Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que al llegar el mes de julio, recalaban en Llanes, fieles siempre a su cita estival con mi pueblo, los puestos de libros de saldo. Nunca me ha gustado el verano. Odio el calor y eso que algunos llaman buen tiempo. Sí, ya sé que suena raro, pero me encantan los días grises y lluviosos. Sin embargo, cada año esperaba con ansiedad la llegada del verano, porque significaba también la llegada de los tenderetes de libros de ocasión.
Tan pronto como estaban montados los tenderetes, allá iba yo, dispuesto a husmear entre aquellas montañas de papel en las que había de todo, desde literatura popular (las inolvidables novelas de a duro) hasta grandes clásicos de la literatura universal, pasando por cómics de todas clases, publicaciones científicas y un sin fin de cosas más. Como es natural, mis preferencias se decantaban hacia la ciencia-ficción, pero no le hacía ascos a otros géneros. Podía pasarme horas enteras escudriñando hasta el último volumen expuesto, y aunque es justo reconocer que era bastante plasta, caía bien a los vendedores porque siempre compraba algo, aunque sólo fuera un mísero lote de novelas de a duro. Siempre encontraba algo de mi agrado, y si disponía de suficiente dinero (cosa que, por desgracia, no ocurría a menudo) a veces me llevaba hasta cinco o seis libros. Más de la mitad de los volúmenes de todo tipo que componen mi extensa biblioteca salieron de esos puestos. En cuanto a mi estupenda biblioteca de ciencia-ficción, podría afirmar, sin temor a equivocarme, que tres cuartas partes de ella proceden de ahí.
En lo que a la ciencia-ficción se refiere, esos puestos fueron una bendición para mí. En las librerías de Llanes no abundaba la ciencia-ficción. Salvo algún libro de Asimov o Clarke, no recuerdo haber visto demasiada ciencia-ficción en ninguna librería llanisca. Estaban, naturalmente, los kioscos de prensa, en los que se podían adquirir los bolsilibros de Bruguera, y también la tiendita de Josefina (Chefi para los amigos como el que suscribe) donde, por un módico precio, podías cambiar novelas usadas por otras que no hubieras leído. Era casi imposible encontrar en mi pueblo obras de Heinlein, Leinster o Dick, por poner algún ejemplo de autores importantes. Pero en aquellos puestos de libros encontré numerosas obras de estos autores, y de muchos otros, entre los que había algunos de los que ni siquiera había oído hablar. Sin ir más lejos, buena parte de los títulos que poseo de la colección de ciencia-ficción editada por Ultramar los conseguí en esos tenderetes. Lo único que no pude encontrar jamás, por desgracia, fueron títulos de La Saga de los Aznar. Cada año, al llegar los libreros, les hacía la misma pregunta, y obtenía la misma desalentadora respuesta: esas obras están muy solicitadas, en todas partes nos las piden. Pero por desgracia no las tenemos.
Estas librerías de viejo ambulantes han estado viniendo a Llanes desde hace más de veinte años. Pero hace dos años, la chica que regentaba uno de estos puestos, y a la que me unía ya cierta amistad, pues no en vano me consideraba su mejor cliente, me dijo que ya no vendrían más a Llanes. Ni ella ni ningún otro vendedor ambulante de libros. Cuando le pregunté por qué, me respondió que en el Ayuntamiento de mi pueblo les habían dicho que esa era la última vez que les concedían permiso para instalar sus tiendecitas, debido a que, según los munícipes, los libreros locales se habían quejado, alegando que les estaban haciendo una competencia totalmente desleal. Los munícipes se excusaron diciendo que su obligación era velar por los intereses de los llaniscos, por lo que tenían que dar la razón a los libreros de aquí.
Me quedé literalmente de piedra. Siempre me ha irritado la estulticia de los politiquillos locales, pero nunca me había afectado tan directamente como entonces. Los puestos de libros ya eran casi una seña de identidad del verano llanisco, lo mismo que los tenderetes de los hippies, que vendían toda clase de pijerías ornamentales a cuatro duros. Y los belitres con mando en plaza habían decidido cargárselos sólo para no perder los votos de los cuatro libreros de estos pagos. Yo no voté a esta gente en las pasadas elecciones, y desde que prohibieron los tenderetes de libros tengo una razón más para no votarles en las próximas.
Aquellos puestos de libros ofrecían un espléndido servicio a los lectores compulsivos como yo. En ellos podíamos encontrar viejas ediciones de novelas míticas, aquel volumen que nos faltaba para completar tal o cual colección, esa novela de nuestro autor preferido de la que siempre oímos hablar pero que nunca pudimos conseguir, o esa novelita insignificante que leímos de niños y que, por las razones que fueran, dejó una huella indeleble en nuestro ánimo. Las librerías normales, por lo menos las que existen en Llanes hoy, no pueden dar este servicio. Además, en los puestos ambulantes se vendían libros de saldo, con varios años en sus lomos, e incluso de segunda mano. Pero, naturalmente, no disponían del último éxito de Pérez Reverte o Antonio Gala. En Llanes no hay ni una sola librería de viejo. ¿De qué competencia estamos hablando entonces? Tal vez lo que molestó a los libreros locales fue el hecho de que en esos puestos se podían comprar dos, tres y hasta cuatro libros por el precio de uno de los que ellos venden. Sí, quizás fuera eso. Recuerdo que los libros de Ultramar que adquirí en 1998 venían en paquetes de tres, costaba mil pelas cada paquete y eran bastante mejores que la ciencia-ficción que se veía en los escaparates y estantes de las librerías de Llanes.
En mi pueblo hemos perdido los tradicionales puestos de libros veraniegos por culpa de la papanatería de unos pocos y de la estulticia de politiquillos de medio pelo. Unas personas que se ganaban la vida honradamente fueron víctimas de una cacicada propia de otros tiempos. Pero no les arriendo la ganancia a los que protestaron contra aquellos maravillosos puestos de libros. En Internet tenemos un fabuloso mercado de libros usados, capaz de cubrir ampliamente las necesidades de cualquier lector compulsivo como el que suscribe. Sin movernos de nuestra casa podemos comprar, a través de la red, en una librería de viejo situada en el otro extremo del país, y en unos pocos días tendremos los libros en nuestro poder. Pero a pesar de todo, siempre echaré de menos aquellos puestos de libros de ocasión que alegraron muchos veranos de mi vida.
Tan pronto como estaban montados los tenderetes, allá iba yo, dispuesto a husmear entre aquellas montañas de papel en las que había de todo, desde literatura popular (las inolvidables novelas de a duro) hasta grandes clásicos de la literatura universal, pasando por cómics de todas clases, publicaciones científicas y un sin fin de cosas más. Como es natural, mis preferencias se decantaban hacia la ciencia-ficción, pero no le hacía ascos a otros géneros. Podía pasarme horas enteras escudriñando hasta el último volumen expuesto, y aunque es justo reconocer que era bastante plasta, caía bien a los vendedores porque siempre compraba algo, aunque sólo fuera un mísero lote de novelas de a duro. Siempre encontraba algo de mi agrado, y si disponía de suficiente dinero (cosa que, por desgracia, no ocurría a menudo) a veces me llevaba hasta cinco o seis libros. Más de la mitad de los volúmenes de todo tipo que componen mi extensa biblioteca salieron de esos puestos. En cuanto a mi estupenda biblioteca de ciencia-ficción, podría afirmar, sin temor a equivocarme, que tres cuartas partes de ella proceden de ahí.
En lo que a la ciencia-ficción se refiere, esos puestos fueron una bendición para mí. En las librerías de Llanes no abundaba la ciencia-ficción. Salvo algún libro de Asimov o Clarke, no recuerdo haber visto demasiada ciencia-ficción en ninguna librería llanisca. Estaban, naturalmente, los kioscos de prensa, en los que se podían adquirir los bolsilibros de Bruguera, y también la tiendita de Josefina (Chefi para los amigos como el que suscribe) donde, por un módico precio, podías cambiar novelas usadas por otras que no hubieras leído. Era casi imposible encontrar en mi pueblo obras de Heinlein, Leinster o Dick, por poner algún ejemplo de autores importantes. Pero en aquellos puestos de libros encontré numerosas obras de estos autores, y de muchos otros, entre los que había algunos de los que ni siquiera había oído hablar. Sin ir más lejos, buena parte de los títulos que poseo de la colección de ciencia-ficción editada por Ultramar los conseguí en esos tenderetes. Lo único que no pude encontrar jamás, por desgracia, fueron títulos de La Saga de los Aznar. Cada año, al llegar los libreros, les hacía la misma pregunta, y obtenía la misma desalentadora respuesta: esas obras están muy solicitadas, en todas partes nos las piden. Pero por desgracia no las tenemos.
Estas librerías de viejo ambulantes han estado viniendo a Llanes desde hace más de veinte años. Pero hace dos años, la chica que regentaba uno de estos puestos, y a la que me unía ya cierta amistad, pues no en vano me consideraba su mejor cliente, me dijo que ya no vendrían más a Llanes. Ni ella ni ningún otro vendedor ambulante de libros. Cuando le pregunté por qué, me respondió que en el Ayuntamiento de mi pueblo les habían dicho que esa era la última vez que les concedían permiso para instalar sus tiendecitas, debido a que, según los munícipes, los libreros locales se habían quejado, alegando que les estaban haciendo una competencia totalmente desleal. Los munícipes se excusaron diciendo que su obligación era velar por los intereses de los llaniscos, por lo que tenían que dar la razón a los libreros de aquí.
Me quedé literalmente de piedra. Siempre me ha irritado la estulticia de los politiquillos locales, pero nunca me había afectado tan directamente como entonces. Los puestos de libros ya eran casi una seña de identidad del verano llanisco, lo mismo que los tenderetes de los hippies, que vendían toda clase de pijerías ornamentales a cuatro duros. Y los belitres con mando en plaza habían decidido cargárselos sólo para no perder los votos de los cuatro libreros de estos pagos. Yo no voté a esta gente en las pasadas elecciones, y desde que prohibieron los tenderetes de libros tengo una razón más para no votarles en las próximas.
Aquellos puestos de libros ofrecían un espléndido servicio a los lectores compulsivos como yo. En ellos podíamos encontrar viejas ediciones de novelas míticas, aquel volumen que nos faltaba para completar tal o cual colección, esa novela de nuestro autor preferido de la que siempre oímos hablar pero que nunca pudimos conseguir, o esa novelita insignificante que leímos de niños y que, por las razones que fueran, dejó una huella indeleble en nuestro ánimo. Las librerías normales, por lo menos las que existen en Llanes hoy, no pueden dar este servicio. Además, en los puestos ambulantes se vendían libros de saldo, con varios años en sus lomos, e incluso de segunda mano. Pero, naturalmente, no disponían del último éxito de Pérez Reverte o Antonio Gala. En Llanes no hay ni una sola librería de viejo. ¿De qué competencia estamos hablando entonces? Tal vez lo que molestó a los libreros locales fue el hecho de que en esos puestos se podían comprar dos, tres y hasta cuatro libros por el precio de uno de los que ellos venden. Sí, quizás fuera eso. Recuerdo que los libros de Ultramar que adquirí en 1998 venían en paquetes de tres, costaba mil pelas cada paquete y eran bastante mejores que la ciencia-ficción que se veía en los escaparates y estantes de las librerías de Llanes.
En mi pueblo hemos perdido los tradicionales puestos de libros veraniegos por culpa de la papanatería de unos pocos y de la estulticia de politiquillos de medio pelo. Unas personas que se ganaban la vida honradamente fueron víctimas de una cacicada propia de otros tiempos. Pero no les arriendo la ganancia a los que protestaron contra aquellos maravillosos puestos de libros. En Internet tenemos un fabuloso mercado de libros usados, capaz de cubrir ampliamente las necesidades de cualquier lector compulsivo como el que suscribe. Sin movernos de nuestra casa podemos comprar, a través de la red, en una librería de viejo situada en el otro extremo del país, y en unos pocos días tendremos los libros en nuestro poder. Pero a pesar de todo, siempre echaré de menos aquellos puestos de libros de ocasión que alegraron muchos veranos de mi vida.
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