Amigos de Bolsi & Pulp, tal como les habíamos anunciado tenemos una terrorífica sorpresa para esta noche de Halloween, y la sorpresa es con el SINIESTRO DOCTOR MORTIS.
Sin lugar a dudas, el personaje creado por Juan Marino es por lejos el más importante en el género del Terror chileno. Tanto en radioteatros, revistas y libros Pulp, el siniestro doctor mortis ha sido el encargado de asustar a varias generaciones con sus historias de misterio, suspenso y Terror.
Es por ello que al doctor mortis hace algún tiempo atrás, lo ingresamos a nuestra particular Galería Del Terror en el blog. Los interesados pueden ver dicha reseña pinchando acá.
Y es por ello también, que para celebrar adecuadamente esta noche de brujas, hemos seleccionado tres cuentos del gran Juan Marino y también un cuento de George Fielding Eliot.
Los cuentos ELLOS YA HAN LLEGADO, ALLÁ EN EL FONDO y ¡VAMPIROS! Son originales de Marino y están seleccionados desde su saga de libros titulada MEMORIAS DEL DOCTOR MORTIS, en cuanto a EL CUENCO DE COBRE, que es de Fielding Eliot, se trata de un cuento que fascino tanto a Marino al leerlo, que primero fue la inspiración para uno de sus radioteatros, donde la trama fue transformada y ubicada en una época gansteril, dicho radioteatro llevó por nombre LING FU. Pero no sólo eso, tiempo después también Juan Marino llevaría el cuento original a su revista de historietas de Terror, concretamente en el Nº 71 de El Siniestro Dr. Mortis, bajo el título de “Dr. Mortis y el Tazón Chino”.
Esperamos que los cuentos sean del agrado de todos ustedes.
¡UN ABRAZO Y FELIZ NOCHE DE HALLOWEEN!
Atte: ODISEO… Legendario Guerrero Arcano.
ELLOS YA HAN LLEGADO
Por Juan Marino
Durante esa noche, pocos fueron los que vieron aquel haz de luz que descendía sobre la ciudad de Berlín.
Unos de esos pocos fue Klauss Becker, quien regresaba de su turno en la fábrica de tuercas donde trabajaba, viéndolo pasar por sobre su cabeza a no mucha altura, según su prematura e imprevista observación.
—¡Glup! ¡Un disco volador! —alcanzó a exclamar antes de quedar paralizado por la impresión.
El disco volador se alejaba dejando una tenue estela por entre la densa bruma del atardecer. Su velocidad era inferior a la del sonido y sólo era perceptible un leve zumbido.
Y, antes que Becker pudiera decir algo más, el esbelto ingenio volante se perdía en el horizonte cercenado por los modernos rascacielos de hormigón, acero y cristal, signos inequívocos de una floreciente economía y desarrollo urbano. Becker sintió que los pies se le congelaban. No obstante, la noche era seca y calurosa.
—¡He visto un disco volador! —repitió Becker, una y otra vez.
Momentos más tarde, con una notable sensación de incómoda inseguridad, ingresó en el bar de Hans Bockemann y, más pálido que un papel, se acercó hasta la barra.
—¡Hola, Klauss! —le saludó Bockemann—. ¿Café con leche, como siempre? —le preguntó a continuación.
—¡Hans! ¡He visto un... un disco volador! —dijo Becker, mientras algunos parroquianos miraban con cierta curiosidad al recién llegado.
Bockemann, creyendo que Klauss pretendía jugarle una broma, le contestó con voz fuerte y sonora, dirigiéndose hacia el resto de las personas:
—¡Ja, ja, ja! ¡Muchachos, Klauss dice haber visto un disco volador!
Muchos de los presentes respondieron con sonoras carcajadas, brindando luego a la salud del disco volador de Klauss Becker.
—Lo que sucede, Klauss —dijo Hans, con la voz un poco más baja, mientras secaba el interior de un vaso con un paño—, es que comes tan poco... que uno de estos días vas a ver un elefante volador...
—¿No me creen? —preguntó Klauss, mientras se volvía hacia los demás—. Pasó por encima de los edificios... ¡Estoy seguro de ello!
—¡Vamos, vamos, mi buen Klauss! —dijo Hans—. Esta noche beberás de mi mejor cerveza para que se te despeje la sesera. Además —agregó a continuación—, te haré servir un buen bife con papas fritas y un huevo... ¡No, no! No tendrás que pagármelo... ¡Es un obsequio de la casa!
—Gracias, Hans —respondió Klauss—. Eres un buen amigo...
—¿Quieres que te de un consejo? —preguntó Hans—. Debes comer más... ¡Estás muy débil! ¿Qué haces con el dinero que ganas?
—Estoy lleno de deudas que dejó mi padre, Hans. Tu lo sabes y... debo pagarlas —respondió Klauss con aflicción—. En eso se me va todo el dinero.
—¡Al diablo con las deudas! —dijo Hans—. ¡Ellas te están llevando al cajón!
Momentos más tarde, cuando Klauss se encontraba más tranquilo luego de haber empinado la cerveza que Bockemann le sirviera, intentó retomar el tema.
—Hans..., ¿en verdad no crees que he visto un disco volador?
—¡Mira, Klauss! —respondió Hans iracundo—. ¡Si me vuelves a hablar de lo mismo, te romperé la nariz! ¡Vamos, siéntate ahí y prueba esta exquisita cena!
Con resignación, Klauss optó por seguir el consejo de su amigo Hans, quizás su único y verdadero amigo. Una hora más tarde, con el estómago satisfecho, Klauss salía de la taberna sin sentir felicidad alguna.
Estaba casi seguro que ya no podría volver a ser feliz. Una angustia iba in crescendo en su interior. No conocía la causa de tal angustia, pero pronto la descubriría.
Mientras caminaba por las tristes calles que había conocido desde su niñez, recordó a su madre, muerta en un manicomio al cual había sido trasladada por insana; también a su padre, bebedor empedernido y cúmulo de deudas que ahora él debía pagar.
«No, nunca he sido feliz —pensó Klauss—, ni siquiera cuando fui niño... ¡Quizás Hans tenga razón! El hambre ha debilitado también a mi mente y veo cosas que no existen..., pero... aquél disco se veía tan real...»
Tratando de no hacer demasiado ruido, ingresó a la casa donde arrendaba un pequeño y húmedo cuarto. La señora Ibersson, que le conocía desde pequeño, le arrendaba a muy bajo precio la habitación.
Subió por la escalera casi en puntillas, tratando de evitar los peldaños que rechinaban, hasta llegar a su tan poco acogedor hogar.
Al trasponer el umbral, como era su costumbre, conectó el interruptor de la luz interior que se encontraba a su alcance. Fue en ese preciso instante cuando toda su atención se centró en un extraño objeto que descansaba sobre la pequeña mesa que Klauss usaba como escritorio.
—¡Aghhhh! —exclamó Klauss, con asco.
Un letrero de luz de neón, de encendido intermitente, parecía hacer pestañear aquel objeto que le observaba. Klauss, sacando fuerzas de flaqueza, se acercó hasta la pequeña mesa.
—¡Un o... ojo! ¡Un ojo que parece humano! ¡Oh, no! —alcanzó a decir Klauss al momento que el estómago comenzaba a darle vueltas como si viajase en un barco.
La cerveza y la comida de Hans me han sentado mal —dijo luego Klauss—. ¡Yo no puedo estar viendo un ojo humano sobre la mesa! ¡Eso no es posible! —concluyó a continuación, como tratando de convencerse a sí mismo que tal situación era imposible. No obstante, pese a sus deseos, luego de frotarse una y otra vez los propios ojos, el ojo misterioso permanecía sobre la mesa, en una posición que parecía observarle.
Atraído por una extraña fuerza, se acercó aún más hacia la mesa. En seguida, estiró una de sus manos para ver si el ojo era tangible. Las dudas se disipaban porque aquél era un ojo humano, palpitante y recubierto por una sustancia acuosa que produjo náuseas a Klauss cuando éste lo sostuvo en la palma de su mano izquierda.
Lanzando un débil gemido lastimero, sin elegancia, y con el cabello erizado, Klauss soltó aquel repulsivo y gelatinoso órgano. Éste, al chocar contra la mesa, emitió un sonido blando y salpicó hacia todas partes.
Acto seguido, Klauss se dirigió hasta el pequeño cuarto de baño y, por desgracia para él, procedió a vomitar todo lo consumido en la taberna de Hans. Luego, casi sin fuerzas, se sentó sobre el suelo y trató de descansar.
Diez minutos más tarde, regresaba a su cuarto con la cabeza más despejada y el estómago mucho más liviano. La luz permanecía encendida, pero el ojo había desaparecido.
Después de observar bajo la mesa y sobre los objetos más cercanos, pasó sus dedos por sobre el líquido que aún permanecía sobre la mesa desde que el ojo cayera de su mano.
— ¡El ojo era real! —exclamó Klauss—. Esta sustancia asquerosa lo prueba...
Momentos más tarde, Klauss paseaba por su cuarto como gato enjaulado. Todo lo experimentado
durante aquel día no tenía en absoluto algún sentido, menos para una mente poco preparada como la suya.
«¿Qué me está sucediendo? ¡Tan sólo tengo cuarenta años! ¿Me estaré volviendo loco al igual que mi madre? ¡Oh, no! ¡No puede ser! ¡Mañana consultaré con un siquiatra! ¡Sí, es lo mejor que puedo hacer! ¡No quiero morir como ella!», decidió finalmente.
A la mañana siguiente, más pálido que de costumbre y algo desencajado, Klauss visitó a un siquiatra, al primero que encontró en el directorio telefónico.
Tan sólo algunos minutos le bastaron a Klauss para contar la historia de toda su vida. Nada espectacular había en ella antes de los sucesos del día anterior. El doctor Werner le escuchó atentamente y tomó algunas notas. Cuando Klauss terminó de narrar lo referente al disco volador y el extraño ojo, el siquiatra resolvió intervenir:
—Usted me asegura que nunca antes había tenido esas... —comenzó el doctor—. Digo... ¿No había visto antes discos voladores ni ojos sobre las mesas o alguna otra cosa parecida?
—¿Usted quiere saber si antes acostumbraba encontrar elefantes alados por doquier? —contestó violentamente Klauss—. ¿Quiere usted decirme que yo... que yo...?
—¡Cálmese, señor Becker! —le interrumpió Werner—. Usted sufre una crisis nerviosa muy intensa, además de un alto grado de desnutrición —agregó en seguida—, y todo ello juega en su contra. ¡Cálmese, por favor!
—Sí, doctor, trataré de hacerlo —contestó Becker.
—Bien, señor Becker. Le daré una receta por ahora y usted debe venir una vez por semana a mi consulta. ¿Está de acuerdo?
—Sí, doctor. Gracias —contestó Klauss.
—Procure comenzar ahora mismo con la dosis que le prescribo —dijo el doctor Werner, mientras le extendía la receta a su paciente—. Y no olvide cancelar los treinta marcos, por la consulta, a mi secretaria. Que tenga un buen día.
—¿Treinta marcos? ¡Oh! ¡Ah, sí! ¡Tengo que cancelar! ¡Perdón, lo había olvidado!
Con la receta en el bolsillo, sumado a la extraña sensación de ser seguido por alguien, Klauss Becker dejó la consulta del siquiatra y se encaminó hacia el bar de Hans.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Hans—. ¿Qué demonios estoy viendo? ¿Acaso no es Klauss Becker quien aparece tan temprano? —dijo a continuación—. ¿Qué te sucede hoy, Klauss? Pareces un cadáver ambulante.
—Fui a ver al siquiatra —respondió Klauss—. Ahora vengo de su consulta.
—Estoy seguro que te dijo lo mismo que yo, pero a cambio de una buena cantidad de marcos..., ¿me equivoco? —dijo Hans, mientras llenaba una taza de café negro bien caliente.
—Sí —asintió Klauss—, la entrevista no fue muy provechosa para mí. ¿Qué será lo que me pasa, Hans? Al venir hacia acá me pareció que alguien me seguía...
—¡Mira —respondió Hans—, haremos un trato! Vendrás a comer a mi taberna todos los días y sólo te cobraré la mitad del valor. Cuando hayas terminado de pagar todas las deudas de tu padre, me pagarás el resto. ¿Qué te parece?
—Gracias, Hans, eres un buen amigo —contestó Klauss—. Quizás tengas razón y sea la mala alimentación lo que me hace ver aquellas cosas tan extrañas.
—¡Claro que sí! —confirmó Hans, mientras colocaba algunos platillos de porcelana en inestable equilibrio—. Cuando termines tu desayuno, te vas a casa y duermes todo el día.
—¿A casa? —se preguntó Klauss—. ¡Oh, sí! Hans... anoche... sobre mi mesa vi un... ojo.
Al escuchar tan imprevista confidencia, Hans perdió un poco el equilibrio y algunos de los platos que apilaba se desmoronaron haciéndose trizas. Su mal genio no tardó en aparecer.
—¡Pedazo de idiota! ¡Mira lo que me has hecho hacer! —dijo Hans—. Con que un ojo en la mesa, ¿eh? Después me saldrás con que esta noche viste los dos ojos y mañana la cabeza... ¡Grrrrr! No me explico de dónde saco tanta paciencia contigo, Klauss. Puedes sacar de quicio a cualquiera.
—Perdona, Hans. Lo siento mucho —se disculpó Klauss y se retiró de la taberna.
Era cerca de las nueve de la noche cuando Becker despertó sobresaltado, después de dormir casi toda la tarde.
—¡Maldición! —exclamó Klauss—. Voy a llegar tarde al trabajo —pensó después, sin percatarse aún de la realidad y de la hora que era.
Rápidamente se incorporó sobre la cama, tratando de buscar con la mirada el reloj despertador que había sobre la mesa. Sin embargo, tal prioridad pasó a último plano al notar que sobre la mesa había ahora dos ojos humanos que le miraban desde una cabeza verdosa y lampiña. Klauss sólo pudo reaccionar llevándose ambas manos a la cabeza para revolver su cabello, en clara actitud de incredulidad.
—¡No, no, no puede ser! Yo no he visto eso... ¡No! —dijo Klauss antes de salir de su habitación, como alma que lleva el diablo, pidiendo ayuda.
Tan alterado se hallaba en su desesperación que olvidó advertir los peldaños de la escalera y su cuerpo se precipitó abruptamente a través de ella, logrando detenerse sólo al llegar hasta el primer descanso. La señora Ibersson acudió tan pronto como escuchó los primeros gritos de Klauss. No obstante, llegó cuando Becker aún deliraba sobre la escalera.
—¡Arriba! En mi cuarto... una cabeza... una cabeza verde... —balbuceaba el pobre Klauss, mientras se aferraba al cuerpo de la señora Ibersson.
—¿De cuál cabeza hablas, Klauss? —preguntó el hijo de la señora, que llegó algunos segundos después que ella.
—La cabeza... verde... sobre la mesa... sus ojos me miraban... ¡Oh, Dios! ¡Estoy loco!
—Hijo —dijo la señora Ibersson—, ve a ver que sucede ahí arriba.
—Sí, mamá —respondió el fornido joven, antes de partir hacia el cuarto de Klauss Becker.
Luego de entrar a la habitación, sólo observó una mancha acuosa sobre la mesa, junto al reloj.
«¡Hum! —pensó el joven—. Esa mancha debe ser un efecto del letrero luminoso.»
Una hora más tarde, el doctor Werner, llamado por los Ibersson a petición de Klauss, se presentaba en la casa. Después de escuchar lo sucedido y examinar a Klauss, apartó un poco a la señora Ibersson.
—Según mi opinión —dijo el siquiatra—, sólo necesita descanso. Tendrá que dejar de trabajar por un par de semanas y, si la situación no mejora, quizá sea mejor internarlo.
—¿En un manicomio? —preguntó la señora Ibersson.
—No, no tanto como eso —respondió el doctor—. Me refiero a una casa de reposo.
—Eso es muy caro, doctor —interrumpió la señora—. ¿Con qué va a pagarlo... si apenas tiene para comer y para pagar su alojamiento?
—Todos tenemos problemas, señora —agregó el doctor. Luego, cambiando el tema, se dirigió al joven Ibersson—: Desearía conocer el cuarto de mi paciente. Es posible que sean las condiciones en que vive las que...
—No lo creo, doctor —interrumpió el joven—. Las habitaciones son bastante buenas. Acompáñeme.
Acto seguido, ambos se dirigieron hasta el cuarto de Klauss. Después de ingresar hacia él, el médico se detuvo frente a la pequeña mesa y observó algo extraño sobre su lustrosa superficie. Ibersson le interrumpió en sus pensamientos:
—Klauss dijo que sobre la mesa había una cabeza verde —informó Ibersson—, pero lo más seguro es que sólo haya sido el reflejo del letrero de neón sobre aquel líquido que hay sobre la mesa.
El facultativo, poco acostumbrado a que alguien impusiera su opinión sobre un caso que estudiaba, optó por no considerar lo dicho por el joven y decidió untar su dedo índice con la sustancia desconocida para determinar su consistencia.
—¡Hum! Esto parece ser fosforescente —dijo el médico—. ¿Es pintura?
—No lo sé —respondió Ibersson—, pero Klauss solía pintar con acuarela tiempo atrás.
El médico se llevó el índice hasta sus labios luego de comprobar que no era algún tipo de pintura. Posiblemente, su sabor podría darle alguna pista sobre la composición de la extraña sustancia.
—¡Puaj! ¡Que sabor más asqueroso! —exclamó.
—¿Qué es, doctor? —preguntó Ibersson.
—¡Cómo puedo saberlo! ¡Quizá que demonios come o bebe este hombre! Salgamos de aquí antes que se me descomponga el estómago.
—Bien, doctor —respondió Ibersson—. Bajemos.
Cuando ambos ya estaban en la planta baja, el siquiatra encaró a Becker.
—Amigo Becker —comenzó el médico—, le daré una autorización para que sea internado en un sanatorio esta misma tarde. Usted necesita descansar.
Becker, aún tembloroso, extendió su brazo hacia el médico y balbuceó algunas palabras:
—¿Estaba la... la cabeza arriba?
—No, ¡pero volverá! —respondió el médico con voz gutural.
—¡Doctor! —exclamó la señora Ibersson—. ¿Qué está diciendo?
El siquiatra miró con asombro a sus interlocutores.
—¿Qué fue lo que dije? —preguntó.
—Usted dijo —respondió el joven Ibersson—, que la cabeza volvería..., ¿o quiso decir que usted volvería?
—¡Claro que sí! —respondió el médico—. Ustedes deben haberme escuchado mal... ¿Cómo voy a decir semejante estupidez? —se preguntó con incredulidad—. Bien, aquí les dejo la autorización para internar a Becker en el sanatorio.
Esa misma tarde, cuando las sombras cubrían gran parte de la ciudad, Klauss Becker era internado en el sanatorio. Su cuarto era bastante pequeño y carente de decoración.
El robusto jefe de enfermeros instaló sus pocas pertenencias y le dio algunas indicaciones:
—En caso que le ocurra alguna contingencia —dijo el enfermero—, pulse aquel timbre, señor Becker. ¡Muy buenas noches!
Klauss, aún con el rostro muy demacrado, durmió apaciblemente gracias a los fuertes sedantes que le fueron suministrados. Sin embargo, de improviso, despertó sobresaltado a altas horas de la madrugada.
Después de familiarizarse con el nivel de luminosidad en el interior del cuarto, comenzó a percibir una respiración acompasada. Observó hacia una antigua cajonera y, sobre ella, se encontraba aquella familiar cabeza verde. El miedo paralizó al pobre hombre y le impidió alguna posible reacción posterior.
Un poco más abajo de la cabeza fosforescente había una mano, también de color verde, cuyo dedo índice le apuntaba. La expresión del conjunto cabeza-mano era de mandato irresistible. Lentamente, la mano se movió e indicó hacia la ventana, al mismo tiempo que los ojos le ordenaban que saliera a través de ella. Klauss no disponía de suficiente fuerza de voluntad para ofrecer alguna resistencia.
«¡Me obligan! ¡No puedo resistirlo!», se dijo.
Sin dejar de observar la cabeza, Becker descendió desde su cama. Primero pensó en pulsar el timbre, pero sus manos y su cuerpo sólo obedecían al mandato dado por la cabeza verde. Segundos más tarde, Klauss Becker, hijo de una insana y de un alcohólico, se escurría a través de una ventana del sanatorio. En el exterior, la luna se ocultaba tras una nube y se hacía cómplice de la forzada fuga.
Durante aquella misma noche, el doctor Werner se estremecía al despertar y ver sobre su pequeña mesa de noche un ojo, al parecer humano, que le observaba en forma fija.
—¡Gran Dios! —exclamó el facultativo.
Sin salir de su asombro, el siquiatra se levantó, se encaminó hacia la pequeña mesa y tomó entre sus manos aquel órgano ocular que aún le observaba. A fin de cuentas, él era un médico y no un sujeto ignorante como Klauss Becker.
«Esto parece un ojo humano —pensó Werner—, pero de hecho no lo es del todo. Hay algo en él que..., ¡porque yo tengo este ojo en mis propias manos y sé que no es una alucinación! ¡Yo soy un científico! No un estúpido e insignificante obrero.»
Werner llevó el ojo hasta su sala de estudio y lo depositó sobre una bandeja. Sin embargo, ni por un instante se limitó a pensar en la posible procedencia de aquel ojo y por qué conducto había llegado a su poder.
Poseído por un extraordinario entusiasmo profesional, Werner se dedicó a estudiar aquella extraña pieza de anatomía.
A la mañana siguiente, al encontrarlo dormido sobre el escritorio de trabajo, la criada lo despertó:
—¡Doctor, doctor! ¡Despierte!
—¿Eh? ¡Oh! ¡Me quedé dormido! —reaccionó el médico.
Acto seguido, el doctor se levantó de la silla y preguntó a la criada:
—Etta, ¿dónde está el ojo?
—¿El qué, doctor?
Werner se mordió los labios, tratando de asimilar su angustia: el ojo había desaparecido.
—No se preocupe, Etta, ¡retírese! —ordenó el doctor.
—Sí, doctor. Dentro de un cuarto de hora estará listo el desayuno —indicó la criada al momento de retirarse, junto a los elementos de limpieza.
Con la preocupación reflejada en el rostro, Werner se sentó para meditar respecto a lo sucedido.
«¡Imposible! ¡Imposible! Yo soy un siquiatra, un médico. ¡No soy Klauss Becker! ¡Pero el ojo estuvo en esta bandeja!», se dijo después de algunos instantes, observando las marcas acuosas dejadas por la presencia del ojo al interior de ella.
Durante el resto del día no sucedió nada más, pero en la noche, cuando el siquiatra apagaba la luz de su despacho para salir, vio la cabeza verde flotando sobre un mueble auxiliar.
Junto a la cabeza se materializó una mano que le apuntaba con el índice. Werner sintió que el cabello se le erizaba en la nuca. La situación no era para menos.
«Esto no puede ser. ¡No estoy loco! ¡No estoy loco!», se repitió a sí mismo para reafirmar su claridad mental.
En aquel instante, la mano flotante se movió e indicó hacia la ventana. Werner se acercó y observó a través de ella. En el exterior estaba su automóvil, aunque él estaba seguro de haberlo estacionado en el garaje antes de ingresar a la casa. Era una situación inverosímil pero real.
Werner hizo partir el vehículo, mientras la cabeza se acomodaba en el asiento del lado y el dedo índice de la mano verde indicaba el camino a seguir.
Minutos más tarde, el vehículo salió de Berlín y el índice apuntaba hacia una colina cercana.
Más adelante, el dedo lo obligó a apartarse del camino secundario y, a campo traviesa, se acercaron a un enorme agujero del cual sobresalía sólo algo semejante a una cúpula de metal. Al observar con mayor detalle, el corazón de Werner dio un vuelco estrepitoso y su latir aumentó de ritmo.
—¡Gran Dios! ¡Un disco volador! ¡Esto es simple locura!
En seguida, al bajarse del vehículo, escuchó un leve y profundo silbido, observando cómo una puerta, surgida de la nada, comenzó a abrirse en un costado del disco.
Una fuerza de incierto origen, más poderosa aún que la anterior, le obligó a ingresar al vehículo espacial.
En primera instancia, se encontró con una sala muy iluminada y elegantemente amoblada al modo terrestre. No obstante, lo que más sorprendió al doctor Werner fue la presencia de Klauss Becker: sentado, pálido y desencajado.
—¡Ah! ¡Al fin llega usted, doctor Werner! —dijo Klauss, aún visiblemente angustiado—. Lo mandé a llamar porque no me siento muy bien...
—¿U... usted me mandó llamar? —preguntó Werner, con angustia—. Pero... pero si estamos en...
—Sí, se lo pedí a «ellos» —asintió Klauss, con resignación—. Por favor, doctor. ¿Qué me sucede? Dígame que no estoy loco. Usted me dejó en la sala del sanatorio y ahora estoy dentro de un disco volador... ¿Estoy loco, doctor?
Werner no sabía qué responder. No obstante, en aquel momento, comenzó a pasear la mirada en derredor y se estremeció. Ahí, en el umbral que de pronto apareció frente a ellos, había dos personas que lo miraban con aire acusador y una de ellas lo apuntaba con el índice, tal como antes lo hiciera la mano verde, mientras decía:
—Doctor Werner, hace muy mal en introducirse en nuestro sanatorio por la ventana para visitar a su paciente —increpó el director del sanatorio, un hombre calvo de frías facciones—. Mañana se servirá explicarnos su actitud. ¡Buenas noches, doctor Werner!
Poco a poco, el doctor Werner fue reconociendo el reducido decorado de la habitación del sanatorio, pero desde una perspectiva sutilmente distinta. Sin embargo, lo último que escuchó, antes de desmayarse, fue un leve zumbido que no pudo catalogar... ni jamás podría hacerlo.
F I N
ALLÁ EN EL FONDO
Por Juan Marino
Corría el año 11.310 de la Era del Disco de Plata. En aquel mundo convulsionado por continuas reyertas entre príncipes, la vida tenía escaso valor. Día tras día, violentos enfrentamientos fratricidas fueron diezmando a la población. El moderno armamento y los sofisticados navíos aéreos fueron utilizados sólo para la destrucción. Una vez más, la tecnología servía para fines bélicos. No obstante, tarde o temprano todo debe concluir.
Cuando la lucha concluyó, Kem, aún cubierto con restos de sangre verdosa sobre su indumentaria de combate, la sangre de los habitantes de aquél mundo, se arrodilló ante su padre:
—¡Gloria al Rey! —dijo al momento de efectuar la tradicional inclinación.
—¡Honor al vencedor! —respondió su padre y rey—. ¡Ven a mis brazos, hijo mío!
Ambos se estrecharon en un fuerte abrazo y la satisfacción por el triunfo obtenido podía vislumbrarse claramente en sus rostros.
Aquel mismo día, los vencedores celebraron el aplastamiento de la rebelión. Kem, comandante de la Flota Aérea del Reino, fue galardonado como correspondía por el valor demostrado en batalla. Acto seguido, se realizó un banquete y, cuando al fin logró desligarse de los formales aduladores que nunca faltan, el joven comandante se reunió en el jardín con su prometida: la princesa Aa.
—Estoy orgulloso de ti, Kem —dijo la princesa.
—No hice nada que otro en mi lugar no hubiese hecho, Aa. Sin embargo —agregó Kem—, mi padre y yo sabemos que este triunfo será totalmente inútil. Nuestra raza está predestinada, Aa.
—¿Lo dices por... por las grietas?
Siempre hubo temblores en aquel mundo. No obstante, durante los últimos años, estos fueron aumentando en número y fuerza hasta el punto de originar numerosas grietas tanto en la corteza como en la Gran Bóveda. Desde algunas de estas grietas comenzaron a manar diversos manantiales que, virtualmente, inundaron parte de los núcleos urbanos. Muchos culparon al moderno armamento empleado durante el conflicto, pero el daño ya estaba hecho y parecía irreversible.
Kem no respondió. No obstante, ambos jóvenes contemplaron abrazados lo que parecía una hermosa catarata que, en realidad, el príncipe sabía muy bien que no lo era.
Aquel asunto de las grietas había sido incesantemente debatido por el Rey y sus ministros. Por su parte, los científicos habían llegado a la conclusión que el mundo, donde ellos vivían, estaba condenado a desaparecer en un plazo relativamente breve.
—Por siglos hemos venido debilitando la corteza terrestre con explosiones de elementos bélicos y de otra índole; eso ha contribuido a lo que será nuestro fin —expuso el enjuto rostro del Profesor Tyw, jefe de los científicos, a través de la pantalla principal en el salón de reuniones—. ¡Llegará un momento en que las paredes cederán a la presión de las aguas y seremos inundados!
—¿Infiere el Profesor Tyw que no deberíamos habernos defendido del ataque de nuestros enemigos? ¿Infiere también que no deberíamos haber construido las poderosas armas que han servido para rechazar esos ataques? —preguntó el Primer Ministro, con indescriptible pasión en sus palabras.
—¡Calma! ¡Clama! —sugirió el Rey—. Comprendo perfectamente lo que el Profesor Tyw quiere decir. Lo que está sucediendo no fue previsto por nosotros, ministro.
»Y si lo fue... —agregó en seguida—, quisimos engañarnos a nosotros mismos pensando que jamás llegaría esta autodestrucción. Prosiga, Profesor —indicó finalmente.
—Gracias, Su Majestad —respondió el científico—. Ahora les mostraré lo que es nuestro mundo y lo que está sucediendo...
—Eso ya lo sabemos —interrumpió el Primer Ministro—. Lo enseñan en nuestras escuelas desde los primeros años. Vayamos al grano.
—Sí, señor ministro —respondió el Profesor—, pero en las escuelas no nos enseñaron a prevenir lo que sucederá.
Acto seguido, la proyección de un recipiente cilíndrico vertical, ubicado en medio del mundo conocido, reemplazó la imagen del rostro del Profesor Tyw.
—Nuestro mundo es una porción de tierra, aún no explorada del todo, que rodea parcialmente a un mar subterráneo —explicó el Profesor mientras la proyección se visualizaba desde diferentes ángulos—. Ahora bien; la presión que ejerce este mar, cuyo volumen real tampoco conocemos, está destruyendo las paredes que lo aíslan de nuestro mundo. Esta presión, disminuye con la altitud y eso es indicio de algo importante...
»Por eso, Majestad, Primer Ministro —suplicó el Profesor—, es de imprescindible necesidad terminar de inmediato con todo tipo de explosiones, superficiales o subterráneas, especialmente las de armas basadas en la fisión de ciertos átomos. ¡Nos estamos suicidando!
—¿Cuál es la propuesta a que ha llegado el Honorable Colegio Científico? —preguntó el Rey.
—Buscar, más allá del mar que rodeamos, otro punto donde morar, Su Majestad.
—Esa es nuestra realidad, Aa querida —explicó Kem, mientras ambos jóvenes aún observaban la singular catarata—, en la revuelta recientemente sofocada, hemos debido usar proyectiles de alto poder que, de una u otra forma, han ensanchado todas esas grietas.
»Por eso he solicitado la autorización de mi padre, el Rey, y del Supremo Consejo de Ministros, para encabezar una expedición mar arriba, en busca de nuestra salvación —agregó.
—¿Es por eso que han apresurado la construcción del navío subanfibio? —preguntó Aa.
—¡Sí! Ven, te lo mostraré.
Ambos jóvenes ingresaron a la cámara del ascensor-desintegrador y Kem oprimió uno de los botones de la consola. En el acto, ambas figuras se desvanecieron dejando tan sólo algún residuo vaporoso dentro de la cámara y, apenas una fracción de segundo más tarde, ambos se materializaron en una cámara del ascensor situada trescientos metros más abajo. Aquél era un astillero.
Ante ellos se perfilaba un gigantesco navío de líneas aerodinámicas, dotado de diferentes medios de propulsión y una sólida estructura. Muy diferente, por cierto, de los usuales vehículos terrestres o aéreos.
—Ahí lo tienes —indicó Kem—. Es lo más moderno que nuestro mundo ha construido. Sólo con este vehículo podremos remontar el mar, venciendo su presión. Puede deslizarse a través de tierra, mar y atmósfera —concluyó finalmente.
En aquel momento, el jefe de Ingenieros se acercó a ellos:
—¡Oh, Kem, Príncipe! ¡Oh, Aa, Princesa! —saludó con cortesía—. No nos fue advertida vuestra visita.
—No te preocupes, Wax —respondió Kem—. Es una visita extraoficial.
—Wax asintió con un gesto.
—¿Cuándo estará terminado? —preguntó Kem.
—Dentro de dos meses, Príncipe —indicó el ingeniero—. ¡Quedarás plenamente satisfecho con él!
—¡Dos meses! ¡Oh! ¿Tan corto tiempo? —exclamó Aa.
—Para nuestra salvación, es un tiempo largo, Aa —dijo Kem.
Los dos jóvenes abandonaron el astillero, subiendo hasta la sala de esparcimiento real, donde el lujo para una estancia placentera casi no tenía límites. Aa había caído en un mutismo que llamó la atención del Príncipe y le preocupó.
—¿Qué te sucede? —preguntó.
—Algo me dice que si partes para ese viaje hacia la superficie del mar, jamás te volveré a ver —dijo la joven Princesa.
—¿Por qué? —tranquilizó Kem—. Regresaré y serás mi esposa.
—Y... ¿Si no regresas? —se angustió Aa—. ¡Oh, Kem, Kem! ¡Llévame contigo! ¡Despósame y llévame contigo!
—¡Aa! ¡Eso es imposible! Sabes que no puede ser... compréndelo, Aa, mi amor.
Ella no respondió y, cuando se besaban, sus lágrimas humedecieron los labios del Príncipe Kem. Pasaron los dos meses estipulados y la expedición al mando del Príncipe estaba a punto de zarpar. Dos días antes de la partida, el Rey y todos sus ministros se reunieron para investir a Kem con el cargo de general-almirante de la expedición. La ceremonia fue breve pero emotiva.
Al día siguiente, el ingeniero Wax comparecía ante la Princesa Aa, después que ella lo citó. Lo que ambos hablaron en dicha oportunidad asombró a Wax y, a juzgar por el severo tono de palidez que dominó su rostro, aquello debía ser grave. Finalmente, ambos se despidieron.
—Prométemelo y tu porvenir, junto al de tus descendientes, estará asegurado, Wax —instó la Princesa.
—¡Lo prometo, Princesa!
Finalmente, llegó el momento del zarpe. Dada la importancia futura de tal misión, el recinto del astillero estaba repleto de personas. El Príncipe Kem estaba a bordo junto a su tripulación y, mientras resonaban los últimos acordes del himno real, Kem saludó por última vez a la concurrencia. No obstante, el heredero del trono estaba contrito pues, entre la multitud, no distinguió a la Princesa Aa. Sólo estaban sus parientes.
«Esto hará menos dura la despedida», pensó el Príncipe al momento de ordenar el cierre de todas las escotillas.
—Cuando lo ordenes zarpamos, Príncipe —indicó Wax.
—Ahora mismo, Wax.
En aquel momento, todos ocuparon sus puestos dentro del navío y, poco a poco, las compuertas de acceso hacia una de las cámaras intermedias, fue abierta electrónicamente.
Con vítores de la multitud y lágrimas en el rostro de los reyes y familiares de la tripulación, la nave remontó la primera compuerta en demanda de la segunda y, de esta forma, el subanfibio se lanzó hacia su destino.
Después de unas diez horas de navegación, el navío se portaba a la perfección y una ola de optimismo inundó a toda la tripulación. El objetivo estaba cada vez mucho más cerca.
Mientras el Príncipe Kem almorzaba un breve refrigerio, su asombro no tuvo límite cuando se abrió la puerta de acceso al puente de mando y, en el umbral, apareció Aa.
—¡Tú! —exclamó.
—¡Oh, cariño! ¡Amor mío! —suavizó la Princesa mientras lo abrazaba con pasión—. Ya estamos juntos otra vez.
—Pero, Aa, ¿cómo es posible? —Luego, dirigiéndose a Wax, preguntó—. Wax, ¿tienes tú algo que ver en esto?
—Sí, Príncipe —respondió Wax—. Accedí a los ruegos de mí señora, la Princesa Aa.
—Esto ha de costarte caro, Wax —increpó Kem.
—¡No! —intercedió la Princesa—. Él no tiene la culpa. Yo se lo pedí; se lo exigí.
—¿Es que no comprendes? —dijo Kem—. No puedes permanecer aquí. No somos marido y mujer.
—Pero Wax es el capitán de la nave, Kem —indicó la Princesa—, y él puede desposarnos.
—¡Vaya! ¡He caído en una trampa! —admitió el Príncipe y reflexionó al respecto—. ¡Que así sea!
—Ahora sé que este viaje será todo un éxito —dijo Wax, al observar la felicidad de la pareja.
La navegación se realizaba sin contratiempo alguno. El subanfibio respondía perfectamente a las continuas y relativas exigencias de la ruta, siempre ascendente.
Kem y Wax percibían el mar que su mundo rodeaba como si se tratara de un pozo, por lo menos en el trayecto recorrido.
—¿A qué distancia llegaremos a la superficie, capitán? —preguntó Kem mientras observaba el desplazamiento de algunas extrañas criaturas marinas, a través de los gruesos cristales frontales del navío.
—A unos treinta mil wasts, según los instrumentos.
—Comenzamos a ver monstruos que no existen en nuestros mares, Profesor —dijo Kem.
—En efecto —asintió el Profesor Tyw—, y creo que veremos cosas aún más horribles.
En aquel instante, una monstruosa criatura de colosales dimensiones, incluso para apreciar sus difusos contornos, se aproximó en actitud hostil hacia el subanfibio. Acto seguido, la criatura extendió algo parecido a un tentáculo e intentó atrapar al navio.
—¡Oh! ¡Miren eso! —se horrorizó la Princesa.
—¡Dioses del Disco de Plata! —exclamó el capitán del navío—. ¡Maniobra evasiva! ¡De inmediato! Felizmente, la criatura no insistió en persecución alguna hacia el navío. Quizás era un objetivo demasiado insignificante para una entidad de tal tamaño.
—¿Qué fue eso, Kem? —preguntó Aa.
—Realmente lo ignoro —respondió con sinceridad—. ¿Lo sabes, Tyw?
Tyw observó a los príncipes, pensativo.
—Altezas: vamos rumbo a un mundo desconocido para nosotros que, por lo visto hasta ahora, es un mundo habitado por seres enormes...
»Mejor dicho, es un Universo poblado de mundos móviles, mundos que en sí mismos son como nosotros —complementó en seguida—. Es lo que he oído de nuestras antiguas leyendas y mitos y, por lo visto, su interpretación no carece de fundamento.
Ambos príncipes no comprendieron, en su real magnitud, las palabras del Profesor Tyw. Quizá él mismo no se formaba aún una idea concreta al respecto. Sin embargo, nada más pudo agregar.
El viaje continuó durante días, siempre en idéntica monotonía, muy raras veces interrumpida por alguna nueva criatura de indefinible silueta. No obstante, al cumplirse el octavo mes de viaje, según el tiempo medido por aquellos seres dentro del navío, las condiciones exteriores comenzaron a diferenciarse de las precedentes.
—Estamos llegando al límite de presión, Su Alteza —informó Wax—. De ahora en adelante, deberemos vestir los trajes especiales pues, a medida que emergemos, la presión disminuye...
—Por supuesto —asintió Kem—, eso lo experimentamos antes en nuestro mundo, pero nunca a tal magnitud como ahora, capitán.
Acto seguido, todos los tripulantes se vistieron con los trajes especiales. Incómodos, pero necesarios.
—Estamos a mil wasts de la superficie del océano —informó el capitán Wax.
En seguida, Tyw habló por el intercomunicador de su casco que, momentos previos, fue recubierto por una película protectora que neutralizaría la intensa luz proveniente del astro que los expedicionarios desconocían:
—Esa luz que percibimos corresponde a un cuerpo cálido, generador del calor necesario para alimentar a cada uno de esos mundos.
—¡Comandante Kem, Príncipe Real, vamos a emerger! —informó Wax.
—¡Un momento, capitán Wax! —indicó el Príncipe—. Primero exploraremos la costa con el megascopio.
Los oficiales pusieron en funcionamiento uno de los megascopios; un aparato semejante a una antena de radar o televisión capaz de captar imágenes nítidas hasta a una distancia de diez kilómetros, incluso sin emerger completamente. Kem fue el primero en observar la imagen desplegada en los binoculares del megascopio.
—¡Ah! ¡Hemos triunfado! Veo la costa con claridad —dijo Kem y luego se dirigió a su esposa—. Observa tú, Aa; deseo que seas la segunda en admirar nuestro nuevo mundo.
Acto seguido, la ansiosa joven aplicó sus ojos al aparato escudriñador y gritó:
—¡Oh, no! ¡Noooo!
—¿Qué sucede? —preguntaron los demás, casi al unísono.
Tyw se precipitó hacia el megascopio y observó a través de él. Una exclamación escapó de su pecho al tiempo que todo su cuerpo se estremecía con verdadero pavor.
—¡Son ellos! ¡Son ellos! —gritó Tyw cuando dos gigantescos ojos observaban directamente hacia los lentes del megascopio. Dos ojos insertos en el rostro más horrible y grotesco, no tanto por la apariencia como lo fue por la dimensión real del mismo—. ¡Por los Dioses! ¡Todo era verdad! ¡Maldición! ¡Los seres-mundo son tan reales como nuestra propia y singular existencia!
—¡Capitán! —ordenó Kem con rapidez después de observar los ojos del ser gigantesco que los escrutaba con insistencia, en actitud de acecho—. ¡Dé orden de sumergirnos! ¡De inmediato o estaremos perdidos!
Acto seguido, mientras Aa, recuperando la compostura, miraba con insaciable curiosidad a través del megascopio, la alarma fue dada y el subanfibio inclinó su proa y comenzó a sumergirse con rapidez. No había tiempo que perder.
—Mientras tanto, en la superficie se escuchó una voz:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Vimos un submarino metálico que salía desde el fondo del pozo! —avisó la pequeña niña que corrió en dirección a la casa acompañada por su hermano.
—¡Vamos, Antonia! —respondió la mamá—. ¿Cómo vas a ver salir un submarino de este pozo? ¿No sería un alfiler?
—¿Un alfiler? —se preguntó el niño—. ¿Pueden flotar los alfileres, mamá?
La mujer miró perpleja a sus dos hijos, pero no supo qué responder. No obstante, en el ínterin, Kem y los suyos regresaban en el subanfibio en dirección al fondo. El destino para el Mundo del Fondo del Pozo estaba predeterminado y nada lo cambiaría.
F I N
EL CUENCO DE COBRE
Por George Fielding Eliot
Yuan Li, el mandarín, se recostó en su sillón de palisandro y habló sin alzar la voz:
—Está escrito que un buen servidor es un don de los dioses, mientras que uno malo...
El alto y corpulento hombre que permanecía humildemente en pie ante la figura enfundada en una túnica y sentada en su sillón, hizo tres reverencias apresuradas y sumisas.
A pesar de que iba armado y de que le consideraban un hombre valiente, el miedo brilló en sus ojos. Podría haber quebrado al menudo mandarín de rostro lampiño doblándolo sobre su rodilla, y sin embargo...
—Diez mil perdones, ¡oh magnánimo! —le dijo—. Lo he hecho todo obedeciendo vuestra honorable orden de no matar al hombre ni causarle una lesión permanente... He hecho todo cuanto he podido, pero...
— ¡ Pero no habla! — murmuró el mandarín —. ¿Y me vienes con el cuento de que has fracasado? ¡No me gustan los fracasos, capitán Wang!
El mandarín jugueteó con un pequeño cortaplumas que estaba sobre la mesita baja, a su lado. Wang se estremeció.
—Bien, pase por esta vez —dijo el mandarín al cabo de un momento. Wang exhaló un hondo suspiro de alivio, y el mandarín esbozó una sonrisa tenue y huidiza—. No obstante —añadió—, nuestra tarea todavía ha de llevarse a cabo. Tenemos al hombre..., y él tiene la información que necesitamos. Sin duda, ha de haber algún sistema para que hable. El servidor ha fracasado y ahora debe probar el amo. Tráeme al hombre.
Wang hizo una reverencia y se marchó apresuradamente.
El mandarín permaneció sentado en silencio, mirando a través de la amplia y soleada sala a una pareja de aves cantoras en una jaula de mimbre que colgaba al lado de la ventana más alejada. Entonces, hizo un breve y satisfecho gesto de asentimiento, y tocó una campanilla de plata que estaba sobre la mesa bellamente taraceada.
Al instante, entró un servidor vestido con una túnica blanca, se acercó con pasos silenciosos e inclinó la cabeza, esperando la venia de su amo. Yuan Li le dio unas órdenes rápidas e incisivas.
Apenas se había ido el hombre de la túnica blanca, cuando Wang, el capitán de la guardia del mandarín, entró de nuevo en la espaciosa estancia.
—El prisionero, ¡oh magnánimo! —anunció.
El mandarín hizo un ligero movimiento con su fina mano; Wang Li gritó una orden y, escoltado por dos guardianes musculosos y semidesnudos, entró un hombre de baja estatura, macizo, descalzo y vestido tan sólo con una camisa andrajosa y unos pantalones caqui, pero cuyos ojos azules, bajo la masa de su pelo desgreñado, miraron directamente, sin temor, a Yuan Li.
¡Un hombre blanco!
— ¡Ah, el excelente teniente Fournet! —dijo Yuan Li, con su tono sosegado, en un francés impecable—. ¿Todavía obstinado?
Fournet le maldijo vivamente en francés y en tres dialectos chinos.
—¡Pagarás por esto, Yuan Li! —terminó diciendo—. ¡No creas que tus brutos asquerosos pueden someter a un oficial francés a la tortura de los nudillos y otros procedimientos diabólicos, y salir indemnes!
Yuan Li jugueteó con su cortaplumas, sonriendo.
—Me amenaza usted, teniente Fournet —respondió—, pero sus amenazas son como pétalos de rosa impulsados por la brisa matinal. A menos, claro está, que regrese a su puesto para hacer un informe.
—¡Maldito seas! —exclamó el prisionero—. ¡No hace falta que lo intentes! ¡Sabes muy bien que no puedes matarme! Mi comandante conoce mis movimientos a la perfección, ¡y llamará a tu puerta con una compañía de la Legión a su espalda si no me presento mañana a la hora de diana!
Yuan Li sonrió de nuevo.
—Sin duda..., pero aun así tenemos la mayor parte del día por delante. Mucho es lo que puede conseguirse en una tarde y una noche.
Fournet soltó otro juramento.
—Puedes torturarme, pero sabes tan bien como yo que no te atreverás a matarme o lesionarme de tal manera que no pueda volver a Fort Deschamps. Por lo demás, haz lo que quieras, ¡bruto de piel amarilla!
—¡Vaya, un desafío! —exclamó el mandarín—. ¡Pues bien, teniente Fournet, recojo su guante! Mire, lo que necesito de usted es que me informe del número de efectivos y la situación de su puesto de avanzada en el río Mephong. De modo que...
—De modo que tus malditos bandidos, cuyos asesinatos y rapiñas te permiten vivir aquí revolcado en el lujo, puedan atacar el fuerte alguna noche oscura y abrir la ruta del río a sus embarcaciones. Te conozco, Luán Yi, y conozco tu oficio, ¡mandarín de ladrones! El gobernador militar de Tonkin envió aquí un batallón de la Legión Extranjera para tratar con la gente como tú y restaurar la paz y el orden en la frontera, ¡no para ceder ante amenazas infantiles! Ése no es el sistema de la Legión, deberías saberlo. Lo mejor que puedes hacer es rendirte, o te aseguro que dentro de quince días tu cabeza se pudrirá sobre la puerta norte de Hanoi, como una advertencia para otros que pudieran seguir tu mal ejemplo.
La sonrisa del mandarín no se alteró, aunque sabía bien que la amenaza no era vana. Con los tiradores tonquineses, incluso con la infantería colonial, podía hacer algún progreso, pero aquellos legionarios tres veces malditos eran diablos del mismo infierno. Y él, Yuan Li, que había gobernado como rey en el valle del Mephong y a quien media provincia china y muchos kilómetros cuadrados del Tonkin francés pagó humildemente tributo, sentía que su poderoso trono se tambaleaba bajo él. Pero le quedaba una esperanza: río abajo, más allá de los puestos de avanzada franceses, había barcos cargados de hombres y el botín de una docena de pueblos, el saqueo de mayor éxito de todos los que había ordenado. Si llegaban aquellos barcos, si sus hombres regresaban (y eran los mejores) y ponía sus manos en el botín, quizá podría hacerse algo. Oro, joyas, jade..., y aunque los soldados de Francia eran terribles, había en Hanoi ciertos funcionarios civiles que no eran indiferentes a esas cosas. Pero en las orillas del Mephong, como si conocieran sus esperanzas, la Legión Extranjera había establecido un puesto de avanzada. Tenía que saber exactamente dónde estaba y cuáles eran sus fuerzas, pues hasta que ese puesto junto al río no desapareciera, los barcos nunca podrían llegar hasta él.
Y ahora, el teniente Fournet, oficial del estado mayor del comandante, había caído en sus manos. Durante toda la noche, los torturadores habían razonado con el joven y testarudo normando, y no le habían dejado ni un minuto durante la mañana. No le habían dejado ninguna marca, ni roto hueso alguno, ni siquiera le habían producido un corte o un moratón. ¡Pero hay otras maneras! Fournet se estremeció de nuevo al pensar en lo que había padecido durante aquella noche y aquella mañana que le parecieron eternas.
Para Fournet, su deber era lo primero; para Yuan Li, que Fournet hablara era cosa de vida o muerte. Para ello, el mandarín había tomado unas medidas que ahora se acercaban a su ejecución.
No se atrevía a utilizar un método extremo con Fournet, pues la justicia francesa aún no podía conectar al mandarín Yuan Li con los bandidos del Mephong.
Quizá tuvieran sospechas, pero no podían probar nada, y un ultraje como la muerte o la mutilación de un oficial francés en su propio palacio era más de lo que Yuan Li se atrevía a intentar. En aquellos días veraniegos caminaba realmente sobre una fina capa de hielo, y lo hacía con cautela.
Sin embargo, había tomado ciertas medidas.
—Tengo la cabeza segura sobre los hombros —replicó a Fournet— . No creo que llegue a decorar vuestras puertas clavada de una pica. Así pues, ¿no vas a hablar?
— ¡Desde luego que no!
Las palabras del teniente Fournet eran tan firmes como su mandíbula.
—Claro que lo harás. ¡Wang!
—¡Sí, magnánimo!
—Otros cuatro guardias. Asegurad al prisionero.
Wang dio una palmada.
Al instante, otros cuatro hombres semidesnudos entraron en la sala; dos de ellos se arrodillaron y cogieron a Fournet de las piernas; otro rodeó con sus musculosos brazos la cintura del teniente y el último permaneció al lado, con un garrote en la mano, como reserva en caso de..., ¿qué?
Los dos primeros guardianes seguían aferrando los brazos de Fournet.
Ahora, cogido por tantas y tan poderosas manos, estaba inmóvil, totalmente impotente, como una estatua viviente.
Yuan Li, el mandarín, volvió a sonreír. Quien no le conociera habría pensado que su sonrisa reflejaba una ternura infinita, una compasión divina.
Hizo sonar una campanilla que estaba a su lado.
Inmediatamente, por la puerta más alejada, entraron dos servidores que conducían a una persona cubierta por un velo, una mujer vestida con ropas oscuras.
A una orden de Yuan Li, ásperas manos apartaron el velo a un lado, revelando, extenuada entre los impasibles servidores que la sujetaban, a una encantadora muchacha de apenas veinte años, morena y esbelta, con los grandes y tiernos ojos de un corzo, ojos que se abrieron de súbito al ver al teniente Fournet.
—¡Lily! —exclamó el militar, y sus cinco guardianes le sujetaron con fuerza mientras se debatía—. ¡Maldito demonio! —le gritó a Yuan Li —. Si le tocas a esta muchacha un solo pelo, te juro por la santa Virgen de Yvelot que te asaré vivo en las llamas de tu propio palacio. Dios mío, Lily, ¿cómo...?
—Es muy sencillo, mi querido teniente —le interrumpió la sedosa voz del mandarín—. En el norte de Tonkin, todo criado doméstico es uno de mis espías y, naturalmente, sabíamos que usted le tenía afecto a esta mujer. Por eso, cuando supe que se mostraba usted obstinado bajo las pequeñas atenciones de mis hombres, pensé en ir a buscarla. El bungalow de su padre no está lejos del fuerte; como usted sabe, incluso se encuentra en territorio chino. Así que la tarea no resultó difícil. Y ahora...
—¡André! ¡André! —gritó la muchacha, debatiéndose a su vez para zafarse de los servidores—. Sálvame, André. Estos bestias...
—No temas, Lily —replicó André Fournet—. No se atreverán a hacerte daño, igual que a mí. Fanfarronean.
—¿Lo ha considerado bien, teniente? —preguntó el mandarín en tono suave—. Usted, naturalmente, es un oficial francés. El brazo de Francia, que es un brazo largo y que no perdona, se estirará para coger a sus asesinos. No quieran los dioses que ese brazo me alcance, a mí y a los míos. Pero esta muchacha, ¡ah, es diferente!
—¿Diferente? ¿Qué quiere decir? Esta muchacha es una ciudadana francesa.
—Creo que no, mi buen teniente Fournet. Es cierto que en sus tres cuartas partes tiene sangre francesa, pero su padre es medio chino, y es un ciudadano de China. Ella reside en este país... Me temo que la justicia francesa no estará dispuesta a vengar su muerte con tanta prontitud como la de usted. En cualquier caso, es un riesgo que pienso correr.
La sangre de Fournet pareció helársele en las venas. ¡El sonriente demonio tenía razón! Lily, su encantadora y blanca Lily, cuya única señal de sangre oriental era la oblicuidad tan atractiva de sus grandes ojos, no tenía derecho a la protección de la tricolor.
¡Señor, qué posición la suya! Tenía que elegir entre traicionar a su bandera, su regimiento, sus camaradas, todos los cuales morirían, o ver a su Lily asesinada ante sus propios ojos.
—Bien, teniente Fournet, creo que ahora nos entendemos —siguió diciendo Yuan Li, tras una breve pausa para que todo el horror de la situación embargara el alma del prisionero—. Supongo que ahora será capaz de recordar los datos de ese puesto avanzado...
Fournet miró al hombre en tenso silencio, pero las palabras habían proporcionado a la sagaz Lily una clave de la situación, que al principio apenas había comprendido.
— ¡ No, no, André, no se lo digas! — gritó —. ¡ Prefiero morir a que seas un traidor! Mira, estoy dispuesta.
Fournet echó atrás la cabeza, recuperada su vacilante resolución.
—¡Esta muchacha hace que me avergüence! ¡Mátala si debes hacerlo, Yuan Li, y si Francia no la venga, yo lo haré! ¡Pero no seré un traidor!
—No creo que ésa sea su última palabra, teniente —susurró entonces el mandarín—. Si fuera a estrangular a la chica, sí, quizá. Pero primero debe gritar pidiéndole ayuda, y cuando usted oiga gritar en su agonía a la mujer que ama, quizá entonces olvidará esos nobles gestos heroicos.
Volvió a batir palmas, y de nuevo unos silenciosos servidores entraron en la sala. Uno de ellos llevaba un braserillo con carbones encendidos; otro sostenía una pequeña jaula de gruesa tela metálica, dentro de la cual algo se movía horriblemente, y un tercero llevaba un cuenco de cobre con asas a cada lado, al que estaba adherida una faja de acero que brillaba a la luz del sol.
A Fournet se le erizó el vello de la nuca. ¿Qué horror les esperaba ahora? Algo en su interior le advertía de que lo que iba a ocurrir sería tan maligno que ningún hombre mortal podría concebirlo. Los ojos del mandarín parecieron brillar súbitamente con fuegos infernales. ¿Era realmente un hombre o un demonio?
Tras una áspera palabra en algún dialecto de Yunnan que Fournet desconocía, los sirvientes tendieron a la muchacha en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, en una postura de penoso desamparo, sobre una magnífica alfombra con el dibujo de un pavo real.
Otra palabra de los delgados labios del mandarín y desgarraron ásperamente las ropas de la parte superior del cuerpo de la muchacha. Yacía blanca y silenciosa sobre la espléndida alfombra, sus ojos todavía fijos en los de Foumet: guardaba silencio para que sus palabras no destruyeran la resolución del hombre al que amaba.
Fournet se debatía furiosamente con sus guardianes, pero eran cinco hombres fuertes y le tenían bien sujeto.
— ¡Recuerda, Yuan Li! —jadeó—. ¡Pagarás por esto! ¡Maldita sea tu alma amarilla!
El mandarín hizo caso omiso de la amenaza.
—Adelante —les dijo a los servidores—. Observe cuidadosamente lo que estamos haciendo, Monsieur le Lieutenant Fournet. Verá primero que atan las muñecas y los tobillos de la muchacha a postes y muebles pesados, adecuadamente colocados para que no pueda moverse. ¿Se pregunta usted por la resistencia de la cuerda, por el número de vueltas que le damos para sujetar a una persona tan frágil? Le aseguro que serán las necesarias. Bajo el cuenco de cobre, he visto a un débil viejo liberar su muñeca de una cadena de hierro.
El mandarín hizo una pausa; ahora la muchacha estaba tan bien atada que apenas podía mover un músculo de su cuerpo.
Yuan Li contemplaba los preparativos.
—Bien hecho —aprobó—. Sin embargo, si libera alguno de sus miembros, el hombre que se lo haya atado sufrirá una hora bajo las varas de bambú. ¡Ahora, el cuenco! Dejadme verlo.
Tendió una mano delgada. Un sirviente le ofreció respetuosamente el cuenco, con su colgante faja de acero flexible. Fournet, que observaba con los ojos rebosantes de temor, vio que la faja tenía un cierre, adaptable a diversas posiciones. Era como un cinturón, una correa.
—Muy bien —asintió el mandarín, haciendo girar el objeto entre sus dedos, casi acariciándolo—. Pero me estoy adelantando, quizá el teniente y la joven no están familiarizados con este pequeño dispositivo. Permítanme que se lo explique, o más bien que se lo demuestre. Coloca el cuenco en su sitio, Kan-Su. No, no, esta vez sólo el cuenco.
Otro servidor que se había adelantado, regresó a su rincón. El hombre llamado Kan-Su cogió el cuenco, se arrodilló al lado de la muchacha, pasó la faja de acero por debajo de su cuerpo y situó el cuenco, con el fondo hacia arriba, sobre su abdomen desnudo, tirando del cinto hasta que el borde del recipiente apretó la suave carne. Entonces, accionó el cierre, haciendo así que el cuenco quedara firmemente en su lugar mediante la correa de acero adherida a las asas y que rodeaba la cintura de la muchacha. El sirviente se levantó y, cruzado de brazos, permaneció en silencio.
Fournet se estremeció de horror. Durante todo este tiempo Lily no había dicho una sola palabra, aunque el apretado cinto y la presión del borde circular del cuenco debían de haberle causado considerable dolor.
Pero ahora habló, y lo hizo con valentía.
—No cedas, André —le dijo—. Puedo soportarlo. No me..., ¡no me duele!
—¡Dios! —gritó André Fournet, que en vano continuaba debatiéndose contra las manos amarillas que le atenazaban.
—¡No duele! —El mandarín repitió las últimas palabras de la muchacha—. Bueno, quizá no, pero de todos modos se lo quitaremos. Debemos ser misericordiosos.
A su orden, el servidor levantó el cuenco y la correa. Un círculo de un color rojo intenso apareció en la piel blanca del vientre de la muchacha, allí donde había descansado el borde.
—Me temo que siguen sin comprender, Mademoiselle y Monsieur —siguió diciendo el mandarín—. Ahora hemos de aplicar el cuenco de nuevo, y cuando lo hagamos, pondremos en su interior... ¡Esto!
Con un rápido movimiento del brazo, arrebató del sirviente que estaba en el rincón la jaula metálica, y la alzó para que le diera la luz del sol.
Las miradas de Fournet y Lily se fijaron horrorizadas en la jaula, pues en su interior, que ahora veían claramente, se movía una gran rata gris, una rata bigotuda, de ojos como cuentas de vidrio, inquieta, escabrosa, sus blancos dientes en forma de cincel brillantes a través de la tela metálica.
—Dieu de Dieu! —exclamó Fournet.
La mente del oficial francés se negaba a comprender el pleno significado del terrible destino que le esperaba a Lily; sólo podía mirar al inquieto roedor, mirar y mirar...
—Estoy seguro de que ahora comprende —ronroneó el mandarín—, La rata bajo el cuenco..., observe el fondo del recipiente y vea el pequeño reborde. Ahí ponemos el carbón encendido, el cobre se calienta, el calor es enorme, la rata no puede soportarlo, y sólo tiene un modo de escapar: ¡roe su camino a través del cuerpo de la dama! ¿Qué me dice ahora del puesto de avanzada, teniente Fournet?
—¡No, no, no! —exclamó Lily—. ¡No lo harán! Tratan de asustarnos. Son seres humanos, y los hombres no pueden hacer cosas así. Cállate, André, cállate, pase lo que pase. ¡No dejes que te venzan! ¡No permitas que hagan de ti un traidor!
A una señal del mandarín, el servidor con el cuenco se aproximó de nuevo a la muchacha semidesnuda. En esta ocasión también se adelantó el hombre de la jaula. Diestramente, introdujo una mano, evitó los dientes de la alimaña y la agarró por el cogote.
Colocaron el cuenco en posición. Fournet luchó desesperadamente para liberarse... ¡Si sólo pudiera disponer de un brazo y hacerse con algún arma!
De pronto, Lily lanzó un grito ahogado. Habían introducido la rata bajo el cuenco.
Se oyó un ruido metálico: el cierre del cinturón de acero. Ahora amontonaban las brasas sobre el fondo del cuenco, colocado al revés, mientras Lily se retorcía en sus ligaduras al notar el horroroso contacto de la rata, bajo aquel cuenco demoníaco, sobre su piel desnuda.
Uno de los servidores entregó un pequeño objeto al impasible mandarín.
Yuan Li lo levantó para mostrarlo. Era un llavín.
—Esta llave, teniente Fournet, abre el cinto de acero que mantiene el cuenco en su sitio. Es suya, como recompensa por la información que necesito. ¿No va a ser razonable? ¡Pronto será demasiado tarde!
Fournet miró a Lily. Ahora la muchacha estaba quieta, había dejado de debatirse; si no tuviera los ojos abiertos, el teniente la habría creído desmayada.
El carbón al rojo brillaba sobre el fondo del cuenco de cobre, y bajo su superficie tallada, Fournet podía imaginar a la gran rata gris moviéndose sin cesar, dando vueltas, buscando una escapatoria a aquel calor creciente y, al final, hundiendo los dientes en aquella piel blanca y suave, royendo, ahondando desesperadamente...
¡Dios!
¡Su deber..., su bandera..., su regimiento..., Francia! El joven subteniente Pierre Desjardins, el joven y alegre Fierre, y veinte hombres, que serían sorprendidos y asesinados horriblemente, algunos torturados, por una abrumadora horda de bandidos diabólicos, y todo por su traición. En lo más profundo de su corazón sabía que no podía hacerlo.
Tenía que ser fuerte y mantener su firmeza.
Si pudiera ser él quien sufriera en lugar de Lily..., la pequeña y adorable Lily, la valiente Lily que jamás había hecho daño a nadie.
Un grito terrible se expandió por la sala.
André se volvió, horrorizado, y vio que el cuerpo de Lily se tensaba y arqueaba sobre la alfombra, parecía a punto de arrancar las ligaduras que lo sujetaban. Vio lo que antes le había pasado desapercibido: una pequeña muesca en el borde del cuenco. Por la abertura y sobre la blanca superficie del cuerpo arqueado de la muchacha, corría un pequeño reguero de sangre.
La rata había atacado.
Entonces, algo estalló en el centro de André y se volvió loco.
Con la fuerza que les es dada a los dementes, apartó el brazo derecho del guardián que lo retenía, se soltó y descargó los puños contra el rostro del hombre. El guardián del garrote saltó adelante sin cautela; un momento después, André tenía el arma y golpeaba a su alrededor con la furia de un poseso. Tres guardianes cayeron al suelo antes de que Wang desenvainara su espada e interviniera en la pelea.
Wang era un soldado capaz y bien adiestrado. Acero contra madera, golpeó, acometió y paró las embestidas de su contrincante durante un momento y, finalmente, obtuvo la recompensa de su estrategia. Los otros dos guardianes, a los que había hecho una señal, y un par de servidores se arrojaron contra la espalda de Fournet y le derribaron rugiendo al suelo.
La muchacha gritó de nuevo, quebrando los sonidos más ásperos de la batalla.
Incluso en su locura, Fournet la oyó. Y al mismo tiempo, la empuñadura de un cuchillo que pendía del cinto de un servidor rozó su mano. Lo cogió y acometió salvajemente: un hombre gritó; el peso sobre la espada de Fournet se hizo más liviano, y la sangre se deslizó sobre su cuello y sus hombros. Golpeó de nuevo, se liberó de la carga y vio que un hombre agonizaba con la garganta abierta, mientras otro, con las dos manos en la ingle, se retorcía en el suelo, en silenciosa agonía.
André Fournet hincó la rodilla en el suelo y se impulsó como una pantera hacia la garganta del capitán Wang.
Los dos hombres cayeron al suelo y rodaron un trecho. Las armas de Wang tintineaban contra las losas. Un cuchillo se alzó y penetró en la carne.
Con un grito de triunfo, André Fournet se puso en pie, su terrible cuchillo en una mano y la espada de Wang en la otra.
Gritando, los restantes servidores huyeron ante aquel hombre enloquecido.
Yuan Li, el mandarín, se quedó solo frente a aquella encarnación de la venganza.
—¡ La llave!
Fournet lanzó la orden con voz ronca; en su cerebro enfebrecido sólo había espacio para un pensamiento: «¡La llave, demonio amarillo!».
Yuan Li retrocedió un paso, hacia una tronera, a través de la cual todavía soplaba dulcemente la brisa de la tarde, con su aroma a jazmín.
El palacio estaba construido en el borde de un precipicio; bajo el saledizo de la tronera había una altura de quince metros hasta las rocas y los bajíos del Mephong superior.
Yuan Li sonrió una vez más, sin que su calma se alterase.
—Me has vencido, Fournet —le dijo—, pero también yo te he vencido. Te deseo alegría en tu victoria. Aquí está la llave.
Levantó el objeto en la mano, y cuando André se abalanzó gritando, Yuan Li dio media vuelta, avanzó hasta el reborde de la tronera y, sin decir nada más, se lanzó al vacío, llevándose consigo la llave.
Su cuerpo se estrelló contra las rocas, tiñéndolas de rojo, y las aguas del turbulento Mephong se cerraron para siempre sobre la llave del cuenco de cobre.
André corrió al lado de Lily. La sangre ya no corría desde el borde del cuenco, y la muchacha permanecía muy quieta y muy fría...
¡Dios! ¡Estaba muerta!
En el torturado pecho no latía su corazón.
En vano, André tiró del cuenco y del cinto de acero, tiró con los dedos ensangrentados, con los dientes rotos, con furia. En vano.
No pudo moverlos. Y Lily estaba muerta.
¿O no lo estaba? ¿Qué era aquello?
Oyó un latido en el costado de la muchacha, un latido fuerte, cada vez más fuerte...
¿Había aún esperanza?
El enloquecido Fournet empezó a frotarle el cuerpo y los brazos.
¿Podría revivirla? Sin duda, no estaba muerta... ¡No podía estar muerta!
Seguía oyendo el latido... Era extraño que sólo lo oyera en un lugar: en el blanco y suave costado, bajo la última costilla.
Besó sus fríos e insensibles labios.
Cuando levantó la cabeza, el latido había cesado. En el lugar donde lo había oído, la sangre brotaba perezosamente, sangre oscura, fluyendo como un horror purpúreo.
Y, desde el centro del costado de la muchacha, salía la cabeza gris y puntiaguda de la rata, su hocico goteando sangre y fragmentos de entrañas, sus ojillos brillantes como cuentas de vidrio mirando al hombre que farfullaba y echaba espuma por la boca.
Una hora después, sus camaradas encontraron a André Fournet y a Lily, su amada. El atormentado demente, lloriqueando sobre la muerta torturada.
Pero a la gran rata gris, no la encontraron jamás.
FIN
¡VAMPIROS!
Por Juan Marino
Cuando el potente aullido de la tormenta subrayaba la endemoniada sinfonía del viento entre los desgarbados árboles, el hombre y la mujer dejaban caer el pesado aldabón sobre la puerta de la solariega casa, ubicada a unos cien metros de la carretera, flanqueada por los mismos raquíticos árboles de la sinfonía. El viento hacía oscilar el letrero colocado sobre el dintel, con un sonido semejante al de mil grillos que chirriasen al unísono. En el letrero, cuya pintura estaba ya desapareciendo, podía leerse aún: «Posada Solitaria». El hombre miró a su joven compañera y sonrieron, pese a que el agua los calaba hasta los huesos. Otra vez el joven volvió a batir el aldabón; otra vez las respuestas del chirrido del letrero. Pasaron algunos segundos, finalmente oyeron que alguien descorría pesados cerrojos del otro lado de la puerta y comenzó a abrirse lentamente con un roce escalofriante, como un macabro instrumento que se sumase a la música de los elementos de la noche.
Al terminar de abrirse, en el umbral apareció un hombre de elevada estatura, delgado, de faz cadavérica. Portaba en la mano izquierda un arruinado candelabro, cuyas velas amenazaban apagarse por el soplo de Eolos. El único ojo del hombre, pues era tuerto, se posó en los jóvenes, inquisitiva y malignamente.
—Buenas noches, señor —saludó él, alzando la voz para hacerse oír a través de la tormenta. Hemos visto el letrero y deseamos que nos albergue por esta noche.
El ojo del hombre chispeó al contestar:
—¡Mala noche! Pero pasen, por favor.
Cerró la puerta tras los visitantes, los que se sacudían los abrigos de las agujas que los empapaban.
—Sírvanse seguirme —indicó el posadero, precediéndolos hacia una escalera. Los jóvenes observaron que era cojo, y el caer de su pie, más corto que el otro y calzado con zapato ortopédico, sobre el piso producía un acompasado y lúgubre golpe que se acentuaba cuando era dado sobre los escalones de la vieja y carcomida escalera de madera. La muchacha oprimió el brazo de su acompañante al comenzar a subir hacia la oscuridad de arriba, a ella le pareció que los movimientos del posadero tenían algo de automático y sin quererlo pensó en los zombies. No hacía mucho había leído en un periódico que un tal Doctor Mortis había revolucionado una Universidad, al levantar a todos los cadáveres del depósito. Los pensamientos de la joven se vieron interrumpidos cuando el cojo se detuvo ante una puerta en un pasadizo.
Abrió e invitó a pasar a sus huéspedes.
—Esta será vuestra habitación por el tiempo que permanezcan en mi posada.
Era un cuarto muy amplio, maloliente y sucio. Telarañas colgaban por doquier y algunas ratas huyeron despavoridas a la luz del candelabro.
—Gracias, señor..., señor...
—Thrope es mi apellido. ¡Guy Thrope! Lamento no poder proporcionarles mayores comodidades por el momento, pero dado lo avanzado de la hora...
—¡Comprendemos! No se preocupe, señor Thrope.
El hombre inició un movimiento como para retirarse pero, lanzando una mirada de soslayo a la muchacha, preguntó:
—¿Cómo se han atrevido a aventurarse por estos lados en una noche como ésta?
—Nuestro automóvil sufrió una avería a un kilómetro de aquí —se apresuró en responder el joven.
—Justo frente al cementerio —subrayó ella.
—¡Oh! ¡Ya veo! Frente al pequeño cementerio, ¿eh? —El ojo de Thrope se movió rápidamente en la órbita, como queriendo huir de ella—. ¿A qué han venido a esta región? Podían haber viajado por el camino principal, es mucho más seguro.
—Es que hace muchos años que mi esposo y yo faltamos de aquí —sonrió la joven— y deseamos volver a ver estos parajes. Entonces nos sorprendió la tormenta.
—¡Ah! ¡Son ustedes de Northrute!
—Veo que esta casa está muy abandonada, señor Thrope —apuntó él.
—En efecto; esto que ahora no es ni siquiera un mal figón, fue hace veinte años la mejor posada de la región. La carretera por la cual ustedes han venido, era el camino real entonces. Pero el progreso... — suspiró el gigante.
—Sí, sí. Recuerdo también, señor Thrope, que se hablaba de una leyenda de vampiros del cementerio de «Mortise».
El posadero sonrió con una mueca que afeó aún más su rostro.
—¡Oh! ¡«Mortise»! —exclamó—. «La Mortaja», veo que están bien enterados. Sí, sí..., pero una vez construida la nueva carretera, todo esto murió, la leyenda, la posada, todo..., ¡como mueren todas las cosas! —Otra vez el ojo brilló al resplandor de las velas que había depositado sobre la desvencijada mesa.
—Significa que usted debe recibir muy pocos huéspedes, ¿verdad? —preguntó ella, tímidamente.
—Muy pocos, muy pocos. Pero de vez en cuando llegan personas como ustedes y... dejan algo. —El posadero rió desagradablemente, siendo secundado por sendas sonrisas de los jóvenes—. Pero, no quiero privarlos del descanso que necesitan.
—Señor Thrope, un momento por favor. En verdad mi esposa y yo somos periodistas y nos interesaría saber algo sobre esta región de sus propios labios. Nuestros recuerdos de niñez no alcanzan a darnos una verdadera visión de lo que fueron Northrute y el cementerio hace unos treinta años.
—¡Hum! Están obsesionados con los vampiros de «Mortise», ¿eh?
—Bueno. Algo así. Claro que un reportaje sobre ellos sería sensacional —sonrió él.
—Y si logramos fotografiarlos, tanto mejor —apoyó ella, con una encantadora mueca.
—¿Fotografiarlos? ¿Creen que aquí existen en verdad tales mamíferos? —Thrope los miró con suspicacia.
—¡En mi niñez oí que...!
—Bien, bien, bien. ¿Saben? Lo que ustedes podrán fotografiar aquí serán, a lo sumo, un par de inofensivos murciélagos, de los que abundan en esta casa, pero... ¡vampiros... —el posadero sonrió malignamente— eso es otra cosa!
—¡Oh, qué pena! —mohineó ella.
—Si usted nos permitiera recorrer la casa, señor Thrope, tal vez encontraríamos algo interesante.
—Hagan como quiera, pero observo que no traen cámaras fotográficas.
—¡Oh, sí! Vea. —Él extrajo del bolsillo interior de su abrigo una pequeña cámara fotográfica, no mayor que un paquete de cigarrillos.
—Artefactos modernos —murmuró Thrope—. Bien, repito que pueden hacer como gusten, pero les advierto que las tablas del tercer piso están podridas y cualquier descuido... Es mejor que no se aventuren por ahí. Buenas noches, señores.
Thrope salió, cerrando tras sí. Cuando los jóvenes quedaron solos...
—¿Qué idea tuviste para hablarle de vampiros?
—Quise divertirme un poco, querida. Si nos fijamos bien, este Thrope podría ser uno de los vampiros de «Mortise» —rió el joven—. ¿No te parece? ¿Has visto sus dientes? ¿Y ese ojo que parece moverse como un basilisco? ¿Y sus manos cadavéricas y potentes?
Ella, quitándose el abrigo, parecía no escuchar lo que su marido le decía. Abruptamente preguntó:
—¿Visitaremos el caserón?
—Sí, creo que aquí encontraremos lo que buscamos, querida.
La muchacha se volvió hacia él y lo miró a los ojos:
—Sé lo que piensas —dijo—. Thrope despoja y asesina a los incautos que vienen a solicitar albergue, como nosotros.
—Sí. Se le conoce como el vampiro de Northrute, pero estoy seguro que es algo más que un vampiro.
—¿Le tenderemos una trampa?
Él no respondió; ponía atención. Se llevó el índice a los labios y con la otra mano indicó el cielo raso.
Un crujido de madera en el piso superior llegó a ellos, apagado. Luego otro, más débil y lejano y, por último, cesaron cuando unos pesados pies parecían ir subiendo una escalera de madera.
—Hay actividad en el tercer piso, querida. Ni siquiera han de esperar que nos durmamos para atacarnos.
—¿Quién subirá y a qué?
—Thrope va en busca de su hijo. Apaga la luz.
—Él ignora que nosotros sabemos que tiene mujer e hijo, querido —dijo ella mientras apagaba las velas.
—Ni tampoco sabe otras cosas que le sorprenderán.
Mientras tanto, el gigantesco posadero llegaba a una pocilga del tercer piso. Ronquidos de amplia gama politonal parecieron recibirlo. Thrope encendió una vela y lanzó un puntapié a un bulto enorme que dormía sobre un asqueroso jergón.
—¡Arriba, Tom! ¡Despierta, bestia maldita!
Los ronquidos cambiaron una vez más el tono y cesaron. En el lecho se alzó un ser humano de aspecto mil veces más repugnante que el de Guy Thrope. La naturaleza se había ensañado con aquella criatura; como a su padre, le había privado del ojo derecho, dejando en su lugar algo semejante a una llaga purulenta. La boca torcida descubría largos y desiguales dientes; la frente estrecha y casi totalmente cubierta de cerdosos cabellos, que nacían junto a las cejas, formando el todo un parecido brutal con los grandes simios. Los brazos eran extremadamente largos y terminaban en grandes manos, provistas sólo de tres dedos cada una, estando atrofiados los otros dos (el meñique y el dedo anular de cada mano); pero a simple vista esas manos resultaban más potentes que la más fuerte de las tenazas. Su estatura sobrepasaba con mucho la de su padre; pese a que sus cortas piernas habían sido creadas retorcidas. Ese hombre debía medir dos metros por lo menos. Mientras Thrope lo despertaba, la bestia movía la cabeza de un lado a otro para despabilarse del todo...
—¡Arriba, Tom! —azuzaba su padre—. ¡Despierta, despierta! —Algunos gruñidos apagados respondieron al apremio del otro—. Abajo hay dos que parecen muy ricos, Tom. Ve abajo y chúpales la sangre, luego los arrojas al pozo.
Mientras decía esto, Thrope reía quedamente, siendo coreado por un cloqueo espeluznante de Tom.
—¿Me has entendido? Los arrojas al pozo como hemos hecho con los otros que han llegado hasta aquí. ¿Me has comprendido, Tom?
El monstruo volvió a cloquear, mientras sacudía la cabeza afirmativamente.
—Ellos han preguntado por los vampiros de «Mortise», ¡ja, ja, ja!, los vampiros del cementerio y, más aún, quieren fotografiarlos. Se burlan de la leyenda. Pero nosotros les haremos ver la realidad. ¡Los vampiros de Northrute o de «Mortise», como ellos quieran, existen, Tom! ¡Vamos, vamos! ¡Arriba! ¡Arriba! Mientras tú preparas todo, yo iré a avisar a tu madre.
Gruñidos y cloqueos respondieron a Thrope, mientras abandonaba la maloliente habitación. El posadero salió al pasillo, totalmente sumido en tinieblas; y se encaminó a la desvencijada escalera procurando no hacer crujir las tablas del piso. Fue cuando llegaba al descanso para iniciar el descenso que, algo proveniente de su espalda, más negro que la misma oscuridad, pasó por sobre su cabeza con un ominoso aleteo. Thrope lanzó un juramento:
—¡Malditos murciélagos! Jamás había sentido sobre mi cabeza uno tan grande.
Guy Thrope llegó abajo y cuando su pie más corto se apoyaba en el último escalón, un alarido de mujer, lleno de terror, angustia y muerte, sacudió la vieja casona. El posadero se detuvo asombrado; el grito había sonado en el cuarto donde descansaba la madre de Tom, es decir su propia esposa. Rápidamente y con más agilidad que la que pudiera suponérsele, dada su deficiencia física, Thrope entró en el cuarto; justamente cuando abría la puerta de la habitación en tinieblas, un ave negra, batiendo sus grandes alas membranosas, salía de la estancia, casi derribando a Thrope. La verdad es que el posadero creyó que era un ave, pero en realidad aquella cosa más se parecía a un murciélago enorme que a un ave. Thrope tuvo que apoyarse en la pared para no caer; el corazón le palpitaba furiosamente. Cuando se rehizo de la impresión, buscó a tientas la vela que siempre había sobre un cajón que servía de velador en la alcoba. Ahí estaba; la encendió. Entonces, lo que vio, le erizó el cabello de pavor al «Vampiro de Northrute»: sobre el lecho yacía una mujer robusta, sucia y desgreñada. La mitad de su cuerpo yacía caído fuera de la cama mugrienta y sus grasientos cabellos pendían como una macabra peluca; el rostro, retorcido por el terror, tocaba casi el suelo; los ojos desorbitados y el rictus de los labios contraídos en un segundo grito que no fue emitido. Thrope, sin poder creer lo que veía, se aproximó al lecho, levantando la vela; entonces pudo ver dos puntos rojos en el cuello de la muerta, al parecer producidos recientemente, ya que aún dejaban escapar sendos hilillos de sangre que goteaba sobre el piso. La luz temblaba en su mano...
—¡Ma... Maggie! —musitó incrédulo—. ¡Vampiros! ¡Vampiros de «Mortise»!
Como alma que lleva el diablo, Guy Thrope abandonó la habitación, dejando caer la vela. Cayendo y levantándose, corrió hacia la habitación de los huéspedes, mientras balbuceaba palabras incoherentes, producto de su miedo. Cuando estuvo ante la cerrada puerta, golpeó con frenesí mientras exclamaba:
—¡Abran! ¡Abran! ¡Le ha ocurrido una desgracia a mi esposa!
Dentro de la habitación, ella dijo:
—Es el señor Thrope.
—El vampiro parece aterrorizado. Me pregunto, ¿formará parte esto, de su procedimiento para atraparnos?
La voz ahogada de Thrope y sus golpes en la puerta hicieron que él abriera, no sin ciertas precauciones.
—Señor Thrope.
—Una desgracia, señor, una desgracia —gimió el tuerto.
—¿Qué ha sucedido? El rostro del joven parecía preocupado.
—Mi esposa ha sido atacada por... por los vampiros.
Ella se acercó a su marido, como buscando refugio.
—¿Vampiros? Yo pensaba que...
—Sí, sí, todo el mundo cree que los Thrope somos los vampiros —interrumpió el posadero—. Nos llaman vampiros y asesinos, pero ya ven, ¡ella... ha sido atacada y muerta!
—¿Quién puede decir que los Thrope son asesinos? —indagó él.
—¡Señor, le ruego que me acompañe! Venga conmigo, se lo suplico. Quizás haya tiempo para salvar a Maggie.
Los dos jóvenes se miraron.
—Tú te quedas aquí, querida. Cierra bien la puerta por dentro.
—Así lo haré. Descuida.
—Vamos, señor Thrope.
Poco después el joven y el posadero estaban frente al cadáver de Maggie. El periodista la examinó someramente y luego, irguiéndose, dijo con acento solemne:
—No hay nada que hacer, Thrope.
—¡Los vampiros le han robado la sangre! —berreó el gigante.
—Yo diría que Maggie no murió a causa de la sangre que le fue succionada, Thrope; más bien murió por la impresión que le causó algo horrible. Observe usted su mirada. Conserva aún la expresión horrorizada que...
—Ella debió haber visto lo que pasó sobre mi cabeza, cuando yo entraba aquí —interrumpió Thrope—. También lo sentí en el pasadizo del tercer piso.
El joven se quedó pensativo unos segundos, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Luego levantó la cabeza y lanzó su pregunta:
—¿Ha ido a ver si su hijo está bien?
El posadero abrió desmesuradamente el ojo y la boca.
—¿Qué quiere decir? —balbuceó—. ¡Mi hijo! ¡Tom...!
—Sí, a él me refiero, señor Thrope. Creo que usted lo envió a preparar el pozo...
Los labios del posadero temblaron convulsivamente y dio un paso atrás como si en el periodista estuviese viendo a uno de los vampiros.
—¿Có... cómo lo... lo sabe? ¿Quién es usted? ¿Son malditos policías acaso que...?
Y como si aquello fuese el santo y seña del horror, un grito desgarrador, proveniente de lo más profundo de la casa, estremeció sus cimientos.
—¡Toooooommm!
Lanzando un ronco gemido, Thrope salió de la habitación seguido por el joven. Abrió violentamente una puerta oculta tras un raído y sucio cortinaje y descendió los resbaladizos escalones de piedra. Su voz, dolorida y angustiada, seguía llamando a su hijo, pero sin obtener respuesta. Antes de llegar abajo, cayó dos veces en la oscuridad. Por último, llegó a lo que parecía una bodega de vinos. Una vela esparcía su macilenta luz en torno y en medio de la estancia, junto a una puerta-trampa abierta, yacía caído el monstruoso hijo de Thrope. Por segunda vez el posadero sintió que el valor lo abandonaba; como fascinado, pero temblando, se acercó al cadáver. Desde lo profundo de la oquedad que dejaba expedita la puerta-trampa llegaba un vaho terrorífico; un vaho a podredumbre y muerte. Thrope se arrodilló junto al cuerpo y entonces vio los puntos rojizos en el cuello, sobre la yugular.
Lanzando una exclamación, Thrope se levantó. Justamente entonces sintió que la estancia se llenaba de aleteos, poderosos y agoreros. Giró rápidamente sobre sus talones y... ¡los vio! Eran dos vampiros negros, enormes, que batiendo sus alas se abalanzaban sobre él, mirándole con sus ojillos de una manera odiosa.
Los chatos hocicos se abrieron dejando ver agudos dientes, afilados como puñales, y una de las bestias aún tenía vestigios de la sangre adherida a los pelos de la piel que circundaba la boca. Un alarido de terror se multiplicó por la reverberación de la habitación, yendo a morir en el fondo del pozo que había servido de sepulcro a tanta víctima inocente. Las poderosas alas de uno de ellos golpeó la vela que Thrope había dejado sobre el piso junto a Tom, apagándola. El otro, lo derribó con su peso; el gigante se debatía ahora angustiosamente bajo los dos mamíferos malolientes y peludos, pero era inútil. Se dio cuenta que terminaría por ser víctima de sus ansias de sangre. Vio a escasos centímetros de su rostro los cuatro ojos que lo miraban con salvaje alegría y entonces en ellos Thrope creyó reconocer las miradas de...
Chilló de dolor y miedo cuando un par de incisivos se clavaron en su garganta; luego otro par. Luchó, luchó con desesperación pero las zarpas y alas de las bestias lo inmovilizaban. Sintió el sonido propio de la succión de la sangre, de su propia sangre; luego una especie de lasitud que lo iba sumiendo en un sueño no deseado. Sin embargo, Thrope se daba cuenta que al dormirse ya no despertaría jamás en este mundo.
Quiso gritar pidiendo auxilio; se revolvió levemente una vez más; su cuerpo se sacudió como el de un animal que ha sido apresado por una fiera de la selva y está muriendo. Y Thrope estaba muriendo. Por último, con un último suspiro quedó inerte: todo había concluido.
Faltando treinta minutos para que los rayos del sol sonrieran a la Tierra, él y ella, los huéspedes de Thrope, estaban en su cuarto. Los ojos les chispeaban de alegría, como si hubiesen pasado una excelente noche. Las mejillas sonrosadas y los labios muy rojos indicaban que la permanencia en la posada había sido reparadora. Afuera la tormenta ya cesaba. Ella se volvió hacia él con una encantadora sonrisa:
—Había tanta sangre en el cuerpo regordete de la mujer, querido.
—Sí, sí —sonrió él—, pero debemos apresurarnos. Pronto saldrá el sol y su luz debe encontrarnos ya en nuestros refugios de «Mortise». ¡Vamos!
Los dos jóvenes extendieron sus brazos como en actitud de volar e hicieron un extraño movimiento,entonces dos vampiros emprendieron el vuelo a través de la abierta ventana, alejándose en dirección al pequeño cementerio de «La Mortaja».
Los malditos se perdieron entre los raquíticos árboles, buscando el sepulcro que les daría reposo. Los vampiros descansarían hasta el crepúsculo.
FIN
—¡Ah! ¡Al fin llega usted, doctor Werner! —dijo Klauss, aún visiblemente angustiado—. Lo mandé a llamar porque no me siento muy bien...
—¿U... usted me mandó llamar? —preguntó Werner, con angustia—. Pero... pero si estamos en...
—Sí, se lo pedí a «ellos» —asintió Klauss, con resignación—. Por favor, doctor. ¿Qué me sucede? Dígame que no estoy loco. Usted me dejó en la sala del sanatorio y ahora estoy dentro de un disco volador... ¿Estoy loco, doctor?
Werner no sabía qué responder. No obstante, en aquel momento, comenzó a pasear la mirada en derredor y se estremeció. Ahí, en el umbral que de pronto apareció frente a ellos, había dos personas que lo miraban con aire acusador y una de ellas lo apuntaba con el índice, tal como antes lo hiciera la mano verde, mientras decía:
—Doctor Werner, hace muy mal en introducirse en nuestro sanatorio por la ventana para visitar a su paciente —increpó el director del sanatorio, un hombre calvo de frías facciones—. Mañana se servirá explicarnos su actitud. ¡Buenas noches, doctor Werner!
Poco a poco, el doctor Werner fue reconociendo el reducido decorado de la habitación del sanatorio, pero desde una perspectiva sutilmente distinta. Sin embargo, lo último que escuchó, antes de desmayarse, fue un leve zumbido que no pudo catalogar... ni jamás podría hacerlo.
F I N
ALLÁ EN EL FONDO
Por Juan Marino
Corría el año 11.310 de la Era del Disco de Plata. En aquel mundo convulsionado por continuas reyertas entre príncipes, la vida tenía escaso valor. Día tras día, violentos enfrentamientos fratricidas fueron diezmando a la población. El moderno armamento y los sofisticados navíos aéreos fueron utilizados sólo para la destrucción. Una vez más, la tecnología servía para fines bélicos. No obstante, tarde o temprano todo debe concluir.
Cuando la lucha concluyó, Kem, aún cubierto con restos de sangre verdosa sobre su indumentaria de combate, la sangre de los habitantes de aquél mundo, se arrodilló ante su padre:
—¡Gloria al Rey! —dijo al momento de efectuar la tradicional inclinación.
—¡Honor al vencedor! —respondió su padre y rey—. ¡Ven a mis brazos, hijo mío!
Ambos se estrecharon en un fuerte abrazo y la satisfacción por el triunfo obtenido podía vislumbrarse claramente en sus rostros.
Aquel mismo día, los vencedores celebraron el aplastamiento de la rebelión. Kem, comandante de la Flota Aérea del Reino, fue galardonado como correspondía por el valor demostrado en batalla. Acto seguido, se realizó un banquete y, cuando al fin logró desligarse de los formales aduladores que nunca faltan, el joven comandante se reunió en el jardín con su prometida: la princesa Aa.
—Estoy orgulloso de ti, Kem —dijo la princesa.
—No hice nada que otro en mi lugar no hubiese hecho, Aa. Sin embargo —agregó Kem—, mi padre y yo sabemos que este triunfo será totalmente inútil. Nuestra raza está predestinada, Aa.
—¿Lo dices por... por las grietas?
Siempre hubo temblores en aquel mundo. No obstante, durante los últimos años, estos fueron aumentando en número y fuerza hasta el punto de originar numerosas grietas tanto en la corteza como en la Gran Bóveda. Desde algunas de estas grietas comenzaron a manar diversos manantiales que, virtualmente, inundaron parte de los núcleos urbanos. Muchos culparon al moderno armamento empleado durante el conflicto, pero el daño ya estaba hecho y parecía irreversible.
Kem no respondió. No obstante, ambos jóvenes contemplaron abrazados lo que parecía una hermosa catarata que, en realidad, el príncipe sabía muy bien que no lo era.
Aquel asunto de las grietas había sido incesantemente debatido por el Rey y sus ministros. Por su parte, los científicos habían llegado a la conclusión que el mundo, donde ellos vivían, estaba condenado a desaparecer en un plazo relativamente breve.
—Por siglos hemos venido debilitando la corteza terrestre con explosiones de elementos bélicos y de otra índole; eso ha contribuido a lo que será nuestro fin —expuso el enjuto rostro del Profesor Tyw, jefe de los científicos, a través de la pantalla principal en el salón de reuniones—. ¡Llegará un momento en que las paredes cederán a la presión de las aguas y seremos inundados!
—¿Infiere el Profesor Tyw que no deberíamos habernos defendido del ataque de nuestros enemigos? ¿Infiere también que no deberíamos haber construido las poderosas armas que han servido para rechazar esos ataques? —preguntó el Primer Ministro, con indescriptible pasión en sus palabras.
—¡Calma! ¡Clama! —sugirió el Rey—. Comprendo perfectamente lo que el Profesor Tyw quiere decir. Lo que está sucediendo no fue previsto por nosotros, ministro.
»Y si lo fue... —agregó en seguida—, quisimos engañarnos a nosotros mismos pensando que jamás llegaría esta autodestrucción. Prosiga, Profesor —indicó finalmente.
—Gracias, Su Majestad —respondió el científico—. Ahora les mostraré lo que es nuestro mundo y lo que está sucediendo...
—Eso ya lo sabemos —interrumpió el Primer Ministro—. Lo enseñan en nuestras escuelas desde los primeros años. Vayamos al grano.
—Sí, señor ministro —respondió el Profesor—, pero en las escuelas no nos enseñaron a prevenir lo que sucederá.
Acto seguido, la proyección de un recipiente cilíndrico vertical, ubicado en medio del mundo conocido, reemplazó la imagen del rostro del Profesor Tyw.
—Nuestro mundo es una porción de tierra, aún no explorada del todo, que rodea parcialmente a un mar subterráneo —explicó el Profesor mientras la proyección se visualizaba desde diferentes ángulos—. Ahora bien; la presión que ejerce este mar, cuyo volumen real tampoco conocemos, está destruyendo las paredes que lo aíslan de nuestro mundo. Esta presión, disminuye con la altitud y eso es indicio de algo importante...
»Por eso, Majestad, Primer Ministro —suplicó el Profesor—, es de imprescindible necesidad terminar de inmediato con todo tipo de explosiones, superficiales o subterráneas, especialmente las de armas basadas en la fisión de ciertos átomos. ¡Nos estamos suicidando!
—¿Cuál es la propuesta a que ha llegado el Honorable Colegio Científico? —preguntó el Rey.
—Buscar, más allá del mar que rodeamos, otro punto donde morar, Su Majestad.
—Esa es nuestra realidad, Aa querida —explicó Kem, mientras ambos jóvenes aún observaban la singular catarata—, en la revuelta recientemente sofocada, hemos debido usar proyectiles de alto poder que, de una u otra forma, han ensanchado todas esas grietas.
»Por eso he solicitado la autorización de mi padre, el Rey, y del Supremo Consejo de Ministros, para encabezar una expedición mar arriba, en busca de nuestra salvación —agregó.
—¿Es por eso que han apresurado la construcción del navío subanfibio? —preguntó Aa.
—¡Sí! Ven, te lo mostraré.
Ambos jóvenes ingresaron a la cámara del ascensor-desintegrador y Kem oprimió uno de los botones de la consola. En el acto, ambas figuras se desvanecieron dejando tan sólo algún residuo vaporoso dentro de la cámara y, apenas una fracción de segundo más tarde, ambos se materializaron en una cámara del ascensor situada trescientos metros más abajo. Aquél era un astillero.
Ante ellos se perfilaba un gigantesco navío de líneas aerodinámicas, dotado de diferentes medios de propulsión y una sólida estructura. Muy diferente, por cierto, de los usuales vehículos terrestres o aéreos.
—Ahí lo tienes —indicó Kem—. Es lo más moderno que nuestro mundo ha construido. Sólo con este vehículo podremos remontar el mar, venciendo su presión. Puede deslizarse a través de tierra, mar y atmósfera —concluyó finalmente.
En aquel momento, el jefe de Ingenieros se acercó a ellos:
—¡Oh, Kem, Príncipe! ¡Oh, Aa, Princesa! —saludó con cortesía—. No nos fue advertida vuestra visita.
—No te preocupes, Wax —respondió Kem—. Es una visita extraoficial.
—Wax asintió con un gesto.
—¿Cuándo estará terminado? —preguntó Kem.
—Dentro de dos meses, Príncipe —indicó el ingeniero—. ¡Quedarás plenamente satisfecho con él!
—¡Dos meses! ¡Oh! ¿Tan corto tiempo? —exclamó Aa.
—Para nuestra salvación, es un tiempo largo, Aa —dijo Kem.
Los dos jóvenes abandonaron el astillero, subiendo hasta la sala de esparcimiento real, donde el lujo para una estancia placentera casi no tenía límites. Aa había caído en un mutismo que llamó la atención del Príncipe y le preocupó.
—¿Qué te sucede? —preguntó.
—Algo me dice que si partes para ese viaje hacia la superficie del mar, jamás te volveré a ver —dijo la joven Princesa.
—¿Por qué? —tranquilizó Kem—. Regresaré y serás mi esposa.
—Y... ¿Si no regresas? —se angustió Aa—. ¡Oh, Kem, Kem! ¡Llévame contigo! ¡Despósame y llévame contigo!
—¡Aa! ¡Eso es imposible! Sabes que no puede ser... compréndelo, Aa, mi amor.
Ella no respondió y, cuando se besaban, sus lágrimas humedecieron los labios del Príncipe Kem. Pasaron los dos meses estipulados y la expedición al mando del Príncipe estaba a punto de zarpar. Dos días antes de la partida, el Rey y todos sus ministros se reunieron para investir a Kem con el cargo de general-almirante de la expedición. La ceremonia fue breve pero emotiva.
Al día siguiente, el ingeniero Wax comparecía ante la Princesa Aa, después que ella lo citó. Lo que ambos hablaron en dicha oportunidad asombró a Wax y, a juzgar por el severo tono de palidez que dominó su rostro, aquello debía ser grave. Finalmente, ambos se despidieron.
—Prométemelo y tu porvenir, junto al de tus descendientes, estará asegurado, Wax —instó la Princesa.
—¡Lo prometo, Princesa!
Finalmente, llegó el momento del zarpe. Dada la importancia futura de tal misión, el recinto del astillero estaba repleto de personas. El Príncipe Kem estaba a bordo junto a su tripulación y, mientras resonaban los últimos acordes del himno real, Kem saludó por última vez a la concurrencia. No obstante, el heredero del trono estaba contrito pues, entre la multitud, no distinguió a la Princesa Aa. Sólo estaban sus parientes.
«Esto hará menos dura la despedida», pensó el Príncipe al momento de ordenar el cierre de todas las escotillas.
—Cuando lo ordenes zarpamos, Príncipe —indicó Wax.
—Ahora mismo, Wax.
En aquel momento, todos ocuparon sus puestos dentro del navío y, poco a poco, las compuertas de acceso hacia una de las cámaras intermedias, fue abierta electrónicamente.
Con vítores de la multitud y lágrimas en el rostro de los reyes y familiares de la tripulación, la nave remontó la primera compuerta en demanda de la segunda y, de esta forma, el subanfibio se lanzó hacia su destino.
Después de unas diez horas de navegación, el navío se portaba a la perfección y una ola de optimismo inundó a toda la tripulación. El objetivo estaba cada vez mucho más cerca.
Mientras el Príncipe Kem almorzaba un breve refrigerio, su asombro no tuvo límite cuando se abrió la puerta de acceso al puente de mando y, en el umbral, apareció Aa.
—¡Tú! —exclamó.
—¡Oh, cariño! ¡Amor mío! —suavizó la Princesa mientras lo abrazaba con pasión—. Ya estamos juntos otra vez.
—Pero, Aa, ¿cómo es posible? —Luego, dirigiéndose a Wax, preguntó—. Wax, ¿tienes tú algo que ver en esto?
—Sí, Príncipe —respondió Wax—. Accedí a los ruegos de mí señora, la Princesa Aa.
—Esto ha de costarte caro, Wax —increpó Kem.
—¡No! —intercedió la Princesa—. Él no tiene la culpa. Yo se lo pedí; se lo exigí.
—¿Es que no comprendes? —dijo Kem—. No puedes permanecer aquí. No somos marido y mujer.
—Pero Wax es el capitán de la nave, Kem —indicó la Princesa—, y él puede desposarnos.
—¡Vaya! ¡He caído en una trampa! —admitió el Príncipe y reflexionó al respecto—. ¡Que así sea!
—Ahora sé que este viaje será todo un éxito —dijo Wax, al observar la felicidad de la pareja.
La navegación se realizaba sin contratiempo alguno. El subanfibio respondía perfectamente a las continuas y relativas exigencias de la ruta, siempre ascendente.
Kem y Wax percibían el mar que su mundo rodeaba como si se tratara de un pozo, por lo menos en el trayecto recorrido.
—¿A qué distancia llegaremos a la superficie, capitán? —preguntó Kem mientras observaba el desplazamiento de algunas extrañas criaturas marinas, a través de los gruesos cristales frontales del navío.
—A unos treinta mil wasts, según los instrumentos.
—Comenzamos a ver monstruos que no existen en nuestros mares, Profesor —dijo Kem.
—En efecto —asintió el Profesor Tyw—, y creo que veremos cosas aún más horribles.
En aquel instante, una monstruosa criatura de colosales dimensiones, incluso para apreciar sus difusos contornos, se aproximó en actitud hostil hacia el subanfibio. Acto seguido, la criatura extendió algo parecido a un tentáculo e intentó atrapar al navio.
—¡Oh! ¡Miren eso! —se horrorizó la Princesa.
—¡Dioses del Disco de Plata! —exclamó el capitán del navío—. ¡Maniobra evasiva! ¡De inmediato! Felizmente, la criatura no insistió en persecución alguna hacia el navío. Quizás era un objetivo demasiado insignificante para una entidad de tal tamaño.
—¿Qué fue eso, Kem? —preguntó Aa.
—Realmente lo ignoro —respondió con sinceridad—. ¿Lo sabes, Tyw?
Tyw observó a los príncipes, pensativo.
—Altezas: vamos rumbo a un mundo desconocido para nosotros que, por lo visto hasta ahora, es un mundo habitado por seres enormes...
»Mejor dicho, es un Universo poblado de mundos móviles, mundos que en sí mismos son como nosotros —complementó en seguida—. Es lo que he oído de nuestras antiguas leyendas y mitos y, por lo visto, su interpretación no carece de fundamento.
Ambos príncipes no comprendieron, en su real magnitud, las palabras del Profesor Tyw. Quizá él mismo no se formaba aún una idea concreta al respecto. Sin embargo, nada más pudo agregar.
El viaje continuó durante días, siempre en idéntica monotonía, muy raras veces interrumpida por alguna nueva criatura de indefinible silueta. No obstante, al cumplirse el octavo mes de viaje, según el tiempo medido por aquellos seres dentro del navío, las condiciones exteriores comenzaron a diferenciarse de las precedentes.
—Estamos llegando al límite de presión, Su Alteza —informó Wax—. De ahora en adelante, deberemos vestir los trajes especiales pues, a medida que emergemos, la presión disminuye...
—Por supuesto —asintió Kem—, eso lo experimentamos antes en nuestro mundo, pero nunca a tal magnitud como ahora, capitán.
Acto seguido, todos los tripulantes se vistieron con los trajes especiales. Incómodos, pero necesarios.
—Estamos a mil wasts de la superficie del océano —informó el capitán Wax.
En seguida, Tyw habló por el intercomunicador de su casco que, momentos previos, fue recubierto por una película protectora que neutralizaría la intensa luz proveniente del astro que los expedicionarios desconocían:
—Esa luz que percibimos corresponde a un cuerpo cálido, generador del calor necesario para alimentar a cada uno de esos mundos.
—¡Comandante Kem, Príncipe Real, vamos a emerger! —informó Wax.
—¡Un momento, capitán Wax! —indicó el Príncipe—. Primero exploraremos la costa con el megascopio.
Los oficiales pusieron en funcionamiento uno de los megascopios; un aparato semejante a una antena de radar o televisión capaz de captar imágenes nítidas hasta a una distancia de diez kilómetros, incluso sin emerger completamente. Kem fue el primero en observar la imagen desplegada en los binoculares del megascopio.
—¡Ah! ¡Hemos triunfado! Veo la costa con claridad —dijo Kem y luego se dirigió a su esposa—. Observa tú, Aa; deseo que seas la segunda en admirar nuestro nuevo mundo.
Acto seguido, la ansiosa joven aplicó sus ojos al aparato escudriñador y gritó:
—¡Oh, no! ¡Noooo!
—¿Qué sucede? —preguntaron los demás, casi al unísono.
Tyw se precipitó hacia el megascopio y observó a través de él. Una exclamación escapó de su pecho al tiempo que todo su cuerpo se estremecía con verdadero pavor.
—¡Son ellos! ¡Son ellos! —gritó Tyw cuando dos gigantescos ojos observaban directamente hacia los lentes del megascopio. Dos ojos insertos en el rostro más horrible y grotesco, no tanto por la apariencia como lo fue por la dimensión real del mismo—. ¡Por los Dioses! ¡Todo era verdad! ¡Maldición! ¡Los seres-mundo son tan reales como nuestra propia y singular existencia!
—¡Capitán! —ordenó Kem con rapidez después de observar los ojos del ser gigantesco que los escrutaba con insistencia, en actitud de acecho—. ¡Dé orden de sumergirnos! ¡De inmediato o estaremos perdidos!
Acto seguido, mientras Aa, recuperando la compostura, miraba con insaciable curiosidad a través del megascopio, la alarma fue dada y el subanfibio inclinó su proa y comenzó a sumergirse con rapidez. No había tiempo que perder.
—Mientras tanto, en la superficie se escuchó una voz:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Vimos un submarino metálico que salía desde el fondo del pozo! —avisó la pequeña niña que corrió en dirección a la casa acompañada por su hermano.
—¡Vamos, Antonia! —respondió la mamá—. ¿Cómo vas a ver salir un submarino de este pozo? ¿No sería un alfiler?
—¿Un alfiler? —se preguntó el niño—. ¿Pueden flotar los alfileres, mamá?
La mujer miró perpleja a sus dos hijos, pero no supo qué responder. No obstante, en el ínterin, Kem y los suyos regresaban en el subanfibio en dirección al fondo. El destino para el Mundo del Fondo del Pozo estaba predeterminado y nada lo cambiaría.
F I N
EL CUENCO DE COBRE
Por George Fielding Eliot
Yuan Li, el mandarín, se recostó en su sillón de palisandro y habló sin alzar la voz:
—Está escrito que un buen servidor es un don de los dioses, mientras que uno malo...
El alto y corpulento hombre que permanecía humildemente en pie ante la figura enfundada en una túnica y sentada en su sillón, hizo tres reverencias apresuradas y sumisas.
A pesar de que iba armado y de que le consideraban un hombre valiente, el miedo brilló en sus ojos. Podría haber quebrado al menudo mandarín de rostro lampiño doblándolo sobre su rodilla, y sin embargo...
—Diez mil perdones, ¡oh magnánimo! —le dijo—. Lo he hecho todo obedeciendo vuestra honorable orden de no matar al hombre ni causarle una lesión permanente... He hecho todo cuanto he podido, pero...
— ¡ Pero no habla! — murmuró el mandarín —. ¿Y me vienes con el cuento de que has fracasado? ¡No me gustan los fracasos, capitán Wang!
El mandarín jugueteó con un pequeño cortaplumas que estaba sobre la mesita baja, a su lado. Wang se estremeció.
—Bien, pase por esta vez —dijo el mandarín al cabo de un momento. Wang exhaló un hondo suspiro de alivio, y el mandarín esbozó una sonrisa tenue y huidiza—. No obstante —añadió—, nuestra tarea todavía ha de llevarse a cabo. Tenemos al hombre..., y él tiene la información que necesitamos. Sin duda, ha de haber algún sistema para que hable. El servidor ha fracasado y ahora debe probar el amo. Tráeme al hombre.
Wang hizo una reverencia y se marchó apresuradamente.
El mandarín permaneció sentado en silencio, mirando a través de la amplia y soleada sala a una pareja de aves cantoras en una jaula de mimbre que colgaba al lado de la ventana más alejada. Entonces, hizo un breve y satisfecho gesto de asentimiento, y tocó una campanilla de plata que estaba sobre la mesa bellamente taraceada.
Al instante, entró un servidor vestido con una túnica blanca, se acercó con pasos silenciosos e inclinó la cabeza, esperando la venia de su amo. Yuan Li le dio unas órdenes rápidas e incisivas.
Apenas se había ido el hombre de la túnica blanca, cuando Wang, el capitán de la guardia del mandarín, entró de nuevo en la espaciosa estancia.
—El prisionero, ¡oh magnánimo! —anunció.
El mandarín hizo un ligero movimiento con su fina mano; Wang Li gritó una orden y, escoltado por dos guardianes musculosos y semidesnudos, entró un hombre de baja estatura, macizo, descalzo y vestido tan sólo con una camisa andrajosa y unos pantalones caqui, pero cuyos ojos azules, bajo la masa de su pelo desgreñado, miraron directamente, sin temor, a Yuan Li.
¡Un hombre blanco!
— ¡Ah, el excelente teniente Fournet! —dijo Yuan Li, con su tono sosegado, en un francés impecable—. ¿Todavía obstinado?
Fournet le maldijo vivamente en francés y en tres dialectos chinos.
—¡Pagarás por esto, Yuan Li! —terminó diciendo—. ¡No creas que tus brutos asquerosos pueden someter a un oficial francés a la tortura de los nudillos y otros procedimientos diabólicos, y salir indemnes!
Yuan Li jugueteó con su cortaplumas, sonriendo.
—Me amenaza usted, teniente Fournet —respondió—, pero sus amenazas son como pétalos de rosa impulsados por la brisa matinal. A menos, claro está, que regrese a su puesto para hacer un informe.
—¡Maldito seas! —exclamó el prisionero—. ¡No hace falta que lo intentes! ¡Sabes muy bien que no puedes matarme! Mi comandante conoce mis movimientos a la perfección, ¡y llamará a tu puerta con una compañía de la Legión a su espalda si no me presento mañana a la hora de diana!
Yuan Li sonrió de nuevo.
—Sin duda..., pero aun así tenemos la mayor parte del día por delante. Mucho es lo que puede conseguirse en una tarde y una noche.
Fournet soltó otro juramento.
—Puedes torturarme, pero sabes tan bien como yo que no te atreverás a matarme o lesionarme de tal manera que no pueda volver a Fort Deschamps. Por lo demás, haz lo que quieras, ¡bruto de piel amarilla!
—¡Vaya, un desafío! —exclamó el mandarín—. ¡Pues bien, teniente Fournet, recojo su guante! Mire, lo que necesito de usted es que me informe del número de efectivos y la situación de su puesto de avanzada en el río Mephong. De modo que...
—De modo que tus malditos bandidos, cuyos asesinatos y rapiñas te permiten vivir aquí revolcado en el lujo, puedan atacar el fuerte alguna noche oscura y abrir la ruta del río a sus embarcaciones. Te conozco, Luán Yi, y conozco tu oficio, ¡mandarín de ladrones! El gobernador militar de Tonkin envió aquí un batallón de la Legión Extranjera para tratar con la gente como tú y restaurar la paz y el orden en la frontera, ¡no para ceder ante amenazas infantiles! Ése no es el sistema de la Legión, deberías saberlo. Lo mejor que puedes hacer es rendirte, o te aseguro que dentro de quince días tu cabeza se pudrirá sobre la puerta norte de Hanoi, como una advertencia para otros que pudieran seguir tu mal ejemplo.
La sonrisa del mandarín no se alteró, aunque sabía bien que la amenaza no era vana. Con los tiradores tonquineses, incluso con la infantería colonial, podía hacer algún progreso, pero aquellos legionarios tres veces malditos eran diablos del mismo infierno. Y él, Yuan Li, que había gobernado como rey en el valle del Mephong y a quien media provincia china y muchos kilómetros cuadrados del Tonkin francés pagó humildemente tributo, sentía que su poderoso trono se tambaleaba bajo él. Pero le quedaba una esperanza: río abajo, más allá de los puestos de avanzada franceses, había barcos cargados de hombres y el botín de una docena de pueblos, el saqueo de mayor éxito de todos los que había ordenado. Si llegaban aquellos barcos, si sus hombres regresaban (y eran los mejores) y ponía sus manos en el botín, quizá podría hacerse algo. Oro, joyas, jade..., y aunque los soldados de Francia eran terribles, había en Hanoi ciertos funcionarios civiles que no eran indiferentes a esas cosas. Pero en las orillas del Mephong, como si conocieran sus esperanzas, la Legión Extranjera había establecido un puesto de avanzada. Tenía que saber exactamente dónde estaba y cuáles eran sus fuerzas, pues hasta que ese puesto junto al río no desapareciera, los barcos nunca podrían llegar hasta él.
Y ahora, el teniente Fournet, oficial del estado mayor del comandante, había caído en sus manos. Durante toda la noche, los torturadores habían razonado con el joven y testarudo normando, y no le habían dejado ni un minuto durante la mañana. No le habían dejado ninguna marca, ni roto hueso alguno, ni siquiera le habían producido un corte o un moratón. ¡Pero hay otras maneras! Fournet se estremeció de nuevo al pensar en lo que había padecido durante aquella noche y aquella mañana que le parecieron eternas.
Para Fournet, su deber era lo primero; para Yuan Li, que Fournet hablara era cosa de vida o muerte. Para ello, el mandarín había tomado unas medidas que ahora se acercaban a su ejecución.
No se atrevía a utilizar un método extremo con Fournet, pues la justicia francesa aún no podía conectar al mandarín Yuan Li con los bandidos del Mephong.
Quizá tuvieran sospechas, pero no podían probar nada, y un ultraje como la muerte o la mutilación de un oficial francés en su propio palacio era más de lo que Yuan Li se atrevía a intentar. En aquellos días veraniegos caminaba realmente sobre una fina capa de hielo, y lo hacía con cautela.
Sin embargo, había tomado ciertas medidas.
—Tengo la cabeza segura sobre los hombros —replicó a Fournet— . No creo que llegue a decorar vuestras puertas clavada de una pica. Así pues, ¿no vas a hablar?
— ¡Desde luego que no!
Las palabras del teniente Fournet eran tan firmes como su mandíbula.
—Claro que lo harás. ¡Wang!
—¡Sí, magnánimo!
—Otros cuatro guardias. Asegurad al prisionero.
Wang dio una palmada.
Al instante, otros cuatro hombres semidesnudos entraron en la sala; dos de ellos se arrodillaron y cogieron a Fournet de las piernas; otro rodeó con sus musculosos brazos la cintura del teniente y el último permaneció al lado, con un garrote en la mano, como reserva en caso de..., ¿qué?
Los dos primeros guardianes seguían aferrando los brazos de Fournet.
Ahora, cogido por tantas y tan poderosas manos, estaba inmóvil, totalmente impotente, como una estatua viviente.
Yuan Li, el mandarín, volvió a sonreír. Quien no le conociera habría pensado que su sonrisa reflejaba una ternura infinita, una compasión divina.
Hizo sonar una campanilla que estaba a su lado.
Inmediatamente, por la puerta más alejada, entraron dos servidores que conducían a una persona cubierta por un velo, una mujer vestida con ropas oscuras.
A una orden de Yuan Li, ásperas manos apartaron el velo a un lado, revelando, extenuada entre los impasibles servidores que la sujetaban, a una encantadora muchacha de apenas veinte años, morena y esbelta, con los grandes y tiernos ojos de un corzo, ojos que se abrieron de súbito al ver al teniente Fournet.
—¡Lily! —exclamó el militar, y sus cinco guardianes le sujetaron con fuerza mientras se debatía—. ¡Maldito demonio! —le gritó a Yuan Li —. Si le tocas a esta muchacha un solo pelo, te juro por la santa Virgen de Yvelot que te asaré vivo en las llamas de tu propio palacio. Dios mío, Lily, ¿cómo...?
—Es muy sencillo, mi querido teniente —le interrumpió la sedosa voz del mandarín—. En el norte de Tonkin, todo criado doméstico es uno de mis espías y, naturalmente, sabíamos que usted le tenía afecto a esta mujer. Por eso, cuando supe que se mostraba usted obstinado bajo las pequeñas atenciones de mis hombres, pensé en ir a buscarla. El bungalow de su padre no está lejos del fuerte; como usted sabe, incluso se encuentra en territorio chino. Así que la tarea no resultó difícil. Y ahora...
—¡André! ¡André! —gritó la muchacha, debatiéndose a su vez para zafarse de los servidores—. Sálvame, André. Estos bestias...
—No temas, Lily —replicó André Fournet—. No se atreverán a hacerte daño, igual que a mí. Fanfarronean.
—¿Lo ha considerado bien, teniente? —preguntó el mandarín en tono suave—. Usted, naturalmente, es un oficial francés. El brazo de Francia, que es un brazo largo y que no perdona, se estirará para coger a sus asesinos. No quieran los dioses que ese brazo me alcance, a mí y a los míos. Pero esta muchacha, ¡ah, es diferente!
—¿Diferente? ¿Qué quiere decir? Esta muchacha es una ciudadana francesa.
—Creo que no, mi buen teniente Fournet. Es cierto que en sus tres cuartas partes tiene sangre francesa, pero su padre es medio chino, y es un ciudadano de China. Ella reside en este país... Me temo que la justicia francesa no estará dispuesta a vengar su muerte con tanta prontitud como la de usted. En cualquier caso, es un riesgo que pienso correr.
La sangre de Fournet pareció helársele en las venas. ¡El sonriente demonio tenía razón! Lily, su encantadora y blanca Lily, cuya única señal de sangre oriental era la oblicuidad tan atractiva de sus grandes ojos, no tenía derecho a la protección de la tricolor.
¡Señor, qué posición la suya! Tenía que elegir entre traicionar a su bandera, su regimiento, sus camaradas, todos los cuales morirían, o ver a su Lily asesinada ante sus propios ojos.
—Bien, teniente Fournet, creo que ahora nos entendemos —siguió diciendo Yuan Li, tras una breve pausa para que todo el horror de la situación embargara el alma del prisionero—. Supongo que ahora será capaz de recordar los datos de ese puesto avanzado...
Fournet miró al hombre en tenso silencio, pero las palabras habían proporcionado a la sagaz Lily una clave de la situación, que al principio apenas había comprendido.
— ¡ No, no, André, no se lo digas! — gritó —. ¡ Prefiero morir a que seas un traidor! Mira, estoy dispuesta.
Fournet echó atrás la cabeza, recuperada su vacilante resolución.
—¡Esta muchacha hace que me avergüence! ¡Mátala si debes hacerlo, Yuan Li, y si Francia no la venga, yo lo haré! ¡Pero no seré un traidor!
—No creo que ésa sea su última palabra, teniente —susurró entonces el mandarín—. Si fuera a estrangular a la chica, sí, quizá. Pero primero debe gritar pidiéndole ayuda, y cuando usted oiga gritar en su agonía a la mujer que ama, quizá entonces olvidará esos nobles gestos heroicos.
Volvió a batir palmas, y de nuevo unos silenciosos servidores entraron en la sala. Uno de ellos llevaba un braserillo con carbones encendidos; otro sostenía una pequeña jaula de gruesa tela metálica, dentro de la cual algo se movía horriblemente, y un tercero llevaba un cuenco de cobre con asas a cada lado, al que estaba adherida una faja de acero que brillaba a la luz del sol.
A Fournet se le erizó el vello de la nuca. ¿Qué horror les esperaba ahora? Algo en su interior le advertía de que lo que iba a ocurrir sería tan maligno que ningún hombre mortal podría concebirlo. Los ojos del mandarín parecieron brillar súbitamente con fuegos infernales. ¿Era realmente un hombre o un demonio?
Tras una áspera palabra en algún dialecto de Yunnan que Fournet desconocía, los sirvientes tendieron a la muchacha en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, en una postura de penoso desamparo, sobre una magnífica alfombra con el dibujo de un pavo real.
Otra palabra de los delgados labios del mandarín y desgarraron ásperamente las ropas de la parte superior del cuerpo de la muchacha. Yacía blanca y silenciosa sobre la espléndida alfombra, sus ojos todavía fijos en los de Foumet: guardaba silencio para que sus palabras no destruyeran la resolución del hombre al que amaba.
Fournet se debatía furiosamente con sus guardianes, pero eran cinco hombres fuertes y le tenían bien sujeto.
— ¡Recuerda, Yuan Li! —jadeó—. ¡Pagarás por esto! ¡Maldita sea tu alma amarilla!
El mandarín hizo caso omiso de la amenaza.
—Adelante —les dijo a los servidores—. Observe cuidadosamente lo que estamos haciendo, Monsieur le Lieutenant Fournet. Verá primero que atan las muñecas y los tobillos de la muchacha a postes y muebles pesados, adecuadamente colocados para que no pueda moverse. ¿Se pregunta usted por la resistencia de la cuerda, por el número de vueltas que le damos para sujetar a una persona tan frágil? Le aseguro que serán las necesarias. Bajo el cuenco de cobre, he visto a un débil viejo liberar su muñeca de una cadena de hierro.
El mandarín hizo una pausa; ahora la muchacha estaba tan bien atada que apenas podía mover un músculo de su cuerpo.
Yuan Li contemplaba los preparativos.
—Bien hecho —aprobó—. Sin embargo, si libera alguno de sus miembros, el hombre que se lo haya atado sufrirá una hora bajo las varas de bambú. ¡Ahora, el cuenco! Dejadme verlo.
Tendió una mano delgada. Un sirviente le ofreció respetuosamente el cuenco, con su colgante faja de acero flexible. Fournet, que observaba con los ojos rebosantes de temor, vio que la faja tenía un cierre, adaptable a diversas posiciones. Era como un cinturón, una correa.
—Muy bien —asintió el mandarín, haciendo girar el objeto entre sus dedos, casi acariciándolo—. Pero me estoy adelantando, quizá el teniente y la joven no están familiarizados con este pequeño dispositivo. Permítanme que se lo explique, o más bien que se lo demuestre. Coloca el cuenco en su sitio, Kan-Su. No, no, esta vez sólo el cuenco.
Otro servidor que se había adelantado, regresó a su rincón. El hombre llamado Kan-Su cogió el cuenco, se arrodilló al lado de la muchacha, pasó la faja de acero por debajo de su cuerpo y situó el cuenco, con el fondo hacia arriba, sobre su abdomen desnudo, tirando del cinto hasta que el borde del recipiente apretó la suave carne. Entonces, accionó el cierre, haciendo así que el cuenco quedara firmemente en su lugar mediante la correa de acero adherida a las asas y que rodeaba la cintura de la muchacha. El sirviente se levantó y, cruzado de brazos, permaneció en silencio.
Fournet se estremeció de horror. Durante todo este tiempo Lily no había dicho una sola palabra, aunque el apretado cinto y la presión del borde circular del cuenco debían de haberle causado considerable dolor.
Pero ahora habló, y lo hizo con valentía.
—No cedas, André —le dijo—. Puedo soportarlo. No me..., ¡no me duele!
—¡Dios! —gritó André Fournet, que en vano continuaba debatiéndose contra las manos amarillas que le atenazaban.
—¡No duele! —El mandarín repitió las últimas palabras de la muchacha—. Bueno, quizá no, pero de todos modos se lo quitaremos. Debemos ser misericordiosos.
A su orden, el servidor levantó el cuenco y la correa. Un círculo de un color rojo intenso apareció en la piel blanca del vientre de la muchacha, allí donde había descansado el borde.
—Me temo que siguen sin comprender, Mademoiselle y Monsieur —siguió diciendo el mandarín—. Ahora hemos de aplicar el cuenco de nuevo, y cuando lo hagamos, pondremos en su interior... ¡Esto!
Con un rápido movimiento del brazo, arrebató del sirviente que estaba en el rincón la jaula metálica, y la alzó para que le diera la luz del sol.
Las miradas de Fournet y Lily se fijaron horrorizadas en la jaula, pues en su interior, que ahora veían claramente, se movía una gran rata gris, una rata bigotuda, de ojos como cuentas de vidrio, inquieta, escabrosa, sus blancos dientes en forma de cincel brillantes a través de la tela metálica.
—Dieu de Dieu! —exclamó Fournet.
La mente del oficial francés se negaba a comprender el pleno significado del terrible destino que le esperaba a Lily; sólo podía mirar al inquieto roedor, mirar y mirar...
—Estoy seguro de que ahora comprende —ronroneó el mandarín—, La rata bajo el cuenco..., observe el fondo del recipiente y vea el pequeño reborde. Ahí ponemos el carbón encendido, el cobre se calienta, el calor es enorme, la rata no puede soportarlo, y sólo tiene un modo de escapar: ¡roe su camino a través del cuerpo de la dama! ¿Qué me dice ahora del puesto de avanzada, teniente Fournet?
—¡No, no, no! —exclamó Lily—. ¡No lo harán! Tratan de asustarnos. Son seres humanos, y los hombres no pueden hacer cosas así. Cállate, André, cállate, pase lo que pase. ¡No dejes que te venzan! ¡No permitas que hagan de ti un traidor!
A una señal del mandarín, el servidor con el cuenco se aproximó de nuevo a la muchacha semidesnuda. En esta ocasión también se adelantó el hombre de la jaula. Diestramente, introdujo una mano, evitó los dientes de la alimaña y la agarró por el cogote.
Colocaron el cuenco en posición. Fournet luchó desesperadamente para liberarse... ¡Si sólo pudiera disponer de un brazo y hacerse con algún arma!
De pronto, Lily lanzó un grito ahogado. Habían introducido la rata bajo el cuenco.
Se oyó un ruido metálico: el cierre del cinturón de acero. Ahora amontonaban las brasas sobre el fondo del cuenco, colocado al revés, mientras Lily se retorcía en sus ligaduras al notar el horroroso contacto de la rata, bajo aquel cuenco demoníaco, sobre su piel desnuda.
Uno de los servidores entregó un pequeño objeto al impasible mandarín.
Yuan Li lo levantó para mostrarlo. Era un llavín.
—Esta llave, teniente Fournet, abre el cinto de acero que mantiene el cuenco en su sitio. Es suya, como recompensa por la información que necesito. ¿No va a ser razonable? ¡Pronto será demasiado tarde!
Fournet miró a Lily. Ahora la muchacha estaba quieta, había dejado de debatirse; si no tuviera los ojos abiertos, el teniente la habría creído desmayada.
El carbón al rojo brillaba sobre el fondo del cuenco de cobre, y bajo su superficie tallada, Fournet podía imaginar a la gran rata gris moviéndose sin cesar, dando vueltas, buscando una escapatoria a aquel calor creciente y, al final, hundiendo los dientes en aquella piel blanca y suave, royendo, ahondando desesperadamente...
¡Dios!
¡Su deber..., su bandera..., su regimiento..., Francia! El joven subteniente Pierre Desjardins, el joven y alegre Fierre, y veinte hombres, que serían sorprendidos y asesinados horriblemente, algunos torturados, por una abrumadora horda de bandidos diabólicos, y todo por su traición. En lo más profundo de su corazón sabía que no podía hacerlo.
Tenía que ser fuerte y mantener su firmeza.
Si pudiera ser él quien sufriera en lugar de Lily..., la pequeña y adorable Lily, la valiente Lily que jamás había hecho daño a nadie.
Un grito terrible se expandió por la sala.
André se volvió, horrorizado, y vio que el cuerpo de Lily se tensaba y arqueaba sobre la alfombra, parecía a punto de arrancar las ligaduras que lo sujetaban. Vio lo que antes le había pasado desapercibido: una pequeña muesca en el borde del cuenco. Por la abertura y sobre la blanca superficie del cuerpo arqueado de la muchacha, corría un pequeño reguero de sangre.
La rata había atacado.
Entonces, algo estalló en el centro de André y se volvió loco.
Con la fuerza que les es dada a los dementes, apartó el brazo derecho del guardián que lo retenía, se soltó y descargó los puños contra el rostro del hombre. El guardián del garrote saltó adelante sin cautela; un momento después, André tenía el arma y golpeaba a su alrededor con la furia de un poseso. Tres guardianes cayeron al suelo antes de que Wang desenvainara su espada e interviniera en la pelea.
Wang era un soldado capaz y bien adiestrado. Acero contra madera, golpeó, acometió y paró las embestidas de su contrincante durante un momento y, finalmente, obtuvo la recompensa de su estrategia. Los otros dos guardianes, a los que había hecho una señal, y un par de servidores se arrojaron contra la espalda de Fournet y le derribaron rugiendo al suelo.
La muchacha gritó de nuevo, quebrando los sonidos más ásperos de la batalla.
Incluso en su locura, Fournet la oyó. Y al mismo tiempo, la empuñadura de un cuchillo que pendía del cinto de un servidor rozó su mano. Lo cogió y acometió salvajemente: un hombre gritó; el peso sobre la espada de Fournet se hizo más liviano, y la sangre se deslizó sobre su cuello y sus hombros. Golpeó de nuevo, se liberó de la carga y vio que un hombre agonizaba con la garganta abierta, mientras otro, con las dos manos en la ingle, se retorcía en el suelo, en silenciosa agonía.
André Fournet hincó la rodilla en el suelo y se impulsó como una pantera hacia la garganta del capitán Wang.
Los dos hombres cayeron al suelo y rodaron un trecho. Las armas de Wang tintineaban contra las losas. Un cuchillo se alzó y penetró en la carne.
Con un grito de triunfo, André Fournet se puso en pie, su terrible cuchillo en una mano y la espada de Wang en la otra.
Gritando, los restantes servidores huyeron ante aquel hombre enloquecido.
Yuan Li, el mandarín, se quedó solo frente a aquella encarnación de la venganza.
—¡ La llave!
Fournet lanzó la orden con voz ronca; en su cerebro enfebrecido sólo había espacio para un pensamiento: «¡La llave, demonio amarillo!».
Yuan Li retrocedió un paso, hacia una tronera, a través de la cual todavía soplaba dulcemente la brisa de la tarde, con su aroma a jazmín.
El palacio estaba construido en el borde de un precipicio; bajo el saledizo de la tronera había una altura de quince metros hasta las rocas y los bajíos del Mephong superior.
Yuan Li sonrió una vez más, sin que su calma se alterase.
—Me has vencido, Fournet —le dijo—, pero también yo te he vencido. Te deseo alegría en tu victoria. Aquí está la llave.
Levantó el objeto en la mano, y cuando André se abalanzó gritando, Yuan Li dio media vuelta, avanzó hasta el reborde de la tronera y, sin decir nada más, se lanzó al vacío, llevándose consigo la llave.
Su cuerpo se estrelló contra las rocas, tiñéndolas de rojo, y las aguas del turbulento Mephong se cerraron para siempre sobre la llave del cuenco de cobre.
André corrió al lado de Lily. La sangre ya no corría desde el borde del cuenco, y la muchacha permanecía muy quieta y muy fría...
¡Dios! ¡Estaba muerta!
En el torturado pecho no latía su corazón.
En vano, André tiró del cuenco y del cinto de acero, tiró con los dedos ensangrentados, con los dientes rotos, con furia. En vano.
No pudo moverlos. Y Lily estaba muerta.
¿O no lo estaba? ¿Qué era aquello?
Oyó un latido en el costado de la muchacha, un latido fuerte, cada vez más fuerte...
¿Había aún esperanza?
El enloquecido Fournet empezó a frotarle el cuerpo y los brazos.
¿Podría revivirla? Sin duda, no estaba muerta... ¡No podía estar muerta!
Seguía oyendo el latido... Era extraño que sólo lo oyera en un lugar: en el blanco y suave costado, bajo la última costilla.
Besó sus fríos e insensibles labios.
Cuando levantó la cabeza, el latido había cesado. En el lugar donde lo había oído, la sangre brotaba perezosamente, sangre oscura, fluyendo como un horror purpúreo.
Y, desde el centro del costado de la muchacha, salía la cabeza gris y puntiaguda de la rata, su hocico goteando sangre y fragmentos de entrañas, sus ojillos brillantes como cuentas de vidrio mirando al hombre que farfullaba y echaba espuma por la boca.
Una hora después, sus camaradas encontraron a André Fournet y a Lily, su amada. El atormentado demente, lloriqueando sobre la muerta torturada.
Pero a la gran rata gris, no la encontraron jamás.
FIN
¡VAMPIROS!
Por Juan Marino
Cuando el potente aullido de la tormenta subrayaba la endemoniada sinfonía del viento entre los desgarbados árboles, el hombre y la mujer dejaban caer el pesado aldabón sobre la puerta de la solariega casa, ubicada a unos cien metros de la carretera, flanqueada por los mismos raquíticos árboles de la sinfonía. El viento hacía oscilar el letrero colocado sobre el dintel, con un sonido semejante al de mil grillos que chirriasen al unísono. En el letrero, cuya pintura estaba ya desapareciendo, podía leerse aún: «Posada Solitaria». El hombre miró a su joven compañera y sonrieron, pese a que el agua los calaba hasta los huesos. Otra vez el joven volvió a batir el aldabón; otra vez las respuestas del chirrido del letrero. Pasaron algunos segundos, finalmente oyeron que alguien descorría pesados cerrojos del otro lado de la puerta y comenzó a abrirse lentamente con un roce escalofriante, como un macabro instrumento que se sumase a la música de los elementos de la noche.
Al terminar de abrirse, en el umbral apareció un hombre de elevada estatura, delgado, de faz cadavérica. Portaba en la mano izquierda un arruinado candelabro, cuyas velas amenazaban apagarse por el soplo de Eolos. El único ojo del hombre, pues era tuerto, se posó en los jóvenes, inquisitiva y malignamente.
—Buenas noches, señor —saludó él, alzando la voz para hacerse oír a través de la tormenta. Hemos visto el letrero y deseamos que nos albergue por esta noche.
El ojo del hombre chispeó al contestar:
—¡Mala noche! Pero pasen, por favor.
Cerró la puerta tras los visitantes, los que se sacudían los abrigos de las agujas que los empapaban.
—Sírvanse seguirme —indicó el posadero, precediéndolos hacia una escalera. Los jóvenes observaron que era cojo, y el caer de su pie, más corto que el otro y calzado con zapato ortopédico, sobre el piso producía un acompasado y lúgubre golpe que se acentuaba cuando era dado sobre los escalones de la vieja y carcomida escalera de madera. La muchacha oprimió el brazo de su acompañante al comenzar a subir hacia la oscuridad de arriba, a ella le pareció que los movimientos del posadero tenían algo de automático y sin quererlo pensó en los zombies. No hacía mucho había leído en un periódico que un tal Doctor Mortis había revolucionado una Universidad, al levantar a todos los cadáveres del depósito. Los pensamientos de la joven se vieron interrumpidos cuando el cojo se detuvo ante una puerta en un pasadizo.
Abrió e invitó a pasar a sus huéspedes.
—Esta será vuestra habitación por el tiempo que permanezcan en mi posada.
Era un cuarto muy amplio, maloliente y sucio. Telarañas colgaban por doquier y algunas ratas huyeron despavoridas a la luz del candelabro.
—Gracias, señor..., señor...
—Thrope es mi apellido. ¡Guy Thrope! Lamento no poder proporcionarles mayores comodidades por el momento, pero dado lo avanzado de la hora...
—¡Comprendemos! No se preocupe, señor Thrope.
El hombre inició un movimiento como para retirarse pero, lanzando una mirada de soslayo a la muchacha, preguntó:
—¿Cómo se han atrevido a aventurarse por estos lados en una noche como ésta?
—Nuestro automóvil sufrió una avería a un kilómetro de aquí —se apresuró en responder el joven.
—Justo frente al cementerio —subrayó ella.
—¡Oh! ¡Ya veo! Frente al pequeño cementerio, ¿eh? —El ojo de Thrope se movió rápidamente en la órbita, como queriendo huir de ella—. ¿A qué han venido a esta región? Podían haber viajado por el camino principal, es mucho más seguro.
—Es que hace muchos años que mi esposo y yo faltamos de aquí —sonrió la joven— y deseamos volver a ver estos parajes. Entonces nos sorprendió la tormenta.
—¡Ah! ¡Son ustedes de Northrute!
—Veo que esta casa está muy abandonada, señor Thrope —apuntó él.
—En efecto; esto que ahora no es ni siquiera un mal figón, fue hace veinte años la mejor posada de la región. La carretera por la cual ustedes han venido, era el camino real entonces. Pero el progreso... — suspiró el gigante.
—Sí, sí. Recuerdo también, señor Thrope, que se hablaba de una leyenda de vampiros del cementerio de «Mortise».
El posadero sonrió con una mueca que afeó aún más su rostro.
—¡Oh! ¡«Mortise»! —exclamó—. «La Mortaja», veo que están bien enterados. Sí, sí..., pero una vez construida la nueva carretera, todo esto murió, la leyenda, la posada, todo..., ¡como mueren todas las cosas! —Otra vez el ojo brilló al resplandor de las velas que había depositado sobre la desvencijada mesa.
—Significa que usted debe recibir muy pocos huéspedes, ¿verdad? —preguntó ella, tímidamente.
—Muy pocos, muy pocos. Pero de vez en cuando llegan personas como ustedes y... dejan algo. —El posadero rió desagradablemente, siendo secundado por sendas sonrisas de los jóvenes—. Pero, no quiero privarlos del descanso que necesitan.
—Señor Thrope, un momento por favor. En verdad mi esposa y yo somos periodistas y nos interesaría saber algo sobre esta región de sus propios labios. Nuestros recuerdos de niñez no alcanzan a darnos una verdadera visión de lo que fueron Northrute y el cementerio hace unos treinta años.
—¡Hum! Están obsesionados con los vampiros de «Mortise», ¿eh?
—Bueno. Algo así. Claro que un reportaje sobre ellos sería sensacional —sonrió él.
—Y si logramos fotografiarlos, tanto mejor —apoyó ella, con una encantadora mueca.
—¿Fotografiarlos? ¿Creen que aquí existen en verdad tales mamíferos? —Thrope los miró con suspicacia.
—¡En mi niñez oí que...!
—Bien, bien, bien. ¿Saben? Lo que ustedes podrán fotografiar aquí serán, a lo sumo, un par de inofensivos murciélagos, de los que abundan en esta casa, pero... ¡vampiros... —el posadero sonrió malignamente— eso es otra cosa!
—¡Oh, qué pena! —mohineó ella.
—Si usted nos permitiera recorrer la casa, señor Thrope, tal vez encontraríamos algo interesante.
—Hagan como quiera, pero observo que no traen cámaras fotográficas.
—¡Oh, sí! Vea. —Él extrajo del bolsillo interior de su abrigo una pequeña cámara fotográfica, no mayor que un paquete de cigarrillos.
—Artefactos modernos —murmuró Thrope—. Bien, repito que pueden hacer como gusten, pero les advierto que las tablas del tercer piso están podridas y cualquier descuido... Es mejor que no se aventuren por ahí. Buenas noches, señores.
Thrope salió, cerrando tras sí. Cuando los jóvenes quedaron solos...
—¿Qué idea tuviste para hablarle de vampiros?
—Quise divertirme un poco, querida. Si nos fijamos bien, este Thrope podría ser uno de los vampiros de «Mortise» —rió el joven—. ¿No te parece? ¿Has visto sus dientes? ¿Y ese ojo que parece moverse como un basilisco? ¿Y sus manos cadavéricas y potentes?
Ella, quitándose el abrigo, parecía no escuchar lo que su marido le decía. Abruptamente preguntó:
—¿Visitaremos el caserón?
—Sí, creo que aquí encontraremos lo que buscamos, querida.
La muchacha se volvió hacia él y lo miró a los ojos:
—Sé lo que piensas —dijo—. Thrope despoja y asesina a los incautos que vienen a solicitar albergue, como nosotros.
—Sí. Se le conoce como el vampiro de Northrute, pero estoy seguro que es algo más que un vampiro.
—¿Le tenderemos una trampa?
Él no respondió; ponía atención. Se llevó el índice a los labios y con la otra mano indicó el cielo raso.
Un crujido de madera en el piso superior llegó a ellos, apagado. Luego otro, más débil y lejano y, por último, cesaron cuando unos pesados pies parecían ir subiendo una escalera de madera.
—Hay actividad en el tercer piso, querida. Ni siquiera han de esperar que nos durmamos para atacarnos.
—¿Quién subirá y a qué?
—Thrope va en busca de su hijo. Apaga la luz.
—Él ignora que nosotros sabemos que tiene mujer e hijo, querido —dijo ella mientras apagaba las velas.
—Ni tampoco sabe otras cosas que le sorprenderán.
Mientras tanto, el gigantesco posadero llegaba a una pocilga del tercer piso. Ronquidos de amplia gama politonal parecieron recibirlo. Thrope encendió una vela y lanzó un puntapié a un bulto enorme que dormía sobre un asqueroso jergón.
—¡Arriba, Tom! ¡Despierta, bestia maldita!
Los ronquidos cambiaron una vez más el tono y cesaron. En el lecho se alzó un ser humano de aspecto mil veces más repugnante que el de Guy Thrope. La naturaleza se había ensañado con aquella criatura; como a su padre, le había privado del ojo derecho, dejando en su lugar algo semejante a una llaga purulenta. La boca torcida descubría largos y desiguales dientes; la frente estrecha y casi totalmente cubierta de cerdosos cabellos, que nacían junto a las cejas, formando el todo un parecido brutal con los grandes simios. Los brazos eran extremadamente largos y terminaban en grandes manos, provistas sólo de tres dedos cada una, estando atrofiados los otros dos (el meñique y el dedo anular de cada mano); pero a simple vista esas manos resultaban más potentes que la más fuerte de las tenazas. Su estatura sobrepasaba con mucho la de su padre; pese a que sus cortas piernas habían sido creadas retorcidas. Ese hombre debía medir dos metros por lo menos. Mientras Thrope lo despertaba, la bestia movía la cabeza de un lado a otro para despabilarse del todo...
—¡Arriba, Tom! —azuzaba su padre—. ¡Despierta, despierta! —Algunos gruñidos apagados respondieron al apremio del otro—. Abajo hay dos que parecen muy ricos, Tom. Ve abajo y chúpales la sangre, luego los arrojas al pozo.
Mientras decía esto, Thrope reía quedamente, siendo coreado por un cloqueo espeluznante de Tom.
—¿Me has entendido? Los arrojas al pozo como hemos hecho con los otros que han llegado hasta aquí. ¿Me has comprendido, Tom?
El monstruo volvió a cloquear, mientras sacudía la cabeza afirmativamente.
—Ellos han preguntado por los vampiros de «Mortise», ¡ja, ja, ja!, los vampiros del cementerio y, más aún, quieren fotografiarlos. Se burlan de la leyenda. Pero nosotros les haremos ver la realidad. ¡Los vampiros de Northrute o de «Mortise», como ellos quieran, existen, Tom! ¡Vamos, vamos! ¡Arriba! ¡Arriba! Mientras tú preparas todo, yo iré a avisar a tu madre.
Gruñidos y cloqueos respondieron a Thrope, mientras abandonaba la maloliente habitación. El posadero salió al pasillo, totalmente sumido en tinieblas; y se encaminó a la desvencijada escalera procurando no hacer crujir las tablas del piso. Fue cuando llegaba al descanso para iniciar el descenso que, algo proveniente de su espalda, más negro que la misma oscuridad, pasó por sobre su cabeza con un ominoso aleteo. Thrope lanzó un juramento:
—¡Malditos murciélagos! Jamás había sentido sobre mi cabeza uno tan grande.
Guy Thrope llegó abajo y cuando su pie más corto se apoyaba en el último escalón, un alarido de mujer, lleno de terror, angustia y muerte, sacudió la vieja casona. El posadero se detuvo asombrado; el grito había sonado en el cuarto donde descansaba la madre de Tom, es decir su propia esposa. Rápidamente y con más agilidad que la que pudiera suponérsele, dada su deficiencia física, Thrope entró en el cuarto; justamente cuando abría la puerta de la habitación en tinieblas, un ave negra, batiendo sus grandes alas membranosas, salía de la estancia, casi derribando a Thrope. La verdad es que el posadero creyó que era un ave, pero en realidad aquella cosa más se parecía a un murciélago enorme que a un ave. Thrope tuvo que apoyarse en la pared para no caer; el corazón le palpitaba furiosamente. Cuando se rehizo de la impresión, buscó a tientas la vela que siempre había sobre un cajón que servía de velador en la alcoba. Ahí estaba; la encendió. Entonces, lo que vio, le erizó el cabello de pavor al «Vampiro de Northrute»: sobre el lecho yacía una mujer robusta, sucia y desgreñada. La mitad de su cuerpo yacía caído fuera de la cama mugrienta y sus grasientos cabellos pendían como una macabra peluca; el rostro, retorcido por el terror, tocaba casi el suelo; los ojos desorbitados y el rictus de los labios contraídos en un segundo grito que no fue emitido. Thrope, sin poder creer lo que veía, se aproximó al lecho, levantando la vela; entonces pudo ver dos puntos rojos en el cuello de la muerta, al parecer producidos recientemente, ya que aún dejaban escapar sendos hilillos de sangre que goteaba sobre el piso. La luz temblaba en su mano...
—¡Ma... Maggie! —musitó incrédulo—. ¡Vampiros! ¡Vampiros de «Mortise»!
Como alma que lleva el diablo, Guy Thrope abandonó la habitación, dejando caer la vela. Cayendo y levantándose, corrió hacia la habitación de los huéspedes, mientras balbuceaba palabras incoherentes, producto de su miedo. Cuando estuvo ante la cerrada puerta, golpeó con frenesí mientras exclamaba:
—¡Abran! ¡Abran! ¡Le ha ocurrido una desgracia a mi esposa!
Dentro de la habitación, ella dijo:
—Es el señor Thrope.
—El vampiro parece aterrorizado. Me pregunto, ¿formará parte esto, de su procedimiento para atraparnos?
La voz ahogada de Thrope y sus golpes en la puerta hicieron que él abriera, no sin ciertas precauciones.
—Señor Thrope.
—Una desgracia, señor, una desgracia —gimió el tuerto.
—¿Qué ha sucedido? El rostro del joven parecía preocupado.
—Mi esposa ha sido atacada por... por los vampiros.
Ella se acercó a su marido, como buscando refugio.
—¿Vampiros? Yo pensaba que...
—Sí, sí, todo el mundo cree que los Thrope somos los vampiros —interrumpió el posadero—. Nos llaman vampiros y asesinos, pero ya ven, ¡ella... ha sido atacada y muerta!
—¿Quién puede decir que los Thrope son asesinos? —indagó él.
—¡Señor, le ruego que me acompañe! Venga conmigo, se lo suplico. Quizás haya tiempo para salvar a Maggie.
Los dos jóvenes se miraron.
—Tú te quedas aquí, querida. Cierra bien la puerta por dentro.
—Así lo haré. Descuida.
—Vamos, señor Thrope.
Poco después el joven y el posadero estaban frente al cadáver de Maggie. El periodista la examinó someramente y luego, irguiéndose, dijo con acento solemne:
—No hay nada que hacer, Thrope.
—¡Los vampiros le han robado la sangre! —berreó el gigante.
—Yo diría que Maggie no murió a causa de la sangre que le fue succionada, Thrope; más bien murió por la impresión que le causó algo horrible. Observe usted su mirada. Conserva aún la expresión horrorizada que...
—Ella debió haber visto lo que pasó sobre mi cabeza, cuando yo entraba aquí —interrumpió Thrope—. También lo sentí en el pasadizo del tercer piso.
El joven se quedó pensativo unos segundos, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Luego levantó la cabeza y lanzó su pregunta:
—¿Ha ido a ver si su hijo está bien?
El posadero abrió desmesuradamente el ojo y la boca.
—¿Qué quiere decir? —balbuceó—. ¡Mi hijo! ¡Tom...!
—Sí, a él me refiero, señor Thrope. Creo que usted lo envió a preparar el pozo...
Los labios del posadero temblaron convulsivamente y dio un paso atrás como si en el periodista estuviese viendo a uno de los vampiros.
—¿Có... cómo lo... lo sabe? ¿Quién es usted? ¿Son malditos policías acaso que...?
Y como si aquello fuese el santo y seña del horror, un grito desgarrador, proveniente de lo más profundo de la casa, estremeció sus cimientos.
—¡Toooooommm!
Lanzando un ronco gemido, Thrope salió de la habitación seguido por el joven. Abrió violentamente una puerta oculta tras un raído y sucio cortinaje y descendió los resbaladizos escalones de piedra. Su voz, dolorida y angustiada, seguía llamando a su hijo, pero sin obtener respuesta. Antes de llegar abajo, cayó dos veces en la oscuridad. Por último, llegó a lo que parecía una bodega de vinos. Una vela esparcía su macilenta luz en torno y en medio de la estancia, junto a una puerta-trampa abierta, yacía caído el monstruoso hijo de Thrope. Por segunda vez el posadero sintió que el valor lo abandonaba; como fascinado, pero temblando, se acercó al cadáver. Desde lo profundo de la oquedad que dejaba expedita la puerta-trampa llegaba un vaho terrorífico; un vaho a podredumbre y muerte. Thrope se arrodilló junto al cuerpo y entonces vio los puntos rojizos en el cuello, sobre la yugular.
Lanzando una exclamación, Thrope se levantó. Justamente entonces sintió que la estancia se llenaba de aleteos, poderosos y agoreros. Giró rápidamente sobre sus talones y... ¡los vio! Eran dos vampiros negros, enormes, que batiendo sus alas se abalanzaban sobre él, mirándole con sus ojillos de una manera odiosa.
Los chatos hocicos se abrieron dejando ver agudos dientes, afilados como puñales, y una de las bestias aún tenía vestigios de la sangre adherida a los pelos de la piel que circundaba la boca. Un alarido de terror se multiplicó por la reverberación de la habitación, yendo a morir en el fondo del pozo que había servido de sepulcro a tanta víctima inocente. Las poderosas alas de uno de ellos golpeó la vela que Thrope había dejado sobre el piso junto a Tom, apagándola. El otro, lo derribó con su peso; el gigante se debatía ahora angustiosamente bajo los dos mamíferos malolientes y peludos, pero era inútil. Se dio cuenta que terminaría por ser víctima de sus ansias de sangre. Vio a escasos centímetros de su rostro los cuatro ojos que lo miraban con salvaje alegría y entonces en ellos Thrope creyó reconocer las miradas de...
Chilló de dolor y miedo cuando un par de incisivos se clavaron en su garganta; luego otro par. Luchó, luchó con desesperación pero las zarpas y alas de las bestias lo inmovilizaban. Sintió el sonido propio de la succión de la sangre, de su propia sangre; luego una especie de lasitud que lo iba sumiendo en un sueño no deseado. Sin embargo, Thrope se daba cuenta que al dormirse ya no despertaría jamás en este mundo.
Quiso gritar pidiendo auxilio; se revolvió levemente una vez más; su cuerpo se sacudió como el de un animal que ha sido apresado por una fiera de la selva y está muriendo. Y Thrope estaba muriendo. Por último, con un último suspiro quedó inerte: todo había concluido.
Faltando treinta minutos para que los rayos del sol sonrieran a la Tierra, él y ella, los huéspedes de Thrope, estaban en su cuarto. Los ojos les chispeaban de alegría, como si hubiesen pasado una excelente noche. Las mejillas sonrosadas y los labios muy rojos indicaban que la permanencia en la posada había sido reparadora. Afuera la tormenta ya cesaba. Ella se volvió hacia él con una encantadora sonrisa:
—Había tanta sangre en el cuerpo regordete de la mujer, querido.
—Sí, sí —sonrió él—, pero debemos apresurarnos. Pronto saldrá el sol y su luz debe encontrarnos ya en nuestros refugios de «Mortise». ¡Vamos!
Los dos jóvenes extendieron sus brazos como en actitud de volar e hicieron un extraño movimiento,entonces dos vampiros emprendieron el vuelo a través de la abierta ventana, alejándose en dirección al pequeño cementerio de «La Mortaja».
Los malditos se perdieron entre los raquíticos árboles, buscando el sepulcro que les daría reposo. Los vampiros descansarían hasta el crepúsculo.
FIN