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sábado, 6 de octubre de 2012

EL RITUAL DEL CAMBIO

 
 
 

Cierto día pasé casualmente frente a la antigua tienda de mi vieja y querida amiga Chefi. El minúsculo comercio en el que se vendían golosinas, juguetes y revistas, en el que se zurcían medias y se cambiaban novelas, tebeos y fotonovelas es hoy un local absolutamente impersonal, lleno de máquinas expendedoras de refrescos, latitas de frutos secos y otras tonterías por el estilo. Me quedé un momento en la puerta, observando el interior y recordando los buenos momentos que, no hace tantos años, pasé allí, rebuscando entre montañas de bolsilibros. Una punzada de nostalgia asaetó mi corazón al evocar las miles de horas de amena lectura que conseguí en ese lugar, y no pude por menos de soltar una lagrimita (simbólica, ¿eh?) al rememorar esos tiempos que ya no volverán.
 
Quien tenga la suerte de haber vivido la época de esplendor de la literatura popular recordará, sin duda, aquellos comercios (kioscos, papelerías, tiendas en general) que se dedicaban también al cambio de novelas. Por un módico precio, y entregando a la vez una novela ya leída, te llevabas otro bolsilibro. Este servicio estaba muy extendido en la España de entonces, y funcionaba realmente bien. En mi pueblo, por aquel tiempo (mediados de los setenta) sólo había un lugar al que podías acudir a cambiar bolsilibros, y ése era la tiendina de mi vieja amiga.
 
Cuando comencé mi etapa devoradora de bolsilibros, a los once años o así, la novela de a duro costaba ya quince pesetas, tres hermosos duretes, que era lo que valía la localidad de gallinero en el cine local. No era ciertamente un precio excesivo, pero para un chaval de clase humilde resultaba algo caro, de modo que si quería leer, tenía que recurrir al servicio de cambio que ofrecía Chefi.
 
Como conté en El Orden Estelar o mi primer contacto con la ciencia ficción, una anterior colaboración en Bolsi & Pulp, me inicié en el género con MISIÓN EN OULAX, obra de Thorkent perteneciente a su celebérrima saga de El Orden Estelar. Cuando acudí a la tiendina en busca de más novelas, me encontré con que había que dejar otras a cambio y yo no las tenía. Pero Chefi tuvo la amabilidad de dejarme llevar unas cuantas, convencida de que así hacía un nuevo cliente. No sospechaba esta buena mujer que acababa de conseguir el mejor cliente de su vida. Al menos en lo que al cambio de novelas se refería.
 
La tienda de Chefi era muy pequeña, apenas unos pocos metros cuadrados, y más parecía un portal que otra cosa. Sin embargo, el espacio estaba aprovechado al máximo, y la tiendina venía a ser una especie de pequeño bazar, en el que se podían encontrar muchísimas cosas. Sentada en una banqueta de las de toda la vida, tras el venerable mostrador de madera y cristal, estaba siempre Lola (que en gloria esté) la madre de mi amiga. Según entrabas, a la izquierda, había una mesita semicircular, de chapa de madera, sobre la que descansaba una curiosa maquinita eléctrica de zurcir medias. Chefi casi siempre estaba sentada allí, inclinada sobre la máquina, manejando con maestría aquel chisme que a mi se me antojaba un taladro en miniatura, con el que reparaba las carreras de las medias de sus clientas.
 
Como ya he dicho, en aquella tienda que no tenía nombre se cambiaban novelas, tebeos y fotonovelas. Yo me convertí en uno de los clientes más asiduos de Chefi, y es justo reconocer que también fui uno de los más plastas. Sobre todo al principio, cuando hacía que me sacaran todas las novelas que tenían, que eran centenares, y las revolvía frenéticamente buscando las del espacio. El cambio valía cinco pesetas, así que por el precio de una novela nueva te leías tres, lo que no estaba nada mal.
 
Nada me gustaba más que bucear entre aquel mar de papel impreso, a la busca de nuevos tesoros para mi por entonces todavía modesta biblioteca de bolsilibros. Los autores estrella, los que más buscaba la gente, eran Corín Tellado y Marcial Lafuente Estefanía. Sus novelas estaban en un estante aparte, cuidadosamente colocadas. El resto se amontonaban en otro estante, en impresionante mezcolanza de autores y géneros. Ése era el estante que me quitaba el sueño. Acudía dos veces por semana a la tienda de mi amiga, más si disponía de algún dinerillo extra, echando bastante tiempo rebuscando entre aquella tonelada de novelillas. Era un plasta, como he dicho, y las miraba y las remiraba una a una varias veces. Para mi aquello era casi como un ritual religioso. Con frecuencia encontraba más novelas de las que podía llevarme con el dinero que tenía, pero en más de una ocasión la buena de Chefi me fió, es decir, me permitió llevármelas confiando en mi palabra de que se las pagaría tan pronto como pudiera.
 
El mejor día para cambiar era el martes por la tarde, ya que por la mañana había mercado, y la gente de los pueblos aprovechaba para ir a cambiar las novelas que ya habían leído. Tan pronto como salía del colegio, allá iba yo, con una bolsita de plástico llena de bolsilibros. Al principio, como ya he dicho, buscaba sólo las de ciencia-ficción, pero como llegó un momento en que éstas comenzaron a escasear, acabé por atreverme con otros géneros, convirtiéndome casi sin darme cuenta en un lector compulsivo de literatura popular.
 
Además del cambio de pago en la tienda de Chefi, practicábamos también el intercambio entre particulares. Esta modalidad me permitió hacerme con un buen puñado de interesantes novelillas sin tener que desembolsar ni un duro, así que miel sobre hojuelas. Normalmente ibas a casa de un conocido, o él venía a la tuya, o quedábamos citados en la calle para realizar el canje. No sé para los chicos que cambiaron novelas conmigo, pero para mi ésos fueron momentos realmente felices. Al menos así los recuerdo hoy. Y no puedo evitar sentir añoranza de aquellos días. Llamadme sentimental si queréis, pero eso es lo que siento.
 
El ritual del cambio de novelas ya no existe, como tampoco existen otras muchas cosas maravillosas que el vendaval del tiempo se llevó cruelmente. Pero yo jamás olvidaré aquella época que fue, sin exagerar, la más dichosa de mi vida.

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