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domingo, 30 de diciembre de 2012

ENTRE TINIEBLAS de LOU CARRIGAN (NOVELA COMPLETA)


Estimados amigos de Bolsi & Pulp: como ya todos deben saber, ENTRE TINIEBLAS del maestro Lou Carrigan, fue la novela que ganó nuestra encuesta navideña 2012. Esta es una novela de Terror, que primero fue publicada en la colección Selección Terror de Bruguera en el año 1979 con el número 329 y posteriormente apareció publicada en la colección del mismo nombre, pero ahora de Ediciones B en el año 1993 con el número 44.

¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros!

¡Y que todos tengan un feliz año 2013!


Atentamente: ODISEO…Legendario Guerrero Arcano.
 

ENTRE TINIEBLAS

LOU CARRIGAN

 
 

MAQUINACIONES

Hubo tiempos, que no eran tan lejanos como a veces parecía, en que el doctor Aaron de Arlington había corrido los cien metros en once segundos y algunas décimas, había saltado cinco metros con la pértiga, y se había llevado alguna que otra chica a pasear en su coche para «contemplar la Luna»...
Todo tenía lógica, porque el doctor De Arlington medía metro ochenta, era un atleta de rubios cabellos y rostro virilmente atractivo, y, además, era simpático. Lo tenía todo. Pero, como suele suceder cuando se tiene todo, uno busca algo más.
Al doctor Aaron de Arlington le dio, apenas terminados sus estudios universitarios, por buscar cerebros. O, mejor dicho, por estudiar los cerebros... En el suyo se había aposentado la idea de que algo no marchaba bien en el mundo: había demasiada ansiedad, demasiada angustia, demasiada tensión..., demasiado stress, en definitiva. Y todo esto, a juicio de Aaron, se resumía en una sola cosa: había miedo en la mente del ser humano.
Este miedo convertía a los humanos en seres generalmente poco sociables, desconfiados, huraños, y toda una serie de defectos más. Muy bien... ¿Por qué el ser humano tenía miedo? ¿Dónde estaba el miedo dentro de él? La respuesta sólo podía ser una: el miedo, como toda motivación, tenía que estar en el cerebro.
Ni corto ni perezoso, el buen Aaron se dispuso a buscar el miedo, con el convencimiento de que, una vez hallado, tenía que ser fácil extirparlo. El punto de partida era el siguiente: si cuando una persona tiene una determinada parte del cuerpo en malas condiciones se le extirpa o amputa, y todo vuelve a funcionar bien..., ¿por qué no podía hacerse lo mismo con el cerebro? A fin de cuentas, el cerebro era sólo una parte del ser humano... ¿O no?
Total, que en poco tiempo, Aaron de Arlington se convirtió en un investigador de tal magnitud en esas cuestiones que el gobierno de los Estados Unidos de América se fijó en él. Poco después, el doctor De Arlington estaba trabajando para la N.A.S.A. Al principio la cosa fue bien, pero llegó el momento en que De Arlington se encontró con que no estaba satisfecho. Necesitaba más libertad personal. Estaba hasta las narices, para decirlo en términos simpáticos, de ser empleado de alguien. Así que dejó su empleo en la N.A.S.A., y se instaló en una casa cerca de Houston, en la pequeña localidad La Farge, en la orilla de Galveston Bay, Texas.
Para demostrar que no tenía intereses ni intenciones ególatras, Aaron de Arlington no hizo jamás un secreto de sus investigaciones, jamás ocultó qué era lo que estaba buscando.
Y esto fue lo que le complicó la vida, lo que le creó problemas.
Una tarde, cuando estaba trabajando en su laboratorio con el último mico que le quedaba, oyó, de pronto, una voz tras él:
—¿Doctor De Arlington?
Se volvió. Se quedó mirando estupefacto a los tres hombres que había en el laboratorio, mirándolo entre amenazadores y divertidos. Tres tipos que le parecieron de cuidado.
—¿Qué quieren? ¿No ven que estoy trabajando?— gruñó.
Los tres sujetos cambiaron miradas de asombro. Habían entrado en la casa abriendo la puerta con una ganzúa, estaban allí más bien en plan amenazador, y al doctor De Arlington sólo se le ocurría preguntarles qué querían.
Decidieron decírselo, lisa y llanamente:
—Hemos venido a secuestrarlo, doctor — dijo uno de ellos.
—¿A mí? ¿Para qué?
—Hay unas personas que desean tenerlo como... colaborador.
—Ah. No, gracias. De todos modos, díganles a esas personas que si quieren venir aquí ellas, estaré encantado. Buenas noches.
Y regresó toda su atención a su trabajo.
Los tres tipos volvieron a mirarse. Luego, se acercaron los tres a la vez a Aaron, sacaron sus pistolas, y las acercaron al rostro del investigador. Este miró a derecha e izquierda, frunció el ceño al ver las armas, y dijo:
—Bueno, pero sólo puedo concederles unos minutos.
Uno de los tipos sonrió.
—Oiga, usted es un tipo divertido... ¡Cojonudo, vamos! Me cae bien. De modo que le diré la verdad: no va usted a volver por aquí.
—En ese caso, ya les he dicho...
—Usted no entiende, doctor. Si no viene con nosotros, lo vamos a matar. Aunque no creo que sea necesario llegar a tanto: podemos perfectamente llevarlo por la fuerza.
Aaron miró de uno a otro, tras hacer girar su taburete de trabajo.
—¿Saben? — dijo—. ¡No me gustan ustedes!
—Lamentable. Ahora quítese esa bata, póngase una chaqueta, y salgamos de aquí. Tenemos un coche afuera. No nos obligue a lastimarlo, doctor.
Aaron se quitó la bata, salió del laboratorio, sacó una chaqueta del armario, de la entrada, se la puso, y salió de la casa. Tras él lo hicieron los tres sujetos. Efectivamente, delante de la casa había un «Chevrolet» antiguo, en el cual entraron los cuatro hombres... Dos de aquellos sujetos delante, y Aaron y el otro en el asiento de atrás. El coche se puso en marcha.
—¿Y adonde vamos? — preguntó Aaron.
—Muy lejos de aquí. Nos está esperando una avioneta.
Aaron quedó pensativo. Volvió la cabeza, y vio cómo su casa, donde tanto y tan a gusto había estado trabajando últimamente, iba quedando atrás. Luego, miró hacia delante. De momento parecía que se dirigían a La Farge, cuyas luces se veían muy cerca, pero, claro, no era así. Se lo iban a llevar en una avioneta. Bueno... ¿Y con qué derecho?
Había una diferencia tan abismal entre Aaron de Arlington y aquellos tres tipos que éstos sólo pudieron interpretar la actitud del investigador como pura y simple resignación. Es decir, confundieron la serenidad, y hasta los buenos modales, con la mansedumbre.
Seguramente fue por eso que Aaron pudo hacer lo que hizo.
Eso sí, con toda tranquilidad, sin alterarse...
Giró de pronto hacia el hombre que estaba sentado a su izquierda, y, sin más explicaciones ni complicaciones, le atizó un puñetazo terrorífico en pleno rostro... El hombre lanzó un berrido cuando su nariz, reventando como un tomate maduro, casi se hundió en su cara, produciéndole tal dolor que le hizo perder el conocimiento.
Los dos tipos que iban delante respingaron sobresaltados, y el que no conducía metió su mano derecha bajo la axila izquierda. No tuvo tiempo de esgrimir el arma, porque Aaron, con la mano izquierda, le aplicó tal bofetón por detrás, que, además de llenarle la cabeza de agudísimos silbidos, lo tiró de lado contra el montante de la portezuela, donde recibió otro tremendo golpe..., que quizá no habría sido suficiente. Pero el tipo que conducía, que vio la cosa inesperadamente mal parada para ellos, masculló una maldición, quiso también sacar su pistola y volverse contra Aaron de Arlington..
Si hubiese ido en un coche de caballos de carne y hueso, seguramente Aaron habría llevado la peor parte, pues los cuadrúpedos habrían continuado su camino; su buen camino. Pero los caballos del «Chevrolet» obedecían rigurosamente las órdenes del volante, y éste las del hombre que lo manejaba. Y como el hombre en cuestión dejó el volante a su libre albedrío, el resultado fue lógico: el coche se desvió, y, apenas un segundo más tarde, se estrelló contra un grueso árbol.
Dentro del vehículo hubo como un batido de carne humana cuando cuatro cuerpos saltaron hacia delante y unos contra otros, quedando cubiertos de diminutos cristales. Todo crujió, el árbol tembló, la plancha se arrugó...
Apenas cinco minutos más tarde, un automovilista que se dirigía desde La Farge a la playa frente a la cual tenía De Arlington su casa, frenaba su vehículo a poca distancia del accidente, y salía a toda prisa.
—¡Cielos! — exclamó —. ¡Vaya tortazo...!
Echó a correr hacia el coche..., en el momento justo en que uno de sus ocupantes salía de éste. El afortunado quedó en pie junto al coche, colocándose bien la ropa, y miró un poco aturdido todavía al automovilista cuando éste se detuvo ante él y gritó:
—¿Está usted bien?
—Sí, sí, gracias — replicó Aaron —. Hay tres hombres más dentro del coche, pero creo que están bastante bien.
—¿Qué ha ocurrido?
—Querían secuestrarme-dijo Aaron.
El hombre quedó un instante atónito. Luego, aulló:
—¡Hay que avisar a la policía...!
—Sí, sí. Hágalo usted, ¿quiere? Yo tengo mucho trabajo en casa. Pueden encontrarme allí: soy el doctor De Arlington.
Y el doctor De Arlington, cojeando durante, los primeros metros, regresó a su laboratorio. ¡Ya había perdido demasiado tiempo!

* * *

El tipo de la nariz machacada dejó el periódico a un lado, y gruñó, con voz gangosa:
—La cosa se ha complicado: le han puesto vigilancia.
Los otros dos, que además de las visibles contusiones mostraban trozos de esparadrapo en varios puntos del rostro, compusieron sendas muecas hoscas, casi siniestras. El del bofetón en una oreja todavía oía de cuando en cuando tremendos silbidos en la cabeza. El conductor tenía dos costillas rotas y una brecha en un pómulo. Y el de la nariz golpeada, desde luego la tenía hinchada como un chicle soplado por un niño.
—La madre que lo parió —jadeó el conductor—. ¡Bien nos engañó ese tipo! ¡Y parecía tan manso!
—¿Qué clase de vigilancia le han puesto? — preguntó el otro.
—Dos hombres armados dentro de la casa. No mencionan más hombres, pero puede ser una trampa.
Los tres quedaron silenciosos, sombríos. Por suerte, habían conseguido escapar antes de que llegase la policía al lugar donde se había estrellado el coche, que, naturalmente, había sido robado para aquella acción, de modo que a este respecto no tenían preocupación alguna de que significase una pista para la policía... Se habían dirigido a Houston, donde, por separado, se habían instalado en un hotel. Y ahora, en la habitación de uno de ellos, estaban pensando en el modo de resolver la situación. Porque tenían que resolverla, o...
Como si los tres hubiesen pensado lo mismo, se estremecieron a la vez, y se miraron. Estaban pálidos.
—¿Qué hacemos ahora? — musitó uno.
De nuevo un largo silencio, porque a ninguno se le ocurría, al menos de momento, qué podían hacer. Lo que más les preocupaba era escapar. Pero no de la policía... Caer en manos de la policía sería una divertida fiesta en comparación con «lo otro». Habían fracasado, y sabían perfectamente que Hipócrates y Lucrecia debían estar muy, muy enfadados con ellos.
Muy enfadados.
Tan enfadados que quizá optasen por echarlos al «cementerio», todavía vivos, si se presentaban ante ellos.
Este pensamiento puso de punta los cabellos de los tres hombres, que parecían conectados entre sí. Se miraron unos a otros con los ojos muy abiertos.
—Tenemos que largarnos...—jadeó uno de ellos—. ¡Y cuanto más lejos, mejor!
—Podríamos ir a México...
—¡No! ¡A México no, idiota! ¡Ellos tienen personal por allí!
—Canadá — sugirió el otro —. Podríamos ir tranquilamente hacia Canadá, sin prisas y sin complicarnos la vida. Incluso seria conveniente que fuésemos por separado... ¡Por mi madre, os juro que no pienso ponerme delante de Hipócrates después de esto!
Pues nos vamos a Canadá.
—¿Y dejamos las cosas como están? — preguntó el conductor.
—¿Qué quieres decir?
—Supongamos que nos vamos hacia Canadá, pero que, de un modo u otro, envían a algunos de nuestros «compañeros» para cazarnos. No tendremos ninguna disculpa, ¿verdad?
—¿Quieres decir ante Hipócrates?
—Claro.
—Pues no..., no tendríamos ninguna disculpa, desde luego. ¿Adonde quieres ir a parar?
—Podríamos telefonear al «Astra Club» de Nueva Orleans, y explicar las cosas. Nuestro contacto de allá pasará nuestro informe, y eso podría... tranquilizar un poco a Hipócrates. Podemos decir que las dificultades para llevarnos al doctor De Arlington fueron mucho mayores de lo que fueron realmente, decirles que estamos heridos, y que, para evitar que nos capture la policía y puedan obligarnos a delatarlos, hemos decidido pasarles el informe y escapar a Canadá, que sólo pensamos en evitarles problemas.
Los otros dos cambiaron una mirada. Luego, sonrieron como pudieron.
—A mí me parece una buena idea-dijo uno.
—Y a mí también, seguro — añadió el otro.
—Pues vamos a hacerlo... Nos inventamos toda una serie de dificultades, les pasamos un informe completo de cómo está ahora la situación, y nos largamos, por separado y muy sigilosamente. ¡Yo no vuelvo a la isla, desde luego!
—¿Te quieres callar, maldito? — le increpó uno de los otros dos—. ¡No menciones ese lugar!
Otra vez se estremecieron los tres. El del periódico lo tomó de nuevo.
—Vamos a leer bien este periódico, y compraremos otros... Incluso podríamos dar unas discretas vueltas cerca de la casa del doctor De Arlington, a ver si detectamos algo. Cuanto mejor sea el informe y más les ayudemos, menos furiosos estarán con nosotros.
Comenzaron las maquinaciones.
Primero habían maquinado secuestrar a Aaron de Arlington, pero les había salido mal. Ahora, no podían fallar. No podían fallar en estas maquinaciones, porque estaban destinadas a salvar su propio pellejo.
Más que salvarlo. En realidad, a veces morir tiene mucha menos importancia de lo que parece. Al menos, así pensaban los tres hombres cada vez que recordaban el «cementerio» al que podían ir a parar si no se espabilaban.
Y se espabilaron. Estudiaron bien la situación, maquinaron sus mentiras, y, ya todo decidido, todo bien urdido, llamaron al «Astra Club» de Nueva Orleans desde un teléfono que, ciertamente, no era el del hotel en el que se habían alojado. Una vez efectuada la llamada, los tres hombres abandonaron la ciudad de Houston. Ya nada tenían que hacer allí. Ahora, todo era cuenta de la persona que había recibido el informe completo por teléfono, allá en Nueva Orleans, en el «Astra Club».

* * *

En el «Astra Club» de Nueva Orleans, el hombre que colgó el auricular del teléfono estaba todavía pálido. ¿Cómo iba a atreverse él a decirle a Hipócrates que los tres hombres enviados a secuestrar al doctor De Arlington habían fracasado y que ahora huían como ratas por temor más a él que a la mismísima policía?
¿Le decía la verdad a Hipócrates... o buscaba el modo de arreglar la nueva situación?
Porque una cosa era segura: si Hipócrates decía que quería que le llevasen a la isla al doctor De Arlington, era que quería eso, y no otra cosa.

CAPÍTULO PRIMERO

El doctor De Arlington notó el peso, el contacto en su hombro izquierdo, y volvió la cabeza. Vio la mano grande, fuerte, velluda, y una leve expresión de sobresalto apareció en su rostro. Sus ojos se desviaron más, hasta divisar, al final del fuerte brazo, el anguloso rostro humano.
—¿Qué pasa? — respingó.
—Soy yo, doctor: Tully, uno de sus acompañantes — apareció una expresión irónica en el rostro de Tully—. ¿Me recuerda?
—Ah, sí, sí... ¡Por supuesto que le recuerdo! ¿Acompañante? ¡Querrá usted decir uno de los dos guardaespaldas que me han puesto en mi propia casa y contra mi voluntad!
—Sea amable, doctor — casi rió Tully, retirando la mano —. Recuerde que no sólo lo hacemos por su bien, sino que estamos haciendo nuestro trabajo.
Aaron terminó de girar en el alto taburete, se quitó los lentes, y se pasó una mano por los ojos. Luego, volvió a mirar al sonriente Tully. Un tipo de cuidado, sí señor, el tal Tully. ¡Y llevaba una enorme pistola en la axila!
—Lo entiendo, Tully — murmuró —. Discúlpeme: estaba muy abstraído en mi trabajo.
Tully miró la cobaya que había sobre la mesa de trabajo de Aaron, atada a cuatro grandes tornillos, inmovilizada. Los redondos y negros ojos del animalito casi lo conmovieron.
—Siento molestarle, pero me ha parecido que era necesario.
—Lo dudo, pero le escucho. ¿Qué ocurre?
—Una chica pregunta por usted.
—¿Una chica? ¡No me interesan las chicas! ¡Que se vaya!
—Bueno, no me parece que eso resultase muy cortés por su parte, doctor. Además de que es muy bonita, dice que es sobrina de su viejo amigo el profesor Mason, y que éste la envía.
—¿La envía el profesor Mason? — exclamó Aaron—. ¡Que pase inmediatamente! Un momento... ¿Viene sola? Quiero decir: ¿el profesor no viene con ella?
—No señor; viene sola.
—Lástima... Pero en fin, que pase, desde luego.
Tully salió del pequeño laboratorio, tras echar un vistazo alrededor, como siempre entre impresionado y divertido. A decir verdad, más impresionado que divertido. No entendía nada, pero estaba seguro de que un tipo capaz de manejar todos aquellos aparatos raros tenía que ser una lumbrera. Lo que no le gustaba, desde luego, era lo que hacía el doctor De Arlington con aquellos animalitos. ¡El muy salvaje...! Primero los miraba y remiraba, les hacía toda clase de pruebas, les ponía inyecciones, los conectaba a electrodos..., para terminar abriéndoles la cabeza como si se tratase de la tapa de una cajita... ¡Brrr!
Por su parte, Aaron, que había vuelto a ponerse los lentes, giró hacia la mesa, vio la cobaya..., y sus ojos relucieron intensamente.
—La Ciencia es la Ciencia — dijo en voz alta —. ¡Prepárate a pasarlas putas, amiguita!
—¿Perdón? — oyó tras él.
—¡Que las vas a pasar putas, y que...!
No dijo más. Se volvió de nuevo en el taburete giratorio, y se quedó mirando a la muchacha que permanecía de pie ante él, con un bolso en una mano, y ataviada con un abrigo de entretiempo. Era pelirroja, llevaba lentes, tenía los ojos verdes.
—¿Quién es usted? — exclamó Aaron.
La muchacha se desconcertó visiblemente.
—Pero..., doctor, acaban de... de anunciarle mi visita... Soy Eva Mason, sobrina de...
—¡Ah, sí! ¡Demonios, lo había olvidado!
—Pero si sólo hace unos segundos que...
—Bueno, bueno, bueno... ¿Qué tal, señorita Mason? ¿Cómo está usted? ¿Cómo está su padre, mi querido prof...?
—Mi padre, no, doctor: mi tío. Soy sobrina del profesor Mason, no hija.
—Sí, sí, sí, eso quería decir... ¿Y cómo está su tío?
—Está muy bien, gracias.
—Magnífico, magnífico. Bien, déle muchos recuerdos de mi parte.
—Lo haré cuando vuelva con él.
—Ah, sí, claro... Le deseo feliz viaje, señorita Mason.
—Feliz viaje..., ¿adonde?
—¿No se va usted a ver a su tío?
—Todavía no. El me ha enviado a usted por si fuese tan amable de tenerme como invitada unos cuantos días.
Aaron de Arlington quedó estupefacto. Se volvió a quitar los lentes, se pasó ahora las dos manos por los ojos, y miró de nuevo a la señorita Mason. Acto seguido suspiró profundamente.
—Perdóneme usted, señorita Mason, pero estas cosas suelen ocurrirme cuando estoy completamente absorto en mi trabajo. Es como si estuviera en otro mundo... ¿Dice usted que yo la he invitado?
—No — rió Eva Mason —. Ha sido mi tío quien me dijo que viniera, y que no tenía dudas de que usted me aceptaría como invitada.
—¿Es que doy alguna fiesta?
Eva Mason soltó una carcajada.
—Que yo sepa, no. No he venido a ninguna fiesta, sino a trabajar con usted unos cuantos días. Estoy preparando mi doctorado, y mi tío dijo que en el tema que pienso tocar para mi tesis, nadie más indicado que usted para ayudarme. Ya sé que es como... como un atraco intelectual, pero me gustaría presentar una tesis bien preparada.
—Sí, sí, comprendo. Bueno, ¿sobre qué versará su tesis?
—Había pensado titularla más o menos así: «Evolución del cerebro del ser viviente en general y del ser humano en particular desde el inicio de la vida hasta la era Pos-Atómica.»
La barbilla de Aaron de Arlington quedó colgando en el más genuino y expresivo gesto de pasmo.
—Atiza — jadeó por fin —. ¿Usted se ve capaz de escribir sobre eso?
—Había confiado en que podría conseguirlo... con la ayuda de usted, naturalmente. Tiene usted ahí un animalito muy gracioso.
Eva señaló hacia la cobaya. Aaron volvió un instante la cabeza, y asintió.
—Sí, es muy gracioso, pero muy cobarde.
—¿Cobarde?
—Se asusta por cualquier cosa. Un ruido, un golpe, un chispazo..., ¡cualquier cosa!, y ya tiene usted el corazón del animalito latiendo a doscientas pulsaciones por minuto.
—¡Doscientas!
—Más o menos. Pero la culpa no es de su corazón, sino de su cerebro. Es el cerebro el que recoge el miedo. En realidad, todo lo recoge el cerebro, todo... Y desde ahí, desde el cerebro, parten los impulsos que ocasionan todas las alteraciones en el resto del cuerpo. Naturalmente, usted está al corriente de las nuevas investigaciones sobre las enfermedades psicosomáticas, ¿no es así? O sea, esas enfermedades a las que no parece posible encontrarles explicación... ¿Y sabe por qué? ¡Pues porque provienen del cerebro! Supongamos que un hombre bebe diariamente una botella de whisky... Ese hombre está poniendo en grave peligro su hígado, ¿no es así? Sin embargo, si no piensa en el hígado, es posible que éste le aguante un montón de años. Ahora bien, si comienza a temer por su hígado, si se obsesiona, puede estar segura de que lo dejará hecho papilla en unas pocas semanas. Incluso con las infecciones puede ocurrir esto. Bueno, y ya no hablemos de las perturbaciones en el propio cerebro. ¿Sabe usted que un cerebro... averiado puede aniquilar todo un cuerpo sano, convertirlo en un vertedero de enfermedades? Mire usted, algunos tumores, ciertas clases de parálisis, y no digamos ya las epilepsias, provienen del cerebro. Por ejemplo, si un sujeto aparentemente sano...

* * *

—...Es decir, que si conseguimos que un cerebro esté completamente sano, que funcioné con la lucidez y frialdad de una dinamo, habremos conseguido el auténtico cerebro perfecto, con lo que, en definitiva, habremos conseguido seres humanos equilibrados y sanos. ¿Y a qué conduciría eso? Pues, evidentemente, un cerebro equilibrado y sano en un cuerpo en las mismas condiciones nos proporcionaría seres humanos angélicos, maravillosas criaturas bondadosas e inteligentes. En cambio, un cerebro que no...

* * *

—...Lo que es lo mismo que decir que no hay absolutamente nada en todo el universo que pueda compararse al cerebro humano. Sin embargo, éste ha sufrido mutaciones regresivas que lo están poniendo en grave peligro. Esas mutaciones, o quizá deberíamos llamarlas involuciones, han convertido el cerebro humano en una masa llena de imperfecciones. Y por ahí hay que atacar. Yo estoy convencido de que, en un principio, el cerebro fue perfecto, y qué todos los módulos de éste que ahora funcionan mal e incluso no funcionan, pueden ser regenerados, con lo que volveríamos al principio de perfección. ¿De dónde debemos partir para conseguir esa perfección? Pues, indudablemente, de la eliminación, en primer lugar, de los módulos nocivos para el cerebro, de determinados lóbulos. Para mí, por tanto, la base está en eliminar el miedo, la angustia, la ansiedad, el stress... ¡Ese es el principio del camino!
—¿Y falta mucho para llegar al final? — preguntó Eva Mason.
—¿Qué?
—Lo pregunto, doctor De Arlington, porque hace más de dos horas que me tiene usted aquí, de pie, escuchándole, y me encuentro un poco fatigada. ¿Le molestaría que nos sentásemos?
Aaron de Arlington parpadeó. Parecía estupefacto.
—¿Hace dos horas que estoy hablando?
—Unos minutos más — Eva Mason sonrió—. Está claro que el tema preferido de usted es el cerebro, doctor.
—La he tenido dos horas aquí de pie... ¡Santo Dios! Eso es una brutalidad por mi parte, una desconsideración tremenda... ¡Y yo tan ricamente sentado!
—Ya he comprendido que no ha habido mala intención por su parte, no se preocupe.
—Es usted muy amable, señorita Mason. ¡Oiga...!, toda esta conversación me ha dado una nueva idea... ¿Le gustaría a usted ver un cerebro al desnudo?
—Pues...
—Precisamente, me disponía a trabajar en esta cobaya. ¿Le gustaría presenciarlo?
—¿Qué se propone hacer exactamente?
—Voy a abrirle la caja de los pensamientos a la cobaya.
—¿Pensamientos? ¿Quiere decir que ese animalito piensa!
—Bueno, yo diría que a su nivel, sí piensa. Pero, hablando en términos generales, lo que experimenta son estímulos, impulsos. Uno de esos impulsos es el miedo, la ansiedad. Mírelo bien, ahí sujeto... Tiene miedo. Sabe por instinto que no puede ocurrirle nada bueno, así que experimenta, siente temor...
—Y lo que usted está buscando es que, en la misma situación, no experimente temor alguno.
—¡Exacto! ¡Eso sería lo ideal! No ya sólo para las cobayas, micos y demás animales, sino para el ser humano, por supuesto.
Eva Mason parpadeó, y estuvo reflexionando unos segundos. Por fin, movió la cabeza con gesto dubitativo.
—¿Realmente cree que eso puede conseguirse? — murmuró.
—Estoy intentándolo, al menos.
—Hay una cosa que me tiene muy intrigada, doctor... La mayoría de científicos suelen mantener en secreto sus investigaciones, sean cuales sean éstas. En cambio, usted habla de ellas con cualquier persona que le pregunte, se han escrito comentarios y artículos que usted ha facilitado... ¿Por qué? ¿Por qué no mantiene el secreto, como hacen los demás?
—Ah, señorita Mason, esa es una pregunta clave... ¿Sabe usted por qué yo no mantengo ningún secreto, sino que, por el contrario, divulgo al máximo la índole de mis investigaciones?
—¿Por qué?
—¡Porque yo soy muy inteligente!
—Caramba, ¿qué me dice? — sonrió Eva Mason.
—Juzgue usted misma... Si yo mantuviese el secreto nadie sabría nada de mis investigaciones, desde luego. Pero... ¿en qué habría de beneficiarme eso a mí o a la Humanidad?
—Supongo que en nada. A usted, quizá, pero no a la Humanidad.
—¿A mí? ¿Por qué? ¿Porque en caso de conseguir mi objetivo sería el único en haberlo hecho? ¡Bah, eso son vanidades egoístas...! Yo prefiero que todos sepan lo que estoy haciendo, y que si alguien puede aportar algo a mis investigaciones, lo haga. ¿Y cómo habría nadie de ayudarme, de colaborar conmigo, si no supiese lo que yo estoy haciendo? No, no, no, no me interesa eso. Prefiero compartir la Gloria Científica que no alcanzar nunca yo solo el objetivo. ¿Me comprende?
—Desde luego. Eso es muy generoso por mi parte.
—¿Generoso? Quizá. Pero básicamente es inteligente.
—Me ha convencido — rió Eva—. Y por completo.
—Eso demuestra que usted también es inteligente. Bueno, espero que mi rollo de dos horas le haya servido a usted de algo para su tesis.
—¡Desde luego que sí! He traído una máquina de escribir. Si me acepta como invitada, mañana mismo empezaré a preparar el borrador, y le iré haciendo preguntas.
—Pero no en horas de trabajo — gruñó Aaron; miró su reloj de pulsera—. Y éstas son horas de trabajo. ¡Me ha hecho usted perder dos horas!
—Ah, no — rechazó Eva —. Yo no le he hecho perder a usted nada, doctor. Por el contrario, le he enriquecido con mi atención y con mis preguntas... Usted mismo ha dicho que ha tenido una nueva idea respecto a la cobaya.
Aaron de Arlington entornó los párpados.
—Aguda observación, señorita Mason. Bien..., ¿le gustaría ver cómo abro una cajita de pensamientos... o tiene... miedo?
—No suelo tener miedo casi nunca.
—¿De veras? — Aaron sonrió —. Vaya, eso significa que su cerebro no me serviría para mis experimentos, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir? — respingó Eva.
—Nada, nada... Bien, vamos allá. Quítese el abrigo... ¿O prefiere instalarse en cualquier habitación de arriba? ¡La casa es lo bastante grande para los dos, y para muchos más!
Eva Mason se quitó el abrigo, dejando más perceptible su espléndido cuerpo juvenil, al que De Arlington ni siquiera concedió una mirada. Simplemente, se volvió hacia la cobaya una vez más, y se quedó mirándola atentamente. El animalito, fatigado, parecía haberse aletargado, pero debió presentir que de nuevo era objeto de la atención del ser humano, y se espabiló inmediatamente. Aaron vio sus relucientes ojitos, y sonrió. Le puso una mano encima, y percibió el velocísimo latir del pequeño ser.
—Tienes miedo, ¿eh? ¡Estupendo!
Eva Mason se colocó a su lado, y, siguiendo sus instrucciones, le ayudó a inmovilizar completamente al animal con las tiras metálicas. Aaron de Arlington se encargó personalmente de fijar la cabeza de la cobaya, de modo que ésta no podía moverla ni una décima de milímetro. Acto seguido, tomó un pequeño aparato, lo enchufó a la corriente eléctrica, y una delgada sierra de pequeños y agudísimos dientes apareció, funcionando circularmente.
Aaron acercó el extremo de la sierra sin fin a la cabeza de la cobaya...
—¿No la anestesia? — susurró Eva.
—¿Cómo demonios habría de sentir miedo un animal dormido? — gruñó Aaron —. Tiene que estar despierto, y sabiendo lo que están haciendo con él.
—Pero... ¿no morirá?
—No inmediatamente.
Eva Mason cerró un instante los ojos... Los abrió, sobresaltadísima, cuando oyó el primer chillido del animalito. Vio los redondos ojitos relucientes como carbones, y captó el temblor de todo aquel cuerpo que pretendía zafarse de los flejes metálicos, lo que era completamente imposible. No podía moverse ni una décima de milímetro... Pequeñas cantidades de pelaje flotaban sobre el animalito, cuyos chillidos eran aterradores. Eva miró a De Arlington, y lo vio completamente absorto en su trabajo, inmutable. Parecía que ni siquiera oía aquellos chillidos que, en cambio, a Eva le producían la impresión de taladros en sus oídos.
Saltaron unas pequeñas esquirlas de hueso, más pelaje... La sierra proseguía su labor. La mano de Aaron no vacilaba, no tenía ni el más leve temblor. Era una mano hermosa, bien cuidada, de una firmeza sorprendente... y hasta escalofriante. Más pequeñas esquirlas de hueso craneal. Las diminutas y afiladísimas puntas de acero iban serrando el hueso como si fuese de simple mantequilla.
De pronto, dejó de oírse el zumbido de la sierra, y Aaron dejó ésta a un lado. Agarró unas pinzas cortas y de agudas puntas aplanadas, e introdujo cuidadosamente uno de los extremos por la ranura. Con exquisito cuidado, efectuó una breve palanca, cerró las pinzas y retiró la tapa craneal.
Eva Mason volvió a cerrar los ojos.
De pronto, se dio cuenta de que la cobaya ya no chillaba. Abrió los ojos, y miró los del animalito. No, no había muerto... Estaba como hipnotizado, quieto. Las pupilas estaban enormemente dilatadas, ocupando prácticamente todo el ojo. Miró el cerebro, y lo vio latiendo. Bueno, no es que latiese, era que... se movía. Pero sí, había como un leve latido en aquella pequeña masa blancogrisácea que parecía como envuelta en una leve tonalidad rojiza. Era como... como un hongo sumergido... en aceite sonrosado...
—Observe — oyó la voz de Aaron —. ¿Qué le parece?
Haciendo un esfuerzo, Eva miró el punto exacto que señalaban las pinzas.
—La... la verdad es que no veo... nada especial.
—¿No? Bueno, acerque el microscopio, y se dará cuenta de que sí hay algo especial... ¿Qué le pasa?
—Na... nada...
—¡Pues acérqueme el microscopio!— señaló Aaron.
—Sí, sí...
De Arlington lo utilizó sin la base; estuvo unos segundos mirando, y luego miró sonriente a Eva.
—A veces lo utilizo así, como si fuese un... telescopio, o, si lo prefiere, como simples prismáticos. Eche una ojeada.
Eva Mason obedeció. La imagen que apareció ante su ojo no la impresionó demasiado. Era el conjunto lo que impresionaba. Ver la cobaya quieta, con las pupilas dilatadas, silenciosa, y su cabeza «destapada» era lo impresionante. Pero por el microscopio sólo vio una masa sonrosada de cordoncitos que latían... Se retiró de pronto.
—¿Qué? ¿Se ha dado cuenta?
—¿De... de qué?
—¿No ha observado que en una determinada zona del cerebro hay más actividad que en el resto?
—Pues... no. No.
—Es usted poco observadora. Vamos, eche otra mirada, y verá que... No, ya no hace falta: ha muerto. Vaya, es uno de los que me han durado menos tiempo con la cajita abierta. En fin, lo cocinaremos para la cena, y... ¡Señorita Mason!
La señorita Mason se había llevado las manos a la boca, y salía a todo correr del laboratorio.
—¡Señorita Mason, era una broma!
No obtuvo respuesta, lo cual pareció sorprenderle. Se quedó mirando hacia la puerta, alzadas las cejas. Tully apareció enseguida, con un gesto interrogante en sus fuertes facciones.
—¿Qué ha ocurrido, doctor?
—¡Y yo que sé...! ¡Bah, una tontería! ¿Donde está esa asustadiza dama?
—Ha subido disparada al piso de arriba. Me parece que se ha encerrado en un dormitorio.
—Bueno — encogió los hombros Aaron de Arlington—, será mejor que le suba sus cosas. Dígale que nos veremos a la hora de la cena... Aunque no, no creo que esta noche ella tenga mucho apetito. Y es extraño... ¿Qué tiene de malo un cerebro?
Tully, que se había acercado a recoger la maleta de Eva, echó un vistazo a la cobaya muerta sobre la mesa, y luego miró al doctor De Arlington. Al parecer, sus reflejos mentales eran más que buenos, porque preguntó:
—¿La ha invitado a comerse el cerebro de la cobaya?
—Bueno, no exactamente..., pero algo así. Según parece, a la señorita Mason no le gustan las costumbres de los emperadores chinos.
—¿Qué emperadores?
—¿No conoce usted esa costumbre gastronómica? Pues cogían un mico, y lo colocaban bajo una mesa que tenía en el centro un agujero del tamaño aproximado de la cabeza del mico, de modo que la parte superior del cráneo sobresalía del nivel de la mesa. Naturalmente, amarraban muy bien al mico, y entonces, con un martillo y una escarpa le abrían la cabeza, hasta dejar al descubierto el cerebro..., como he hecho yo con la cobaya, más o menos. Entonces, le echaban agua hirviendo al cerebro, y procedían a comérselo. Claro, como usted comprenderá, el mico moría muy pronto.
Tully dirigió una torva mirada a De Arlington, y masculló :
—Le subiré sus cosas a la señorita Mason. ¿Entiendo que ella va a quedarse?
—Depende del miedo o el asco que me haya cogido — sonrió Aaron.
Y se dedicó muy seriamente a examinar el cerebro de la cobaya muerta.

CAPÍTULO II

La señorita Mason se quedó.
Durante el día siguiente, ella y Aaron no se vieron. La casa, en efecto, era grande, y De Arlington se encerró en su laboratorio apenas amaneció, y no salió de allí hasta las seis y pico de la tarde, con aspecto agotado. Se dejó caer en un sillón..., y se quedó mirando estupefacto a Eva Mason, que, con un libro en las manos, lo contemplaba a su vez.
—¡Caramba, señorita Mason!— exclamó—. ¿Qué tal?
—Muy bien, gracias. ¿Y usted?
—¿Yo? Pues no sé... Me parece que estoy cansado, eso sí. ¡De modo que se ha quedado usted en mi casa!
—Así parece.
—¡Pues no la he visto en todo el día!
—Lógico, ya qué no ha salido usted del laboratorio, y yo no he hecho otra cosa que escribir a máquina sobre el «rollo» que me endosó ayer.
—Ah, sí, ya recuerdo... Sí, recuerdo — sonrió Aaron simpáticamente—. Espero que no me guarde usted rencor por haberla asustado.
—No me asusté. Sólo experimenté náuseas. Lo siento. Yo soy la más disgustada, ya que no suelo tener miedo a nada... o casi nada. Pero las náuseas...
—Sí, comprendo, comprendo. ¿Tiene un cigarrillo?
Eva Mason le ofreció un cigarrillo, y la llamita de un pequeño encendedor de platino y brillantes. Aaron aspiró el humo, y quedó pensativo. Había un gran silencio en la casa. Tully estaba sentado en un sillón, sosteniendo una revista, pero mirando de Eva a Aaron y viceversa.
Kramer, de pie junto a una ventana con las persianas casi completamente cerradas, dedicaba la mayor parte de su atención al exterior, donde se veía el resplandor del sol en su ocaso, tiñendo de tono rosado el cielo por encima de las aguas de Galveston Bay.
—¿De modo que usted no suele tener miedo? — preguntó de pronto Aaron.
—Creo que ya se lo dije ayer. Pero no sé qué me pasó al ver latiendo aquel pequeño cerebro... Estoy segura de que no volverá a ocurrir.
—Me alegro por usted. ¿Sabe, señorita Mason?: ¡me gustaría verla desnuda!
—¿Qué? — exclamó Eva.
Tully se quedó mirando atónito a De Arlington, y Kramer volvió la cabeza, con gesto de pasmo. Aaron movió las manos en el aire.
—Me he expresado mal, me he expresado mal. He querido decir que me gustaría verla al desnudo, pero en lo que a su cerebro se refiere.
—¿Quiere decir que se le ha ocurrido... destapar mi cajita de los pensamientos?
—Bueno — refunfuñó Aaron —, reconozca usted que sería interesante para mí examinar un cerebro en el que no existiese el impulso del miedo, la angustia, la ansiedad... y todo eso.
Eva Mason sonrió de pronto.
—¿Le gustaría que fuésemos al cine, doctor? — propuso.
—¿Adonde?
—Al cine.
Posiblemente, Aaron de Arlington no había estado tan sorprendido en toda su vida.
—¿Al cine? ¿Para qué?
—Para ver una película. Podríamos cenar por ahí, ir al cine, y luego ir a tomar algo a cualquier parte.
—Y todo eso... ¿para qué?
—Bueno... Después de todo un día de trabajo es agradable divertirse un poco... ¿No?
—Señorita Mason: yo me he estado divirtiendo todo el día.
—¿Destapando cajitas de pensamientos?
—Dudo mucho que exista en el mundo mayor diversión para mí.
—¿Incluyendo las chicas?
—¿Qué chicas?
—Supongo que tiene usted sexo.
Aaron de Arlington quedó una vez más estupefacto.
Kramer, frente a la ventana, no pudo reprimir una risita. Tully, simplemente, miraba con expresión divertida a De Arlington.
—Caramba — masculló el investigador—. ¡Me había olvidado de eso!
Esta vez no sólo rió de nuevo Kramer, sino Tully, y la propia Eva, que comentó:
—Algo parecido le ocurre a mi tío..., pero él tiene ya sesenta y dos años, me parece... ¿Cuántos tiene usted?
—¿Yo? Me parece que treinta y dos, o algo así... ¡Oiga...! ¿Sabe que es usted muy bonita, Eva?
—¡No me diga!—exclamó la pelirroja con lentes,...
—Sí...,¡Sí, sí! ¡Quítese los lentes!
—¡Cielos! — exclamó Eva—. ¡No me diga que pretende usted que le haga una función de strip tease, doctor!
—Claro que no — masculló De Arlington —. Sólo quería ver su rostro sin los lentes. ¡Seguro que es bellísimo!
—Oigan — dijo Tully, riendo — : si estorbamos Kramer y yo, podemos irnos a dar una vuelta por ahí.
—No, señor — lo miró Eva—. Quienes vamos a salir a dar una vuelta somos Aaron y yo. Iremos...
—Eso es más complicado — intervino Kramer—.: si salen ustedes, tendremos que acompañarlos.
Se quedaron mirando los tres a De Arlington, que iba mirando de uno a otro, como desconcertado. Por fin, soltó un refunfuño.
—Nada de paseos. Me importa un comino el cine y todo eso. Además, mi intención era descansar un rato mientras ceno, y luego volver al laboratorio.
—¡Pues vaya un programa!—protestó Eva —. Desde luego, no cuente conmigo para eso. ¡Me parece que voy a irme al cine yo sola! ¿Me prestaría usted su coche, Aaron?
—Claro que sí. ¡Ir al cine...! ¡Qué tontería!
La conversación se alargó un poco más, pero Eva ya había tomado su decisión, y pocos minutos más tarde salía de la casa, con las llaves del coche de Aaron de Arlington. Se metió en el coche y partió, mirando por el retrovisor hacia la casa.
Kramer estuvo mirando el coche hasta que se perdió de vista. Entonces, se volvió, y dijo:
—También a mí me gustaría divertirme un poco, francamente.
—Vayan con ella, si quieren — autorizó De Arlington.
Los dos hombres se quedaron mirándolo no poco irritados. Tully encogió los hombros, y se puso en pie.
—Creo que será mejor que prepare la cena. Demonios, doctor, la señorita Mason tiene razón: ¿por qué no hay una mujer en esta casa?
—Siempre he sabido cocinar — replicó Aaron —, de modo que, ¿para qué puedo querer a una mujer aquí?
Kramer y Tully cambiaron una mirada. Luego, ambos movieron la cabeza. Cada cual es como es, y a Aaron de Arlington había que tomarlo como era. Así de sencillo.

* * *

El coche se detuvo frente a la casa, y Tully, que tenía el turno de vigilancia ante la ventana, volvió la cabeza hacia Kramer, que dormitaba tendido en el sofá.
—Ahí está la señorita Mason. Ve a abrir la puerta.
Kramer masculló algo, se colocó de lado, y suspiró profundamente. Tully gruñó una protesta, pero se dirigió hacia la puerta del saloncito. Cruzó el vestíbulo, llegó ante la puerta, y la abrió, esbozando ya una sonrisa...
Lo único que vio, enseguida, fue un fogonazo de un color azulado, y casi simultáneamente, otro. Primero notó el fuerte impacto en el pecho, que le hizo oscilar hacia atrás, y también casi simultáneamente algo pasó cerca de su oreja derecha, crujiendo con fuerza...
—¡Kramer!—aulló—. ¡Kramer, nos at...!
No pudo decir más. La cabeza le dio vueltas, tuvo por un instante la sensación de que él era un tornillo girando a toda velocidad, hundiéndose en algo, y enseguida rodó por el suelo. Todavía estaba su cuerpo oscilando blandamente cuando Kramer apareció en la puerta del saloncito, pistola en mano, muy abiertos los ojos, desgreñado. Lo primero que vio en el suelo, fue a Tully. Acto seguido, miró hacia la puerta, donde pudo ver a dos hombres cuyos rostros estaban protegidos por caretas antigás.
Lanzando una exclamación, Kramer apuntó la pistola hacia la puerta de la casa, y apretó el gatillo en el momento justo en que los dos hombres desaparecían de la puerta, hacia el porche. Kramer disparó dos veces más, corrió hacia Tully, y se arrodilló a su lado, llamándolo. Justo entonces percibió el extraño olor, y el significado de las máscaras antigás quedó claro en su mente.
Alzó vivamente la cabeza, alarmado el gesto... Sus ojos giraron en las órbitas, osciló un instante a derecha e izquierda, y acto seguido cayó hacia la derecha como un plomo. Por un lado de la puerta de la casa apareció el cañón de una pistola enorme; se oyó un chasquido, apareció una luz azulada, y otra pequeña granada de gas narcótico entró en la casa, estrellándose contra la pared.
Casi enseguida aparecieron de nuevo los dos hombres, seguidos de un tercero, igualmente protegido por una careta antigás. Este hombre fue el que se lanzó escaleras arriba, empuñando asimismo una pistola idéntica a las de sus compañeros. Estos entraron en el saloncito, echaron una veloz mirada a través de los redondos cristales de la máscara, y salieron a toda prisa, corriendo por el pasillo hacia el fondo de la casa.
Cuando abrieron la puerta del laboratorio, Aaron ni siquiera se movió. Estaba examinando al microscopio la parte que le interesaba del cerebro de la cobaya sacrificada aquel día, y el resto del mundo no existía para él. Uno de los hombres apuntó su pistola, y disparó. El impacto de la cápsula junto al microscopio ocasionó un tremendo sobresalto en Aaron, que saltó del taburete respingando y mirando a todos lados, como alucinado. En un giro, sus ojos vieron a los dos hombres, y volvieron velozmente hacia ellos, muy abiertos.
El gas hizo su efecto en ese mismo instante. Los ojos de Aaron giraron, Luego parpadeó pesadamente un par de veces, y se desplomó.
Los dos hombres guardaron las pistolas, y uno de ellos hizo señas al otro, que se acercó inmediatamente a De Arlington, y se lo cargó en un hombro con toda facilidad. Cuando llegaba al vestíbulo, el hombre que había subido al piso destinado a dormitorios, descendía rápidamente. Se miraron a través de los lentes de las máscaras, y el que descendía hizo gestos negativos: no había nadie más en la casa. Corrieron los dos hacia la puerta, salieron a todo correr hacia el coche, y el que no iba cargado abrió el portamaletas..., dentro del cual estaba Eva Mason, dormida, colocada allí como acurrucada, en posición de decúbito supino. Aaron de Arlington fue colocado cuidadosamente junto a la pelirroja ahora sin lentes, y la tapa del portamaletas fue bajada.
Los dos hombres volvieron corriendo al interior de la casa. Cuando entraron en el laboratorio, el hombre que había quedado allí estaba reuniendo sobre la mesa todo lo que le parecía conveniente. El microscopio, un block de notas, los lentes de Aaron recogidos del suelo, unas botellitas dentro de las cuales había cerebros de cobayas en formol... El hombre señaló hacia la mesa que se veía en un rincón, y uno de los hombres corrió hacia allí, y comenzó a abrir cajones y a sacar todos los papeles. El otro regresó al piso de arriba..., para regresar enseguida con la maleta de Eva Mason, ahora vacía. Dentro de la maleta fueron metiendo todo lo que a su juicio era importante.
Cuando el coche de Aaron de Arlington se alejaba de la casa, no hacía ni cuatro minutos que había llegado. Una operación rápida... y completa.
Veinte minutos más tarde, una avioneta despegaba desde un lugar no muy lejos de allí, utilizando un tramo de carretera como pista. A un lado de esta carretera, abandonado, quedó el coche del doctor Aaron de Arlington.
Vacío, naturalmente.

* * *

Finalmente, y pese a que todavía no estaba del todo recuperado, Aaron de Arlington identificó aquel sonido que parecía impregnar sus oídos, como si fuese cera derretida que los fuese llenando: era el vuelo de un avión... No, de una avioneta. Una avioneta.
Se dio cuenta de que estaba viendo las estrellas. Luego, de pronto, distinguió frente a él las siluetas de dos hombres, ambos sentados. Y acto seguido, gracias al resplandor de las estrellas que llegaba desde la pequeña ventanilla de su derecha, vio a la persona que tenía sentada a su izquierda. Vio la forma de su rostro, el relucir de sus grandes ojos... Ahora no llevaba lentes.
—¿Se encuentra bien, Aaron? — musitó Eva Mason.
—Señorita Mason... ¿Qué pasa? ¿Dónde estamos?
—Están en una avioneta, volando hacia un interesante destino, doctor De Arlington — dijo uno de los dos sujetos sentados frente a él y Eva—. Llegaremos justo antes del amanecer, si no hay contratiempos.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es lo que quieren?
—Somos amigos de los hombres que fracasaron en él anterior intento de secuestrarle, doctor De Arlington. Nosotros hemos tenido más suerte... y astucia. Aunque debemos admitir que quizá no habríamos conseguido todavía nuestros propósitos de no haber sido por la doctora Mason.
Aaron quedó desconcertado unos segundos. A cada instante, iba viendo mejor los rostros de los dos hombres, y el de Eva Mason. Más allá, frente a él, distinguía las luces de un panel de mandos, y, recortada en éstas, la silueta del piloto de la avioneta... Miró a Eva.
—¿Doctora Mason? — masculló—. ¿De qué...?
—Aaron, ellos entraron en el coche cuando yo acababa de sentarme al volante después de salir del cine — explicó rápidamente la señorita Mason—. Me preguntaron que quién era, qué hacía en la casa de usted, cuántos hombres había dentro, y si había más alrededor... Les dije que era la sobrina del profesor Mason y que estaba en la casa para investigar con usted sobre una tesis. Tuve que decirles cuántas personas había en la casa, y entonces me dijeron: «Muy bien, doctora Mason, no le va a pasar nada si es usted buena chica, nos lo explica todo de nuevo con todo detalle, y luego se toma las cosas con calma...» ¿Qué podía hacer? Contesté a lo que rae preguntaron, y luego me narcotizaron. Hace sólo unos minutos que he despertado.
Aaron de Arlington estuvo mirándola fijamente unos segundos. Luego, miró hacia los dos hombres.
—¿Entiendo que los dos estamos secuestrados? — murmuró.
—Así es; doctor.
—¿Por qué? ¿Para qué?
—Una persona quiere tener el placer de conversar con ustedes.!. Especialmente, con usted; aunque no desdeñará que le llevemos a una colega suya, desde luego.
—¿Quién es esa persona y de qué quiere hablar conmigo?
—Esa persona es Hipócrates, y quiere hablar con usted de Ciencia.
—¿Hipócrates? ¿Qué Hipócrates?
—El padre de la Medicina y de la investigación médica — rió el otro sujeto, divertido —: Hipócrates de Cos, naturalmente.
—¿Se están burlando de nosotros?
—¿Por qué motivo, doctor De Arlington? ¿Acaso no creé usted en la resurrección de los muertos?
—Váyase al cuerno — masculló Aaron.
—¿Ni siquiera cree en la reencarnación? — insistió el otro.
—No insistas, hombre — intervino su compañero —: los científicos no creen en nada de eso. La materia, simplemente,: nace y muere para siempre. ¿No es así, doctor?
—Si todo esto es una broma — se irritó Aaron —les aseguro que no le veo la gracia por ningún lado.
—Vamos, vamos, no se enfade. Siga el ejemplo de su colega, la doctora Mason. Vea qué quietecita y callada está, qué serena y tranquila.
—Quizá sea cierto que nunca tiene miedo — gruñó Aaron—. En cuanto a mí, no es que tenga miedo: simplemente, no me gusta que me distraigan de mi trabajo.
—Si es por eso, no se preocupe, que podrá seguir trabajando, se lo garantizo... ¿De modo que la doctora Mason nunca tiene miedo?
—Eso dice ella.
—Bueno — sonrió el hombre—. ¡Ya veremos!

CAPÍTULO III

Efectivamente, llegaron a destino antes del amanecer. Un destino sobre el cual tanto Eva como Aaron no hablan tenido grandes dificultades en obtener conclusiones: era una isla.
Habían sobrevolado por la zona hasta que vieron las señales luminosas que les indicaban la pequeña pista donde debían aterrizar. Por lo demás, nada se veía, salvo estrellas y mar reflejándolas. Fuese cual fuese aquella isla, islote más bien, estaba lo bastante lejos de cualquier lugar habitado cuyas luces pudieran verse a determinada distancia. Distancia que podía ser cien millas o quinientas millas. Era como haber descendido del cielo al fondo de la tierra. Aaron de Arlington preguntó dónde se hallaban, pero no tuvo respuesta alguna. Por su parte, Eva Mason ni preguntó nada ni hizo comentario alguno.
Simplemente, cuando parecía que por el Este comenzaba a clarear, saltaron de la avioneta, cerca de una pequeña playa de relucientes arenas y donde abundaba la vegetación, especialmente altas palmeras.
—Pero... ¿dónde estamos? — insistió Aaron.
—Ya que se pone tan pesado, se lo diré — rió uno de los sujetos—. Aunque, debería usted adivinarlo, doctor.
—¿En la isla de Cos? — preguntó Eva.
—¡Exacto! — rió el hombre—. ¡Justo en el lugar donde nació Hipócrates!
—Hipócrates nació en Grecia — dijo Eva Mason —. Y nosotros estamos en un islote del Caribe.
—¡Ah...! ¿De modo que es usted muy lista, doctora? Bueno, nadie va a reprocharle aquí esa cualidad. Precisamente, lo que más desea Hipócrates es hacer contacto con personas inteligentes.
—¿Va a durar mucho esa tontería de Hipócrates? — farfulló Aaron.
No recibió respuesta. Habían aparecido más hombres, no pudieron ver de dónde, y estaban dando vuelta a la avioneta, enfilando la proa hacia el extremo de la pista recién utilizada. Luego, la empujaron, y pocos segundos después la avioneta estaba de nuevo en el aire, alejándose en dirección opuesta a la salida del sol, perdiéndose muy pronto de vista.
Los dos hombres que habían saltado de la avioneta con Eva y Aaron estuvieron conversando un par de minutos con los que habían aparecido no se sabia de dónde, y luego se dirigieron de nuevo a los secuestrados:
—Hipócrates está descansando ahora, de modo que lo verán ya avanzado el día. Los llevaremos a sus alojamientos... Quiero informarles desde el primer momento que sería una tontería por parte de ustedes que intentasen huir, ya que no podrían ir a parte alguna..., y en la isla muy pronto les daríamos caza. ¿De acuerdo?
—Pero... ¿qué significa todo esto? — insistió una vez más Aaron.
—Ya lo sabrá. Hemos traído muchas cosas de su laboratorio, doctor, de modo que no tendrá dificultad en trabajar aquí. Y si necesitase algo, sólo tendría que pedirlo, y se le proporcionaría. Vengan por aquí.
Las luces de la pista se habían apagado. No había ahora luz en parte alguna. Sin embargo, la claridad del día iba siendo más y más intensa, y pudieron ver, al menos, dónde ponían los pies, mientras caminaban hacia el centro de la isla, donde había elevaciones rocosas entre zonas de densa vegetación. ¿El Caribe?, pensó Aaron: podía ser perfectamente una isla del Caribe, desde luego.
Apareció un ancho hueco entre las rocas. A partir de ese momento, todo se convirtió en un intrincado laberinto de pasillos rocosos, iluminados por simples bombillas. Pero no se oía en parte alguna el zumbido del generador... De cuando en cuando veían a un hombre armado, que los miraba inexpresivamente. Muchos de ellos eran de raza negra. Pronto llegaron a un lugar donde los pasadizos se ensanchaban, y comenzaron a ver puertas solidísimas, hechas con troncos de palmeras, por cuyos intersticios, en algunas, se filtraba luz..., y, muy pronto pudieron comenzar a oírlos, escalofriantes gemidos apagados, como llantos, o sollozos.
—Dios mío — susurró Aaron —. ¿Qué es eso?
Nadie contestó. Pero los dos hombres de la avioneta miraron con renovado interés a Eva Mason, en cuyo rostro no había expresión alguna.
De pronto, se detuvieron ante una puerta, y uno de ellos la señaló.
—La doctora Mason descansará aquí, hasta que la avisemos. El interruptor de la luz está a la derecha, doctora. Que descanse.
Aaron y Eva se miraron. Luego, ella se acercó a la puerta indicada, y la abrió. Uno de los captores la empujó suavemente, y cerró la puerta... Dentro de aquella estancia, Eva Mason quedó inmóvil, oyendo cómo afuera colocaban la barra de hierro que cerraba exclusivamente por el exterior. Luego, tenuemente, oyó los pasos alejándose.
Y cuando todo quedó en silencio afuera, comenzó a oír los rumores de dentro...
Los rumores de dentro.
Respiraciones.
Sí, estaba oyendo respiraciones. Eso, como base, como fondo. Pero también oía como... cosas que rozaban, de un modo deslizante, lento. Y como sonidos... de carne. Sí, de carne. Le llegó de pronto un profundo suspiro, como de desaliento. Oía respiraciones y rumores en abundancia, todos por delante de ella, pero no sólo al frente, sino también a derecha e izquierda. Respiraciones, frotamientos, chasquidos como de carne...
Muy despacio, desplazó el brazo derecho lateralmente. Tocó la pared, y tanteó con los dedos hasta encontrar el interruptor de la luz.
Lo accionó.
Tuvo un brevísimo instante de deslumbramiento cuando la bombilla se encendió en el techo. Un instante brevísimo. Enseguida, vio frente a ella, y a derecha e izquierda, los camastros colocados con la parte de la cabecera hacia la pared casi circular de aquella «habitación». Casi todos los camastros estaban ocupados..., pero no todos los ocupantes estaban tendidos, durmiendo. En realidad, parecía que nadie dormía allí. Tanto los seres tendidos como los sentados en el borde de su camastro, la estaban mirando.
Estaban mirando fijamente a Eva Mason.
Y Eva Mason estaba experimentando la sensación de que todo su cuerpo se estaba encogiendo debido al intenso frío que se extendía de pronto por toda su piel. Era como si acabasen de introducirla en un congelador. El intenso frío, producto del espanto, se iba intensificando. Era ya tan denso que Eva llegó a pensar que la sangre había dejado de circular por sus venas, congelada... Ni siquiera pudo mover los labios para emitir un suspiro. Sabía que tenía los ojos desorbitados, pero no podía reaccionar ni siquiera en eso...
Sólo podía mirar.
Mirar a aquellos seres desnudos, cuyos cuerpos parecían estar... rompiéndose, agrietándose, cayéndose a pedazos. Les faltaban trozos de carne en varias partes del cuerpo. Y de la cara. Y de las manos. Algunos no tenían cabello alguno. Otros carecían de labios, o de orejas, o de nariz...
Eva Mason cerró de pronto los ojos, y se estremeció fuertemente.
«Son leprosos — pensó—. Me han encerrado con un grupo de leprosos.»
Intentó serenarse. Sabía que la lepra no es contagiosa, así que se aferró a este conocimiento. Muy bien, estaba con un grupo de leprosos... ¿Y qué? La cuestión no era estrictamente ésta, sino qué pensaban hacer los leprosos con ella, para qué la habían encerrado allí con ellos. Y de pronto, otra idea: ¿durante cuánto tiempo pensaban tenerla allí? ¿Pretendían que aquél fuese su alojamiento mientras permaneciese en el islote?
Oyó el rumor deslizante en el suelo, acercándose a ella.
El rumor se detuvo.
Abrió los ojos, y todo su cuerpo se tensó al ver ante ella a uno de los leprosos. No... No era «uno», sino «una». Era una mujer..., o lo que quedaba de una mujer.
—Pronto serás como nosotros — dijo la mujer, en francés.
Eva no acertó a responder. No se le ocurrió nada. Había entendido perfectamente, pero no supo qué replicar a aquella terrible aseveración, a la horripilante perspectiva manifestada por la leprosa.
—Eres muy bonita — dijo la mujer, tras una pausa, con voz cansada, incierta—. Seguramente, te violarán, como me hicieron a mí. Pero peor te iría con los sifilíticos, o con los sarnosos.
Tampoco ahora supo Eva qué contestar. La leprosa señaló hacia uno de los pocos lechos vacíos.
—Puedes ocupar esa cama. Es inútil que te niegues a acostarte, porque te lo harán de todas maneras... Ellos están cansados de hacerlo con nosotras. Les gustará tu carne.
La mirada de Eva recorrió velozmente el aposento, y fue distinguiendo más mujeres. Aproximadamente, había tantas mujeres como hombres...
Miró de nuevo a la leprosa.
—Diles que no se acerquen a mí — susurró—. ¡Que no se acerquen!
El rostro de la mujer se estiró en una horrenda mueca que dejó al descubierto unos dientes sorprendentemente blancos y bonitos. Uno de sus ojos casi quedó oculto entre los hinchados párpados. Sonó su risa aguda, un «ji, ji, ji» chirriante, y luego de nuevo su voz:
—Ya te han oído. No somos sordos... Te han oído perfectamente, pero no te harán caso. Te violarán.
Eva no contestó tampoco esta vez. Simplemente, se quedó allí de pie, tensa, alerta, mirando de uno a otro leproso. La mujer volvió a reír, y regresó a su camastro, se tendió, y continuó mirándola.
Uno de los hombres se puso en pié, y se acercó unos pasos.
—Mira — dijo—. ¡Esto está sano!
Sonaron algunas risitas en el aposento. Eva Mason se quitó los zapatos, y agarró uno con cada mano, por la punta, de modo que el tacón se convirtió en improvisado martillo. No dijo nada. Simplemente, se quedó esperando..., mientras oleadas de frío recorrían continuamente su cuerpo. El hombre dio otro paso hacia ella. La mirada de Eva fue velozmente hacia él.
—No te acerques más — advirtió.
El hombre se detuvo. Otros dos se pusieron en pie, y fueron a colocarse a su lado. Luego, los tres se fueron acercando lentamente... Otro hombre se puso en pie, y en seguida, dos más, que se acercaron a los primeros, formando un frente amplio.
La mirada de Eva se desvió un instante hacia el interruptor de la luz. La sola idea de quedarse a oscuras en aquel aposento lleno de leprosos la aterró. Si apagaba la luz, no los vería, pero todo seguiría igual. Además, ellos podían volver a encenderla en seguida. De pronto, miró hacia la sucia y solitaria bombilla que pendía del techo, y acto seguido, sorprendiendo a los leprosos con su gesto, alzó el brazo derecho y lo llevó hacia atrás...
Hubo un breve retroceso en los hombres, pero ella ya no los miraba. Lanzó el zapato hacia la bombilla, pero falló. El zapato pasó a unos veinte centímetros, y fue a estrellarse en la pared del fondo, de roca viva. Eva se pasó el otro zapato a la mano derecha, y lo tiró también hacia la bombilla.
Se oyó un sonoro «pop», hubo como un intenso destello, y enseguida se hizo la oscuridad. Se oyeron los leves sonidos de los restos de la bombilla rota al caer al suelo, y acto seguido como un resoplar múltiple, un jadeo, casi un bramido... Varios cuerpos chocaron contra la puerta al no encontrar en su camino el cuerpo de Eva Mason, que se había apartado de allí apenas quedó la estancia a oscuras. Se oyeron maldiciones, golpes, un par de caídas, gruñidos...
Eva Mason, que había calculado la distancia y e] camino hacia el fondo del aposento, llegó allí rápidamente, dándose algunos golpes con los camastros. Quedó de espaldas a la pared, inmóvil, oyendo el rebullir furioso de los leprosos.
Una voz dijo, en español:
—Sólo con tocarla sabremos que es ella... ¡Su carne está sana!
Comenzó a oírse ruido de pies, gruñidos, golpes, tropezones... Eva oyó la proximidad de uno de los hombres. Tan próximo estaba que su aliento casi llegaba a su rostro. De pronto, una mano tocó su pecho por encima de la ropa.
—¡Aquí está, la...!
Eva Mason alzó fuertemente la rodilla derecha, empujando hacia delante. Notó el fuerte impacto, y el berrido del hombre al ser golpeado en los genitales llegó esta vez con violencia a su rostro. Con una mano empujó al hombre, qué rodó por el suelo hacia el centro del aposento. Inmediatamente, el rumor de pies se concentró en esa dirección, se oyeron caídas, golpes, gritos del hombre golpeado... Eva se dejó caer de rodillas, tanteó hacia un lado, y tocó el borde de un camastro. Con las manos, midió la distancia entre el borde y el suelo, y acto seguido se dejó caer de bruces, y se desplazó lateralmente debajo del lecho, mientras a su alrededor seguían oyéndose voces, gritos y exclamaciones groseras. Eva permaneció inmóvil. No quería hacer nada más, no quería golpear a nadie más, no quería complicaciones. Mientras pudiese mantenerlos engañados permaneciendo bajo el camastro, eso haría.
Hubo roces de pies muy cerca de ella. El camastro bajo el que se había ocultado crujió al recibir un peso que lo hundió, de modo que la espalda de Eva quedó en contacto con el jergón.
Eva cruzó los antebrazos ante su rostro, y apoyó la frente en ellos. En el aposento, el ruido proseguía, los golpes, las voces... De cuando en cuando, una maldición. Oyó algunas palabras en inglés, pero lo que más abundaba era francés, y sobre todo, español.
El jaleo fue remitiendo lentamente.
Cerró los ojos, estremecida. Allí dentro no hacía frío, ni mucho menos, pero ella sentía como algo helado en su piel. A fin de cuentas, ¿qué es el llamado «ser humano» sino un animal, otro animal del planeta Tierra?
Estaba rodeada de animales leprosos.
A medida que la calma se iba restableciendo, Eva iba notando más y más su cansancio. No había dormido durante el viaje en avioneta; si acaso, habíase relajado por breves períodos... Comenzó a sentir sueño. Sabía que podía controlarlo, pero ¿qué objeto tenía? Si la encontraban, lo mismo daría que estuviese dormida, pues se despertaría en el acto y tendría que afrontar de nuevo la situación. Así pues, Eva Mason decidió dejar de luchar contra el sueño.
Se durmió.

CAPÍTULO IV

Como lejano, oyó el rumor de respiraciones súbitamente agitadas. Sólo eso, pero fue suficiente para despertarla. Se quedó inmóvil, situándose inmediatamente, recordándolo todo en una fracción de segundo.
Casi enseguida, oyó el sonido de la puerta al abrirse, y el resplandor de la luz eléctrica del exterior del aposento pareció barrer el suelo y llegar hasta sus brazos, todavía doblados bajo el rostro...
Oyó el chasquido del interruptor de la luz varias veces.
Luego:
—¿Qué pasa aquí? ¡Doctora Mason!
Eva no contestó. Había reconocido la voz de uno de los que habían llegado a la isla con ella en la avioneta, pero no contestó. Vio los pies sólidamente calzados, pisando los restos de la bombilla, y oyó el crujir de los cristalitos. Enseguida, el gruñido del hombre.
—Stimson, esta gente ha roto la bombilla... ¡Ve a buscar una!
Pasos alejándose.
—¡Doctora Mason, soy Hoogan! ¿Qué le pasa? ¿Está bien? La está esperando Hipócrates... ¡Vamos, conteste! ¡Y los demás, permaneced en vuestros sitios! ¿Doctora Mason?
Eva se deslizó por debajo del camastro, hasta salir, y se puso en pie. En el centro del aposento. Hoogan captó el movimiento, y miró hacia allí.
—¿Doctora Mason?
—Sí, soy yo — murmuró Eva.
—Venga conmigo.
Salieron los dos del aposento de leprosos. Eva mantuvo los párpados entrecerrados unos segundos, los que necesitó Hoogan para colocar la barra de hierro ante la puerta. Terminada esta operación, Hoogan se volvió a mirarla, con el ceño un tanto fruncido, pero sonriente, burlón.
—Ya cambiaremos luego la bombilla. ¿Qué? ¿Cómo le ha ido?
—La cama un poco dura — murmuró Eva.
—¿De veras? Bueno..., ¿qué ha pasado?
—Me han violado.
—Ah — Hoogan amplió su sonrisa —. Vaya, mala suerte. Espero que de todos modos no haya tenido demasiado miedo.
—Ha sido horrible. ¡Por favor, lléveme lejos de aquí!
Stimson apareció, portando una bombilla. Hoogan le indicó que la dejara en el suelo, junto a la puerta de los leprosos, y señaló pasillo adelante. Stimson obedeció, y miró a Eva.
—¿Sigue sin tener miedo?
Eva no contestó.
—La han violado — rió Hoogan—. ¡Espero que eso le haya bajado un poco los humos! Bueno, vamos allá.
—Ha sido una estupidez echársela a los leprosos — gruñó Stimson—. ¡Eso debimos hacerlo nosotros!
—Eso no habría sido terrible para ella, sino agradable. ¿No es cierto que, comparando, nosotros le parecemos deseables, doctora?
—Sí... Sí.
Caminaron por pasadizos, hasta detenerse ante una gran puerta más sólida que las demás, y frente a la cual había dos hombres armados. Había más puertas cerca, y numerosos huecos de otros tantos pasadizos. Aquello era como un nido de hormigas, pero no había sido hecho artificialmente, sino que era obra de la propia Naturaleza. Por todas partes había pasillos, huecos, agujeros en el techo...
Stimson había abierto la puerta, y señalaba hacia dentro.
—Pase.
Eva entró, seguida de los dos hombres. Hoogan cerró la puerta. Eva había mirado asombrada alrededor, velozmente. Aquello parecía un confortable apartamento, ni más ni menos, pero siempre con las paredes de roca natural. Había una amplia estancia, y a derecha e izquierda algunas puertas, y más huecos... Aaron de Arlington estaba en un rincón de la estancia. Cerca de él había una mujer vestida de negro, con una especie de larga túnica, mirando a Eva. Era una hermosa mujer de unos cuarenta años quizá. Hermosa..., pero de una hermosura, de una belleza fría, como helada. Llevaba los cabellos recogidos, y sus facciones parecían de mármol blanquísimo, destacando en ellas los grandes ojos negros, relucientes.
Cuando se fue acercando, Eva percibió el delicado perfume que emanaba de la mujer...
Y de pronto, vio al otro personaje.
Estaba sentado en un sillón, como echado en él, más bien, con un lánguido gesto en todo su cuerpo gigantesco. Sus largas piernas estaban cruzadas, y sus brazos descansaban en los del sillón, con un gesto de reposo total. Tenía una hermosa cabeza de rubios cabellos rizados, unos grandes ojos azules, inteligentes, que habían girado para mirar a Eva y que la fueron siguiendo hasta que ella quedó frente a él, y se quedó mirándolo..., admirándolo. Su rostro era hermoso, su cuerpo grande, fornido, atlético. Vestía con gran elegancia, a la americana, y llevaba guantes blancos. Era un hombre increíble.
—Ella es Lucrecia — señaló el sorprendente hombre a la no menos sorprendente mujer vestida de negro moviendo sólo la barbilla—. Y yo soy Hipócrates.
Eva miró a De Arlington, que contemplaba con el ceño fruncido a Hipócrates. Y al hacer el gesto, Eva vio la silla de manos que hasta entonces había estado oculta por uno de los grandes sillones. Se quedó mirándola atónita. Era una silla de manos como las que habían usado los emperadores romanos para ser trasladados confortablemente instalados, algo así como un diminuto trono con dos largas varas para facilitar el transporte a cuatro hombres, uno en cada extremo de las varas.
Cuando Eva volvió a mirar a Hipócrates, persistía la sorpresa en su rostro.
Hipócrates sonrió. Era hermosísimo.
—Soy un tanto perezoso — explicó —, pero sólo de cuerpo. Mi mente, en cambio, es rápida y trabajadora. En realidad, suelo pasarme el tiempo pensando, doctora Mason.
—Ya le he dicho a usted que ella no es doctora — refunfuñó Aaron—, de modo que no tiene objeto que la retenga aquí... Es sólo una estudiante avanzada que no podrá serle de utilidad.
Los bellos ojos azules de Hipócrates se habían desviado hacia De Arlington.
—Está clara la buena intención de usted, doctor, pero con sus palabras está perjudicando a la doctora Mason. Si mis hombres la trajeron aquí fue porque pensaron que también ella podría sernos de utilidad. Pero si no lo es, no la vamos a dejar marchar, como usted parece desear, sino que la vamos a utilizar como material de laboratorio, como a otras personas...
Aaron de Arlington palideció, y miró consternado a Eva, que tenía tensas las facciones. Luego, como si hubiese tardado en captar todo el significado de las palabras de Hipócrates, volvió a mirar a éste, vivamente.
—¿Material de laboratorio? ¿Qué quiere decir?
—Para usted, doctor, se terminó trabajar con conejillos de Indias. A partir de ahora, podrá disponer de todo el material humano que precise para sus investigaciones.
Aaron estaba todavía más pálido.
—¿Está usted loco? — jadeó —. ¿Me está diciendo que espera de mí que... que le abra la cabeza a... a una persona?
—A una, no: a las que necesite.
—No haré eso de ninguna manera.
Hipócrates sonrió amablemente.
—Vamos, vamos, doctor... Estamos entre científicos, ¿no es así? Usted, hasta ahora, sólo ha utilizado cobayas..., pero posiblemente, lo ha hecho porque no podía conseguir seres humanos. Esto no habría estado bien visto ahí fuera, ¿verdad? Pero aquí todo es diferente. Sea sincero: ¿nunca pensó en lo... conveniente que sería utilizar personas en lugar de cobayas?
Aaron de Arlington se mordió los labios, vaciló...
—Claro que lo he pensado — murmuró —, pero como algo que sabía que no podía ser.
—Ahora sí puede ser. Mire, no nos andemos con hipocresías. Olvídese de que usted es un... ser humano, olvídese de reglas, leyes, disposiciones, y de los conceptos del bien y del mal. Todo eso son... programaciones hechas en la mente de usted por la sociedad en la que ha estado viviendo. Olvide todo eso, ya no sirve. Ahora, piense solamente que es un investigador científico, y que puede tener todo el material que desee para sus investigaciones, sea cual sea este material. ¿De acuerdo?
—¿Qué es lo que espera usted de mí concretamente?
—Tan sólo que siga con sus investigaciones. Nada más. No le necesitamos para otra cosa, porque aquí, en este... gigantesco laboratorio privado que funciona desde hace casi cuatro años, tenemos personal adecuado para el resto de las investigaciones que por el momento nos van interesando.
—¿Qué clase de investigaciones?
—Por ejemplo, investigaciones sobre la lepra — sonrió Hipócrates—. O sobre la sarna, la sífilis, la rabia, la peste, la locura en sus diversas formas y grados... Cosas así.
Aaron de Arlington estaba pasando de la irritación y el asombro a la admiración.
—¿Tiene usted aquí personal capacitado para proceder a investigaciones sobre esas materias? — exclamó.
—Efectivamente. Y además, lo hacemos en serio, esto es, trabajando directamente sobre el único material en el que se puede estudiar de verdad.
—¿Quiere decir que disponen de personas... afectadas de sífilis para estudiar directamente en ellas?
—Sí.
—¿Y también personas afectadas por las demás enfermedades que ha mencionado?
—Naturalmente.
—¿Y los utilizan como cobayas?
—Por supuesto. Al principio, todos se resistieron, como usted, pero acabaron por comprender que no debían desaprovechar la oportunidad que yo les brindaba, y ahora todos están entusiasmados.
—Bueno, no sé — Aaron se pasó una mano por la frente—. ¡No sé qué decirle!
—¿No sabe qué decirme? Bueno, piense en ello... Piense en un ser humano, vivo, al que podemos aterrorizar a gusto de usted, para que proceda a sus investigaciones... Piense en ello, doctor De Arlington. Imagínelo: ¡una cabeza de ser humano aterrorizado abierta ante sus ojos, a su disposición para todo lo que usted desee! Y si esa cabeza deja de ser útil, otra, y otra, y otra... ¿No sabe qué decirme?
De Arlington sacó ahora un pañuelo, con el que enjugó el sudor cada vez más abundante que perlaba su frente. Eva Mason le contemplaba con cierta incrédula expectación.
—Creo... creo que no lo haré — tartamudeó De Arlington.
—Nosotros somos muy comprensivos, doctor — intervino de pronto la enlutada Lucrecia—, de modo que entendemos sus vacilaciones. En realidad, es todo cuestión de tiempo, hasta que usted se haga a las nuevas ideas que le ofrecemos..., o quizá estaría mejor decir a las nuevas posibilidades, ya que esas ideas no son nuevas para usted: acaba de admitir que ya las había tenido.
—¡Tengo que pensarlo!—casi gritó Aaron.
—Naturalmente. Nadie le está presionando para que se dé prisa..., aunque debo añadir que aquí no nos gusta perder el tiempo.
—Sí, lo... lo comprendo... Bueno, estaba pensando que... que si me decido, quizá podría disponer de la señorita Mason como... como primer material.
—¿Por qué ella? — preguntó secamente Lucrecia —. ¿Siente algo especial por la señorita Mason?
—¿Especial?
—Eso que llaman amor.
—No, no — negó precipitadamente Aaron —. Claro que no. Ella es solo una... una reciente conocida. Es sobrina del profesor Broderick Mason, con el que estuve estudiando en mis comienzos.
—Ah, sí, el profesor Mason — murmuró Hipócrates —. No nos resulta demasiado interesante, porque disponemos de otros científicos de investigaciones paralelas. Aunque nunca se sabe... Todos sabemos que piensan más dos cerebros que uno, ¿verdad?
—Sí, claro... Claro.
—De todos modos, quizá reflexione sobre eso... En cuanto a la señorita Mason, estaba en su casa, ¿no, doctor?
—Sólo vino a pasar unos días, para que la ayudase a escribir una tesis. Ya dije eso, y...
—Sí, sí. Pero dígame: ¿por qué quiere empezar por ella?
—Bueno, ella... ella me ha dicho varias veces que... que no suele tener miedo a nada...
—¿De veras? — la miró Hipócrates; pero enseguida miró a Hoogan, que había emitido una risita —. ¿Qué ocurre?
—Creo que ella sí puede sentir miedo, Hipócrates. Ya lo ha tenido... Ha estado desde que llegó en compañía de los leprosos, y la han violado... ¡Salió de allí aterrada!
Aaron de Arlington miró, demudado, a Eva Mason, que bajó la cabeza y fijó la mirada en el suelo. No sabía qué pensar. ¿Estaba entre locos, o entre gente a la que se podía considerar cuerda? ¿Estaba entre científicos que anteponían la Ciencia a los sentimientos y motivaciones humanas habituales..., o entre extraños seres dedicados a actividades que todavía no podía comprender bien?
—Salió aterrada — repitió Hipócrates —. Bueno, eso es bastante natural, pero creo que podremos aumentar los límites de terror de la señorita Mason..., que por cierto es muy bonita. ¿De verdad no siente usted nada especial por ella, doctor De Arlington?
—De verdad — musitó Aaron.
—Pues no lo comprendo, porque es muy bonita — sonrió Hipócrates.
—No me había fijado — gruñó Aaron.
—Eso no es muy gentil por su parte. Pero no estamos aquí para hablar de tonterías, ¿verdad? Bien, como hace ya tiempo que teníamos la certidumbre de que usted vendría a parar aquí; le tenemos ya dispuesto un laboratorio, al cual han sido llevadas todas sus cosas. Entre éstas y las que ya le habíamos instalado nosotros, esperamos que tenga suficiente para trabajar a su gusto. De todos modos, sería conveniente que fuese a echar un vistazo, para asegurarse de que dispone de todo lo necesario. Si no fuese así, aprovecharíamos que hoy llega el Yacaré para hacer el pedido de todo lo que necesite. ¿De acuerdo?
—Sí — masculló De Arlington.
—¿Qué es el Yacarét — preguntó Eva.
—El yate de unos amigos nuestros — la miró con sonriente amabilidad Hipócrates—. ¿A qué se debe su interés, señorita Mason?
—Bueno, yo tenía entendido que un yacaré es un caimán, o algo así, y por eso me... me he desconcertado.
Hipócrates la miró con lento y renovado interés.
—Efectivamente, yacaré es una voz guaraní para definir el concepto de caimán. Parece usted una persona muy culta, señorita Mason. Espero tener más ocasiones para charlar con usted. Aunque en realidad — sonrió alegremente — eso depende del tiempo que el doctor De Arlington tarde en... utilizarla experimentalmente.
—Antes de eso — intervino rápidamente Aaron — quisiera someterla a una serie de pruebas preliminares: electroencefalogramas, y cosas así... ¿Tengo en mi laboratorio el material adecuado para,..?
—Para todo, doctor, ya se lo he dicho. Pero insisto en que vaya a echarle un vistazo. Y procure tener anotado todo lo que le falte para esta tarde. Ahora, por favor, retírense: empiezo a estar un poco fatigado de tanta conversación, y voy a concentrarme en mis pensamientos más elevados.
Hizo una seña con la barbilla, y Hoogan reaccionó. Señaló hacia la salida con un amplio gesto, y comenzó a caminar. Aaron, Eva, Stimson y Hoogan salieron de aquella especie de apartamento, y los dos últimos condujeron a los dos primeros a otro hueco rocoso donde, en efecto, había instalado un laboratorio que hizo lanzar una exclamación a De Arlington. Hoogan sonrió, divertido.
—Esta es su vivienda, al mismo tiempo, doctor — explicó —. Cualquier cosa que necesite, pídala. Afuera habrá siempre un hombre a su disposición.
Hoogan salió detrás de Stimson, y cerraron la puerta de troncos de palmera. Eva y Aaron escucharon, pero no oyeron el sonido de barra alguna que atrancase la puerta. Luego, ambos miraron alrededor. En un rincón había un armario y un lecho, y muy cerca un pequeño buró con algunos libros, un sillón muy confortable, y una lámpara de pie. El resto estaba destinado a laboratorio.
Aaron miró de reojo a Eva, y musitó:
—Siento lo que le ha ocurrido, señorita Mason.
—No me ha ocurrido nada — murmuró ella—. Les he mentido. Rompí la bombilla con uno de mis zapatos, y me escondí debajo de uno de los catres. Se cansaron pronto de buscarme, y se dedicaron a... a divertirse entre ellos. De todos modos — Eva se estremeció —, fue horrible.
De Arlington parpadeó, y se fijó entonces en los descalzos pies de la pelirroja.
—Me alegro mucho de que no la hayan... lastimado. Es usted una chica valiente. Siento que por mi culpa...
De pronto, Eva se colgó del cuello de Aaron, y le besó brevemente en los labios, con los suyos un tanto temblorosos.
—No digas tonterías — susurró —. Tú no tienes la culpa de nada..., como no sea de ser inteligente. Tanto, que estoy segura de que se te ocurrirá el modo de salir de aquí.
—No me parece demasiado fácil —sonrió él, apretando la cintura de la muchacha—. La verdad es que yo no soy precisamente un héroe, nenita. Espero que te hayas dado cuenta de eso. De todos modos...
—¿Qué? — exclamó Eva,
—Bueno, según parece esta tarde va a venir un yate cuyo nombre es Yacaré... He pensado que podríamos marcharnos en él.
—¡Aaron, eso sería...!
Eva Mason calló bruscamente, al oír en aquel momento un sonido en la puerta. Se separaron rápidamente, de modo que cuando la puerta se abrió y entraron dos hombres, ninguno de éstos pudo verlos abrazados. Uno de ellos portaba una bandeja, y el otro no parecía tener más misión que acompañarle. Se dirigieron hacia una de las mesas del laboratorio, la bandeja fue depositada allí, y acto seguido, sin haber pronunciado palabra, ambos salieron. En cuanto se hubo cerrado la puerta, Aaron fue hacia la bandeja, y retiró la abombada tapadera.
—Caramba — sonrió—. ¡Huele muy bien!
—No tengo apetito — aseguró Eva.
—Pues has de comer, querida. Tenemos que estar fuertes, dispuestos a cualquier eventualidad. Nunca podríamos escapar si estuviésemos débiles, ¿no te parece?
—Parece... como si te estuvieses tomando esto a broma...
Aaron de Arlington frunció el ceño.
—¿Por qué hemos de escapar, bien pensado? ¡Este laboratorio es mejor que el que tengo en casa, más completo, más...!
—¡Aaron!
—Bueno, bueno, cálmate... Era una broma. ¡Claro que te sacaré de aquí! Pero me estoy preguntando cómo.
Eva se acercó a él.
—Estuve en un aposento donde había unos veinte leprosos... Y dijeron algo sobre sarnosos y sifilíticos... ¡Tenemos que escapar, sea como sea, Aaron!
—Leprosos, sarnosos, sifilíticos... Parece que hay muchas personas encerradas aquí dentro, para ser manipuladas. Esto es como un... gran zoológico. Seguramente, capturan personas allá donde pueden: en las Antillas, en Centroamérica, en Estados Unidos... Se me está ocurriendo que si tienen leprosos, sarnosos y sifilíticos, tendrán personas con otras enfermedades... desagradables. Claro que todas las enfermedades son desagradables... Ese yate, llamado Yacaré, que es de unos amigos de Hipócrates... ¡Hipócrates! Me parece que estamos en un nido de locos, Eva. Esta se estremeció.
—No quisiera pasar por otra experiencia como la de los leprosos, Aaron.
—Te comprendo. No siempre tendrías la misma suerte. Bien, se me está ocurriendo algo que quizá... Pero antes comamos. Luego, te explicaré el plan que se me ha ocurrido, así de pronto, para intentar salir de estos laberintos... y de la isla.

CAPÍTULO V

Hoogan entró en el laboratorio con los zapatos de Eva Mason en una mano. Localizó enseguida a la pelirroja, y en su rostro apareció una expresión de vivo interés. Eva estaba tendida en una camilla metálica, cara al techo y completamente inmóvil, con los ojos cerrados. Estaba desnuda de cintura para arriba, y en sus pechos había conexiones cuyos cables iban a una de las máquinas. Pero, donde más conexiones de electrodos había era en su cabeza. En las sienes, la barbilla, la frente, la nuca, y en ambos lados del cuello, las pastillas de conexión parecían adheridas a su piel... Hoogan llegó junto a la camilla, y se quedó mirando, por fin, los espléndidos pechos de la pelirroja...
—¿Qué demonios quiere usted? — farfulló De Arlington, que estaba manipulando en el tablero de mandos.
—Le traigo los zapatos a ella.
Aaron soltó un bufido.
—Está bien. Déjelos por ahí y salga de mi laboratorio... Un momento: ¿falta mucho para que llegue ese yate, el Yacaré?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque me parece que me falta material, y quiero saber de cuánto tiempo dispongo para estar seguro, y en ese caso, pedirlo.
—Ah, bueno. El Yacaré llegará hacia el anochecer... Pero no se preocupe por eso, doctor: si usted necesitase tiempo, se le concedería. Trabaje tranquilo.
—Está bien.
—¿Necesita algo ahora?
—Sí: soledad y silencio.
Hoogan refunfuñó algo, dejó los zapatos de Eva Mason en el suelo, y se dirigió hacia la puerta. Apenas ésta se hubo cerrado, Eva Mason abrió los ojos, y los hizo girar hacia De Arlington, que se colocó junto a ella y dijo:
—Calculo que han pasado tres horas desde que le pregunté la hora al tipo de ahí fuera... O sea, que deben ser las seis. Yo esperaría otra hora. ¿Te dije antes que tienes unos pechos preciosos?
—Sí — murmuró Eva —. ¿Tengo que estar más tiempo con todos estos chismes conectados?
—¿Qué tiene de malo que mientras esperamos estudie realmente las... peculiaridades de tu cerebro?
—Como quieras...
—Estupendo.
De Arlington acarició un pecho de Eva, y acto seguido se inclinó y lo besó.
—Eso no es mi cerebro —dijo Eva.
Aaron emitió una risita, y volvió a los mandos. Segundos más tarde, parecía haberse olvidado de los bellos senos de la pelirroja, y toda su atención estaba concentrada en una pantalla donde circulaba el gráfico de los impulsos cerebrales de Eva Mason... Se abstrajo tanto en esto que miró sorprendido a la muchacha cuando ella dijo:
—Me parece que ya ha pasado la hora.
—¿Qué?
—Que ya deben ser las siete.
Aaron parpadeó. Echó una última mirada a los gráficos, ahora impresos, que le había proporcionado otro aparato, y tras dejarlos a un lado procedió a desconectar a Eva de los electrodos. En pocos segundos, Eva pudo sentarse en la camilla, y de allí saltó al suelo. Se puso los zapatos, y acto seguido la ropa, con lo que privó a Aaron de seguir contemplando en otra posición sus turgentes pechos rematados por el delicado pezón de tono rosado...
—Bueno — dijo Aaron —. Si fallamos, no sé qué va a ser de nosotros, pero... hay que hacerlo, según parece. ¿Estás dispuesta?
—Si tú lo estás, yo también —le miró fijamente Eva, con cierta expresión no exenta de temor.
—¿Realmente no tienes miedo?
—No... Claro que no... No, no.
Aaron de Arlington todavía vaciló. No parecía muy convencido. Quizá todo lo que él había tramado era una gran imprudencia... Se decidió de pronto.
—De acuerdo. Vamos allá.
Retiró una pieza de la camilla metálica, y se la tendió a Eva.
—Ya te he dicho en qué parte de la cabeza tienes que golpearle...
—Sí, sí.
Caminaron los dos hacia la puerta. Eva se colocó detrás de ésta, y Aaron la abrió. En efecto, fuera había un hombre, que volvió la cabeza y se quedó mirando expectante a De Arlington, el cual le hizo un gesto de llamada.
—Sea tan amable de entrar un momento — gruñó —: necesito su ayuda.
El hombre asintió en el acto, y entró en el laboratorio, sin recelo alguno, mirando a De Arlington, que entraba de espaldas... En cuánto el hombre hubo rebasado la puerta de troncos, quedó al alcance de Eva Mason, que ya tenía alzado el tubo metálico. Bajó fuertemente el brazo, el tubo impactó con blando sonido en la parte posterior de la cabeza del hombre, y éste, emitiendo un breve gemido, se desplomó en brazos de Aaron, mientras Eva cerraba rápidamente la puerta.
Aaron le quitó la pistola al desvanecido guardián, y se la tendió a Eva.
—Será mejor que la lleves tú. Si algo nos sale mal, sería una buena idea que no te atrapasen viva.
—A mí no me parece muy buena idea, pero me quedo la pistola.
—¿Sabrás usarla, en caso necesario?
—Lo intentaré — aseguró Eva Mason.
—Bien..., ¡vamos allá!
De Arlington abrió de nuevo la puerta, y se asomó. No se veía a nadie. Frente al laboratorio había dos puertas, pero ningún hombre las custodiaba. Había un denso, extraño silencio en las intrincadas grutas. Aaron salió cautelosamente del laboratorio, mirando a todos lados. Quedó inmóvil, escuchando... De pronto, retrocedió a toda prisa, entró, y cerró.
—¿Qué pasa? — preguntó Eva.
—Me ha parecido oír voces de hombre aproximándose.
Quedaron a la escucha, con la puerta entornada. Pero la cerraron completamente cuando, en efecto, pocos segundos más tarde, la proximidad de unos cuantos hombres resultó ya indudable. Seguían oyendo sus voces a través de las junturas de la puerta de troncos... De pronto, los pasos se detuvieron, y una voz sonó más alta:
—¿Qué pasa? ¿Dónde está Betanzos? Debía estar vigilando al nuevo, ¿no?
—Debe haber subido, como todos los demás, para ayudar en la descarga de las provisiones — replicó otra voz.
—Ah... Sí, claro.
—Será mejor que nos apresuremos — dijo otra voz —: el Yacaré va a llegar de un momento a otro. Las pisadas y las voces se alejaron. Aaron esperó unos segundos, volvió a abrir la puerta, y de nuevo se asomó. Nadie. Hizo gestos, y Eva salió. De nuevo aquel denso, extraño, sobrecogedor silencio. Eva señaló con la pistola hacia las dos puertas que se veían enfrente, y caminaron rápidamente hacia allí.
Aaron alzó la barra de hierro, y la dejó a un lado. Luego, abrió la puerta, por la que brotó enseguida un raudal de luz amarillenta. Aaron se estremeció, y detrás de él, Eva Mason lanzó una ahogada exclamación de espanto.
Veinte pares de ojos los observaban.
Veinte pares de ojos que parecían humanos, pero que por un instante permitían la duda. Unos ojos fulgurantes, como enloquecidos, que destacaban horriblemente en unos rostros crispados en horrendas muecas, y de cuyas bocas brotaban espumarajos... Pero esto sólo les sucedía a los que estaban amarrados sólidamente a los camastros. Y fueron estos seres los que comenzaron a mover violentamente la cabeza, salpicando espuma a todos lados, acompañando cada espumarajo con feroces gruñidos... Los que no estaban amarrados se pusieron en pie, y comenzaron a emitir gemidos, gruñidos, voces...
—Dios mío — jadeó De Arlington—. ¡Tienen la rabia! Tres o cuatro hombres rabiosos comenzaron a acercarse a la puerta. Aaron parecía como clavado al suelo, presa del espanto más grande de su vida. Uno de los hombres que se acercaban abrió la boca, quiso hablar, y de su boca brotó un espumarajo sanguinolento... Aaron de Arlington retrocedió, gritando, y cerró la puerta, colocando a toda prisa la barra de hierro.
—Estos no — jadeó—. ¡Estos no podemos liberarlos, sería horrible!
La puerta retembló bajo el envite de varios hombres rabiosos, los troncos crujieron. Aaron miró a Eva, que parecía alucinada. La tomó de una mano, y tiró de ella hacia la siguiente puerta, mientras la que habían cerrado temblaba y retemblaba con una violencia increíble.
Cuando se detuvieron ambos ante la siguiente puerta, se miraron. Ninguno de los dos dijo nada, pero la pregunta estaba en sus ojos: ¿qué iban a encontrar tras aquella puerta?
—Creo... creo que deberíamos... desistir — tartamudeó De Arlington.
—¿Y quedarnos toda la vida aquí? ¡Yo no...!
—Está bien, está bien... ¡Pero dame esa pistola!
Arrebató la pistola de la mano de Eva, y fue ésta la que, rápidamente, retiró la barra de hierro y abrió la puerta. Dentro de aquel aposento también estaba encendida la luz... Eva Mason retrocedió vivamente, llevándose ambas manos a la nariz, pero ya demasiado tarde: el tufo de la muerte había penetrado en ella, y lo sintió como un impacto espantoso en su olfato. En una visión fugaz, vio quizá dos docenas de personas tendidas en los camastros, y, como de lejos, le llegó alterada la voz de Aaron de Arlington:
—¡Tienen la peste! ¡Cierra, cierra! ¡CIERRA!
Eva reaccionó, y cerró la puerta y colocó la barra de hierro, sin problemas esta vez, pues ninguno de los apestados seres se había movido de su camastro. La pelirroja retrocedió hacia el centro del pasadizo, y comenzó a toser, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. De Arlington se acercó a ella, y la agarró por un brazo.
—Eva... ¡Eva, es mejor que lo dejemos, no podrás...!
Ella asintió con la cabeza, y comenzó a caminar rápidamente hacia donde habían oído dirigirse a los hombres que antes pasaron por delante del laboratorio de Aaron. Muy pronto encontraron un ensanchamiento en el que había cuatro puertas, dos a la derecha y dos a la izquierda. Se detuvieron.
—No va a servirnos de nada todo esto — musitó Aaron—. ¡No podrán ayudarnos, ni nosotros podemos hacer nada por ellos! Ha sido una idea descabellada esa de pensar que todos juntos podríamos dominar la situación... ¡Estas personas no están aptas para nada!
Sin replicar, Eva Mason se dirigió a la primera puerta de la derecha, retiró la barra de hierro, y la abrió. También allí había luz. Y también, quizá unas veinte personas, todas ellas mirando fijamente a la pelirroja, que, de momento, no vio nada extraño en ellos. Quizá algunos calvos, de cabeza sonrosada, y otros con extrañas llagas... Comprendió de pronto.
—¿Son ustedes sifilíticos? — preguntó, en inglés.
Un hombre se adelantó, como fatigado, apagados sus ojos.
—Sí — contestó en el mismo idioma —. ¿Quiénes son ustedes?
—Podemos salir todos de aquí si nos ayudan. ¿Están en condiciones? ¿Pueden caminar, correr...?
El grupo de sifilíticos se abalanzó hacia la puerta, y Eva se apartó rápidamente. Junto a ella, De Arlington gritó:
—¡Tenemos que liberar a los demás, para que nos ayuden! ¡Entre todos venceremos a los nombres de Hipócrates! ¡Tenemos que abrir las otras puertas!
Algunos de los sifilíticos, que ya corrían hacia donde se suponía que estaba la salida, se detuvieron, vacilaron, y volvieron sobre sus pasos al ver que otros iban hacia las puertas. En cuestión de segundos, las otras tres puertas fueron abiertas, y los sifilíticos comenzaron a gritar, a informar de lo que estaba sucediendo... De dos de las puertas comenzaron a salir hombres y mujeres, gritando como enloquecidos, pese a las advertencias de Eva y Aaron, a las que se sumaron pronto las de dos de los sifilíticos, uno de los cuales dijo a Eva y a Aaron:
—Son los sarnosos y los epilépticos... Los de la otra celda son los locos. Hay de todo ahí dentro: locos peligrosos, místicos, paranoicos...
Aaron no esperó a terminar de oír las explicaciones del sifilítico. Corrió hacia la última puerta, y la cerró cuando ya dos hombres se disponían a salir, un tanto indecisos, efectuando violentas contracciones con el cuerpo...
—¡Ayúdenme! — gritó Aaron —. ¡Estos no deben salir, nos lo estropearían todo! ¡Ya volveremos a por ellos!
La propia Eva, comprendiendo el lógico razonamiento de Aaron, fue la primera en ayudarle, secundada por varios sarnosos y sifilíticos, que la empujaron, la aplastaron contra la puerta. Un par de manos llenas de sarna pasaron rozando el rostro de Eva Mason, y empujaron con fuerza la puerta, ante sus ojos...
—¡Oh, Dios mío! — gimió la pelirroja—. ¡Dios mío!
La puerta fue cerrada, pero los sifilíticos, sarnosos, y finalmente los epilépticos, no dejaban de presionar a Eva contra la puerta. Varias manos estrujaban sus pechos, su vientre, y buscaban entre sus ingles... Eva Mason comenzó a gritar, y acto seguido a repartir enloquecidos golpes a todas partes, abriéndose camino, ayudada por Aaron, que estaba pálido como un muerto. El griterío era enloquecedor.
—¡Quietos todos!—gritó De Arlington, con voz aguda, como quebradiza—. ¡Quietos todos, silencio! Nos van a oír, y entonces jamás conseguiríamos salir de aquí, y enviar personal sanitario para liberar y atender a los demás... ¡Silencio!
Se hizo un súbito silencio. Un silencio increíble. Aaron aspiró hondo, y miró a Eva, que parecía recuperarse rápidamente... Señaló con la pistola gruta adelante.
—Tenemos que guardar silencio — dijo con voz más controlada—. Caminaremos juntos, en silencio, buscando la salida. Dentro de poco, un yate va a llegar a esta isla..., o quizá ya ha llegado. Sí, debe haber llegado ya, puesto que no veo guardianes por aquí abajo: están descargando provisiones y material. Si podemos sorprenderlos, nos apoderaremos del yate. ¿Lo entienden? ¿Está claro? ¡No hablen en voz alta!
Los tonos de voz que se habían alzado disminuyeron de volumen, pero entre los cobayas humanos comenzaron a intercambiarse traducciones de lo dicho por Aaron en inglés. En cuestión de segundos, el mismo sifilítico de antes recogió el conjunto de conversaciones.
—Lo han entendido todo... Todos lo hemos entendido. Ustedes dirán lo que hemos de hacer...
—Vengan detrás de nosotros en silencio — suspiró Aaron.
Agarró a Eva por un brazo, y se dirigieron hacia la salida. O así lo creían, al menos. Unos minutos más tarde, la impaciencia, y muy pronto la alarma, comenzó a cundir en el numeroso grupo de sifilíticos, sarnosos, epilépticos... Uno de éstos comenzó de pronto a aullar, y saltó hacia atrás describiendo una parábola increíble, para caer de cabeza, echando espuma por la boca, y con los ojos casi fuera de las órbitas. Quedó apoyado en el suelo sólo con la parte posterior de la cabeza y los talones, formando un arco, como si con el vientre quisiera llegar al techo. Varios epilépticos se abalanzaron sobre él, y lo sujetaron, pero, de pronto, el aullante sujeto se relajó completamente, y se hizo de nuevo el silencio total.
Aaron corrió hacia allí, y, nada más ver sus ojos, dijo:
—Ha muerto. ¡Sigamos!
Señaló uno de los huecos, pero Eva movió negativamente la cabeza.
—No, por ahí, no. Por allí — señaló —: me trajeron por ese pasadizo cuando me sacaron de la celda de los leprosos.
Resultó cierto. Tan sólo un minuto más tarde, estaban ante la puerta de los leprosos, que Aaron abrió. La bombilla rota ya había sido cambiada, de nuevo había luz. Aaron se estremeció, y, junto a él, Eva Mason no pudo evitar un estremecimiento al recordar la noche anterior.
—Son los leprosos — consiguió decir.
—Ustedes, salgan —jadeó Aaron —: vamos a... ¿Dónde está el traductor de antes...?
El sifilítico apareció junto a Aaron, y, sin esperar instrucciones de éste, comenzó a hablar en francés. Entre los leprosos hubo otra traducción al español, mientras el sifilítico repetía las instrucciones en inglés..., al mismo tiempo que ya los leprosos caminaban hacia la puerta, algunos de ellos mirando con ojos encendidos a Eva Mason, que se apresuró a alejarse, siempre en busca de la salida. Aaron se colocó enseguida junto a ella. Y por detrás de ambos, el inevitable rumor de varias docenas de personas caminando, unos ágilmente, otros arrastrando los pies, otros tropezando...
Una luz magníficamente roja, bellísima, apareció de pronto al fondo de una de las galerías rocosas.
—Es el sol — exclamó Eva—. ¡Todavía es de día! ¡De prisa!
El rumor de pies se hizo más audible, más pesado. Todos corrían hacia la salida... Eva Mason volvió la cabeza..., pero ya no volvió a hacerlo ni una sola vez más, estremecida. Había visto aquel mar de ojos refulgentes, enloquecidos, y cabezas sin cabello, bocas desencajadas, gestos epilépticos, rostros de carnes podridas... ¡Era lo más espantoso que le había ocurrido en su vida!
Y de pronto, la salida. Eva y Aaron se detuvieron, y luego caminaron lentamente, mientras los demás permanecían inmóviles. Vieron el mar desde el agujero en la roca. Y el sol, deslumbrante. Eva salió unos pasos más, y enseguida señaló hacia su derecha. Aaron se acercó, miró hacia el lugar señalado, y vio el blanco yate anclado en la playa, pero muy cerca de unas cuantas enormes rocas. Una larga pasarela de troncos de palmera unía la borda del yate y tierra firme asentándose sobre las rocas. Y varios hombres caminaban por ella, unos cargados, hacia tierra firme, y otros de vacío, hacia el yate.
En la playa, tanto Eva como Aaron vieron la negra silueta, que reconocieron enseguida.
—Ahí está Lucrecia — susurró Aaron —. Pero no veo a Hipócrates por parte alguna... Pero eso no importa. ¿Cómo demonios vamos a abordar ése yate? ¡Todos los hombres de Hipócrates están ahí, y tienen armas suficientes para...!
Volvió la cabeza. Los cobayas humanos comenzaban a salir de las grutas, todos ellos protegiéndose los ojos del resplandor del sol, que debían llevar mucho tiempo sin ver.
—No, no — exclamó Eva—. ¡No salgan todavía! ¡Tenemos...!
—¡Mirad! — exclamó un sarnoso —. ¡El yate!
—¡No!—casi gimió Eva—. ¡Esperen, tenemos que...!
—¡El yate, el yate! — gritaron varios cobayas más—. ¡Ya lo tenemos!
Eva y Aaron cambiaron una mirada desesperada, y Aaron alzó la pistola, apuntando a la putrefacta masa humana.
—¡No se muevan! ¡Todavía no hemos...!
—¡El yate, el yate, el yate...! r— gritaban algunos.
Se entabló una escalofriante batalla entre los enloquecidos por la perspectiva de la libertad y los más cautos que querían que nadie se moviese de allí, y, por supuesto, que guardasen silencio. Pero fue inútil. Para espanto e incredulidad de Eva y Aaron, algunos de los más excitados se zafaron del grupo, y comenzaron a saltar de roca en roca, bajando hacia la playa, gritando, agitando los brazos, cegados por el sol, aturdidos por la alegría... Eva y Aaron no podían creer lo que estaban viendo, y cuando se miraron, la expresión de ambos era idéntica: incredulidad y fatalismo. ¡Nada había servido de nada!
—Podríamos escondernos nosotros — dijo de pronto Eva —. Tenemos una pistola, y si nos escondemos bien quizá podríamos abordar ese yate...
Miraron hacia la playa. Lucrecia había vuelto la cabeza, pudieron ver su blanco rostro irreal, el relucir de sus oscuros ojos. En realidad, todos los hombres de Hipócrates, y la tripulación del yate, estaban mirando hacia las rocas, y hasta era posible ver en sus rostros los gestos de pasmo. Aaron vio cómo los labios de Lucrecia se movían, pero no entendió sus palabras; realmente, ni siquiera las oyó, pues el griterío de los recién liberados era terrible...
De pronto, uno de los hombres que estaba en el yate mostró un rifle, se lo echó al hombro, apuntó, y disparó... Uno de los sifilíticos que más corría, en cabeza del aullante grupo, lanzó un alarido fortísimo, y saltó en el aire dando una vuelta completa... Aún estaba en el aire cuando comenzaron a sonar disparos de pistolas...
—¡Vámonos de aquí! — exclamó Aaron.
Eva y Aaron echaron a correr, pero no en la misma dirección que los insensatos seres recién liberados, sino hacia el otro lado de las formaciones rocosas. Muy pronto dejaron de oír disparos en descarga, y fueron oyendo sólo alguno que otro, separados... El sol hacía brillar el sudor en los rostros de Eva y Aaron, que llegaban ya a la playa del otro lado de la isla..., donde les esperaba una muy desagradable sorpresa: cuatro hombres, uno de ellos negro, y todos armados con rifles, aparecieron de pronto corriendo ante ellos, se detuvieron, y se echaron los rifles al hombro. Eva y Aaron se detuvieron en seco. Aaron movió, la mano armada con la pistola, pero Eva captó el gesto, y exclamó:
—¡No!
—¡No se muevan! — les llegó la voz de uno de los hombres, en español—. ¡Quédense donde están! ¡Y usted, dejé caer la pistola!
Aaron se pasó la lengua por los labios. Luego, sus dedos se aflojaron, y la pistola cayó en la arena. Uno de los hombres, el negro, se acercó rápidamente, y se apoderó del arma. Luego, los empujó rudamente.
—¡Caminen!—ordenó en español—. ¡Caminen, caminen!
A los pocos segundos de caminar, comprendieron cómo habían podido aquellos cuatro hombres llegar casi al mismo tiempo que ellos a aquel lado de la isla: entre las rocas, había una amplia franja de arena, en la que todavía se veían sus pisadas. A un lado de esta franja, una lengua de mar, de unos cuatro metros de anchura, se introducía en la isla, como si fuese a dividirla en dos. Pero no la dividía. La lengua de mar terminaba en una pequeña laguna de aguas centelleantes, refulgentes al sol de la agonizante tarde.
Para ir al otro lado de la isla había que pasar por detrás de una de las dos pequeñas agrupaciones rocosas que había a los lados de la pequeña laguna, unas agrupaciones rocosas que, como las que había en la playa, no estaban allí por obra de la naturaleza. Habían sido apiladas, de modo que, en la cúspide de cada grupo, había una roca enorme, como en equilibrio. Y entre estas dos rocas colocadas en la cúspide de sus respectivos grupos, había un largo tronco de palmera, como uniéndolas, que pasaba justo por encima de la pequeña laguna, a unos cinco metros por encima de las transparentes aguas..., en las que, de pronto, Eva divisó aquella alargada forma oscura que se movía lentamente.
Tocó en un brazo a Aaron, y éste la miró. Luego, miró adonde ella señalaba. Los ojos de De Arlington se abrieron en gesto de sobresalto.
—Son tiburones...
Eva asintió, pálida. Pasaron por detrás de uno de los grupos de rocas, y ella fue volviendo la cabeza, mirando aquel tronco de palmera colocado horizontalmente, sobre las rocas, de lado a lado de la laguna... ¿Para qué era aquel tronco? ¿Por qué había sido colocado allí?
La voz de Lucrecia le hizo mirar rápidamente hacia delante. Vio a la enlutada mujer, y, por detrás de ella, el yate. En la playa, varios hombres armados estaban apilando algunos cadáveres... No se veía ni rastro de los cobayas sobrevivientes..., si es que había quedado alguno.
—¡De modo que han intentado esa estupidez!—chirrió la voz de Lucrecia—. ¿De quién ha sido tan brillante idea?
—Mía — se apresuró a decir Aaron.
—¿Suya? Muy bien, doctor... ¿Verdad que han visto los tiburones de la laguna?

CAPÍTULO VI

Ni Aaron ni Eva reaccionaron en modo alguno. Lucrecia miró de uno a otra, sonriente. De pronto, señaló a De Arlington.
—A usted no vamos a hacerle mal alguno, por el momento. Es muy valioso, y vale la pena concederle otra oportunidad. Pero a ella, realmente, no la necesitamos para nada. ¡Hoogan!
Hoogan llegó corriendo, tras dejar otro cadáver en la pila de la playa, y sus ojos, tras lanzar una llameante mirada a Eva y Aaron, giraron hacia Lucrecia.
—¿Sí? — inquirió.
—Llevaos al doctor De Arlington abajo. De momento, a su laboratorio... Y que esta vez no pueda salir de allí. ¿Comprendes?
—Desde luego. Vamos, doctor.
—Un momento — tartamudeó Aaron—. ¡Quiero que Eva venga conmigo!
—No quiero discusiones, Hoogan — dijo fríamente Lucrecia —. Llévatelo de aquí... como sea.
De Arlington se encaró con Hoogan, pero, realmente, no tuvo tiempo de nada. El negro que había recogido la pistola al otro lado del islote se acercó a él por detrás, con un largo paso, y descargó un bien medido golpe en la cabeza de Aaron con la culata del rifle. Aaron de Arlington lanzó un gemido, sus ojos se alzaron, en veloz giro, hacia el cielo, sus piernas se doblaron..., y Hoogan lo recibió en sus brazos, sin sentido.
—¡Stimson!—llamó Hoogan—. ¡Ven a ayudarme!
Stimson, que ya llegaba corriendo, ayudó a su compañero, y ambos se dirigieron hacia la entrada a las grutas. Lucrecia miró de nuevo con fría, maligna expresión, a Eva Mason.
—Respecto a los tiburones...—comenzó a decir.
Eva Mason lanzó un grito, se abalanzó hacia uno de los hombres que empuñaban rifles, y sus manos se crisparon en el arma. Dio un tirón, con tal fuerza, que cayó sentada en la arena, con el rifle en las manos. Comenzó a girarlo rápidamente, pero uno de los hombres saltó sobre ella, aplastándola contra el suelo, con el rifle entre ambos...
—¡No la matéis! — aulló Lucrecia.
De modo sorprendente, Eva y el hombre que había caído sobre ella, giraron, de modo que la pelirroja quedó encima..., y eso fue lo peor que pudo suceder. Otros dos hombres se acercaron rápidamente, y, a la vez, la golpearon, uno con el cañón del rifle, en lo alto de la cabeza, y el otro, con la culata, en los riñones.
Los ojos de la pelirroja Eva Mason mostraron la blancura de Ja córnea, la cabeza se abatió, y acto seguido todo el cuerpo se relajó sobre el del hombre...

* * *

La frialdad del agua la hizo recuperarse bruscamente. Abrió la boca para aspirar hondo..., y una densa bocanada de agua salada entró impetuosamente en su cuerpo. Abrió los ojos, casi los desorbitó..., y vio, muy cerca de ella, aquella enorme masa oscura que se movía... Quiso gritar cuando, en un aterrador instante, comprendió qué era aquella masa oscura, y otra gran bocanada de agua salada entró en su cuerpo. Con el respingo, también aspiró agua por la nariz, de un modo brusco, doloroso. Se agitó, enloquecida por la desesperación..., y algo tiró de ella.
De pronto, todo su entorno cambió. Se encontró fuera del agua, tosiendo, respirando dolorosamente, expeliendo agua por boca y nariz... Por debajo de ella apareció la cabeza del tiburón, las enormes fauces se abrieron, se acercaron a Eva Mason, y lanzaron la espantosa dentellada de costado... Eva sintió un tirón en todo su cuerpo, y el tiburón quedó abajo, sumergiéndose en las aguas cristalinas tras el fallido ataque. El mundo parecía girar en torno a Eva Mason... Pero no, no era el mundo el que giraba, sino ella. Ella, que estaba suspendida de una cuerda sobre la laguna. Todavía tosiendo, lagrimeantes los ojos, pudo distinguir tres..., no, cuatro formas oscuras en las aguas, cuya transparencia era tal que, un instante más tarde, ya aclarada la visión, distinguió perfectamente a los tiburones...
—Tienen hambre —oyó—. Y como saben que periódicamente encuentran comida aquí, nos visitan con mucha frecuencia. ¿Sabe, señorita Mason?: ¡está usted sobre el cementerio de la isla!
Como un fruto de un árbol, Eva pendía de una cuerda pasada por el tronco de palmera que se sostenía entre las dos rocas de las cúspides de sus respectivos grupos. Cuando oyó la voz, estaba girando sobre sí misma, viendo la lengua de agua, por la que llegaba otro tiburón. Siempre girando, vio a los dos hombres que sostenían el extremo de la cuerda para subirla y bajarla a ella. Luego, vio a Lucrecia, mirándola desde el borde de la laguna.
—Es un modo rápido y cómodo de deshacerse del material ya inservible — seguía explicando Lucrecia—, Nada de tumbas, ni de molestias en viajar mar adentro para tirar los cadáveres: los tiramos aquí, y los tiburones los hacen desaparecer en un abrir y cerrar de... de mandíbulas. ¡Bajadla!
—¡No! —gritó Eva—. ¡No, no, NOOOO...!
Su grito enmudeció bruscamente cuando todo su cuerpo desapareció bajo el agua, formando espuma y burbujas. Abiertos los ojos por el espanto, Eva vio las fauces abiertas del tiburón, que se cerraron un instante después de que ella fuese de nuevo izada rápidamente, con dolorosísimo tirón... Otro tiburón emergió, en un remedo de salto, y su cuerpo rozó un pie de Eva Mason, que chilló de nuevo, escupiendo agua...
—Bajadla.
Eva Mason intentó gritar de nuevo una negativa, pero ni siquiera eso pudo conseguir. Se atragantó, comenzó a toser, sus ojos se llenaron de lágrimas..., y su cuerpo volvió a sumergirse en el agua. Esta vez no pudo ver nada. Sólo notó de nuevo el tremendo tirón, y otra vez fue sacada al aire libre, girando, crispando el cuerpo, bloqueada su mente por el más grande terror de su vida...
—¡No! — le pareció oír, como procedente de otro mundo, la voz de Hipócrates—. ¡La quiero viva! ¡Ya basta!
Todavía, como una información lejana de que alguna parte de su cerebro estaba todavía en condiciones de recibir, pensó que la voz de Hipócrates parecía sonar como en un altavoz... Todavía eso. Luego, de pronto, se relajó, y no sintió nada.

* * *

Abrió los ojos, pero ante ellos sólo apareció una mancha borrosa. Aspiró hondo por boca y nariz, y notó el lacerante dolor en la garganta, la irritación en las mucosas. Le dolían los hombros, la cabeza, la cintura... Toda ella era un latido de inmenso dolor. Movió la cabeza, volvió a aspirar, con más cuidado. La visión se aclaró.
Durante un par de segundos, se quedó mirando aquellas imágenes como si no entendiera. Como si fuesen un sueño... Un sueño en el que varios tiburones estaban destrozando cuerpos humanos y tragándolos vorazmente. Las aguas eran transparentes, pero estaban ya considerablemente teñidas de color rosado... Eva Mason veía aparecer cuerpos humanos que rápidamente eran despedazados, engullidos por siete u ocho enormes tiburones. Le pareció que esto estaba ocurriendo en una pecera.
De pronto, se encogió, se llevó las manos al rostro, y lanzó un alarido...
—No se preocupe — oyó la amable voz —: usted está a salvo, señorita Mason.
Volvió la cabeza, y vio a Hipócrates, sentado en un sillón de aquel modo tan peculiar en él, con las piernas separadas ahora, y los brazos lánguidamente colocados en los del sillón. En sus grandes manos, los impecables guantes blancos. Hipócrates le sonrió, y miró hacia arriba.
Ella también miró hacia arriba. Sí, era hacia arriba, porque estaba tendida en un sofá. La... «pecera» estaba arriba, en el techo. Pero no era una pecera, no... Era un cristal circular, de unos siete u ocho metros de diámetro, incrustado en la roca del techo. Los tiburones seguían comiendo, pero las aguas se iban enrojeciendo tanto, eran más y más oscuras a cada instante, que apenas veía sus sombras...
—Fue una idea de ella, cuando parte del techo se desprendió — oyó la voz de Hipócrates; y volvió la cabeza para mirarlo de nuevo —. Lo difícil fue conseguir el cristal, pero con dinero todo se resuelve. Lo colocamos ahí, abrimos un canal hasta el mar, y cuando tuvimos nuestro primer cadáver lo hicimos sangrar mucho mar adentro, y lo fuimos remolcando hasta la laguna. A partir de ese día, nunca nos faltan tiburones para tener limpio el cementerio. Yo paso aquí ratos muy distraídos viendo cómo esas pobres bestias sacian su apetito... Aunque eso es un decir: los tiburones nunca tienen bastante. Si uno de ellos se comiese una ballena entera, todavía buscaría comida... Son terribles, terribles.
Eva Mason volvió a mirar hacia arriba. Sobre ella, el grueso cristal soportaba el peso de las aguas, de los cadáveres, de los tiburones... Todo parecía suspendido sobre su cabeza. Era espantoso, pero por fortuna, las rojas aguas impedían ya visión alguna.
—Se terminó el espectáculo — sonrió Hipócrates —. Aunque los tiburones todavía tienen comida para un buen rato. Tuvimos que matar a muchos de nuestros invitados, señorita Mason. Oh, pero no se preocupe: pronto los repondremos. Por estas islas, y en la costa de Centroamérica, hay mucho material. Y en todo el Golfo de México, claro... No hay problemas al respecto. ¿Se siente mejor?
Eva quiso decir algo, pero notó un terrible dolor en la garganta. La irritación producida por las enormes bocanadas de agua de mar era muy fuerte.
Hipócrates señaló con la barbilla hacia una mesita, sin mover más que esa parte de su cuerpo.
—He pedido que le preparen una bebida que la aliviará... Y ello porque, aparte de una personal simpatía hacia usted, necesito su colaboración. He tomado una decisión que espero sea de su agrado: canjearla a usted por su tío, el profesor Broderick Mason. ¿Qué le parece?
Eva no contestó. Se sentó en el sofá, y sólo entonces reparó en que estaba completamente desnuda. Miró a Hipócrates, que de nuevo sonrió, de aquel modo tan amable. Eva miró hacia el cristal del techo, que parecía ya de color totalmente rojo, y de nuevo miró a Hipócrates: ¿cómo un hombre tan hermoso y de aspecto tan inteligente podía ser tan cruel, tan... sádico?
—Beba, beba — insistió Hipócrates —. Necesito que pueda usted hablar. He pensado que lo más indicado para conseguir la... visita «voluntaria» de su tío es enviarle noticias de usted. ¿Qué le parece si le enviásemos una grabación con su voz, invitándolo a reunirse con usted en un lugar agradable? ¿Cree que él acudiría?
Eva Mason se desplazó en el sofá, vertió en un vaso parte del líquido contenido en una jarra de acero inoxidable, lo olió, y comenzó a beber, lentamente. Estaba caliente, y era muy suave. Parecía tener gusto de... ¿eucalipto?
—Verá qué pronto se siente aliviada. Es un descongestivo preparado por uno de mis científicos invitados. Y tiene otras muchas cualidades. Por ejemplo, es vitamínico, analgésico y estimulante... ¿Verdad que se va sintiendo mejor, señorita Mason?
Eva miró alrededor. No era el mismo sitio donde Hipócrates la había recibido antes junto con Aaron. Claro que no: habría visto la «pecera». O el cementerio, como lo llamaban ellos. Alzó la mirada hacia el techo. Era ya imposible ver nada que no fuese color rojo en las aguas que antes habían sido transparentes como cristal... Aquél era un lugar agradable, de no haber sido por la «pecera»...
—¿No se siente mejor?
—Sí — pudo decir Eva —. Mucho mejor.
—¿Lo ve? ¡Son las ventajas de tener alojados aquí científicos de primera línea! Pueden hacer cualquier cosa.
—¿Dónde está el doctor De Arlington?
—Oh, no se preocupe por él. Está trabajando. Se puso un poco molesto, pero cuando la vio a usted viva se tranquilizó.
—¿Y mis ropas?
—Vamos, vamos, no me niegue el esplendor de su belleza... Me gusta verla así. Bien, ¿cree que podría hablar con su tío durante tres o cuatro minutos? ¿Podemos grabar ya el mensaje?
—¿Qué tengo que decirle?
—Lo que usted quiera, con tal de convencerlo de que acuda a una cita que usted le solicita. Si él se presenta, usted será cambiada. Si él no viene...
Hipócrates sonrió de nuevo, y sus hermosos ojos azules se alzaron hacia la «pecera» que formaba parte del techo. Eva Mason palideció. Terminó de beber aquel brebaje, que, efectivamente, la estaba aliviando muchísimo de todos sus dolores y molestias, y dejó el vaso sobre la mesita.
—¿Qué tengo qué decirle a mi tío?
—Ya le he dicho que eso es cosa de usted. Pero él deberá estar dentro de tres días en un lugar llamado «Astra», en el muelle viejo de Nueva Orleans, a las nueve de la noche. ¿Lo ha comprendido?
—Si.
—Pues allí tiene un equipo de grabación, muy completo — de nuevo señaló. Hipócrates con la barbilla—. Espero que sepa manejarlo.
—Sé hacerlo. Pero ¿qué le pasa a usted? ¿Teme agotarse si trabaja un poco?
—La comodidad es media vida; señorita Mason. Por favor, proceda a hacer esa grabación.
La grabación requirió casi una hora de pruebas, hasta que Hipócrates se mostró de acuerdo con lo que Eva decía y con el modo en que lo decía. Conseguido el texto completo, que no duraba más allá de dos minutos, y efectuada la definitiva grabación en una «cassette» nueva, Hipócrates se dio por satisfecho. Sin embargo, dijo:
—Estoy muy enfadado con usted, señorita Mason.
—Creí que lo había hecho bien — se sorprendió Eva que de nuevo miraba hacia la «pecera».
—Ya es de noche; por eso lo ve ahora todo negro — dijo Hipócrates, tras mirar también hacia arriba —. Oh, sí, la grabación está bien, y de madrugada vendrá la avioneta a recogerla, para llevarla a Estados Unidos... Me refería a lo de los leprosos.
—No comprendo...
—Usted dijo que la habían violado, y eso no es cierto. Cuando Stimson estuvo más tarde allí, a recoger sus zapatos y cambiar la bombilla, se enteró de que ninguno de los leprosos la había violado... ¿O fueron ellos los que mintieron?
—Fui yo. Pasé la noche debajo de uno de los camastros, mientras... se divertían entre ellos.
—Ya. Bueno — Hipócrates rió dulcemente —. ¡En cierto modo me alegro, porque usted me está gustando mucho! ¿Sería tan amable de... acariciarme íntimamente para...?
—¿Por qué he de hacerlo yo? ¡Ya tiene usted a Lucrecia!
El rostro de Hipócrates sufrió una brusca y horrible transformación. Apareció en las bellas facciones una horrible mueca de rabia, de furia inaudita, increíble, que más que sorprender, sobresaltó a Eva Mason. Era una mueca espantosa en un rostro súbitamente pálido, demudado...
—¿Quién se lo ha dicho? — gritó Hipócrates —. ¿Quién la ha informado de eso, quién lo sabe, quién...?
—Pe-pero no... Sólo he dicho que...
—¡Se lo han dicho! ¿Quién vio algo, quién lo sabe?
—Escuche, no entiendo...
—¡Madre! — gritó a voz en cuello Hipócrates —. ¡Madre, madre, ven aquí enseguida! ¡MADREEE...!
Eva Mason miró a todos lados, ahora tan desconcertada como sobresaltada. Hipócrates seguía chillando sin parar, congestionado por una ira insólita, agitando la cabeza, pero siempre completamente inmóviles sus miembros... Una puerta se abrió, y Lucrecia apareció corriendo, seguida por Hoogan y Stimson, cada uno de ellos empuñando una pistola, y llevando detrás al negro del rifle, cuyos grandes ojos parecían huevos incrustados en el rostro.
—¡Madre, madre, madre...!—chillaba, aullaba Hipócrates.
—¡Ya estoy aquí! ¡Cálmate, hijo, cálmate, no pasa nada!
—¡Madre, ella me gusta, pero no quiere hacerlo, no quiere complacerme! ¡Y ha dicho... ha dicho...!
Por la boca de Hipócrates comenzó a aparecer una espuma abundante, salpicando a todos lados, pues movía la cabeza a derecha e izquierda, arriba y abajo... Lucrecia, todavía más pálida que habitualmente, señaló a Eva.
—¡Sacadla de aquí! —aulló—. ¡Llevadla a una de las celdas pequeñas, y encerradla allí! ¡Luego iré a visitarla! ¡Sacadla de aquí, salid todos!
—¡Madre, madre, madre!—parecía escupir Hipócrates.
Hoogan volvió por fin su desorbitada mirada hacia Eva.
—Venga con nosotros... ¡Inmediatamente!
—Pero si sólo he dicho...
—¡SACADLA DE AQUÍ!
Eva Mason vio acercarse amenazadoramente a Hoogan y Stimson, y decidió no complicar más la situación. Situación que no entendía, y que la tenía todavía sobresaltada, tensa. Casi corrió hacia la puerta, sobresaltando a su vez al negro del rifle, que retrocedió y la apuntó rápidamente.
—¡NO LÁ MATÉIS! — vociferó Lucrecia —. ¡Encerradla! ¡Y echadle gas!
—¡Salga! — empujó Hoogan a Eva.
Esta salió a otro aposento, por cuya puerta del fondo entraban en aquel momento otros dos hombres armados con rifles, alarmados por los gritos... La puerta del aposento privado de Hipócrates fue cerrada, violentamente por Lucrecia. Eva se encontró rodeada por cinco hombres armados, que la miraban furiosamente. Por un momento pareció que Hoogan fuese a abalanzarse contra ella, pero debió recordar las palabras de Lucrecia, porque tras apretar las mandíbulas, gruñó:
—Camine. Ya ha oído a Lucrecia. La encerraremos.
Rodeada por cinco hombres que parecían una furiosa jauría, Eva Mason salió también de aquel aposento, apareciendo entonces en el que había visto la primera vez. De allí, salieron a los pasadizos, que recorrieron en silencio, rápidamente.
Un minuto más tarde, tras caminar por una parte que no había visto en las veces anteriores, Eva era empujada al interior de una celda de reducidas dimensiones, cuya puerta fue cerrada inmediatamente. Pero poco después, se abrió, y apareció Hoogan, empuñando una pistola especial. Apuntó con ella a Eva, disparó, y cerró la puerta.
La pelirroja recibió el impacto de la cápsula en el centro del pecho, pero no notó dolor. Sólo el impacto, un simple golpecito.
Un instante más tarde se desplomaba, dormida por los efectos del gas narcótico.

CAPÍTULO VII

Abrió los ojos.
Sentía como un agudo silbido dentro de su cabeza, y frío en la frente.
Encima de ella, colgando del techo había un recipiente de cristal, del que en aquel momento cayó una gota oscura.
¡Chop!, sonó blandamente la gota dentro de su boca.
Se estremeció, y quiso cerrar la boca, pero no pudo. Quiso mover la cabeza, pero tampoco pudo conseguirlo.
¡Chop!, cayó otra gota dentro de su boca abierta.
Intentó de nuevo cerrarla, sin conseguirlo. Tampoco logró mover la cabeza al siguiente intento.
¡Chop!
Giró los ojos a todos lados, pero no podía ver más que el techo, el recipiente de cristal del que caían las gotas oscuras, y la parte superior de las paredes de roca.
¡Chop!
Comprendió que estaba en posición forzada, con la cabeza echada hacia atrás, de modo que su rostro quedaba paralelo al techo irregular.
¡Chop!
Sí, tenía la boca abierta de modo forzado, obligada por algo que tenía dentro. Y algo sujetaba su cabeza hacia atrás, y le impedía moverla; ni tan siquiera podía mover el cuello.
¡Chop!
Tragó el líquido. No podía paladearlo, no sabía qué podía ser: simplemente, lo tragó. Cada pocos segundos, una gota se desprendía del recipiente y caía sistemáticamente dentro de su boca.
¡Chop!
¿Qué podía ser aquel líquido oscuro que...?
De pronto, el rostro de Lucrecia apareció en su elevado y reducido campo visual. Eva desvió los ojos como si quisiera verse la barbilla. Se quedó mirando a Lucrecia.
¡Chop!
—Tienes en la boca una pieza metálica, como las que utilizan los dentistas para mantener abierta la boca del paciente sin que éste se canse — dijo Lucrecia.
¡Chop!
—Estás sentada en una silla, amarrada a ella, con los cabellos atados al respaldo, y con otras piezas metálicas sujetando tu cuello para que no puedas moverlo.
¡Chop!
—Estarás así, mirando hacia arriba, viendo cómo van, cayendo las gotas en tu boca, y tragándolas. Estarás así hasta que mueras de asco, porque has de saber que esas gotas son de sangre.
¡Chop!
—En realidad — rió Lucrecia — es un cóctel: un cóctel hecho con sangre de sarnoso, de leproso, de epiléptico, de sifilítico...
Eva Mason se estremeció, sus ojos se desorbitaron. Una oleada de asco espantoso ascendió por su garganta... ¡Chop!
—Y aquí estarás hasta que mueras de asco..., que es como te corresponde morir. Tú y todos los demás sólo sois escorias vivientes, sólo sois carroña asquerosa...
¡Chop!
—Pero sobre todo, tú, puerca maldita. ¡Ya estás pagando el disgusto que le has dado a mi hijo, y estarás pagándolo hasta que mueras! ¿Por qué tuviste que decirle aquello?
¡Chop!
—¿Acaso una buena madre no lo haría todo por su hijo? ¡Yo soy una buena madre! Y él... él es el hijo más hermoso jamás nacido de madre humana... ¿No estás de acuerdo?
¡Chop!
Eva Mason cerró los ojos, pero aún resultó peor. Una cosa era ver, y otra imaginar, pensar en lo que estaba tragando. Sentía en lo más profundo de su cuerpo el estremecimiento de las náuseas.
¡Chop!
—...¡Escorias vivientes, eso es lo que sois todos! — insistía Lucrecia—. ¡Todos! Tú, los científicos, esos canallas que nos sirven por dinero, nuestros socios...
¡Chop!
—¡Todos, absolutamente todos! ¡Escorias de la vida! ¡Todos vosotros, que habéis...!
Eva volvió a cerrar los ojos, intentó no oír a Lucrecia, no pensar en el... «cóctel» que estaba ingiriendo gota a gota. No quería pensar, ni oír, ni ver. Intentó poner la mente en blanco, pero no era posible. Los pensamientos parecían etéreos, flotantes, incontenibles. ¿Lucrecia era la madre de Hipócrates? Bien, en ese caso no cabía duda de que debía tener más de cuarenta años. Por lo menos, cincuenta. Pero se conservaba joven y hermosa. Fría, pero hermosa..., y malvada, maquiavélica, sádica. ¿Y Hipócrates? ¿Qué clase de hombre era, qué clase de hijo era que consentía que su madre le...? En realidad, ¿qué clase de personas eran Lucrecia e Hipócrates? ¡Lucrecia e Hipócrates...! ¿Cuáles serían sus verdaderos nombres? ¿Qué pretendían con...?
Notó de pronto el dolor en el rostro, y abrió los ojos, sobresaltada, arrancada de su concentración mental que la había aislado de la sensación de recibir las gotas de sangre y de la voz de Lucrecia. Fue un dolor agudo y penetrante lo que la hizo regresar a la realidad total.
Se quedó mirando, muy abiertos los ojos, el rostro de Lucrecia, muy cerca al de ella, desencajado por la furia. Y de pronto, supo qué era aquel dolor en su mejilla izquierda: Lucrecia le estaba clavando una uña, despacio, pero con satánica ferocidad...
—¡Te estoy hablando! ¡Quiero que me mires cuando te hablo, y que me escuches!
¡Chop!
El dolor no importaba demasiado en aquellas circunstancias, pero el asco súbito fue tan intenso que todo el cuerpo de Eva se estremeció en violentísima arcada. Le dolió la boca, el cuello, la cabeza, donde los cabellos estaban tirantes...
¡Chop!
Una explosión amarga se produjo en el estómago de Eva Mason, y los vapores ascendieron hasta la boca, donde se juntaron con la siguiente gota de «cóctel»...
¡Chop!
Eva Mason perdió el conocimiento.

* * *

¡Chop!
Parpadeó. La visión se aclaró completamente. Allá estaba el recipiente de cristal. Una gota comenzaba a desprenderse, a desprenderse, a desprenderse, a desprend...
¡Chop!
Apareció otra gota. Diminuta primero. Pero fue engrosando rápidamente, hinchándose. Como un pequeño globo rojo. Fue adquiriendo tamaño, se movió, relució...
¡Chop!
Eva Mason había rebasado ya la barrera del terror, pero no la del asco. No podía soportarlo, era superior a sus fuerzas. Siempre había sido una mujer valiente, decidida...
¡Chop!
...Dispuesta a cualquier cosa. Realmente, ¡en qué pocas ocasiones haba sentido miedo! Pero aquello no era miedo. Ni siquiera terror. Era un asco tan profundo que...
¡Chop!
.. que todo su cuerpo parecía a punto de estallar. Sentía vértigos helados, escalofríos en todo el cuerpo... Y de pronto, tuvo la idea. ¡Por fin se iba a librar de aquellas gotas...!
¡Chop!
Tenía las manos atadas a la espalda, los pies a las patas de la silla, los cabellos al respaldo. No podía mover el cuerpo, pero ¿y la silla?
¡Chop!
Comenzó a hacer esfuerzos a derecha e izquierda. Tuvo la impresión acongojante de que no iba a conseguir nada, pero insistió. Intentaba moverlo todo a derecha e izquierda...
¡Chop!
Seguía mirando hacia arriba, viendo formarse las gotas. En la frente, fría, helada, sentía el sudor. La silla se estaba moviendo. ¡Sí, se estaba moviendo...!
¡Chop!, sonó la gota de sangre en uno de sus hombros
¡Lo estaba consiguiendo!
Insistió en sus esfuerzos. Otra gota de sangre cayó en uno de sus hombros, más hacia el borde que la anterior. Continuó meciéndose, y de pronto, ya no pudo hacerlo. La silla se ladeó hacia la derecha, y cayó. El golpe fue tremendo, y la cabeza de Eva rebotó con fuerza contra el suelo, golpeando en éste de lado. Pero aquello no era nada. ¡Aquello no era nada comparado con la sensación de alivio que experimentaba! Oyó caer la gota de sangre en el suelo. Bueno, ya no importaba... ¡Si pudiera cerrar la boca! ¡Oh, Dios, cómo le dolían las y mandíbulas...! Y el cuello.
Se sentía agotada. Se dio cuenta de que la tensión producida por el tormento del «cóctel» la había agotado hasta un extremo increíble. Le pesaban los párpados. Todo su cuerpo se estaba relajando, pese al dolor. Todo es relativo: después de la angustia y el asco de las gotas de sangre de sarnoso, leproso, sifilítico y epiléptico, lo demás no parecía tener demasiada importancia. Tenía sueño...
Se durmió.
—.. tal como está. Alzad la silla y llevadla entre los dos.
Abrió los ojos. Vio pies moviéndose frente a ella, desplazándose. Ante sus ojos quedaron sólo los pies femeninos. Los pies de Lucrecia. Había oído la voz de Lucrecia. Miró de reojo hacia arriba, y la vio, como proyectándose hacia el techo... Todo se movió. Vio el suelo. Se sintió flotar. Vio sus pechos colgando, oscilando, pero sólo un instante, pues cambió inmediatamente de posición. Quedó vientre abajo. Se desplazaba. La estaban llevando sobre la silla, todavía amarrada a ésta. El suelo se deslizaba bajo ella, pero debido a la posición de su cabeza, veía hacia el frente, el camino que estaban recorriendo. Pasadizos de roca, pasadizos de roca, pasadizos de roca...
Se estremeció cuando la entraron en el aposento que había conocido la primera vez. Luego, el otro. Y finalmente, el de la «pecera».
—Desatadla de la silla y atadla al lecho.
Las sílabas pronunciadas por Lucrecia le parecían agujas taladrando sus tímpanos.
Cuando soltaron sus cabellos y las cosas que sujetaban su cuello sintió un dolor horrible. La colocaron en un lecho, vientre arriba, sin haber soltado sus pies ni sus manos completamente. Pero no podía pensar en esto, porque le dolía la nuca, todo el cuello, de un modo atroz. Sentía que estaban manipulando en ella, pero no le importaba. La estaban amarrando a un lecho... De pronto, la tensión en sus mandíbulas cedió Un poco. Otro poco... Cedió rápidamente, y desapareció. Quiso cerrar la boca, pero no pudo conseguirlo.
Y de pronto, se dio cuenta de que estaba llorando. Sentía las lágrimas deslizarse por los bordes externos de sus ojos y deslizarse por las sienes hacia las oreja. Estaba llorando, sentía frío, sentía unos dolores espeluznantes. No podía moverse. No podía cerrar la boca, ni mover el cuello. Estaba llorando como quizá no había llorado en toda su vida. En silencio, pero torrencial mente.
Algo líquido entró en su abierta boca, y entonces lanzó un chillido agudo y abrió los ojos. Se sentía de nuevo estremecida por las náuseas. Vio el rostro de Lucrecia inclinado sobre el suyo.
—No temas, esto no es sangre podrida — dijo Lucrecia—. Dentro de poco te sentirás mejor... para mi hijo. ¿Sabes?: ¡has tenido mucha suerte! Le has gustado mucho a mi hijo, lo que no es corriente..., yo diría que ni siquiera es normal. Nunca ha querido tener contactos con ninguna mujer, y sólo yo, de cuando en cuando, desahogaba sus furias. ¡Vas a tener un gran privilegio!
Eva Mason cerró de nuevo los ojos. Oía voces, pisadas... Luego, el silencio. Notó que le limpiaban las lágrimas. Ya no lloraba. El cuello le dolía menos. Pudo cerrar la boca. Se sentía mejor. Sí, se sentía mucho mejor. Incomprensiblemente mejor, considerando cómo se había sentido poco antes. ¡Oh, se sentía bien, muy bien!
Abrió los ojos. Ahora podía abrir y cerrar la boca. Casi no le dolía. Alzó la cabeza. ¡Podía hacerlo, podía mover el cuello...! Vio su cuerpo tendido en la cama. Su cuerpo desnudo. Estaba muy abierta de brazos y piernas. Era un simple catre. Las cuerdas que sujetaban sus muñecas y tobillos pasaban por debajo del catre, donde debían haber sido anudadas...
Lucrecia apareció, en silencio. Se acercó a ella, y comenzó a rociarla con el contenido líquido de un frasquito de cristal, de intenso perfume.
—Es el que uso yo, a mi hijo le gusta — dijo Lucrecia—. Tú también le gustas. Y si sabes lo que te conviene, serás cariñosa con él. ¡No abuses de mi paciencia! Todo lo hago por él, así que si tú no sigues mi línea de amor con mi hijo, vivirás horas muy amargas... Lo que te ha ocurrido hasta ahora no ha sido nada, ¿comprendes?
Eva miró alrededor, pero no pudo ver a Hipócrates. Lo que sí veía era el cristal del fondo de la laguna, la «pecera». Ahora estaba de color negro absoluto. ¿Habría algún tiburón allí todavía, buscando carne?
—Sonríele y habíale dulcemente — insistía Lucrecia—: si lo haces así, todo irá bien para ti. Voy a buscarlo.
Eva siguió con la mirada a Lucrecia, que se alejaba. ¿A buscarlo? La vio desaparecer por una puerta. Pasó un minuto, dos, tres... Bueno, se sentía mucho mejor, y algo era algo. Sí, todo había pasado, los malos ratos habían terminado...
Oyó las pisadas, y miró hacia la puerta por la que había desaparecido Lucrecia. Esta reapareció. Tras ella, llegaba Hipócrates, acomodado en la silla de manos, que transportaban Stimson, Hoogan, un negro, y otro hombre blanco. Era una escena... irreal. Hipócrates estaba recién afeitado, muy bien peinado, impecable, guapísimo con sus grandes ojos azules y sus rubios rizos. La miraba sonriente, de modo que estaba claro que se le había pasado el enfado.
—Evade mi corazón — dijo, sonriente, cariñoso—. Vas a ser mi primera mujer. ¿Te satisface eso?
Eva no contestó. La imperial silla de manos fue depositada junto a la cama, paralela a ésta y separada algo más de un metro solamente. Lucrecia hizo señas, y los cuatro hombres que la habían transportado, tras dirigir codiciosas miradas al desnudo cuerpo bellísimo de Eva Mason, salieron del aposento, cerrando la puerta.
—Madre — dijo Hipócrates—, me quedaré para siempre con Eva.
—Lo que tú quieras, hijo — asintió Lucrecia.
Eva miraba de uno a otra. No entendía nada. ¿Por qué se quedaba Lucrecia? ¿Qué papel era el suyo en semejante situación...?
—Madre, ponme en la cama, por favor.
—Sí, hijo.
Lucrecia se colocó junto a la silla de manos, y le quitó la chaqueta a Hipócrates..., brazos incluidos. Eva Mason lanzó una exclamación, palideció, sus ojos se desorbitaron, su mirada quedó fija en la chaqueta de Hipócrates, de la que colgaban los brazos con las manos y los guantes blancos. Algo estalló en la cabeza de Eva Mason. No comprendía.
Sencillamente, no comprendía.
Hipócrates había quedado en mangas de camisa..., es decir, en camisa, pero no en mangas. Era una camisa sin mangas. Donde debía haber mangas, aunque fuesen cortas, estaba cosido.
Lucrecia le quitó a Hipócrates la corbata, y luego la camisa. Apareció un torso amplio, blanco, velludo..., pero no aparecieron los brazos, sólo unos diminutos muñones. Eva sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas. Miraba con aterrada fascinación aquel hermoso torso sin brazos. Luego, miró la chaqueta, y los guantes blancos, en los extremos de las mangas, que parecían contener los brazos. Pero claro, no eran los brazos, era un relleno bien preparado para que pareciese que Hipócrates tenía brazos y manos.
Y no tenia. No, no tenía.
—Dios mío — gimió de pronto Eva.
Lucrecia se volvió a mirarla.
—No fue un accidente. Nació así. Por eso, yo me he pasado la vida ganando dinero hasta que pude conseguirlo que quería: tener un rebaño de científicos trabajando para mí. ¡Los científicos! Son todos escoria pura, carroña maldita... ¿Sabes por qué mi hijo nació así? ¡Porque yo tomé determinado «medicamento» cuando estaba embarazada de él! Me juré a mí misma que tendría algún día mi propio laboratorio, y lo conseguí. Ahora, todo es mío, yo soy quien dirige a esos «sabios» de la ciencia, hacen lo que yo quiero... ¡Y lo que yo quiero es producir drogas que acaben con la salud de toda la Humanidad, para que muy pronto, mi hijo sea el ser más hermoso y más sano del mundo! ¡Eso es lo que quiero, y lo voy a conseguir muy pronto, cuando estén terminados los cultivos bacteriales que esparciremos primero por América, y luego por todo el mundo!
Eva miraba fascinada a Lucrecia, que por un momento parecía haberse olvidado de su hijo. Pero no se había olvidado. Se dedicó de nuevo a él, solícita..., y Eva lanzó un alarido cuando Lucrecia le quitó los pantalones... y las piernas a su hijo hermoso, de ojos azules, de dorados rizos preciosos: con los pantalones, Lucrecia se había llevado las piernas de su hijo, dejándolo ahora solamente en calzoncillos, por cuyas aberturas se veían los pequeños y horrendos muñones, de unos diez o doce centímetros de longitud, como los de los hombros.
La barbilla de Eva Mason comenzó a temblar. Estaba espantosamente fascinada contemplando aquel cuerpo sin brazos ni piernas, pero con una hermosa cabeza...
—Gracias, madre — dijo Hipócrates—. Ponme con ella.
—Claro que sí, hijo mío.
—Y luego déjanos solos. No quiero que lo veas.
—Lo que tú quieras, cariño.
Lucrecia se inclinó hacia su hijo, y se las arregló para atraerlo al borde del asiento, y luego para alzarlo en brazos. Eva seguía la maniobra con mirada desorbitada... Y creyó que sus ojos le iban a reventar cuando Lucrecia colocó a Hipócrates boca abajo en el lecho, entre sus piernas. Hipócrates, alzando la cabeza, la miraba sonriente.
—¿Eres virgen? — preguntó.
Eva quiso contestar, pero sólo consiguió unos cuantos tartamudeos.
—Yo sí, en este aspecto — dijo Hipócrates, mirando—. Pero pronto dejaré de serlo. Tienes un cuerpo tan hermoso... ¡Qué dulcemente voy a llegar a ti!
Lucrecia acarició la cabeza de su hijo, y, sin más, salió del aposento. Eva todavía no conseguía reaccionar. En los pies de la cama, entre sus piernas, Hipócrates comenzó a desplazarse... Utilizaba los pequeños muñones como cuatro extremidades, y sus movimientos y su aspecto eran tan alucinantes que Eva tuvo que hacer un esfuerzo para no comenzar a gritar.
—Quizá debí pedirle a mi madre que me pusiera bien sobre ti — dijo Hipócrates —, pero lo pensé bien y decidí que no. Ya que vas a quedarte conmigo, es mejor que yo mismo aprenda a arreglármelas solo cada vez que quiera poseerte. No te impacientes: ¡enseguida llego!
El torso de Hipócrates ascendía, deslizándose sobre su vientre ahora. La cabeza, la hermosa cabeza del monstruo, estaba ya casi tocando los senos de Eva...
—¡Qué pechos tan hermosos! — exclamó Hipócrates.
Los besó. Eva sintió como una corriente eléctrica helada recorriendo todo su cuerpo...
Y de pronto, comprendió: todo aquello no era real, no era cierto, no le estaba sucediendo a ella. Era un sueño. Bueno, una pesadilla, naturalmente. Una atroz pesadilla de la que iba a despertar de un momento a otro...
Pero de lo que despertó fue de su ilusión cuando la cabeza de Hipócrates se acercó más, y sintió sus labios en la barbilla, y el chasquido del beso.
—Pronto podré besarte en la boca — jadeó Hipócrates—. Nunca he besado a una mujer en la boca, pero sé que es delicioso... ¡Y tu boca es tan bonita!
En el momento en que la boca de aquella serpiente humana reptaba por su cuerpo y llegaba a la de ella, Eva Mason sentía otro contacto, ardiente, torpe, frenético... Todo su vientre se estremeció, intentó hurtarlo a aquel contacto masculino que buscaba...
—¡Ven! — jadeaba Hipócrates—. ¡Dámelo, quiero... quiero saber qué es... qué es eso...! ¡Dámelo!
Eva lanzó un grito cuando él comenzó a conseguirlo, y movió como pudo el cuerpo, hurtando el objetivo que buscaba Hipócrates con tenacidad, jadeante. Pero Hipócrates reptó más, grotesco, sobre el cuerpo de Eva Mason, en un alucinante viaje, y su boca llegó a la de ella...
—Ya... te tengo...—jadeó Hipócrates—. ¡Ya... te tengo...!

CAPÍTULO VIII

Aaron volvió la cabeza cuando oyó el sonido de la puerta; es decir, el sonido de la barra de hierro que ahora habían colocado... La puerta se abrió, y Lucrecia entró, hermosa, fría... Aaron la miró especulativamente mientras ella se acercaba a él.
—Es ya tarde, doctor De Arlington — dijo Lucrecia —, así que voy a retirarme a descansar. ¿Necesita alguna cosa?
—Sí — murmuró Aaron —: me gustaría saber dónde está Eva, y qué es de ella.
Lucrecia sonrió jubilosamente.
—¡Oh, no se preocupe por la muchacha! — exclamó —. La he tenido un tiempo en una celda de torturas, pero ahora está bien.
—¿En una celda de... torturas?
—Bueno, las utilizo personalmente de cuando en cuándo, si alguien me... disgusta en exceso. Por fortuna para la señorita Mason, mi hijo se ha encaprichado de ella. ¿Sabía usted que Hipócrates es mi hijo? Pues sí... Aunque sé que no aparento tener la edad suficiente para tener un hijo de la edad de él... ¿No está de acuerdo?
Aaron de Arlington parpadeó.
—No — murmuró —. No la aparenta, es cierto.
—Me he cuidado mucho desde que tuve a Hipócrates. ¡Ningún hombre me ha tocado desde entonces! Y yo solamente he tocado a uno, a mi hijo adorado... Claro que sólo para aliviarlo... de ciertas tensiones. ¿Me comprende?
—No... Lo siento, no.
—Bueno, no importa. Ahora él está con la señorita Mason, y estoy seguro de que le gustará. ¿Usted se había acostado alguna vez con la señorita Mason?
Aaron de Arlington sintió como un vuelco en el estómago.
—¿Su hijo está ahora... con Eva?
—La está haciendo feliz — sonrió Lucrecia.
Aaron notó como una subida de sangre a la cabeza, y de nuevo el vuelco en el estómago. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no golpear a aquella mujer que parecía un trozo de hielo... Su mirada fue un instante hacia la puerta, y de nuevo a los oscuros ojos que le contemplaban con expresión jubilosa.
—Sí... Seguramente, la está haciendo muy feliz —consiguió decir con voz natural Aaron —. Muy feliz.
—¡Felicísima! ¡Mi hijo es tan hermoso...!
—¿Sabe, Lucrecia? ¡Me gustaría ver eso!
—Ver... ¿qué?
—Lo que están haciendo su hijo y Eva Mason. ¡Sería tan interesante para mis investigaciones! Imagínese: un cerebro al que deseo examinar en busca de informaciones sobre miedo y angustia debe estar ahora en plena motivación de felicidad... Bueno, no sé si me explico. Estoy pensando en su hijo. Seguramente, está proporcionando a Eva una felicidad sin límites... Jamás he visto el rostro de una mujer en esos momentos. Y me pregunto: ¿qué puede expresar el rostro de Eva Mason en esos instantes de felicidad? ¿Qué órdenes debe recibir del cerebro para mostrar determinados gestos o muecas...? Bueno, comprendo que no me estoy explicando bien y que...
—Veamos: usted quiere ver a la señorita Mason y a mi hijo mientras ellos... ¿No es así?
—Pues... Sí. Comprendo que es una petición insólita, pero...
Un extraño destello pasó por los ojos de Lucrecia.
—Le voy a complacer, doctor De Arlington... ¡Jí, jí, jí, le voy a complacer! ¡Venga conmigo!
Mientras caminaba hacia la puerta en pos de Lucrecia, Aaron comprendió que ella estaba tramando, algo. Había reído de un modo... sádico. Sí, sádico. Estaba divertida... ¡Estaba divertidísima, eso era! ¿Qué podía divertir tanto a Lucrecia? Ella estaba tramando algo, tenía una idea en la mente que la divertía, que la había hecho reír... ¿Qué podía ser?
Pero, al mismo tiempo que pensaba en esto, Aaron pensó que fuese lo que fuese lo que estuviese tramando Lucrecia que tanto la divertía, a él no le importaba, ya que, a fin de cuentas, también estaba consiguiendo lo que quería.
Por lo pronto, salir de su laboratorio. Lucrecia le hizo una seña al hombre que había de vigilancia, y éste partió en silencio en pos de ellos. Aaron comprendió que fuese adonde fuese él estaría en todo momento vigilado por aquel hombre. Muy bien: ¿para eso había dejado de trabajar para el Gobierno? ¿Para que un tipejo patibulario lo vigilase como si fuese un delincuente? Aunque no era esto, desde luego j El era un prisionero. Un investigador esclavizado. Es decir, todo lo contrario de lo que siempre había deseado...
Llegaron pronto al aposento donde Lucrecia e Hipócrates le habían recibido la primera vez, y de allí pasaron al siguiente. Lucrecia se detuvo, y señaló la puerta del fondo.
—Allí dentro están — rió —. ¿De verdad quiere verlos?...
—Sí... Naturalmente. Cuantas más experiencias... — de pronto Aaron hizo un gesto de dolor, y se miró la palma de la mano izquierda, rápidamente —. ¿Qué tengo aquí? ¿Qué es esto?
Mostró la mano a Lucrecia, que la miró y alzó las cejas, sorprendida.
—Yo no veo nada.
—Pues siento como una tensión... Debe ser un calambre. Sí, lo siento ahora en el antebrazo. Oiga — miró al vigilante que les acompañaba—, ¿quiere darme un tirón de la mano, por favor? Le diré cómo ha de hacerlo. Como si me estrechase la mano, y luego... Sí, eso es... Ahora...
Fue tremendo.
Aaron cerró con fuerza su mano derecha sobre la mano derecha del vigilante, y, con la izquierda, le sujetó por la muñeca. Simultáneamente, tiraba del hombre y giraba. El hombre pareció echar a correr, atraído por el fuerte impulso de Aaron, y, en un instante, se encontró corriendo hacia la rocosa pared, junto a la puerta. El hombre había abierto la boca para gritar cuando llegó a la pared. Se estrelló allí con violencia espantosa, se partió varios dientes, la mandíbula inferior, la nariz, se machacó la frente..., y rebotó sangrando en gruesas salpicaduras, para caer de espaldas, sin sentido, más muerto que vivo.
Lucrecia, que había respingado, no sólo había palidecido hasta un extremo que parecía increíble, sino que había sacado una pequeña pistolita, con la que comenzaba a apuntar frenéticamente a Aaron, al mismo tiempo que se disponía también a gritar...
Aaron disparó su puño derecho, acertando a Lucrecia en el centro del estómago en un impacto espantoso, alucinante, que alzó a la mujer para derribarla sin sentido unos pasos más allá. Acto seguido, Aaron le quitó la pistola al vigilante agonizante, la empuñó, y corrió hacia la puerta que había señalado Lucrecia. La abrió de un golpe, entró, miró a todos lados..., y vio lo que había en la cama.
Quizá durante un par de segundos, Aaron de Arlington no comprendió lo que estaba viendo. Veía a Eva presionada por el cuerpo de Hipócrates, pero la escena hasta aquí no tenía nada de nuevo ni sorprendente, pero... ¿dónde estaban las piernas y los brazos de Hipócrates?
—¡Lo estoy consiguiendo por fin! — aullaba Hipócrates—. ¡Ya eres mía, esta vez sí que terminaré lo que...!
Pese a que de pronto la cabeza había comenzado a darle vueltas, Aaron corrió hacia el lecho. Tenía los ojos casi fuera de las órbitas cuando empujó con ambas manos, todavía en una de ellas la pistola, al monstruoso ser, con tal fuerza que lo lanzó fuera del lecho. Al otro lado, aquel cuerpo rebotó fuertemente, y rodó, quedando a la vista de Aaron, que sentía impulsos desconocidos, una angustia explosiva, unos deseos enloquecedores de ponerse a gritar, a aullar...
El que gritaba era Hipócrates, saltones los ojos en su bello rostro. Eva Mason había estallado en un estruendoso llanto, pero Hipócrates gritaba, gritaba, gritaba...
—¡Madre, madre, MAAADREEEE...!
Aaron de Arlington jamás se contestaría a sí mismo las preguntas que más adelante se formularía: ¿por qué disparó contra Hipócrates? ¿Por miedo a que lo oyesen y acudiesen más hombres? ¿Por piedad? ¿Por odio por lo que había estado haciendo o intentando hacer con Eva Mason...?
Pero no hubo preguntas en aquel momento. El estampido del disparo, que acabó con los últimos berridos de Hipócrates, le serenó. Se desentendió de aquel horrendo cuerpo, y se abalanzó hacia Eva, comenzando a desatarla rápidamente. Eva continuaba llorando.
—Eva... Eva, no llores... Vamos a salir de aquí, esta vez no nos capturarán. ¡Eva, por favor, no llores, querida, no llores!
Eva Mason seguía llorando, llorando, llorando... Aaron la sacó de la cama, arrancó de ésta violentamente una sábana, y envolvió el cuerpo de la muchacha.
—Sujeta esto... Vamos a salir... ¡Eva, vamos a salir! ¡No llores más, por favor!
Eva Mason no podía verlo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Era como un manantial que jamás fuese a agotarse. Aaron la tomó de una mano, y echó a correr hacia la puerta. Cuando salieron al aposento siguiente, Lucrecia se movía en el suelo, gemía... Pasaron corriendo junto a ella, salieron al primer aposento..., en el cual aparecía en aquel momento Hoogan, pistola en mano, la expresión alarmada.
¡Crack!, disparó Aaron de Arlington.
No era, ciertamente, un tirador de primera. La bala alcanzó a Hoogan en un muslo, y el hombre lanzó un alarido, giró, y cayó de bruces. Cuando comenzaba a moverse, Aaron ya estaba a su lado. Vio la expresión asesina en los ojos de Hoogan, y disparo su pie derecho, acertándole de lleno en un ojo. Hoogan emitió un berrido espantoso, y rodó hacia un lado...
Mientras corrían por el pasillo, todavía pudieron oír, durante unos segundos, los alaridos de Hoogan. Ya un poco más lejos, las voces de otros hombres, carreras, advertencias... Aaron eligió uno de los pasadizos, se metió por él, y vio aparecer a un negro con un rifle en las manos. El negro se detuvo en seco, se echó el rifle a la cara... Aaron disparó de nuevo. La bala acertó al negro en el vientre, y lo hizo doblarse sobre sí mismo y caer de bruces, encogido, soltando el rifle. Aaron llegó junto a él, lívido como un muerto, se guardó la pistola en un bolsillo, y cogió el rifle. Junto a él, Eva Mason parecía una muñeca de cera que lloraba, lloraba, lloraba...
Dejó de llorar cuando la velocidad de la ininterrumpida fuga comenzó a dejarla sin resuello. Se ahogaba. Aaron se la cargó en un hombro, y continuó corriendo, más pesadamente ahora. «¡Oh, maldito fuese, ¿por qué había dejado de practicar cualquier deporte?!», se increpó mentalmente a sí mismo. ¿Por qué había descuidado tanto su antaño magnífica forma física?
Las piernas comenzaban a fallarle, se ahogaba, sentía como si el costado derecho estuviese presionado por unas enormes tenazas...
Y de pronto, se encontró en el exterior, recibiendo el fresco aire marino, y viendo, arriba, el oscuro tapiz del cielo salpicado de estrellas. Caminó unos cuantos pasos más, tambaleante, depositó a Eva sobre la roca, y se dejó caer a su lado. Le zumbaba la cabeza...
Se sentó de pronto, empuñando el rifle y apuntándolo hacia la salida. Manejaba el rifle todavía peor que la pistola, pero se juró a sí mismo que nadie saldría por allí mientras tuviese balas... Y además, tenía la pistola...
Se quedó sorprendido al comprobar que, pese a todo, todavía tenía una capacidad de recuperación bastante rápida. El corazón se iba aquietando, dejó de sentir el dolor en el costado...
«Si salgo de ésta, volveré a hacer deporte... ¡Lo juro!» Miró a Eva. Ahora no lloraba. También se estaba recuperando.
—¿Estás bien, Eva? — susurró.
Ella no contestó. Ni lo miró. Ahora parecía una estatua sentada. Eso era todo. Tenía los ojos muy abiertos, pero no parecía ver nada. Era como una estatua, sí. Sólo eso.
Aaron se mordió los labios, y miró hacia la salida. ¿Por qué no aparecía nadie? Recordó a Lucrecia recuperándose del tremendo puñetazo. Claro... Ella debía estar reorganizando a su gente, preparándose para...
Y de pronto, la vio.
La sorpresa fue tan grande para Aaron que no acertó a reaccionar. ¿O había visto una sombra que...? Volvió a verla, entre las rocas, saltando de una a otra, y desaparecer de pronto, hacia el otro lado del islote. Pero... ¿cómo había podido salir Lucrecia, cómo era posible que hubiese corrido tanto? ¿Y por qué estaba sola,..?
¡¿Y por dónde había salido?!
Esta pregunta fue como un impacto en la mente de Aaron de Arlington. Desde luego, Lucrecia no había salido por donde habían salido él y Eva, por donde, al parecer, entraban y salían todos, así que, finalmente, Aaron tuvo que comprender: Lucrecia disponía de un medio más cómodo y rápido para salir al exterior, y lo había utilizado. Pero, en ese casó, ¿por qué sus hombres no habían salido con ella, para cortarles la retirada a él y a Eva, o perseguirlos por la isla si ya habían salido...?
¿Adonde iba Lucrecia, qué pretendía?
Aaron se inclinó hacia Eva, y le tocó una mejilla.
—Eva, no te muevas de aquí.
Se puso en pie, y se lanzó rocas arriba, en pos de Lucrecia. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Debió hacerse con Lucrecia, utilizarla como contención, amenazando con matarla si sus hombres les molestaban...! ¡Pero todavía podía hacerlo, así que no importaría si sus hombres volvían a capturar a Eva! ¡Con Lucrecia en su poder...!
—¡Todos moriréis!—oyó de pronto—. ¡Todos, malditas escorias vivientes, todos vais a morir! ¡Mi hijo ha muerto, así que también vais a morir todos, mataré a todo el mundo, aniquilaré a todo ser viviente...!
Tras detenerse un instante, Aaron se orientó en dirección a la voz. ¿Se había vuelto loca Lucrecia? ¿Qué decía de...?
—¡Pasto para tiburones! ¡En eso os voy a convertir, escorias humanas!
La voz había sonado a unos treinta metros de Aaron, por encima... Tres segundos más tarde, Aaron distinguía de nuevo la silueta de Lucrecia.
Y un breve e intenso escalofrío recorrió la espalda del doctor Aaron de Arlington.
Lucrecia estaba en lo alto de uno de los grupos de rocas que sostenían un tronco de palmera..., pero el tronco no estaba ahora entre las dos rocas, en lo alto, sino encajado verticalmente en la base de la roca de la cúspide de uno de los grupos. La enorme roca se cernía sobre la laguna, y Lucrecia aullaba y presionaba con el tronco, haciendo palanca...
—¡Lo he conseguido! — gritó de pronto Lucrecia—. ¡Lo he conseguido, todos vais a quedar en mi cementerio, todos vais a quedaros aquí, todos vais a... Aaaaaa!
Se oyó el crujir de rocas, roces sonoros, chispas de piedra contra piedra... Todo crujió en el momento en que Lucrecia parecía ser absorbida por la oscuridad de nuevo, en pos de la roca desplazada con el tronco...
Aaron oyó el fortísimo chasquido de la enorme roca al caer en la laguna, y vio relucir las espumosas salpicaduras. Corrió hacia allí, se subió a la cima en la que faltaba la enorme roca, y miró hacia abajo.
El nivel de las aguas había subido considerablemente, debido al tamaño de la roca que había caído en la laguna. Roca que ya no se veía... Aaron bajó un poco más, y entonces sí vio la reluciente aleta de un tiburón. Las aguas se agitaron más, y apareció brevemente el cuerpo del tiburón, con el cuerpo de Lucrecia entre las mandíbulas...
En ese mismo instante se oyó un fuerte crujido, y, de pronto, las aguas, el tronco que flotaba, y el tiburón con el cuerpo de Lucrecia entre las mandíbulas, desaparecieron hacia abajo. Se oyó como una fuerte succión, apareció un remolino, hubo otro crujido, apareció más espuma... Luego, toda el agua del mar pareció acudir ávidamente para rellenar el nuevo dominio de peces y tiburones: el mar se desplomaba sobre las grutas, que estaban a un nivel inferior al de la costa. Pero ahora, el mar llegaba por la lengua de agua que hasta entonces sólo había llenado la pequeña laguna, y desaparecía con fuerte gorgoteo hacia abajo. Era como si el mar fuese engullido por un embudo... Y con el mar, llegaban tiburones, que desaparecían enseguida en el remolino de aguas...
Aaron de Arlington se dejó caer sentado en una roca, y estuvo como alucinado mirando las aguas y los tiburones que iban llegando y descendiendo al interior del islote... Cuando vino a darse cuenta, ya todo estaba quieto.
Y parecía que nada hubiese ocurrido.
Lentamente, Aaron se puso en pie, y regresó hacia donde estaba Eva; a la que vio en el mismo sitio, inmóvil. Prefirió no decirle nada, por el momento. Se acercó a la salida de la gruta, y escuchó... Escuchó mientras se estremecía pensando en lo que había hecho Lucrecia: había ordenado a todos sus hombres que permaneciesen en las grutas, y, pensando que ni Eva ni él habían conseguido salir, había salido ella, para inundarlas y matarlos a todos, ahora que su hijo había muerto...
Desde el fondo de las grutas le fue llegando, poco a poco, el rumor del agua, y luego distinguió su brillo unos metros más abajo, naturalmente, a nivel del mar. Todo había quedado inundado por allá dentro; por aquellos pasillos definitivamente oscuros, los tiburones debían estar dándose un banquete... de escorias.
Aaron de Arlington regresó por fin junto a Eva, y se sentó a su lado. Fue entonces cuando se dio cuenta de la extraña expresión de la muchacha, como hipnotizada, hierática.
—Eva, ¿te encuentras bien?
Eva Mason no contestó. Continuó en la misma postura, como indiferente. Aaron la zarandeó un poco, pero la muchacha no reaccionó en ningún sentido.
—Eva... ¡Eva, háblame!
Aaron de Arlington tardó todavía casi un minuto en darse cuenta de que Eva Mason no podía hablarle, ni verle, ni oírle. Todo había sido demasiado terrible para ella. Había quedado ciega, sorda y muda. Era como si el cuerpo y el espíritu de Eva Mason hubiesen quedado inmersos entre tinieblas.

ÉSTE ES EL FINAL

El doctor Langdon movió la cabeza con gesto ambiguo.
—Todo sigue igual — murmuró.
—Pero... ¿sin posibilidades? ¿Nunca se recuperará? — preguntó con voz tensa Aaron.
—Bueno... Eso nunca se sabe, De Arlington. Mire, esa pobre chica ha sufrido un shock tremendo. Es que una cosa es hablar de eso, y otra cosa es vivirlo. La señorita Mason está ahora ciega, sorda y muda. Es... como un vegetal, si me permite la expresión. O quizá menos. ¿Posibilidades? No sé qué decirle. Lo mismo se recupera mañana mismo que se pasa así el resto de la vida.
—¡El resto de la vida!—jadeó Aaron—. ¡El resto de la vida flotando entre tinieblas...!
—Usted sabe que hemos hecho todo lo que se podía hacer. El resto no es propiamente cuestión médica. Lo siento.
El doctor Langdon se alejó por el pasillo, y Aaron, tras un titubeo, entró en la soleada habitación de la clínica a la que había sido llevada Eva Mason, que ahora estaba en la cama. Aaron fue a sentarse junto al lecho, y se pasó una mano por la frente... En los días anteriores en que había visitado a Eva le había explicado cómo había terminado todo, y cómo él dominó al piloto de la avioneta cuando ésta llegó, al amanecer, para recoger una cinta grabada a fin de llevarla a un club llamado «Astra» de Nueva Orleans. Y le había explicado que la gente del Yacaré había sido detenida, y... Se lo había explicado todo, pero ella no se había enterado de nada...
—¿Estás preocupado por algo?
Aaron alzó vivamente la cabeza, lanzando una exclamación, y se quedó mirando con expresión desorbitada a Eva, que le contemplaba con expresión tranquila y risueña.
—¡Eva! ¡Has hablado! ¡Y me estás mirando, y...! ¿Me oyes, me ves...?
La pelirroja frunció levemente el ceño.
—Naturalmente. ¡Qué preguntas tan tontas, Aaron!
—Pe-pero... ¡Pero es que...! ¿Cómo estás, cómo te sientes, qué piensas, qué...?
—Aaron — los ojos de Eva se abrieron mucho, de pronto —, ¿todo lo que hay en mis recuerdos fue realidad o sueño?
—Fue... una realidad de pesadilla. Pero todo pasó, ya todo está bien... ¡Dios mío, creí que nunca saldrías de este shock, de este... de esta!..! Pero lo has conseguido, has logrado sobreponerte... ¡Hace tantos días que espero esto!
—¿Has dejado de trabajar en tu laboratorio?
—¡Al demonio mi laboratorio! ¡Lo que me interesa más que nada en el mundo eres tú!
—¿Significa eso que seguirás ayudándome a terminar mi tesis? Si lo haces, a cambio yo te ayudaré a seguir tus investigaciones..., y ojalá triunfes. ¡No quisiera para nadie lo que he pasado yo, que me creía tan valiente y...! Aaron, tengo... tengo la impresión de regresar... de un lugar... terrible, tenebroso...
—Olvídalo... ¡Olvídalo, mi amor!
Aaron de Arlington se sentó en el borde de la cama, abrazó a Eva Mason, y la besó en la boca. Por algo hay que empezar.

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