En contra de lo que muchos escépticos piensan, existe una estrecha relación entre la ciencia y la literatura de ciencia-ficción. El ya fallecido Arthur C Clarke afirmó en cierta ocasión que los autores de ciencia-ficción fueron quienes proporcionaron las ideas generales de toda la tecnología que se desarrolló en el siglo XX, excepto los microchips. Clarke sabía lo que decía, ya que él mismo ejerció de profeta tecnológico. En 1948 publicó un artículo de prospectiva científica, en el que explicaba cómo podrían colocarse en órbitas geoestacionarias satélites artificiales para emplearlos como transmisores de comunicaciones. Su predicción se cumplió nueve años más tarde, cuando la URSS puso en órbita el Spunik-1, primer satélite artificial de la historia. Clarke se arrepintió durante el resto de su vida de no haber patentado el concepto cuando su artículo vio la luz. Se habría hecho de oro. Tres años más tarde, en 1951, el gran autor británico tuvo otro atisbo de videncia tecnológica. En su obra PRELUDIO AL ESPACIO describió, con asombrosa precisión, una nave espacial reutilizable, capaz de aterrizar como un avión convencional. Para más inri, predijo que un vehículo semejante podría estar operativo en 1978. Dos décadas después, la NASA dio vía libre al proyecto Space Shuttle, su ambicioso programa de transbordadores espaciales que se asemejaban muchísimo al aparato imaginado por Clarke.
Los ejemplos de escritores que esbozaron ideas y conceptos científicos que acabaron haciéndose realidad son numerosos. En VIAJE A LA LUNA, de Cyrano de Bergerac, se describe un cohete por etapas, que se van quemando sucesivamente hasta situar en órbita la cápsula tripulada. Por increíble que parezca, el gran ingeniero espacial Werner von Braun, un auténtico fanático de la ciencia-ficción, admitió que se había basado en esta historia para diseñar los cohetes del programa espacial americano. Curiosamente, en este mismo relato el escritor francés describe la gravedad medio siglo antes que Isaac Newton y la radio doscientos años antes que Marconi.
En VIAJES DE GULLIVER, publicada en 1726, Jonathan Swift explica cómo los liliputienses tienen que realizar un cálculo matemático para alimentar al gigantesco extranjero, logrando establecer, de forma inequívocamente racional, que la cantidad de alimento que requiere un animal es siempre proporcional a tres cuartos del peso de su cuerpo. Swift presentó una buena ley, ciertamente; pero, como dijo Frederik Pohl: ¡No se describió hasta 1932! Sin embargo, lo más sorprendente de la inmortal obra de Swift es la increíblemente precisa descripción de los dos satélites de Marte, Fobos y Deimos, ¡ciento cincuenta años antes de que fueran descubiertos por Asaph Hall!
En el campo de la energía atómica, los autores de ciencia-ficción dieron la impresión de ir siempre un paso por delante de los científicos. En 1933 el mismísimo Einstein afirmó que la energía atómica carecía de valor práctico, ya que siempre habría que aportar a la reacción más energía de la que pudiera producir ésta. Por esas mismas calendas, maestros indiscutibles del género, como Robert A Heinlein o Lester del Rey, describían en sus relatos el empleo de la energía nuclear como arma devastadora y también como fuente de energía, al tiempo que sopesaban los riesgos que conllevaría su empleo. En 1941, Heinlein publicó SOLUCIÓN INSATISFACTORIA, obra en la que presentaba un proyecto para construir un arma nuclear, describía con gran verismo sus aterradores efectos, predecía que semejante artefacto pondría el punto final a la guerra y, lo más asombroso de todo, anticipaba la situación de equilibrio del terror nuclear entre dos superpotencias. Tres años más tarde, en 1944, Cleve Cartmill publicó un relato sazonado con numerosos detalles técnicos reales de la bomba atómica, lo que indujo al gobierno norteamericano a creer que, de alguna manera, se habían filtrado datos secretos del Proyecto Manhattan, de modo que el FBI sometió al escritor a una discreta pero férrea vigilancia. Los hombres de Hoover acabaron por descubrir que Cartmill había basado su relato en artículos científicos de revistas especializadas publicados antes de la guerra.
Como puede verse, la literatura de ciencia-ficción nos ha ofrecido, a lo largo de su dilatada historia, asombrosas predicciones que han terminado por convertirse en realidad. Pero no han sido sólo los grandes del género los que han acertado con algunas de sus ideas. Luis García Lecha, maestro de la literatura de evasión y el autor más prolífico de la ciencia-ficción española, imaginó hace treinta años un vehículo todoterreno similar al Lunar Electric Rover que la NASA presentó en sociedad aprovechando el desfile conmemorativo de la toma de posesión del presidente Barak Obama.
Ciertamente, el LER representa un hito en el diseño de vehículos para la exploración espacial. Propulsado por motores eléctricos, alimentados por un juego de baterías Ión-Litio de nueva generación, el LER tiene unas prestaciones asombrosas. El prototipo presentado en la toma de posesión presidencial tiene una autonomía de 240 kilómetros a una velocidad media de entre 10 y 20 km/h. No parece gran cosa, pero si se compara con el primitivo jeep lunar de las misiones Apollo, que circulaba a 8 o 10 km/h, con una autonomía máxima de 15 kilómetros, representa un considerable salto adelante en la creación de vehículos de superficie para la exploración espacial. Equipado con un sistema de tracción total, que permite que todas las ruedas reciban simultáneamente la potencia del motor, puede circular por casi cualquier terreno, salvar pequeñas rocas y remontar elevaciones de hasta 40 grados. Con las dimensiones aproximadas de una furgoneta Ford Transit, dispone de cabina presurizada, dotada de dos literas, una cocina, un inodoro y un lavamanos. El vehículo lleva integrados, en su parte posterior, dos trajes de vacío, en los cuales pueden embutirse los astronautas desde el mismo interior del todoterreno. Así mismo, este asombroso coche lunar cuenta con una pequeña cámara estanca, que permite a los astronautas acceder a su interior sin tener que despresurizar la cabina. Por si fuera poco, el habitáculo presurizado puede desmontarse si es necesario, para convertir el LER en una eficaz plataforma de transporte. Como si fuera una furgoneta clásica, vamos.
Lo sorprendente de todo esto es que, como he dicho un párrafo más arriba, LGL describiera en muchos de sus bolsilibros de ciencia-ficción un artilugio semejante. El novelista riojano no da un nombre concreto a esta clase de vehículo, limitándose a denominarlo, simplemente, coche. Eso sí; las prestaciones del vehículo ideado por Lecha son superiores a las del modelo de la NASA. Las máquinas ideadas por Carrados / Parrish son tan grandes como autocaravanas, dotados de enormes ruedas-balón (cuatro, seis u ocho según los casos) y propulsados por energía eléctrica, bien generada por una micropila nuclear, bien proporcionada por baterías de recarga solar. En los primeros párrafos de EL VIAJERO QUE LLEGÓ DEL INFINITO, nº 700 de La conquista del Espacio, Lecha nos describe el interior de uno de estos vehículos, equipado con calefacción, radio de largo alcance, dos literas, un pequeño aseo, despensa, cocina y depósito de agua potable para los viajes largos. En ¡VIVA MARTE! nº 429 de La conquista del Espacio, las prestaciones del automóvil son incluso superiores, ya que el novelista habla de cuatro literas y reserva de agua y víveres para seis meses nada menos. En general, estos antecesores del LER aparecen en casi todas las novelas que Lecha ambientó en Marte, caso de los títulos ya citados y también de LUCHAR POR MARTE, nº 289 de La conquista del Espacio y Los no-humanos, nº 235 de Héroes del Espacio. En el universo futurista imaginado por Lecha, estos vehículos son bastante caros, por lo que existen versiones más modestas, sin habitáculo presurizado, tal como nos cuenta en UNA CASA EN MARTE, nº 424 de La conquista del Espacio, obra en la que aparece un todoterreno sobre orugas, movido por electricidad, pero desprovisto de cabina estanca, por lo que el conductor y los pasajeros deben viajar vistiendo sus trajes de vacío, igual que Eugene Cernan en el primitivo Rover Lunar.
Llama la atención que un escritor de lo que se ha dado en llamar novelas baratas fuera capaz de imaginar, hace tres décadas, un vehículo tan singular. Entre el fantástico LER de la NASA y los cachivaches de Carrados hay bastantes diferencias, ciertamente; pero la idea básica es la misma. No creo que los diseñadores del Lunar Electric Rover hayan leído al novelista riojano, pero si lo hubieran hecho, se habrían quedado boquiabiertos. Si a Arthur C Clarke puede considerársele el padre de los satélites artificiales y, quizás, también de las lanzaderas espaciales, Luis García Lecha podría muy bien ser considerado el padre teórico del LER.
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