POR ANTONIO QUINTANA CARRANDI
El origen de los faros, esas torres costeras que han servido de guía a los navegantes durante siglos, se remonta al año 279 antes de Cristo. Alejandría, la hermosísima ciudad que Alejandro Magno ordenó construir en el viejo puesto fronterizo de Rhacotis, en el extremo occidental del Delta del Nilo, se convirtió muy pronto en un emporio de comercio, y su puerto en uno de los más importantes del mundo antiguo. Por este motivo, en la fecha antes mencionada, el Rey Ptolomeo II Filadelfo dispuso que se construyera en la isla de Pharos, que cierra el puerto de Alejandría y se une al continente por un dique de poco más de un km de longitud, una altísima torre de fuego que sirviera de referencia a los marinos. El arquitecto fue el griego Sóstrates de Cnido, del que se cuenta que, conocedor del alto poder corrosivo del agua salobre, empleó enormes bloques de cristal en los cimientos de la estructura, ya que el vidrio ofrece una gran resistencia a todo tipo de corrosión. La obra estaba rematada por una estatua del dios Poseidón, y su altura, de 180 metros, sólo sería superada, muchos siglos después, por las catedrales góticas del último periodo de la Edad Media. En su gran brasero se quemaban maderas resinosas durante el día, pues al arder generaban un humo denso visible a gran distancia. Por la noche se empleaban leños secos para producir un fuego intenso, cuya luz podía verse, según se decía, a 50 km mar adentro en una noche despejada. Esta magnífica obra de ingeniería era tan impresionante que fue considerada, con razón, una de las siete maravillas del mundo antiguo, junto con Las Pirámides de Guiza en Egipto, Los Jardines Colgantes de Babilonia, La Estatua de Zeus en Olimpia, El Templo de Artemisa en Éfeso, El Mausoleo de Halicarnaso y El Coloso de Rodas. Esta maravilla siguió en activo durante muchos siglos, hasta que un terremoto la destruyó. La fecha exacta no se conoce, pero los historiadores creen que fue en el año 1326 de nuestra Era, aunque existen voces discrepantes que aseguran que el faro fue destruido en 1375.
Los marinos bautizaron a esta torre como Pharo, por el nombre de la isla en la que se encontraba, y de ahí devino el genérico faros. Pronto comenzaron a levantarse torres similares por todas las costas. Uno de los primeros faros de España fue el de La Coruña, en Galicia, construido por los fenicios y mejorado por los romanos, del que cierta leyenda decía que tenía propiedades mágicas, pues su fuego podía arder durante 300 años sin necesidad de ser alimentado. Roma, haciendo gala de aquel pragmatismo suyo que tanto contribuyó a engrandecer su Imperio, erigió numerosos faros, como por ejemplo el de Boulogne en La Galia o el de Dover en Britania.
No obstante, fue preciso esperar nada menos que hasta el siglo XV para que apareciera un sistema de luces más organizado y eficiente. Muchas señales costeras de esa época no eran faros propiamente dichos, sino simples hogueras encendidas en un promontorio para advertir de peligros o indicar la entrada de algún puerto. Como el cuidado de estos fuegos se consideraba una obra de caridad cristiana, lo normal era que se ocuparan de ellos los monjes de los monasterios cercanos. Pero con el aumento del tráfico naval y el comercio marítimo esto cambió radicalmente. La mayoría de los faros que se construyeron a partir del siglo XVII fueron financiados por particulares, que establecieron acuerdos con los armadores para que cada buque que pasara por aquellas aguas abonara una cantidad en concepto de peaje. Del cuidado de estos faros se ocupaban voluntarios que, con el paso de los años, acabaron asociándose y convirtiéndose en auténticas entidades nacionales, como por ejemplo la “Trinity House” y los “Commissioners of Irish Lights”, que eran las responsables de toda la señalización marítima a lo largo de las costas de las Islas Británicas. Pero poco a poco los gobiernos nacionales fueron asumiendo el control de estas señalizaciones.
Los marinos bautizaron a esta torre como Pharo, por el nombre de la isla en la que se encontraba, y de ahí devino el genérico faros. Pronto comenzaron a levantarse torres similares por todas las costas. Uno de los primeros faros de España fue el de La Coruña, en Galicia, construido por los fenicios y mejorado por los romanos, del que cierta leyenda decía que tenía propiedades mágicas, pues su fuego podía arder durante 300 años sin necesidad de ser alimentado. Roma, haciendo gala de aquel pragmatismo suyo que tanto contribuyó a engrandecer su Imperio, erigió numerosos faros, como por ejemplo el de Boulogne en La Galia o el de Dover en Britania.
No obstante, fue preciso esperar nada menos que hasta el siglo XV para que apareciera un sistema de luces más organizado y eficiente. Muchas señales costeras de esa época no eran faros propiamente dichos, sino simples hogueras encendidas en un promontorio para advertir de peligros o indicar la entrada de algún puerto. Como el cuidado de estos fuegos se consideraba una obra de caridad cristiana, lo normal era que se ocuparan de ellos los monjes de los monasterios cercanos. Pero con el aumento del tráfico naval y el comercio marítimo esto cambió radicalmente. La mayoría de los faros que se construyeron a partir del siglo XVII fueron financiados por particulares, que establecieron acuerdos con los armadores para que cada buque que pasara por aquellas aguas abonara una cantidad en concepto de peaje. Del cuidado de estos faros se ocupaban voluntarios que, con el paso de los años, acabaron asociándose y convirtiéndose en auténticas entidades nacionales, como por ejemplo la “Trinity House” y los “Commissioners of Irish Lights”, que eran las responsables de toda la señalización marítima a lo largo de las costas de las Islas Británicas. Pero poco a poco los gobiernos nacionales fueron asumiendo el control de estas señalizaciones.
Para entonces los marinos de todo el mundo ya consideraban a los faros como una ayuda indispensable para la navegación. Cada uno era identificado por los navegantes por sus características particulares de funcionamiento. Los sistemas de iluminación se fueron perfeccionando con el paso del tiempo. El sistema catóptrico, consistente en una lámpara de aceite cuya luz era reflectada con un espejo parabólico, se inventó en 1763. El sistema dióptrico, en el que los rayos luminosos eran reflectados concentrándolos a través de una lente de aumento, se utilizó por vez primera en el faro de Portland, Inglaterra, en 1785. Combinando ambos se creó el sistema catadióptrico, utilizado en el faro de Chassiron, Francia, en 1827, con resultados espectaculares. Con los bastidores giratorios accionados mecánicamente y nuevos prismas, lentes y reflectores se logró crear infinitas combinaciones de destellos y ocultamientos, con lo que se facilitó más aún la identificación de cada faro. En los inicios del pasado siglo XX, cualquier ruta litoral con un volumen razonable de tráfico estaba perfectamente señalizada, de forma que un navío nunca se encontraba fuera del alcance de uno o más faros. Con la automatización primero, y luego con la informatización, desapareció la figura del farero. Pero esas nobles torres siguen ahí, guiando en la noche a los navegantes del mundo entero.
Sin embargo, un grave peligro las amenaza. Los adalides de la depredación turística se han encaprichado de los faros y aspiran a convertirlos en eso que llaman “referentes turísticos”; es decir, pretenden buscarles otra utilidad al margen de aquella para la que fueron concebidos. Algunos proyectos han apostado por dotar a los faros de pequeños museos o bibliotecas, lo cual no está mal del todo. Pero a muchos otros se planea acoplarles un “chigre” —un bar, taberna o restaurante—, y eso se me antoja una atrocidad. La soledad y el aislamiento son el principal encanto de los faros, de modo que permitir que accedan a ellos manadas de turistas en “pantalonada” corta y body fosforito prensando arrobas de tocino es una imbecilidad y un despropósito. Estas dignas estructuras no necesitan de artificios para atraer la atención del viajero, espécimen menos abundante que el turista chusquero, pero de superior inteligencia. Lo que denominamos “turista” en esta vieja piel de toro, ese individuo que deambula por ahí con cara de nada y vestido con cuatro harapos comprados en un bazar del “Todo a un euro”, es incapaz de interesarse por una ermita románica, un caserón de indianos o los restos de una muralla medieval. ¿Cómo va a interesarse por un faro? El viajero, por el contrario, quiere algo más que pipas, paseo y playa, y suele mostrar interés por la historia del lugar que visita. Los faros forman parte de dicha historia, y tengo para mí que a ninguna persona sensata le gustaría encontrarse una cafetería en uno de ellos, como tampoco aprobaría un Bingo en la sacristía de una Iglesia o un burdel al lado de un cementerio.
Ya se han destrozado demasiadas cosas en aras del turismo mal entendido. Prostituir los faros, travestirlos de chiringuitos turísticos, es una barrabasada. Alguien debería pararles los pies a tantos politicastros de medio pelo como pululan por ahí, siempre empeñados en meter sus pezuñas en cosas que no entienden y por tanto no pueden apreciar. Los faros son una parte importantísima del patrimonio histórico de los pueblos, y deberían ser protegidos de la estulticia de tanto ignorante con “mando en plaza”. El turismo es, hoy por hoy, la principal industria española. Pero eso no justifica, en modo alguno, que se acabe con todo en su nombre.
Antonio Quintana.
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