en la caja, se llegó fácilmente a la conclusión de que el asesino de Dick Greenwood se había llevado dos mil dólares justos.
El pelirrojo Jim se rascó la cabeza.
—¿Entiende usted esto, comisario? ¿Por qué no se llevaron todo el dinero?
—No lo sé, Jim. Parece como si Dick Greenwood debiese dos mil dólares a alguien, se negara a pagarlos, y le hubiesen matado por eso —repuso Bradford.
—En ese caso, no pudo ser su mujer...
—Es evidente que no.
—Seguro que se la llevó el asesino.
—¿A Jennifer?
—Sí.
—¿Para qué, Jim?
—Vaya usted a saber.
En aquel momento sonó el teléfono.
Alex Bradford tomó el auricular.
—¿Diga?
—¿Comisario Bradford...?
Alex Bradford reconoció la voz de Terry McRae, el agente que recibiera la denuncia del asesinato de Dick Greenwood.
—Al habla, Terry. ¿Qué ocurre?
—Acaban de denunciar la desaparición de un joven de veinticuatro años. Se llama Kevin Ryan. Es soltero, y vive con su madre. No pasó la noche en casa y no acudió a su trabajo esta mañana. Tiene coche, un «Chrysler» verde claro.
—Comunica el número de su matrícula a todas las patrullas, Terry. Si encontrarnos el coche, encontraremos al tipo.
—Bien, comisario —respondió el agente McRae, y colgó.

* * *

Una media hora después, Terry McRae volvía a llamar.
—¿Encontraron ya al tipo, Terry? —preguntó Alex Bradford.
—Sí, comisario. Y está muerto. Y también la mujer que estaba con él —informó el agente.
—Oh, no...
Terry McRae explicó:
—Cuando di su descripción y la de su coche a las patrullas, Bill Spooner recordó haber visto un «Chrysler» verde claro frente a una granja abandonada. Fue hace tres días, por la tarde. Bill no se fijó en su matrícula, pero pensó que podía tratarse del «Chrysler» del tipo desaparecido, porque era el coche de Kevin Ryan. El joven, sin duda, solía llevar a su amiguita a esa granja alguna que otra tarde, para hacerle el amor en el viejo granero. Y allí, en el granero, los hallaron Bill y Gene. Muertos los dos. Y qué muerte tuvieron, comisario...

* * *

El comisario Bradford y Jim Lake llegaban minutos después a la granja abandonada.
Salieron del coche.
Bill Spooner y Gene Seaton, muy pálidos ambos, se acercaron a ellos.
—Prepárese para ver algo espantoso, comisario —dijo el primero.
—Ya lo estamos, Bill. Terry me dio los detalles —repuso Alex Bradford, gravemente.
—Yo he devuelto dos veces —murmuró el otro agente.
—Vamos, Jim —dijo Bradford.
El comisario y el pelirrojo caminaron hacia el granero, entraron en él y subieron por la escalera de madera, alcanzando la parte alta del mismo.
Allí, tendidos sobre la paja, continuaban los cuerpos sin vida de Kevin Ryan y Jennifer Greenwood, desnudos y cubiertos de sangre.
Las cuchilladas que ambos recibieron en el pecho, sobre el corazón, eran escalofriantes, pero lo que más horrorizó al comisario Bradford y al pelirrojo Jim fueron las heridas que la mujer morena tenía en los senos y en el sexo, materialmente destrozados por el asesino, así como el ver que al tipo rubio le habían amputado el pene.
No les sorprendió, porque ya lo sabían, pero no era lo mismo oírlo contar que verlo con sus propios ojos.
Jim Lake sintió unas náuseas incontenibles, y sin decir nada bajó la escalera y corrió hacia un rincón del granero.
Alex Bradford le oyó vomitar, y por un instante temió que él iba a imitar al pelirrojo. No obstante, logró dominar sus náuseas y bajó lentamente la escalera.
Jim Lake ya se estaba limpiando la boca con su pañuelo.
—Lo siento, jefe. No he podido evitarlo.
Bradford le tocó el hombro.
—No te disculpes, Jim. Yo también he sentido náuseas. Y las sigo sintiendo. Será mejor que salgamos y nos dé el aire.
—Sí, comisario.
Salieron los dos del granero.
Spooner y Seaton se aproximaron a ellos.
—Realmente monstruoso, ¿eh, comisario? —comentó el primero.
—Sí, Bill —asintió Bradford—. El asesino debe ser un sádico terrible.
—¿No será el mismo qué condenó al cuarentón y la veinteañera a morir devorados por las hormigas rojas del desierto, comisario? —sospechó Jim Lake.
Bradford lo miró.
—Es muy posible que sí, Jim. Y me pregunto si no tendrá algo que ver también en el asesinato de Dick Greenwood.
Bill Spooner y Gene Seaton respingaron a dúo.
El primero exclamó:
—¿Ha dicho Greenwood, comisario...?
—Sí. ¿Te suena el apellido Greenwood, Bill?
—¡La mujer se apellida así!
—¿Qué...?
—Su bolso está en el coche, comisario. Gene y yo le registramos, y encontramos su permiso de conducir. Se llamaba Jennifer Greenwood.
Alex Bradford y, Jim Lake se miraron.
—Ya encontramos a Jennifer, Jim.
—Sí, comisario.
—Ella y ese Kevin Ryan eran amantes, por lo visto.
—Sin duda.
—El asesino lo sabía y trató de chantajear a Dick Greenwood. Dos mil dólares por no contar por ahí que Jennifer, su mujer, le ponía los cuernos. Greenwood se negó a pagar y el chantajista se lo cargó, llevándose el dinero que exigía por guardar silencio.
—¿Y por qué se cargó también a Jennifer y Kevin? ¿Por qué los torturó de esa manera tan espantosa?
—Ya lo dije antes: porque es un sádico terrible.
—Si, como sospechamos, lo del desierto fue cosa suya,: también, ha matado ya a cinco personas...
En aquel preciso momento la radio del coche del comisario Bradford dejó oír su señal de llamada. El propio Alex Bradford contestó.
—El comisario Bradford al habla.
—Soy Terry, comisario.
—¿Qué pasa, Terry?
—Otro crimen, comisario.
—¿Otro...?—se estremeció Bradford.
—Una mujer, comisario. Se llamaba Karen Maughan, contaba treinta y cinco años de edad, y estaba casada. Con un tal Lionel, de cuarenta años.
—¿Cómo murió, Terry?
—De una tremenda cuchillada en el cuello: El acero le atravesó la garganta, asomando por la mica.
—¿Quién descubrió el...?
—La sirvienta, comisario. Al ver que la señora tardaba demasiado en bajar de su dormitorio, subió y se la encontró en la cama, muerta, y con el pecho desnudo. El asesino le había bajado el camisón hasta la cintura. Sin duda se aprovechó de ella; antes de matarla.
—¿Y el marido...?
—Hace dos días que no aparece por casa. La señora le dijo a la sirvienta que su marido estaba de viaje, pero lo dijo con una expresión tan rara, que la sirvienta no se lo creyó. Esta tiene la sospecha de que el tal Lionel engañaba a su esposa, que se veía secretamente con otra mujer, y que ella lo había descubierto.
—Dame la dirección, Terry.
El agente se la dio.
—Gracias, Terry. Jim y yo vamos para allá en seguida —dijo Bradford, cortando la comunicación y dejando el micro en su sitio.
Miró a Jim Lake, que se hallaba junto a él.
—Seis personas asesinadas, Jim.
—Por un sádico criminal...
—Sí, estoy más convencido que nunca de que a las seis las mató él. Es más, juraría que el cuarentón que murió devorado por las hormigas rojas, en el desierto, era Lionel Maughan, el marido de Karen. Y, la muchacha que murió con él, su amante.
—Un caso parecido al de Dick Greenwood, ¿no?
—Exacto. El asesino descubrió que Lionel Maughan engañaba a su mujer con esa veinteañera, y quiso chantajear a Karen. Esta, al igual que Dick Greenwood, se negó a pagar y el tipo la asesinó.
—Pero, Karen Maughan murió después que su marido y la amante de éste... —observó el pelirrojo.
Bradford asintió con la cabeza.
—Así es, Jim. Y también es muy posible que asesinara a Jennifer Greenwood y Kevin Ryan antes que a Dick Greenwood. El forense lo confirmará.
—¿Entonces...?
—Volvemos a lo mismo, Jim. El asesino es un sádico de primera, no mata por dinero, sino por puro placer. Aunque, claro, trata de obtener dinero por sus crímenes.
—Me preguntó si habrá asesinado a alguien más.
—Esperemos que no, Jim. Pero seguirá asesinando, si no lo descubrimos y lo atrapamos —profetizó Alex Bradford.


CAPÍTULO X

El comisario Bradford acertó de lleno al sospechar que el esqueleto de hombre hallado la tarde anterior en el desierto, era el de Lionel Maughan.
La sirvienta de los Maughan recordaba que Lionel había sido operado tiempo atrás de la pierna derecha, por fractura del peroné, y ésa fue la prueba definitiva.
Alex Bradford y Jim Lake averiguaron también que Lionel Maughan mantenía relaciones íntimas con Lucy Kidwell, una modelo publicitaria que vivía sola en su apartamento:
Lucy Kidwell tenía una ligera desviación en su columna vertebral, según informó una compañera suya, y ello pudo comprobarse al hallar en su apartamento, guardadas en un sobre, las últimas radiografías que la joven y bella modelo se había hecho.
Quedó también claro, pues, que el esqueleto de mujer hallado junto al de Lionel Maughan, pertenecía a Lucy Kidwell, su amante.
Mientras el comisario Bradford y el pelirrojo Jim averiguaban todo esto, el forense trabajó activamente con los cadáveres de Dick y Jennifer Greenwood, Kevin Ryan y Karen Maughan.
Los informes del forense demostraron que Jennifer y Kevin fueron asesinados antes que Dick Greenwood, y revelaron que Jennifer había sido violada salvajemente antes de ser torturada con el cuchillo.
Como ni sus muñecas ni sus tobillos ofrecían señales de que ella hubiera estado atada mientras el asesino la torturaba, el comisario Bradford adivinó que el sádico criminal no actuaba solo.
—Alguien sujetaba a Jennifer Greenwood mientras era torturada —dijo a Jim Lake.
—O sea, que el asesino tiene amigos... —murmuró el pelirrojo.
—Yo diría que dos, por lo menos.
—Tan sádicos como él.
—Seguro.
—Karen Maughan no fue violada, ¿verdad?
—No, ella no. Por lo visto, los tipos se conformaron con toquetearle los senos y mordisquearle los pezones.
—Su apetito sexual debieron saciarlo sobradamente ayer tarde, con Jennifer Greenwood. Por eso no violaron a Karen Maughan, esta mañana.
—No sé, Jim. La verdad es que lo encuentro un poco raro. Karen Maughan era una mujer hermosa y poseía un cuerpo sumamente tentador. Cuando le bajaron el camisón hasta la cintura, el asesino y sus compinches tenían el propósito de violarla, estoy seguro. Luego, por algún motivo, cambiaron de parecer, le asestaron la cuchillada en la garganta y se largaron.
—Fuera como fuese, la triste realidad es que Karen Maughan murió de todas formas. Por no pagar a los tipos, seguramente.
—Eso de los chantajes también empieza a parecerme raro, ¿sabes?
—¿Por qué, jefe?
—En el caso de Dick Greenwood, aún tiene algo de lógica, porqué ya se sabe lo mal que le sienta a un hombre que se sepa que su mujer se ha estado acostando con otro hombre. El caso de Karen Maughan es distinto. De querer chantajear a alguien, debía ser a Lionel Maughan, a quien se le podía amenazar con contarle a su esposa que él mantenía relaciones íntimas con una joven y bella modelo publicitaria. Chantajear a Karen, no tiene sentido.
—No había caído en eso, jefe.
—El asesino y sus compinches pidieron dinero a Dick Greenwood y Karen Maughan, pero no por silenciar que Jennifer Greenwood mantenía relaciones sexuales con Kevin Ryan y Lionel Maughan con Lucy Kidwell, respectivamente. El motivo debió ser otro.
—¿Cuál?
—Es lo que tenemos que averiguar, Jim.
—Me temo que hoy ya no podrá ser, jefe. Es muy tarde...
Alex Bradford consultó su reloj.
—Sí, son más de las nueve.
—Yo estoy agotado, comisario. ¿Usted no?
—Sí, yo también estoy cansado. Hemos tenido un día muy duro.
—¿Sabe lo que nos iría bien ahora?
—¿Qué?
—Un trago de «barniz»
Bradford se echó a reír.
—Sabes que no queda, Jim. Kristy Dubbins se lo acabó ayer tarde.
El astuto pelirrojo, que había dicho lo del «barniz» sólo para que se mencionara a la atractiva pintora, sugirió:
—¿Va a ir a verla, jefe?
—¿A Kristy...?
—Sí.
—¿Esta noche...?.
—Si.
Bradford movió la cabeza.
—No, no creo que vaya..
—Le prometió usted que la tendría al corriente de sus investigaciones, comisario.
—Y pienso hacerlo. Pero no esta noche, Jim. Estoy demasiado cansado.
—Si no va, Kristy se llevará una desilusión...
—¿Por qué? Yo no le dije que iría a verla esta noche, Jim.
—No, ya lo sé. Pero ella le espera, jefe.
—¿Y tú como lo sabes?
—Los periódicos, la radio y la televisión han informado de los seis crímenes. Cuando, esta mañana, nos despedimos de Kristy, sólo teníamos noticia de dos. Precisamente los que ella descubrió.
—Sí, eso es verdad —murmuró Bradford.
—Kristy estará deseando hablar de todo ello con usted, comisario.
Alex Bradford volvió a mirar su reloj.
—Es muy tarde, Jim.
—Para seguir investigando, sí; pero, para visitar a una chica bonita, cualquier hora es buena.
—¿Por qué no vas tú? —sugirió Bradford.
Jim Lake carraspeó.
—Me encantaría, créame. Pero...
—¿Pero?
—Ella le espera a usted, comisario, no a mí.
—¿Qué más da que vaya uno u otro? El caso es tenerla informada de lo que vamos averiguando.
El pelirrojo suspiró.
—Pero qué tonto es usted, jefe.
—Jim, cuidado con lo que dices —advirtió Bradford, ceñudo, al tiempo que le apuntaba con un dedo.
—Le he llamado tonto, y no pienso retirarlo.
—¿Quieres que té sacuda?
—Lo que quiero es que abra los ojos.
—Los tengo abiertos.
—Pero no ve más allá de sus narices.
—Jim, háblame con más respeto o te juro que...
—Kristy está loca por usted, jefe.
Bradford, abrió la boca.
—¿Que Kristy qué...?
—La tiene en el bote, comisario.
El rostro de Alex Bradford empezó a congestionarse peligrosamente.
—Jim, te voy a... —masculló, con el puño cerrado.
—Pégueme, si quiere, pero es la verdad. Ella misma me lo dio a entender, esta mañana.
—¿Kristy...?
—Sí, jefe. ¿Por qué creé que me abrió ella la puerta?
—Porque ya había terminado de desayunar, y yo no.
—Se equivoca, jefe. Me abrió ella porque deseaba hablar conmigo a solas. Hablar de usted, naturalmente.
—¿Qué te dijo?
—Antes de decir, preguntó.
—¿Qué te preguntó?
—Cosas.
—¿Qué cosas?
—No puedo revelárselas, jefe, no estaría bien: Bástele saber que Kristy se ha enamorado de usted, y que se sentirá la mujer más feliz de la tierra si ese amor llega a ser recíproco. Es todo 16 que puedo decirle. Buenas noches, comisario.
Jim Lake echó a andar hacia la puerta del despacho, pero Alex Bradford lo alcanzó con un par de zancadas y lo agarró del brazo.
—Un momento, Jim —gruñó.
—No pierda el tiempo conmigo, jefe; Kristy le está esperando.
—¿Me das tu palabra de que cuanto acabas de decirme es cierto?
—¿Le he mentido yo alguna, vez, comisario?
—Tantas, que ya he perdido la cuenta.
—Oh, vamos, jefe... —rió Jim, soltándose de su superior—. Sí por fin se decide a ir a ver a esa preciosidad de mujer que es Kristy Dubbins, déle un beso de mi parte. Me gustaría dárselo personalmente, pero ella suspira por usted, no por mí. Hasta mañana, comisario —se despidió de nuevo, y abandonó el despacho de Alex Bradford.


CAPÍTULO XI

El comisario Bradford permaneció todavía algunos minutos en la comisaría, dándole vueltas a lo que le había dicho Jim Lake.
¿Sería cierto que la pintora...?
Finalmente llegó a la conclusión de que sólo lo sabría si hablaba con ella, así que decidió ir a verla.
Salió de la comisaría, montó en su coche, y se dirigió a la casa de Kristy Dubbins.
Una casa pequeña, de una sola planta, pero nueva y bonita, con césped alrededor, como la suya, y algunas plantas con preciosas flores. Una valla de madera, pulcramente pintada de blanco, la cercaba.
Alex Bradford estacionó su coche frente a la casa, salió de él, y caminó hacia la puerta.
Pulsó el timbre.
Mientras esperaba a que Kristy le abriera, se despojó del sombrero.
La puerta se abrió.
—Comisario Bradford... —murmuró la pintora, visiblemente contenta.
Alex Bradford la miró de arriba abajo, porque había mucho que mirar.
Kristy Dubbins lucía una miniblusa azul celeste y unos brevísimos shorts amarillos, lo que le permitía exhibir la tersa piel de su estómago y parte del vientre, sin apenas curva, así como sus maravillosas piernas, bronceadas por el sol.
Una fina cadena de oro adornaba su delgada cintura.
Llevaba su nombre grabado: «KRISTY».
El nombre quedaba justo debajo del ombligo.
Un ombligo precioso, corrió todo lo demás.
—Qué agradable sorpresa, comisario —dijo la pintora, sonriendo de un modo sencillamente encantador.
—Para sorpresa, la mía-repuso quedamente Bradford, a quien casi se le había caído el sombrero de las manos.
—¿Decía, comisario...?
—No, nada-carraspeó Bradford.
—¿Quiere pasar?
—Claro. No he venido para quedarme en la puerta.
La pintora rió.
—Le he hecho una pregunta tonta.
—No, eso tampoco —sonrió Bradford, entrando en la casa.
Kristy Dubbins cerró la puerta e indicó:
—Por aquí, comisario.
—Gracias.
Una vez en el living, la pintora dijo:
—Siéntese, comisario, mientras le preparo algo de beber.
—No quiero nada, Kristy.
—¿Está de servicio?
—No, pero no me apetece beberá
—Como quiera.
Se sentaron los dos en el sofá.
—¿Se le pasó el dolor de cabeza, Kristy?
—Oh, sí gracias a Dios.
—Me alegro.
La pintora lo observó fijamente.
—No tiene usted muy buen aspecto, comisario.
—Debe ser el cansancio: He tenido un día terrible, Kristy.
—Lo sé. Descubrir cuatro cadáveres en un solo día...
—Está enterada, ¿eh?
—Sí.
—Lo de la granja fue sencillamente monstruoso.
—El asesino debe estar loco.
—Desde luego.
—¿Es verdad que tiene usted una importante pista para atraparlo, comisario?
—No, desgraciadamente no lo es.
—Pues, en la televisión dijeron que...
—Es falso, Kristy. Dije eso a los reporteros de los distintos medios informativos porque me interesaba que lo divulgaran. Con ello sólo, trato de que el asesino coja miedo y no actúe de nuevo. A eso le llamamos nosotros ganar tiempo.
—¿Cree que dará resultado, comisario?
—No lo sé. Yo espero y deseo que sí, claro. Seis crímenes son ya muchos crímenes. Ojalá descubramos y capturemos a ese sádico asesino antes de que cometa otra monstruosidad.
—Yo he rezado por ello, comisario.
Bradford la miró a los ojos.
—¿Es usted creyente, Kristy?
—Sí. ¿Y usted?
—También.
—Bueno, ya tenemos algo en común.
—¿Cree que podemos tener más cosas, Kristy?
—No lo sé.
—Yo juraría que sí.
—Sería bonito, ¿no?
—Usted sí que es bonita.
—Gracias.
—Siento deseos de darle un beso, Kristy.
—Tiene mi permiso para hacerlo.
Alex Bradford le pasó el brazo por la desnuda cintura y la atrajo hacia sí, besándola seguidamente en los labios.
La pintora le devolvió el beso.
Cuando separaron sus bocas, Bradford, sin soltar la cintura femenina, preguntó:
—¿Es cierto, Kristy?
—¿El qué?
—Que se Ha enamorado usted de mí.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Jim Lake.
La pintora sonrió.
—Es curioso-murmuró.
—¿El qué?
—Algo parecido me dijo a mí.
—¿Qué...?—respingó Bradford.
—Sí, comisario. Jim Lake me dijo esta mañana que usted me miraba de, un modo, especial, y me dio a entender que le gusto a usted.
Alex Bradford apretó las mandíbulas.
—Cuando lo vea mañana le voy a...
—No se enfade, comisario; Jim le aprecia a usted, y pensó que yo podía ser la mujer de su vida. Por eso nos engañó a los dos.
—Espero que le guste la sopa de ajo, porque le voy a dejar sin dientes.
—¿Tan mal le ha sentado, comisario?.
—Sí, muy mal. Yo me lo había creído, Kristy.
—Y yo.
—¿Y no le molesta a usted que no sea cierto?
—Bueno, es que, por lo que a mí respecta, no es totalmente falso.
—Kristy...
—Me gusta usted, comisario, no tengo inconveniente en confesarlo. Y siento mucho que no sea cierto que yo le guste a usted.
—¿Quién ha dicho eso?
—¿Acaso lo es?
—La he besado, ¿no?
—Sí, pero tal vez lo hizo porque pensaba que yo...
—La besé porque lo deseaba realmente, Kristy.
—¿Quiere decir que el bribón de Jim acertó?
—Parece que sí, Kristy.
—Y quiere usted dejarlo sin dientes...
—No, he cambiado de idea. Ya no siento deseos de sacudirle. En realidad, de no haber sido por él, yo no estarla aquí ahora.
—¿No pensaba venir a verme, comisario?
—No, era tarde y me encontraba cansado. Fue entonces cuando él me dijo que usted...
—Yo deseaba que viniera, comisario.
—Pues aquí estoy, Kristy.
Volvieron a unir sus bocas.
Larga y apasionadamente.
De haber sabido que algunos de los miembros de El Clan de la Calavera rondaban la casa de la pintora, esa pasión se hubiese enfriado en el acto, seguro.


CAPÍTULO XII

Lo de que el comisario Bradford tenia una importante pista para atrapar al sádico criminal, había puesto nervioso al jefe de El Clan de la Calavera.
Tampoco el resto de los miembros de aquella siniestra organización se sentían muy tranquilos, que digamos.
—No es posible —había dicho el tipo de los ojos oscuros y fríos—. Nosotros no hemos dejado pista alguna, tuvimos mucho cuidado en eso.
—Quizá la dejamos sin darnos cuenta, Howard... —repuso uno de la pandilla.
—Yo creo que es una bravata del comisario —dijo otro de los miembros del clan, aunque con escasa convicción.
—Lo averiguaremos —masculló Howard Mantley, el jefe del clan.
—¿Cómo, Howard?
—Interrogando al comisario Bradford.
Los miembros del clan se miraron unos a otros, perplejos.
—¿Quieres que atrapemos al comisario Bradford...?
—Sí.
—Howard, eso es muy peligroso.
—Si fuéramos directamente por él, tal vez. Pero tengo un plan, muchachos. Un plan que elimina cualquier riesgo.
—Habla, Howard.
—Primero atraparemos a Kristy Dubbins, la pintora esa que dicen que descubrió los esqueletos de Lionel Maughan y Lucy Kidwell. Cuando la tengamos aquí, en nuestra guarida, telefonearemos al comisario Bradford y le haremos saber que tenemos a la pintora en nuestro poder, y que ella lo pasará tan mal como Jennifer Greenwood si él no acude donde le digamos, solo y desarmado.
Los miembros del clan se consultaron con la mirada.
—¿Crees que vendrá, Howard?
—¡Seguro!—rió el jefe del clan.
—¿Y cuando lo tengamos también a él? —Le haremos hablar. Si es verdad que tiene una buena pista, nos dirá cuál es.
—¿Y luego...?
—Acabaremos con él y con la pintora.
—Matar a todo un comisario...
—Es un hombre como otro cualquiera, ¿no?
—Si, pero...
—No tenéis por qué preocuparos, muchachos —sonrió Howard Mantley—. La policía nunca dará con nosotros, hacemos las cosas demasiado bien.
Los miembros del clan no pusieron más objeciones al plan de su jefe y, cuando llegó la noche, éste y otros tres hombres subieron a un coche y se dirigieron a la casa de Kristy Dubbins.
Estacionaron el vehículo a unos treinta metros de la casa.
Se disponían a salir de él, cuando vieron que un coche se detenía frente a la casa de la pintora.
—Un momento, muchachos —dijo Howard Mantley.
—Parece que la pintora tiene visita —comentó el tipo que iba sentado al volante.
—¡Es el comisario Bradford! —exclamó otro de los miembros del clan, reconociendo al hombre que descendía del coche.
Howard Mantley sonrió.
—Sí, es el comisario Bradford. Y va solo.
—Ha venido a ver a la pintora.
—Pues que la vea. Nosotros no tenemos prisa. Aunque, bien pensado... —murmuró el jefe del clan.
—¿Qué estás pensando, Howard?
—Creo que podemos ahorrarnos la llamada al comisario Bradford, muchachos.
—Explícate, Howard.
—Están juntos los dos, ¿no?
—Sí, pero habíamos convenido en que era peligroso ir directamente por el comisario Bradford.
—Esa parte del plan no va a variar, muchachos. Atraparemos primero a la pintora, y amenazaremos al comisario Bradford con matarla si él intenta algo.
—Pero...
—¡Basta ya de peros, maldita sea! —se enfadó Howard Mantley—. Se hará como yo digo.
Ninguno de los miembros del clan se atrevió a rechistar.

* * *

Alex Bradford y Kristy Dubbins seguían sentados en el sofá del living, dándose besitos, cálidos y tiernos, mientras la mano derecha del comisario recorría una y otra vez los esbeltos muslos de la pintora, acariciándolos con suavidad.
De pronto, Bradford preguntó:
—¿Te molestaría que mi mano se mostrase más atrevida, Kristy?
Ella sonrió.
—Ya no soy una niña, Alex.
—Lo sé. No olvides que anoche te vi en braguitas y sostén, y ambas prendas eran deliciosamente reducidas.
—Una manera muy sutil de decir que me viste los pechos.
—No iba a cerrar los ojos.
—Claro.
—Palabra que sólo hice eso, mirar.
—Y ahora quieres hacer algo más que mirar, ¿no?
—Soy un hombre, Kristy.
—Y quieres demostrármelo.
—Me gustaría, sí.
—¿No dijiste que estabas cansado?
—Ya no.
—Menudo pájaro está usted hecho, comisario —sonrió Kristy, ahogando un suspiro, porque la mano masculina se había deslizado ya por el escote de la miniblusa y acariciaba expertamente su seno izquierdo.
Bradford la besó en los labios, con mucho amor, y dijo:
—Te deseo, Kristy. De una manera noble y sincera.
Ahora fue la pintora quien lo besó a él.
—Yo también te deseo, Alex. Pero hagamos las cosas bien. Iré a mi dormitorio, me pondré el camisón, y me meteré en la cama. Luego, entras tú. ¿De acuerdo?
—Lo que tú digas.
—Anda, saca la mano de mi escote.
Bradford soltó el seno femenino, cálido y túrgido, y retiró su mano.
—¿Cuánto debo esperar? —preguntó.
—Cinco minutos.
—Me parecerán cinco horas.
—Adulador —sonrió coquetamente, y se levantó del sofá, abandonando el living.
Bradford la siguió con los ojos hasta que ella abrió una puerta y desapareció.
Era su dormitorio.
Y allí se encontraban ya los cuatro miembros de El Clan de la Calavera.

* * *

Se habían colado por la ventana.
Silenciosamente.
Desde la puerta del dormitorio, abierta apenas un centímetro, Howard Mantley había estado vigilando al comisario Bradford y a Kristy Dubbins.
Esperando el momento de sorprender a la pintora.
Y, ese momento, había llegado ya.
Los cuatro hombres se ocultaron, para que la joven no los descubriera al entrar.
El jefe del clan quedó junto a la puerta, pegado a la pared.
Kristy Dubbins entró en su dormitorio, radiante de felicidad, y fue directamente al armario, en busca del más sugestivo de sus camisones.
Ni siquiera llegó a abrir la puerta.
Alguien cayó de pronto sobre ella, por detrás, y le cubrió la boca con una mano, mientras con la otra le acercaba un largo cuchillo a la garganta.
Kristy sintió el frío acero en su cuello y quedó paralizada de terror.
Entonces, el jefe de El Clan de la Calavera, que era quien la amenazaba con el cuchillo, advirtió:
—Un solo gemido o un pequeño movimiento, y te rebano la nuez, encanto.
Kristy Dubbins siguió muy quieta.
Muy fría.
Al borde del desmayo.
Desmayo qué no sufrió de milagro cuando vio salir de sus escondites a los otros siniestros tres miembros del clan.
Sus siniestros capuchones negros, sus, largas túnicas, no menos siniestras, y las calaveras que éstas llevaban bordadas en el pecho, hicieron que el encogido corazón de la pintora dejara de latir por un instante.
Todo el cuerpo de Kristy se aflojó en ese momento y sus piernas parecían incapaces de sostenerla.
El jefe del clan, temiendo que la pintora se desmayara, dijo:
—Si te desplomas, eres mujer muerta.
La amenaza hizo su efecto y Kristy no se desmayó.
—Vas a hacer lo que yo te diga, ¿verdad?
Kristy asintió con la cabeza.
—Así me gusta, preciosa. Vamos, camina hacia la puerta. Queremos saludar a tu amigo el comisario Bradford —dijo irónicamente Howard Mantley.


CAPÍTULO XIII

Alex Bradford tenía los ojos fijos en su reloj.
Habían transcurrido ya cuatro minutos y algunos segundos, así que era cosa de ir poniéndose en pie.
Iba a hacerlo, cuando la puerta del dormitorio de Kristy Dubbins se abrió y la pintora salió de él, su pecho cercado por el brazo izquierdo del jefe de El Clan de la Calavera, quien seguía con su cuchillo pegado a la garganta de la aterrorizada joven.
Bradford, instintivamente, movió su mano en busca del «Colt» calibre 38 que llevaba al cinto.
—Si toca su revólver, le corto el cuello a la pintora —amenazó Howard Mantley, presionando ligeramente con la hoja de su cuchillo.
A Kristy se le escapó un débil gemido.
Alex Bradford apartó inmediatamente su mano de la culata del arma.
—No le haga daño a Kristy —suplicó.
—No se lo haré si usted no comete ninguna tontería, comisario Bradford.
—Tranquilo, no pienso cometerla.
—Mejor para todos. Sigue caminando, preciosidad —ordenó el tipo de los ojos oscuros y fríos.
Kristy Dubbins avanzó.
Con las piernas hechas pura mantequilla, pero avanzó.
Tras ella y el sádico criminal que la amenazaba con su cuchillo, salieron de la habitación los otros tres miembros del clan, esgrimiendo sus pistolas automáticas provistas de silenciador.
Alex Bradford observó a los cuatro encapuchados.
—¿Quiénes sois? ¿Qué buscáis?
—Somos miembros de El Clan de la Calavera, y le buscamos a usted, comisario Bradford.
—¿Qué queréis de mí?
—Usted dijo a los informadores de prensa, radio y televisión que tenía una importante pista para atrapar al asesino de los Greenwood, los Maughan, Kevin Ryan y Lucy Kidwell. ¿Es cierto?
—Vosotros cometisteis esos crímenes, ¿eh?
—Así es, comisario.
—¿Por qué?
—Odiamos a los adúlteros.
—¿Cuál es el motivo?
—Todos hemos sido engañados alguna vez por nuestras esposas o novias. Por eso odiamos a las mujeres que no son fieles a sus maridos o novios. Y a los hombres que, aun sabiendo qué esas mujeres son casadas o están prometidas, hacen el amor con ellas.
—Encuentro justificado vuestro odió, pero no vuestra venganza. Es demasiado cruel, demasiado monstruosa.
—Tiene que ser así, para que los cientos de adúlteros que hay en Dallas tiemblen al oír la clase de muerte que sufrieron quienes, como ellos, engañaban a los seres que les querían. Tal vez eso les haga cambiar.
—Dick Greenwood y Karen Maughan también murieron. ¿Por qué?
El jefe del clan se lo contó.
—Sabía que les habíais exigido dinero a ambos, pero no por qué.
—Pues ya lo sabe; comisario.
—¿Habéis cometido algún crimen más?
—No. Pero pensamos cometerlos, claro. La lista que tenemos de hombres y mujeres adúlteros e infieles, es larga, y en esa lista, naturalmente, figuran nuestras esposas o novias. Ellas caerán al final, para que nadie sospeche que las mataron sus maridos o prometidos. Empezar por ellas, hubiera sido un error, y nosotros no cometemos ninguno. Sabemos hacer las cosas, comisario. Por eso nos extrañó tanto que usted tuviera una pista para descubrirnos. Fue un farol, ¿verdad?
—No, no lo fue —mintió Bradford.
—Está bien. ¿Qué pista es ésa, comisario?
—No esperaréis que os lo diga, ¿verdad?
—Claro que nos lo va a decir, comisario. De lo contrario, usted y la pintora lo van a pasar muy mal. Ella sufrirá la misma tortura que Jennifer Greenwood, y usted, la que sufrió Kevin Ryan.
Alex Bradford notó qué Kristy Dubbins se estremecía, y él se estremeció también, aunque de manera menos perceptible.
Howard Mantley, qué gozaba una barbaridad aterrorizando a sus víctimas, siguió hablando:
—¿Prefieren eso, comisario Bradford, o lo que les hicimos a Lionel Maughan y Lucy Kidwell? Ellos también sufrieron mucho, ¿sabe? Los atamos a las estacas, completamente desnudos, y embadurnamos sus respectivos sexos con melaza. También los pechos de la modelo publicitaria. Queríamos que eso fuera lo primero que se comieran las hormigas. Tenía que haberlos visto usted chillar como locos y retorcerse como lagartijas, mientras las voraces hormigas rojas devoraban aquellas partes de sus cuerpos que tanto les habían hecho gozar hasta entonces. Creo que el terrible sufrimiento les hizo perder la razón a los dos, antes de morir, pues pronunciaban frases sin sentido e incluso soltaron alguna que otra carcajada de demente, durante su lenta y angustiosa agonía. Todo un espectáculo, créame. Un espectáculo que estamos deseando contemplar de nuevo, y usted y la pintora pueden ser las próximas víctimas de las hambrientas hormigas rojas del desierto, si usted se obstina en guardar silencio, comisario.
Kristy Dubbins no pudo soportar tanto horror y se desmayó, desplomándose de pronto.
El jefe del clan, que no lo esperaba, no pudo sostenerla, y la pintora se estrelló contra e! suelo.
El comisario Bradford se dijo que ahora tenía la oportunidad de salvar su vida y la de Kristy Dubbins, y de un fantástico salto salvó el respaldo del sofá, cayendo tras él.
Para entonces, ya tenía en la diestra su «Colt».
Los tres miembros del clan que esgrimían pistolas automáticas, ya estaban disparando contra el sofá.
Howard Mantley se dejó caer junto a la desvanecida Kristy Dubbins, para amenazar al comisario Bradford con partirle el corazón a la pintora de una cuchillada si él no arrojaba inmediatamente su pistola.
En aquel preciso instante, alguien surgió del dormitorio de Kristy Dubbins.
Era Jim Lake.
El pelirrojo había seguido a Alex Bradford hasta la casa de Kristy Dubbins, para convencerse de que su superior iba a ver a la pintora, y esperó en la calle, para saber el tiempo que pasaba convelía.
Fue entonces cuando vio a cuatro tipos de aspecto sospechoso acercarse a la casa de Kristy, con algo bajo el brazo.
Ese algo eran sus capuchones y sus túnicas, según averiguó el joven agente después, cuando vio a los individuos colarse en la, casa por una ventana de la parte de atrás.
La del dormitorio de la pintora.
Allí se pusieron los tipos sus siniestros capuchones y sus largas túnicas.
Jim Lake los estuvo vigilando en todo momento.
Vio cómo sorprendían a Kristy.
Y cómo la sacaban de la habitación, amenazándola con un cuchillo.
Entonces, el pelirrojo se introdujo en la casa por la ventana, revólver en mano. Pegado junto a la puerta del dormitorio, silencioso como una sombra, escuchó todo lo que hablaban el jefe del clan y el comisario Bradford.
Jim Lake esperaba el momento de intervenir.
Por su gusto lo hubiera hecho mucho antes, pero la vida de Kristy Dubbins corría peligro, por eso aguardó.
El desmayo de la pintora, y su instantáneo derrumbamiento, habían resultado providenciales, y el pelirrojo, al igual que el comisario Bradford, decidió aprovechar la favorable circunstancia.
—¡Quieto, asesino! —rugió, en el instante en que surgía de la habitación.
El jefe de El Clan de la Calavera dio un fuerte respingo y, con el cuchillo en alto, se volvió hacia el dormitorio de la pintora.
En ese momento, sonaron dos estampidos.
El primero correspondía al disparo efectuado por Alex Bradford, quien había surgido por un lado del sofá, y la bala escupida por su revólver, certeramente dirigida, abatió de manera fulminante a uno de los miembros del clan.
El otro disparo lo efectuó Jim Lake, y tampoco falló. No podía fallar, porque el jefe de El Clan de la Calavera ya se disponía a hundir su cuchillo en el pecho de la inerte Kristy Dubbins.
Howard Mantley recibió la bala en la frente y cayó hacia atrás como una pared, sin emitir el más leve gemido. Murió con los ojos abiertos.
Los otros miembros del clan también se habían vuelto hacia el pelirrojo, al oír la voz de éste, y ya disparaban contra él.
Jim Lake se arrojó de bruces al suelo y respondió al fuego de la pareja de encapuchados.
Derribó al de la derecha, alojándole dos plomos en el pecho, mientras el de la izquierda era abatido por el comisario Bradford.
Tras el estruendo de los disparos; silencio absoluto y olor a pólvora quemada.
Alex Bradford se irguió y salió de detrás del sofá, el revólver todavía en su mano.
Jim Lake se incorporó también.
Se miraron mutuamente.
—¿Se encuentra bien, comisario?
—Sí —asintió Bradford—. ¿Y tú, Jim?
—Sin un rasguño.
Alex Bradford enfundó su «Colt» y dijo:
—No sé de dónde diablos has surgido, pero tu aparición no pudo ser más oportuna.
—Luego se lo explicaré, jefe-sonrió el pelirrojo, guardando también su revólver—. Ahora, ocupémonos de Kristy y de los tipos.


EPÍLOGO

Kristy Dubbins se repuso en seguida de su desmayo y lloró de alegría al comprobar que el peligro había pasado ya.
Dos de los miembros de El Clan de la Calavera, aunque heridos de gravedad, seguían con vida. Interrogados por el comisario Bradford, revelaron dónde se hallaba su guarida y que otros cuatro componentes del clan permanecían en ella.
Alex Bradford llamó a la comisaría y ordenó que cuatro de las patrullas de guardia acudieran inmediatamente a la guarida de El Clan de la Calavera y atraparan a esos cuatro individuos.
Los tipos, pillados por sorpresa, se entregaron sin oponer resistencia, y se apresuraron a confesar que todos los crímenes los había cometido Howard Mantley, que ellos sólo le ayudaron a atrapar a las víctimas, aunque no negaron que habían violado a Lucy Kidwell y Jennifer Greenwood, y sujetado a ésta mientras su jefe la torturaba con su cuchillo.
Los cadáveres de Howard Mantley y el otro miembro del clan habían sido retirados ya, así como, los dos tipos malheridos.
Jim Lake explicó al comisario Bradford por qué había aparecido él tan oportunamente.
—Así que me seguiste, ¿eh? —rezongó Bradford.
—Sí, jefe.
—Kristy y yo ya hemos descubierto que nos engañaste, pero no vamos a tomártelo en cuenta, porque resultó que tus mentiras eran verdad. A mí me gusta Kristy, ya ella también le gusto yo.
—De buena me he librado, pues —sonrió el pelirrojo.
—Ya puedes decirlo. Yo estaba dispuesto a dejarte sin dientes. ¿No es cierto, Kristy?
—Muy cierto —asintió la pintora, sonriente.
Jim Lake sacudió la cabeza.
—No hubiera sido justo, jefe... Yo sólo buscaba su felicidad. Y la de Kristy también, naturalmente. Hacen muy buena pareja. Hubiera sido una pena que hubiesen dejado pasar la oportunidad de unir sus vidas.
—Sí, eso es verdad —sonrió Bradford, rodeando la cintura de Kristy.
Ella le dio un beso en la mejilla.
—Los dos debemos estar agradecidos a Jim, Alex. Hizo muy bien su papel de Cupido.
—Bueno, es que yo tengo mucho ojo para eso —dijo el pelirrojo.
Rieron los tres.
Luego, Jim Lake se marchó, dejando solos al comisario y a la pintora.
—¿Quieres que volvamos al principio, Kristy?
—¿A qué te refieres, Alex?
—Tú ibas a ponerte el camisón y esperarme en tu cama, ¿recuerdas?
—Sí.
—¿Has cambiado de idea?
—No.
—Esperaré cinco minutos.
—Tres serán suficientes.
—De acuerdo.
Kristy Dubbins entró en su dormitorio.
Tres minutos después, Alex Bradford iba en su busca.
La encontró acostada en la cama, luciendo un sugestivo camisón de gasa transparente. La sábana la cubría sólo hasta la cintura.
Bradford, sin apartar sus ojos de ella, se desnudó, conservando sólo es slip, y se acostó junto a la pintora, a la cual abrazó y besó cálidamente.
—Kristy...
—Alex...
Fueron las únicas palabras que pronunciaron.
A partir de ahí, hablaron sólo sus labios, sus manos, sus cuerpos, desnudos ya, porque Alex Bradford había despojado a Kristy Dubbins del camisón y también él se había quitado el slip.
Minutos después, unían sus cuerpos, excitados por las caricias y gozaban plenamente el uno del otro, saciando ambos su pasión y su deseo.
Tras un par de minutos de relajación, en los que Alex Bradford no dejó de besar y acariciar tiernamente el maravilloso cuerpo de Kristy Dubbins, él propuso:
—¿Quieres casarte conmigo, Kristy?
Ella, que jugueteaba con el cabello de él, no dudó en responder:
—Sí, Alex.


F I N

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