Estimados amigos de Bolsi & Pulp: Como todos deben saber, ESTUDIOS SOBRE EL MIEDO del maestro LOU CARRIGAN fue la novela que ganó nuestra encuesta navideña 2016. Esta es una novela de Terror, perteneciente a la colección “Selección Terror”, de la editorial Bruguera. Publicada en 1978 con el número 290.
Está novela también pertenece a mi listado con las 10 mejores novelas de Terror del escritor, si quieren ver ese listado pinchen acá.
¡Disfrútenla y larga vida a los bolsilibros!
Atentamente: ODISEO… Legendario Guerrero Arcano.
ESTUDIOS SOBRE EL MIEDO
LOU CARRIGAN
CAPÍTULO PRIMERO
... Así que me acerqué a ella y le dije:
—Otra vez lo has vuelto a hacer, Susan.
Ella se quedó mirándome, asustada. Luego, comenzó a retroceder, moviendo la cabeza.
—No, Stan... Te lo juro, no lo he hecho. ¡Te lo juro!
Pero, claro está, yo no la creí. Naturalmente, sabía que antes ella había estado trabajando en uno de esos restaurantes privados, donde las camareras sirven a los clientes, desnudas de cintura para arriba, y llevando en la cintura un pequeño delantalito, que es poco menos que transparente...
Me la imaginaba sirviendo a los clientes, prácticamente desnuda, mientras ellos miraban lúbricamente sus hermosos pechos, que debían oscilar ante sus ojos. Mientras encargaban la sopa, o la carne, o quizá ya simplemente al encargar el aperitivo y ella había estado sometida a las miradas de muchos hombres. ¿Cómo dudar que más de uno la había acariciado, mientras tomaba el pedido del almuerzo o servía el aperitivo?
Esto puede comprenderlo hasta un tonto. Si a un hombre le ponen delante una mujer con los pechos al aire, a la vista, al alcance de su mano..., ¿qué otra cosa puede hacer? Además, era lógico, que, en el restaurante, Susan hubiese concertado más de una cita con clientes que tuviesen dinero... ¡Y los que iban a aquel restaurante tenían, todos; mucho dinero! Por eso iban allí, porque ser servidos por una, hermosa muchacha casi desnuda es caro. Pero el dinero no les importa a esa clase de tipos, porque tienen mucho, de modo que, después del almuerzo, debían concertar la cita con Susan. Se debían encontrar por la tarde, o pasar la noche juntos.
En fin, ella había admitido que más de una vez se había acostado con un hombre. Y, aunque, al casarnos, me aseguró que jamás volvería a hacerlo, YO SABIA que lo había vuelto a hacer. Pero no por dinero esta vez, no... Si hubiésemos necesitado dinero, y ella lo hubiese hecho, seguramente la habría perdonado, porque a fin de cuentas, Susan habría demostrado que era capaz de sacrificarse por nuestro bienestar económico...
Pero no necesitábamos dinero, así que yo tenía que comprender que lo había hecho por gusto, por el simple placer de hacerlo, por la satisfacción de engañarme...
¡Para burlarse de mí!
Así que sus juramentos no servían de nada.
—Lo has vuelto a hacer, perra... ¡Sé que lo has vuelto a hacer!
—Stan, no es cierto... ¡No es cierto! Puedes telefonear a Hilda, pregúntale, te dirá que he estado con ella toda la tarde. Hemos estado hablando...
—¡Hilda! ¡Otra asquerosa puta como tú! ¿Acaso no fue ella, también, una de las camareras de aquel restaurante?
—Sí... Sí, Stan, es cierto... Pero las dos lo dejamos, y precisamente hemos estado hablando de ello toda la tarde, de lo contentas que estamos de haber dejado aquello, de llevar una vida normal, con un marido y una casa que atender. Yo le he dicho a Hilda que eres bueno y comprensivo, que no te importa que yo me realice por mi cuenta, que no eres dominante, y ella decía...
—¡Puerca! ¡No mientas más! —grité.
—¡Stan...! ¡Me das miedo!
Era verdad.
Yo le daba miedo.
Lo leía en sus ojos, que me contemplaban, asustados, muy abiertos. Le temblaban los labios, y las manos. De pronto, un velo rojo cayó ante mis ojos. ¡Ella estaba tan hermosa...! Estábamos en nuestro dormitorio, y Susan acababa de desnudarse. Yo la había estado contemplando, tan hermosa... Ella me había sonreído varias veces, con malicia, porque sabia lo que yo estaba pensando, lo que yo estaba deseando, al verla desnuda... ¡Y hasta me había enviado un beso, casi riendo! ¡La muy hipócrita...! ¡Llegaba de acostarse con otro hombre, y me lanzaba besos por el aire, sonriendo con fingida dulzura...! Pero no iba a engañarme. No iba a engañarme nunca más. Me acerqué a ella, que fue retrocediendo hasta que su espalda chocó con la puerta del cuarto de baño. Yo seguí avanzando, y ella, asustada, dio la vuelta de pronto, entró en el cuarto de baño, y se encerró dentro, llorando, asegurándome que no lo había hecho... Bueno, eran sus mentiras. Yo derribé, a golpes, la puerta del cuarto de baño, y entré. Me abalancé sobre ella, que gritaba, y la derribé al suelo... En seguida pasé a darle la primera parte de la lección: la poseí... ¡La poseí furiosamente! Y en esos momentos, ella se abrazó fuerte a mi espalda, y comenzó a murmurar palabras de amor, y ternezas, y exclamaciones apasionadas...
—Oh, mi amor... ¿Ves como sólo..., sólo te amo a ti...?
Cuando dijo esto, recordé, de pronto, por qué estaba yo poseyendo a mi mujer en el cuarto de baño, y por qué estaba tan furioso. Entonces, sin dejar de hacerlo, mis manos se deslizaron hacia arriba... Dejé de acariciar su cuerpo, y mis manos fueron a su cuello. Clavé los dedos en su blanca, tibia, tierna carne... Ella quiso gritar, pero ya no pudo hacerlo. Yo seguí apretando, apretando, sin dejar de hacer lo otro...
Y así, llegué al final de todo. Tuve doble placer: el de su cuerpo poseído, y el de la muerte de su cuerpo. Porque, mientras yo tenía su amor, tenía también su vida. La estrangulé mientras la hacía mía, y así fue como... como..., ¡Dios mío!
* * *
Stanley Howell lanzó la última exclamación, llevándose las manos al rostro crispado. Se quedó silencioso, con las manos sobre el rostro, ocultándolo a la mirada de la doctora Eleanor Marsh que, sentada en una silla junto al sofá donde Howell se hallaba tendido, esperó en silencio, después de tomar unas últimas notas en su libreta.
El despacho de Eleanor Marsh, doctora en Psicología y Psiquiatría, estaba en completo silencio. Había un tono de sol en las persianas, casi completamente cerradas. Era un despacho agradable, sedante. Muy de acuerdo con la belleza rubia de Eleanor Marsh. No sólo era una psicóloga y psiquiatra de primera categoría, sino que, con su dulce belleza, predisponía a la calma, a las confidencias... Los pacientes se sentían a gusto con ella, se lo decían todo.
Por fin, el señor Howell apartó las manos, y ladeó la cabeza para mirar a la doctora Marsh.
—La maté —susurró—. La maté mientras la poseía, doctora.
—Vamos, vamos, señor Howell —sonrió la joven psicóloga—. Eso fue sólo un sueño, ¿verdad?
—Sí... Bueno, fue un sueño, desde luego, pero fue... horrible. Y, como le dije antes, no es la primera vez que lo tengo. He soñado lo mismo otras veces, y siempre..., siempre... Bueno, no siempre sucede exactamente lo mismo..., quiero decir, del mismo modo..., pero siempre termino poseyendo y matando a Susan, de un modo u otro...
—Sin embargo, en la realidad, usted ama a su esposa Susan, ¿no es cierto, Stanley?
—Sí... ¡Le juro que la amo! Así que no comprendo...
—Lleva usted varias consultas ya, Stanley, y creo que voy comprendiendo los motivos de sus sueños. Veamos: en la vida real, usted sabe que Susan no va con otros hombres. ¿Cierto?
—Sé, con toda seguridad, que ella es honesta y adorable... ¡Lo sé con toda seguridad! ¡Dios mío, si ni siquiera fue una de esas camareras de topless! La conocí en casa de unos amigos, trabajaba como secretaria de uno de ellos, y él mismo me dijo que había intentado llevarse a la cama a Susan, sin conseguirlo...
—¿Sabe, Stanley? La culpa no es de Susan, usted no sueña todas esas cosas por nada que ella hiciera o haga en la actualidad. La culpa es de usted.
—¿Mía? —exclamó Stanley Howell, incorporándose.
—Así es. Pero lo arreglaremos. Conseguiremos...
—¿Qué quiere decir con eso de que la culpa es MÍA?
—Es usted un egocéntrico, señor Howell. Sin duda, ama a su esposa, pero con un sentido de la posesión poco corriente. Y en sus... egoísmos increíbles, siempre teme que ella le engañe, y así, se van formando en su mente desconfianzas, recelos. Aparecen fantasías, como esa de que su esposa era camarera y servía desnuda a muchos hombres... Es sólo una manifestación de un ego, terriblemente desarrollado; cuando usted desea algo, cuando quiere algo, no es capaz de compartir ni la más pequeña partícula del ser u objeto deseado con nadie.
—Eso no es posible. Soy una persona equilibrada y generosa, doctora.
—Perdóneme, pero no es así. De todos modos, no se preocupe. Vamos a hacer todo lo posible por disipar esa... manifestación de su personalidad. Le recibiré a usted dentro de unos días, Stanley, y no tengo la menor duda de que habré encontrado una vía de solución. Hemos terminado, por hoy.
—Parece que tiene usted... prisa.
—Bueno, un poco, es cierto —admitió, sonriente, Eleanor—. Me voy a Londres, esta misma noche.
—¿Se va... a Londres?
—Sí. Tengo una cita allí, con un colega.
—Oh, entiendo —se crispó el rostro de Stan Howell—. Un colega que... debe ser algo más que colega.
—Claro que no —rió la bella doctora—. Es el doctor Wendell Parkinson, un hombre muy interesante..., profesionalmente hablando.
—¿Profesionalmente?
—Sólo profesionalmente —volvió a reír Eleanor—. Tiene sesenta y seis años, y, aunque no le conozco personalmente, dudo mucho que sea mi tipo.
—¿Cómo que no le conoce personalmente?
—¡Bueno, nos conocimos de un modo curioso... y profesional. El doctor Parkinson escribió un artículo en una revista científica, que me llamó la atención. Naturalmente, sobre Psicología y Psiquiatría. Era un artículo interesante e inteligente, y me sentí impulsada a escribir al doctor Parkinson, haciendo algunos comentarios sobre su escrito. Él me contestó en seguida, aceptando algunos comentarios y rebatiendo otros. Bueno, así empezó todo. Nos hemos seguido escribiendo, siempre en un plan profesional, pero, como es lógico, finalmente se ha establecido una corriente de afecto entre ambos, y ha terminado por invitarme.
—¿De modo que se va usted a Londres?
—Salgo esta noche en avión. Tengo ya el pasaje, pero aún debo pasar por mi apartamento para arreglar el equipaje. Es por eso que ha observado usted cierta prisa en mí, Stanley.
—Ya.
—Bien, si le parece, podemos dar por terminada la sesión de hoy.
—De modo que se va —insistió Howell.
Eleanor se quedó mirándole, expectante.
—Así es —murmuró—; ya se lo he dicho.
—O sea —la voz de Howell bajó de tono—, que se va usted a Londres, y me deja a mí tirado aquí, como una basura...
—Por supuesto que no —se sorprendió Eleanor—. Sólo voy a pasar allí unos días..., que precisamente aprovecharé para consultar su caso con el doctor Parkinson.
—Le ruego que no vaya.
—Vamos, Stanley, ¡no puedo hacer eso! Ya he telegrafiado al doctor Parkinson, él me ha contestado diciéndome que me estará esperando en el aeropuerto de Heathrow... Serán sólo unos días, y a mí...
—¡No puede usted marcharse y dejarme abandonado A MI!
—Volveré dentro de pocos días, Stanley —murmuró Eleanor, ya un poco inquieta.
—¡No! ¡Me está mintiendo! ¡Usted se ha cansado de mí y de mis problemas, y huye, dejándome en la estacada, solo...!
—Eso no es cierto. ¿Se da cuenta, Stanley? Su egocentrismo ya se está poniendo de manifiesto. Usted no puede disponer de las personas que le rodean, amigo mío...
—¡No es usted amiga mía! ¡Es una puerca embustera, que me deja tirado como una basura!
—Vamos, Stanley, no sea... ¡Stanley!
Stanley Howell saltaba contra su psiquiatra, la bella doctora Marsh. Cayó sobre ella fuertemente, la derribó de la silla, y rodaron ambos por el suelo. Muy poco, porque Howell inmovilizó en seguida a Eleanor, y acercó su rostro al de ella.
—No te irás.—jadeó—. ¡No me dejarás a mí por nadie! ¡Te voy a matar!
Lanzó un manotazo terrible, que arrancó parte de la blanca bata de Eleanor. Debajo de la bata, la doctora sólo llevaba unos diminutos y preciosos sujetadores, y, al verlos, Howell lanzó un rugido, y los arrancó también, lanzándose de boca hacia ellos, hambriento...
Recibió un extraordinario puñetazo en un lado del rostro, que le hizo rodar por el suelo junto a la doctora, la cual se puso rápidamente en pie, sujetándose los senos, ocultándolos como podía a la vista del hombre. Estaba un poco pálida, pero su voz sonó serena y tranquila. Desde el suelo, Howell la contemplaba, atónito.
—Por favor, Stanley —pidió ella—, no complique las cosas.
El paciente se puso en pie de un salto, en el momento en que se abría la puerta del consultorio, y en el umbral aparecía la secretaria de la doctora Marsh, sobresaltada por los gritos de Howell.
—¡Doctora! ¿Qué...?
—Nada importante, Ann —la serenidad de Eleanor era formidable—. Por favor, acompaña al señor Howell, y dale hora para dentro de una semana.
—¡¡No! —gritó Howell—. ¡Te voy a hacer eso ahora mismo...! ¡Te voy a violar y estrangular!
Se abalanzó de nuevo contra Eleanor, rugiendo, extendidos sus fortísimos brazos. Era un hombre de más de metro ochenta, atlético, y su furia debía triplicar su evidente potencia física... Llegó ante la doctora, lanzó las zarpas hacia ella..., y la doctora Marsh desapareció de delante de él, con un extraño giro, agilísimo y elegante. El hombre se revolvió, hecho una furia, desorbitados los ojos.
—¡Te estás burlando de mí! —aulló—. ¡Pero vas a ver...!
Volvió de nuevo a la carga. Eleanor Marsh suspiró, resignada, y esta vez no se apartó de la trayectoria de Howell. No, al menos, pacíficamente... Le esperó, se apartó lo justo cuando él estuvo a la distancia conveniente, y disparó su puño derecho.
El impacto acertó a Howell en el centro del pecho, le hizo girar, y le derribó sentado. En el suelo, Howell sacudió la cabeza, y miró te nuevo a la doctora.
—Te voy a matar... ¡Te voy a matar..:!
Se puso en pie, y cargó contra Eleanor. Esta vez, la doctora le aplicó un sorprendente directo a la barbilla, que detuvo en seco a Howell. Y antes de que pudiese reaccionar, ya semiaturdido, la doctora Marsh volvió a golpearle, ahora con él canto de la mano derecha en un lado del cuello. Stanley Howell se derrumbó, fulminado.
Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en un sillón, con la doctora a un lado y la secretaria al otro. Eleanor sonrió amistosamente.
—¿Se encuentra mejor, Stanley?
—¿Qué... qué ha pasado...?
—Bueno, me obligó usted a darle unos cuantos golpes de karate, amigo mío.
Howell la contempló, atónito, unos segundos; de pronto, bajó la cabeza.
—Lo siento —murmuró—.Creo... Bueno, no sé lo que me pasó...
—Yo, sí. Es lo que le dije: egocentrismo. Y si yo no fuese una... deportista, además de doctora, quizá ahora me habría violado y estrangulado.
—Dios mío, doctora... ¡No sabe cuánto lo siento!
—Suerte que la doctora tiene un gran control sobre sí misma, señor Howell —dijo la secretaria—: ¿Sabe usted que podría haberle matado con uno de esos golpes?
—Vamos, Ann, no exageres, querida —protestó Eleanor—. Sólo se trata de saber conservar la serenidad en todo momento, y entonces,, nunca ocurre nada irremediablemente malo. Bien..., ¿se encuentra mejor, Stanley?
—Sí... Sí. Lo siento. Yo...
—Olvídelo. Y perdone mi prisa,, pero, de verdad, ¡no quisiera perderme ese avión por nada del mundo!
CAPÍTULO II
Cuando la rubia apareció en la sala de espera, frente a la salida de los vuelos internacionales, ya no quedaba ninguno de los pasajeros del vuelo New York-Londres, a uno de los cuales el doctor Parkinson había estado esperando... Y como, además, aquella rubia no salía de la sala de llegada sino que parecía venir de los servicios, no podía ser la persona que él estaba esperando, naturalmente.
En resumen, que la doctora Marsh no había llegado en el vuelo anunciado.
¿O sí?
El doctor Parkinson se quedó mirando a la rubia, la que, a su vez, le contemplaba él, también como vacilante, indecisa. La rubia era un bombón tremendo, a juicio del doctor Wendell Parkinson. Vestía con sobria elegancia, pero era un bombón. ¡Un bombonazo!
Instintivamente, el doctor Parkinson se llevó la mano libre al nudo de la corbata. ¡Qué caramba, él tampoco estaba nada mal...! Medía metro ochenta y cuatro, había sido uno de los mejores atletas de Cambridge, y, a sus treinta y siete años no se podía decir que estuviese físicamente arruinado, ni mucho menos. Todo lo contrario: sabía que era un tipazo, y se daba perfecta cuenta de las miradas que le dirigían las mujeres. Aunque llevase lentes. Pero es que, realmente, estudiando se quema uno, no ya las pupilas, sino hasta las pestañas y las orejas...
En la otra mano, el doctor Parkinson sostenía un ramo de flores, frescas y fragantes, a aquella hora de la mañana. ¡Menudo madrugón para ir al aeropuerto, y total para que la doctora Marsh no se hubiese presentado!
¿O si?
¿Y si había pasado, mezclada con otros pasajeros del vuelo New York-Londres, y él no la había visto? ¿Y si...?
El doctor Wendell Parkinson tomó una decisión. Se fue directo hacia la elegante dama de los rubios cabellos y los azulísimos ojos, y sonrió muy cortésmente.
—Perdone... ¿No será usted la doctora Marsh, por casualidad?
Ella le miró, sorprendida, y, de pronto, sonrió.
—No —negó.
—Ah... Vaya, lo siento. Perdone si...
—Quiero decir que no soy la doctora Marsh por casualidad, sino por circunstancias absolutamente lógicas.
—Perdón... ¿Cómo dice...?
—Soy doctora porque he estudiado lo suficiente para merecer el título, no por casualidad. Y tampoco me llamo Marsh por casualidad, sino qué éste es el nombre de mi familia. ¿Y usted quién es?
El doctor Wendell Parkinson consiguió, tras unos segundos de auténtico pasmo, recuperar la voz y el movimiento.
—¿Yo? Bueno, yo soy el doctor Parkinson, y la...
—Si es una broma, explíquemela, y nos reiremos juntos, señor.
—¿Una broma? Perdone, doctora, pero no comprendo...
—El doctor Parkinson tiene sesenta y seis años, según me consta. ¿Debo creer que tiene usted esa edad?
—¡No! —rió Wendell Parkinson—. ¡Es lo que iba a explicarle, doctora! La estoy esperando en lugar de mi padre, porque él ha tenido que resolver un asunto insoslayable, fuera de Londres. Soy el doctor Wendell Parkinson... hijo.
Ahora le tocó el turno de pasmo a la doctora Marsh. Y de pronto, los dos se echaron a reír, de buena gana.
—¿De modo que no podré ver a su padre? —inquirió Eleanor.
—Sí, sí... Él regresará de Daventry esta misma mañana, según me dijo. Le espero lo más tarde a la hora del almuerzo. Pero, claro está, al no poder acudir personalmente a recibirla, me pidió que lo hiciese en su nombre. Espero que eso no la disguste demasiado, doctora.
—Claro que no. Todos tenemos, a veces..., otras cosas inesperadas que hacer, asuntos que resolver. Disculpado, naturalmente.
—Es usted muy amable. Bien, supongo que tendré que graduarme de nuevo los cristales de mis lentes...
—¿Por qué dice eso? —se sorprendió la doctora.
—Porque estoy aquí, frente a esa puerta, desde antes de que llegase su avión, esperándola. Y he visto salir a todos los pasajeros, menos a usted... Lo que significa que mi vista está empeorando..., o que soy tonto. ¡Tiene que ser una de las dos cosas, para no haber visto a una mujer como usted!
—Caramba, doctor Parkinson —sonrió Eleanor—, ¡usted sí que es gentil y amable! ¡Y no me diga que las flores son para mí!
—Pues no —negó, muy serio, Wendell Parkinson—: Las he traído para un mozo de equipajes del aeropuerto, del cual estoy enamorado. En serio: ¿cómo es posible que no la haya visto salir?
Eleanor tomó las flores, riendo.
—Me temo que el mozo de equipajes tendrá que quedarse sin el ramo... ¡Me encantan las flores! Y quizá sea cierto, doctor: debería usted graduarse la vista. Le aseguro que he salido por esa puerta, con otros pasajeros de mi vuelo.
—Bien... Por fortuna, tengo un amigo que es oculista. Me pondré en sus manos, en cuanto tenga ocasión. Supongo que ha traído usted equipaje, doctora.
Diez minutos más tarde, tras colocar las dos maletas de la doctora Marsh en la parte de atrás del coche, Wendell Parkinson ponía éste en marcha y maniobraba para salir del estacionamiento...
—Espero que lo de su padre no sea ningún contratiempo —dijo Eleanor.
—Cualquiera sabe. Me dijo que tenía que venir a esperarla a usted, me explicó que era rubia y muy inteligente y que llegaba en tal vuelo, y acto seguido se metió en su viejo «Bentley» y se marchó. Dijo que iba a ver a un tal doctor Chapman, si no recuerdo mal.
—Quizá sea un colega nuestro, al que quiere presentarme —sugirió Eleanor.
—Podría ser —admitió Wendell—, pero no recuerdo a ningún colega de mi padre que se llame Chapman, y que viva en Daventry... De todos modos, como le digo, es posible. El viejo, cada día está más ensimismado en sus cosas, y, además, nos vemos poco, a pesar de que vivimos juntos.
—¿Se ven poco en casa, quiere decir?
—Poquísimo.
—Pero se verán durante el trabajo, ¿no?
—Menos aún, porque cada cual va por su lado, claro está.
—Pues yo no lo veo tan claro —se sorprendió Eleanor—. Si los dos tienen la misma especialidad, lo lógico...
—Ah, no. No, no, doctora... Nada de eso. Yo no trabajo en lo mismo que ustedes: soy traumatólogo.
—Traumatólogo... —se pasmó Eleanor—. Bueno, realmente, no es tan sorprendente, pero sí lo es, teniendo en, cuenta la especialización de su padre, en Psicología y Psiquiatría, ¿no le parece?
—Tiene usted una buena dosis de razón —admitió Wendell—, pero ocurre que a mí me parece un tanto... problemática la Psiquiatría: se trabaja con algo imprevisible, y que, además, no se ve. La mente humana no me parece fácil de comprender, doctora. En cambio, un hueso roto es un hueso roto, y opino que tan necesario es curar un hueso roto como intentar recomponer una mente, más o menos... desequilibrada.
—Indudablemente, la traumatología es más diáfana que la psiquiatría. Si un hueso está roto, se ve, se cura, y asunto terminado. La psiquiatría es más complicada, tiene usted razón.
—Bueno, no se trata sólo de eso... No crea que me asustó una rama de la Medicina tan compleja. Sencillamente, tengo mis dudas sobre auténticos resultados, en cuanto a la psiquiatría. Yo sé que sé recomponer cualquier hueso o trauma físico. Y como no estoy seguro de que supiese manipular adecuadamente a un paciente en la especialidad de usted y mi padre, me dije que más valía ser un buen arquitecto de huesos que un mal obrero del cerebro.
—Sabia decisión —aprobó Eleanor—. Y quienes más han salido ganando con ella han sido los pacientes.
—¡Eso pensé! —rió Wendell—, Bien, ¿qué tal viaje ha tenido?
—Regular.
—Es un fastidio viajar de noche, ¿verdad? Y, además, con el cambio de horarios... Se me ocurre que quizá quiera usted descansar en casa, mientras esperamos la hora del almuerzo y el regreso de mi padre. Aunque si prefiere cualquier otra cosa, pídamela, por favor. El viejo se pondría hecho una fiera, si no la atendiese a usted con todos los honores. ¿Qué le gustaría hacer?
—Su idea me parece buena —rió Eleanor—. Creo que lo mejor será que descanse un poco hasta el mediodía De este modo, además, usted podrá atender sus asuntos.
—Ni hablar de eso: yo no me separo de usted hasta que me llegue el relevo. ¡Menudo genio tiene mi padre! Así que si usted quiere dormir, estupendo. Me dedicaré a preparar el almuerzo... De vez en cuando, es agradable hacer cosas sencillas, ¿no le parece?
—Completamente de acuerdo.
Apenas eran las nueve de la mañana cuando Wendell Parkinson, hijo, detenía el coche en Tedworth Square, una encantadora placita, en el centro del elegante barrio de Chelsea. Nada más ver el barrio en el que se metía el coche, y luego, la casa ante la cual se detuvo, Eleanor comprendió que si los Parkinson tenían algún problema, éste no sería, ciertamente, de dinero. Era un lugar tranquilo, prácticamente silencioso. La casa era elegante, pintada de blanco; quizá se veía un tanto descuidada.
—¿Viven solos usted y su padre, doctor Parkinson?
—Así es. Cuando vivía mi madre, teníamos un par de criados, pero después, los dos nos enfrascamos cada vez más intensamente en nuestros respectivos trabajos, y, finalmente, nos dimos cuenta de que no necesitábamos a nadie. Bueno, aparte de una asistenta, que viene una vez a la semana, me parece. Es una casa muy grande para sólo dos hombres, ¿verdad?
—Podrían venderla.
—Es una cuestión a considerar.
Entraron en la casa, que, efectivamente, aunque estaba bien cuidada, evidenciaba el vacío de los últimos años. Nunca una casa con personas que viven en ella es igual a una casa en la que se utilizan un par de dormitorios, como base de descanso, y punto final. Por otra parte, era fácil comprender que ambos Parkinson debían pasar muchas noches fuera, posiblemente durmiendo en cualquier cuarto de un hospital o una clínica...
—Naturalmente —pareció adivinar Wendell los pensamientos de Eleanor—, tiene usted un cuarto arriba, adecuadamente preparado. Por favor, si hay algo que no funcione, avíseme en seguida.
—Lo haré —sonrió Eleanor—. Pero no se preocupe demasiado: no soy muy exigente.
—Pues menos mal... La ayudaré a subir las maletas. ¿Le parece bien que la llame a la una?
—Yo me despertaré sola. Pero si su padre regresa antes de esa hora, avíseme inmediatamente.
—Él me lo prohibirá, pero yo le digo a usted que sí, que de acuerdo. Subamos.
Diez minutos más tarde, echada en la cama, la doctora Eleanor Marsh dormía apaciblemente. Por la ventana se veía el pálido resplandor de un sol que podía desaparecer en cualquier momento; nubes oscuras comenzaban a formarse sobre el cielo londinense.
A la una de la tarde menos algunos minutos, la doctora Marsh se despertó, por sí misma, suavemente. Se levantó, se cambió de vestido, se arregló un poco en el cuarto de baño, y bajó a la planta. Justo entonces daba la una, musicalmente, algún reloj que debía estar en... En el salón. Eleanor lo vio, apenas asomarse a esta pieza. Acto seguido, vio a Wendell Parkinson, sentado en un sillón, y leyendo el periódico. Es decir, lo había estado leyendo. Ahora tenía la mirada alzada hacia Eleanor, que captó su gesto, levemente preocupado.
—¿No ha regresado todavía su padre?
—Todavía no. ¿Tiene apetito?
—La verdad es que sí —admitió Eleanor, sentándose en otro sillón, frente a Parkinson—, pero puedo esperar perfectamente. Oh, pero si ya tiene usted el almuerzo preparado...
Se puso de nuevo en pie, y se acercó a la mesa, efectivamente dispuesta ya, con un sencillo, pero apetitoso almuerzo. Para tres, naturalmente.
—Creo que deberíamos empezar nosotros —sugirió Wendell, acercándose a la mesa.
—No, no... ¡Esto tiene muy buen aspecto!
—Una de las cosas que tenemos que aprender los hombres que vivimos solos es cocinar... Aunque esto ni siquiera es cocinar, claro. ¿Ha descansado bien?
—Espléndidamente. Estoy habituada a dormir poco, así que tres horas seguidas me parecen un regalo.
—Entiendo. Mi padre me ha hablado muchas veces de usted. Yo diría que le tiene un gran aprecio profesional.
—¿De veras? ¡Pero sí apenas sabe nada de mí, en ese sentido! Bueno, ni en cualquier otro sentido.
—Él dice que sólo con ver cómo una persona juzga la labor de otra, ya hay suficiente para juzgar a quien juzga.
—Interesante frase —rió Eleanor, se quedó mirándole—. ¿Está preocupado?
—Observo que es usted una gran psicóloga, en efecto.
—No hace falta tanto para darse cuenta. Tranquilícese. Seguramente, aparecerá de un momento a otro.
—Sí... Claro. Bueno, lo cierto es que él dijo que estaría en casa lo más tarde a la hora del almuerzo..., y ya ha pasado la hora del almuerzo. Y está lloviendo.
—Sí... Triste lluvia. Mejor dicho, entristecedora lluvia, ya que la lluvia no es triste de por sí, sino que nos causa esa impresión a nosotros... Algunas veces, al menos. Pero dígame; ¿qué tiene que ver la lluvia con el retraso de su padre?
—Él no ve muy bien. Ya empieza a ser mayor... Y la lluvia, todos lo sabemos, es mala enemiga del conductor.
—¿Teme que le haya ocurrido un accidente?
—Ni él ni su viejo cacharro están para grandes proezas, francamente. Bien, creo que deberíamos almorzar, doctora. Papá se molestaría, si la tuviese hambrienta. Es posible que él haya tenido el buen sentido de detenerse por ahí a almorzar, esperando que pare de llover.
—Pues me parece que tiene para rato —rió Eleanor—, de modo que quizá tenga usted razón: almorcemos. Le pediremos disculpas, si llega cuando lo estemos haciendo.
CAPÍTULO III
Pero el doctor Wendell Parkinson, padre, no llegó mientras almorzaban, actividad que dieron por terminada poco después de las dos de la tarde.
Ni había llegado a las tres.
Ni a las cuatro...
—¿Y si se hubiese quedado en casa del doctor Chapman? —sugirió Eleanor.
—Eso tendría lógica. Pero no la tendría que hubiese dejado de llamarnos por teléfono.
—Cierto —murmuró la doctora.
Wendell miró hacia el teléfono. De pronto, fue hacia él, descolgó el auricular, y pidió una conferencia con el doctor Chapman, de Daventry. Colgó, y, tras una corta espera, el teléfono sonó. Wendell atendió la llamada, suponiendo, naturalmente, que, tras haber localizado al doctor Chapman, le ponían en contacto con él.
—¿Sí?
—...
—¿Cómo que no?
—...
—Imposible. Me consta que hay en Daventry un doctor Chapman, puesto que mi padre está de visita en su casa.
—...
—Ah. Sí, es posible. Bien, gracias.
Colgó, y se volvió hacia Eleanor, que le contemplaba con atención.
—¿No hay ningún doctor Chapman en Daventry? —inquirió ella.
—Al menos, no consta en la guía de esa localidad —movió la cabeza Wendell—. La telefonista me ha sugerido que quizá el doctor Chapman esté instalado allí hace poco y, por tanto, el teléfono debe estar todavía a nombre del anterior abonado.
—Eso tiene lógica —aprobó la doctora.
—Sí, Mire, todo puede tener lógica, menos que mi padre, especialmente sabiendo que está usted aquí, no nos haya llamado para disculparse por su retraso. Como todos los hombres dedicados de lleno a su profesión, es bastante distraído, pero no tanto.
—Entiendo. Creo que deberíamos salir en su busca. O quizá llamar a la policía, o a quien usted crea que puede informarle de..., de los accidentes habidos hoy en las carreteras.
—Eso es lo que voy a hacer, ahora mismo.
Pero, en los diversos servicios a los que Wendell llamó, no había noticia de ningún accidentado llamado Wendell Parkinson, que hubiese estado conduciendo un viejo «Bentley», en cualquier carretera que, desde el Norte, condujese a Londres.
Para entonces, eran ya las cinco de la tarde, seguía lloviendo intensamente, y el nerviosismo de Wendell iba en aumento; era ya incontenible. La tensión de tan inquietantes circunstancias había contribuido, sin embargo, a establecer una mayor intimidad entre Wendell y Eleanor.
—Mira, Eleanor, lo siento —musitó él—. Debería acompañarte a algunos sitios, pero...
—Te acompañaré yo a ti —sonrió ella.
—¿Adonde?
—Vaya, es evidente que vas a seguir, por fin, una de mis sugerencias, esto es, salir en busca de tu padre. Pienso que quizá en la propia Daventry podremos encontrar al doctor Chapman, preguntando a unos y otros.
—No tienes por qué molestarte...
—Qué tontería... Naturalmente que te acompaño.
Diez minutos más tarde, ambos partían en él coche de Wendell. Salieron de Londres por la autopista de Birmingham. La lluvia era pertinaz, parecía espesarse por momentos. Todos los vehículos circulaban ya con luces, que hacían relucir la lluvia como chorritos de oro. En la salida siguiente a Northampton, abandonaron la autopista. Poco después, llegaban al cruce de Weedon. Un indicador, que vieron a la luz de los faros, entre la lluvia, informaba la dirección a seguir para llegar a Daventry, unas tres millas más adelante.
—Estaría bueno que, mientras nosotros estamos de paseo, él hubiese llegado a casa —refunfuñó Wendell.
—Si así es, nos esperará, tal como le pides en la nota que hemos dejado.
—Vamos a llamar, apenas lleguemos a Daventry.
Llegaron a Daventry, y Wendell llamó a su casa, desde la central de Teléfonos. Su padre no estaba en casa, evidentemente, puesto que nadie contestaba al teléfono. Pero, además, no constaba ningún doctor Chapman, recientemente abonado en el directorio de Daventry.
—Pero debe haber algún Chapman —insistió Wendell—. Quizá no conste su profesión, pero tiene que haber algún Chapman.
La empleada de teléfonos encontró tres Chapman, abonados en la localidad. Parecía estar bastante al corriente de la vida y milagros de Daventry, porque informó, a título personal, de que uno de ellos había fallecido hacía un par de semanas. De modo que quedaban solamente dos. Wendell solicitó sus direcciones, las anotó, y salieron de la central telefónica, bien informados sobre la ubicación de las calles.
De nuevo en el coche, el traumatólogo miró a la psicóloga.
—Supongo que te estás divirtiendo mucho, en tu viaje a Londres —refunfuñó.
—Pues no creas que es aburrido dedicarse a hacer investigaciones —rió ella—. ¿Vamos a una de esas dos direcciones?
Fueron a una de las direcciones. Y luego a la otra, puesto que en la primera no había ningún doctor Chapman. La persona que tenía este apellido en la primera dirección era un oficinista rollizo, que se disponía a cenar. El segundo Chapman tenía un taller de reparaciones de electrodomésticos, y, como el primero, no conocía a ningún médico que se apellidara como él...
—¿Por qué no van a Madame? —sugirió—. Quizá allí puedan darles alguna orientación.
—¿Qué es eso de Madame? —inquirió Wendell.
—Es un parador que hay cerca de la autopista...
—¡Lo recuerdo! —exclamó Eleanor—. Pasamos por delante de él, apenas salir de Weedon, Wendell. Leí el nombre, en neón azul, entre la lluvia.
—Ese es —asintió el hombre llamado Chapman—. Por allí pasa mucha gente de Daventry, que va y viene de Londres, y charlan de todo. La propietaria es una francesa gorda y simpática, que se entera de todo. Apostaría cualquier cosa a que si alguien se ha instalado hace poco por estos alrededores, ella lo sabe.
Le dieron las gracias, volvieron al coche, y emprendieron el regreso. Muy pronto distinguieron, entre la lluvia, el resplandor azul del luminoso de neón con el nombre de Madame.
—Esto es absurdo —masculló Wendell—. ¡Seguro que no le ha ocurrido nada al viejo gruñón, y nosotros estamos perdiendo el tiempo, como tontos!
—Preguntemos a Madame, ya que estamos aquí —sugirió apaciblemente Eleanor.
Dejaron el coche lo más cerca posible de la entrada, y corrieron hacia la puerta del parador. Fue una sorpresa entrar allí. Era un ambiente agradable, tranquilo. Había una gran chimenea encendida a la derecha del local, no demasiado grande. Las mesas tenían manteles a cuadros rojos y blancos, había apliques de luz en las paredes, que impartían una bien ambientada luz, íntima y acogedora. En el mostrador había algunos hombres, riendo ante unas jarras de cerveza. En las mesas, casi todas ocupadas, había parejas, grupos de jóvenes... Sin duda, era un lugar concurrido, que gozaba de muchas preferencias por parte de los automovilistas.
Una graciosa camarera pelirroja, con uniforme negro, les acomodó ante una de las mesas.
—¿Qué te parece si cenamos aquí? —propuso Wendell.
—Creo que, antes, deberíamos hablar con Madame —dijo Eleanor—. Si no sabe nada, podemos cenar aquí, y seguir buscando luego.
—De acuerdo. —Wendell miró a la camarera—, ¿Podríamos ver a la dueña? Estamos en un pequeño apuro, y nos han dicho que quizá ella pueda ayudarnos.
—Se lo diré a Madame —asintió la muchacha—, ¿No desean tomar nada?
—¿Te apetece un jerez? —propuso Wendell a Eleanor.
—Magnífico —sonrió ella.
La camarera les sirvió el jerez, y desapareció por una puerta que había a un lado del local. Reapareció en seguida. Un par de minutos más tarde, apareció una mujer de unos cincuenta años, gorda, sonriente, con una indumentaria un tanto llamativa para su edad. Miró a la camarera, que a su vez señaló con la mirada la mesa ocupada por Wendell y Eleanor.
—Hola —saludó la gorda, tras acercarse a la mesa—. Estaba ya a punto de salir para hacer mi tertulia con los clientes. Siempre tienen cosas interesantes que contar. ¿Se encuentran a gusto?
—Mucho —sonrió Eleanor—. ¿No tomaría un jerez con nosotros, Madame?
—¡Querida niña, no sabe cuánto se lo agradezco! Aceptaré, por ser el primero de la noche, pero sólo uno. Sería terrible si aceptase las invitaciones de todos mis amables clientes... ¿Entiendo que están en un pequeño apuro?
—Estamos buscando a un tal doctor Chapman —dijo Eleanor.—. Nos consta que vive en Daventry, pero nadie le conoce, no consta en la guía telefónica... En fin, no conseguimos localizarle. Y nos han dicho que quizá usted podría ayudarnos.
—Chapman... Chapman... Bueno, conozco a un par de Chapman, pero ninguno es médico. Oh, y hace unos días falleció otro Chapman..., que tampoco era médico... Gracias, Linda.
El agradecimiento iba destinado a la camarera pelirroja, que, tras captar la seña y servir otro jerez para Madame, se retiró de nuevo. La gorda francesa bebió un sorbito con evidente placer.
—Nosotros pensamos —deslizó suavemente Eleanor— que quizá usted no le conozca porque hace poco que se ha instalado por aquí. Pero le aseguramos que existe un doctor Chapman, porque...
—¡Espere! Bueno, no sé quién puede vivir allí, ahora, pero podría ser ese doctor Chapman.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, hace tiempo que la casa está abandonada. Es propiedad del viejo Winston McLean, que finalmente se fue a vivir con sus hijos en Escocia, me parece que a Edimburgo... Sí, a Edimburgo. La casa quedó cerrada, pero hace dos o tres meses fue ocupada. Supongo que el viejo McLean la habrá alquilado, o quizá vendido ¿Saben? Sentí mucho que se marchase aquel viejo granuja... ¡Era un hombre, en verdad, pintoresco!
—¿Llevaba faldas escocesas? —inquirió Eleanor.
—No —rió Madame—. Pero tenía un carácter de lo más especial. Los ingleses son raros, hijita, ¡pero los escoceses...!
—¿No sabe el nombre de la persona que ha ocupado la casa del viejo McLean?
—Todavía no —guiñó un ojo Madame—. Pero lo sabré. ¡Vaya si lo sabré! Aunque no sé, me parece que no va a ser fácil... Sea quien fuere quien vive ahora ahí, debe ser persona muy reservada. No se ve mucho movimiento en ese caserón.
—¿Caserón?
—Es una casa enorme, y muy vieja. Yo siempre decía que el viejo McLean estaba loco por vivir ahí, y, finalmente, él mismo tuvo que darme la razón, y se largó, ya lo he dicho. ¿Saben lo que haría yo, si ese caserón fuese mío?
—¿Qué haría?
—Pues lo primero de todo, derribar las verjas de hierro y limpiar bien el jardín. Ahora parece una selva virgen, ¿comprenden? Después de esto, buscaría un buen decorador que convirtiese ese... mausoleo en un hotel agradable. Muy agradable. Y tranquilo, teniendo en cuenta dónde está. Imagínense: veinte o veinticinco habitaciones, un jardín bien cuidado, paz y silencio... ¡Una mina de oro, querida!
—Sin duda —sonrió de nuevo Eleanor—. ¿Tiene noticia de que haya llegado alguien más, últimamente, a Daventry?
—Para instalarse, no. Pero ya sabe, la gente va y viene, va y viene... ¡La gente no para de viajar en estos tiempos!
—Les debe parecer divertido —casi rió Eleanor—. ¿Puede indicarnos el camino para llegar al caserón?
—Es facilísimo. Vayan en dirección a Daventry, y cosa de media milla antes de llegar, verán un camino a la derecha. Es inconfundible, porque hay unos enormes plátanos. Sigan ese camino y llegarán a la casa del viejo McLean... ¿Les gusta la cocina francesa?
—A mí me encanta —aseguró Eleanor.
—¿De veras? Bien, en ese caso, puedo sugerirle una cena digna de una princesa. Para comenzar, una soupe a la...
—Madame, se lo agradecemos-rió, una vez más, Eleanor—, pero, dadas las circunstancias, no podemos quedarnos esta noche. Sin embargo, volveremos, en cuanto tengamos oportunidad.
Tres minutos más tarde, Eleanor y Wendell estaban de nuevo en el coche, de regreso hacia Daventry. Efectivamente, pese a la lluvia, encontraron fácilmente el camino, cuyo inicio estaba flanqueado por altísimos plátanos, que mostraban ya las diminutas hojas de la primavera, retrasada allí por el frío.
—No veo ninguna luz —murmuró Wendell.
—Sigamos por el camino.
El camino era de tierra, esto es, de barro en aquellos momentos, debido a la lluvia, cuya pertinacia era increíble. En una oscuridad total, los haces de luz del coche parecían desgarrones siniestros.
Wendell Parkinson se estremeció.
—No puedo imaginarme qué ha venido a hacer aquí mi padre.
—Todavía no es seguro que haya venido aquí —murmuró Eleanor, que miraba a todos lados, en vano intento de ver algo—. Ve con cuidado; las verjas pueden aparecer en cualquier momento.
Aparecieron apenas diez segundos más tarde, como dardos teñidos de la luz del coche, relucientes de agua. Al otro lado, se distinguió la masa de un denso arbolado. Por fin, se detuvieron delante de las cerradas verjas. El limpiaparabrisas zumbaba suavemente en el cristal, apartando la lluvia, de modo que pudieron ver la forma de la casa, al fondo, entre los árboles que delimitaban un sendero también de tierra. No había luz en parte alguna de la casa.
—Esa mujer debe haberse equivocado —dijo Wendell—. No es posible que ahí viva alguien. ¡Por el cielo, en toda mi vida he visto un lugar tan tenebroso como éste!
—Me parece —señaló Eleanor— que ahí, hay una cadenilla. Quizá deberíamos llamar...
—No perdemos nada con probar.
Wendell salió del coche, corrió hacia la cadenilla, y tiró de ella con fuerza, repetidamente. Luego, mojado, volvió al coche, refunfuñando, se sentó junto a Eleanor, y los dos quedaron mirando hacia la casa.
Una luz se encendió en ésta, en la planta baja.
Cambiaron una mirada, y Eleanor musitó:
—Pues parece que sí vive, alguien, ahí...
Medio minuto más tarde vieron aparecer un bulto reluciente, a la luz de los faros. En seguida, la masa reluciente tomó la forma de un hombre con un impermeable, que llegó corriendo ante las verjas, protegiéndose los ojos con las manos. Abrió la verja lo justo para salir, y se acercó al coche.
Refunfuñando, Wendell Parkinson bajó el cristal de la ventanilla lo imprescindible para poder conversar con el hombre, que era, evidentemente, lo que éste se proponía, y no abrir las verjas para que el coche entrase.
El rostro del hombre apareció en el hueco. Un hombre joven, atractivo, de gesto amable, casi sonriente.
—¿Qué desean? —preguntó, casi gritando, para sobreponer su voz al atronador rugido de la lluvia.
—¡Estamos buscando al doctor Chapman! —gritó también Wendell.
—¿A quién?
—¡Al doctor Chapman!
El apuesto joven sonrió, moviendo negativamente la cabeza.
—No le conozco —aseguró.
—¿No vive aquí?
—Si viviese aquí, le conocería, ¿no cree?
—Maldita sea... ¿No tiene usted idea de dónde vive el doctor Chapman?
—Lo siento. Jamás he oído hablar de él.
—¿Podríamos telefonear? —preguntó Eleanor.
—Cómo no, encantado de servirles... Les abriré las verjas. Esperemos que el teléfono funcione. Todo va mal en esta casa. Pero, en fin, esperemos que cuando menos funcione el teléfono...
—Suba al coche-invitó Wendell.
—¡De ninguna manera...! Se lo pondría perdido de agua... Vayan hacia la casa, yo regresaré bajo la lluvia.
Se fue hacia las verjas, y Eleanor comentó:
—Es un joven muy simpático, ¿verdad?
—Sí, en efecto. Mucho.
Se quedaron mirándole, mientras abría las verjas. El coche entró, despacio. Eleanor volvió la cabeza, y a las rojas luces de posición, vio al joven simpático cerrando de nuevo las verjas. Frunció el ceño, pero acabó pensando que, de todos modos, si quería dejarlas cerradas cuando ellos se fuesen, igualmente tendría que volver por allí, bajo la lluvia de nuevo... Le vio correr en pos del coche, que llegó casi al mismo tiempo frente a la entrada de la casa.
Wendell detuvo el coche ante el amplio porche.
—Bueno, vamos a...
—Si no te importa, prefiero quedarme aquí —interrumpió Eleanor—. No me seduce prescindir de la calefacción del coche.
—Tienes razón. Bien, hasta ahora.
Parkinson salió del coche, y corrió hacia el porche, donde ya le estaba esperando el muchacho, con la puerta abierta. Eleanor les vio cambiando unas palabras, el muchacho asintió, y ambos entraron en la casa.
Eleanor Marsh, miró hacia donde iluminaban los faros del coche; se veía una esquina de la casa, y más allá otro edificio, de menor importancia... El garaje. Tras brevísima vacilación, Eleanor pasó a la derecha, ante el volante, y condujo el coche hacia lo qué debía ser el garaje. Dejó el coche de lado frente a la doble puerta, de modo que pudiera salir sin mojarse, o al menos muy poco.
La lluvia retumbaba con fuerza en el techo del vehículo, en un repiqueteo ensordecedor. Eleanor volvió la cabeza hacia, la casa. Vio la ventana iluminada, eso fue todo. Abrió la guantera, metió la mano dentro, y buscó. Hubo suerte: encontró una pequeña linterna. La probó, y le satisfizo él denso haz de luz.
Salió del coche, empujó una de las hojas de la puerta del garaje, y entró en cuanto, consiguió la abertura justa para que pasase su cuerpo. Encendió la linterna.
Y lo primero que vio a su luz fue el negro «Bentley».
Un viejo, venerable cacharro que había conocido tiempos mejores.
Se quedó mirando el coche, inmóvil, durante unos segundos. Podía ser casualidad, desde luego... Dirigió la luz hacia la matrícula del coche, que memorizó instantáneamente. Sólo tendría que preguntarle a Wendell cuál era la matrícula del coche de su padre, y si...
Fue entonces cuando, en alguna parte, oyó el gemido que puso de punta todos sus cabellos.
CAPÍTULO IV
Era un gemido tal que Eleanor sintió como si algo dentro de ella se rompiese en mil pedazos. Un gemido que contenía tal miedo, tal angustia palpitante, que, además del escalofrío, producía una profunda sensación de angustia a su vez, como traspasándola. Era como si algo se agarrotase del más puro pavor.
Durante cuatro o cinco segundos, Eleanor no se movió. Llegó incluso a pensar que no había oído nada, que era la lluvia, que sus oídos no funcionaban bien. Con aquella lluvia afuera, uno podía pensar que oía cosas escalofriantes...
El gemido de angustia, de miedo, de espanto, se repitió. El espléndido cuerpo de Eleanor se estremeció. Se pasó la lengua por los labios, en un gesto que más pretendía convencerse a sí misma de que continuaba viva y con capacidad de movimientos..
Desvió la luz de la linterna por un lado del coche, y pasó junto al «Bentley». Más atrás, hacia el fondo del garaje, había dos coches más. Se acercó a ellos, caminando lentamente.
El gemido que oyó ahora fue... como él de una rata. Un escalofriante «hi-hi-hi» convulso, estremecido.
Dio unos pasos más, y ya cerca del fondo del garaje, movió la luz, en busca de lo que hubiese producido aquel sonido, aquel gemido. Quizá era una rata. Sí, debía ser una rata de las muchas que cabía esperar encontrar en un lugar como aquél.
Pero no.
No era una rata.
Era un hombre.
Cuando la luz lo descubrió, el hombre emitió otro de aquellos terroríficos gemidos, se encogió increíblemente, y sus manos temblorosas subieron, en ansias de protección, hacia el rostro... Eleanor Marsh dio otro paso hacia el hombre, que chilló una vez más, despavorido, mirándola entre sus crispados dedos.
—No —suplicó con voz agarrotada—. No, no, no...
—¿Qué le ocurre? —se oyó decir a sí misma Eleanor—. ¿Se encuentra usted mal?
—No, no, no... —gimió el hombre.
Era evidente que no contestaba a su pregunta. Simplemente, se negaba a algo, rechazaba algo. Su mente no funcionaba hacia el exterior, sólo hacia el interior, hacia sus propias sensaciones. Estaba bloqueada.
—Tranquilícese... ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Se encuentra mal, le ha ocurrido algo?
El hombre apartó una mano de la cara, y Eleanor la vio empapada en lágrimas. Lo estaba viendo mejor: era un hombre alto, joven, fuerte, atractivo... Pero su rostro estaba distorsionado en la mayor mueca de espanto que ella había visto en su vida, había convulsiones en todo el rostro, y los ojos, rebosantes de lágrimas, parecían a punto de salir de las órbitas. Era... como un niño aterrado por la visión del más extraordinario monstruo que pudiese concebirse en una pesadilla.
—Vamos, no tema nada —dijo Eleanor, con su más dulce voz—. No tiene nada que temer, no pasa nada.
El hombre seguía llorando. Movía ahora negativamente la cabeza... Eleanor observó que se estaba orinando encima. Y algo más, porque percibió, de pronto, el mal olor, la pestilencia. Santo cielo..., ¡aquel hombre se estaba orinando y defecando, tal era su miedo! Era un hombre joven, alto y fuerte... y estaba gimiendo, y ensuciándose encima...
—No se mueva de ahí —dijo Eleanor, con voz tensa—. Iré en busca del doctor...
El hombre lanzó un aullido, se estremeció, y volvió a ocultar completamente el rostro tras sus temblorosas manos, mientras se encogía tanto que parecía imposible...
La luz del garaje se encendió.
Eleanor Marsh lanzó una exclamación, y se volvió vivamente hacia la puerta. Dos hombres habían entrado, y caminaban ya hacia ella, mirándola con expresión hosca, irritada..., furiosa. Cada uno de ellos llevaba en la mano derecha un extraño bastón de algo más de un metro de largo, que sujetaban por un extremo, manteniéndolo en alto. Un extraño bastón negro, flexible, que se cimbreaba blandamente.
Se detuvieron a pocos pasos de Eleanor, y uno de ellos señaló al hombre acurrucado, que volvía a chillar como una rata.
—Ahí está el maldito hijoputa —gruñó—. Tú encárgate de la mujer, Hagerty.
—Usted, apártese —ordenó Hagerty a Eleanor.
El otro pasó cerca de ella, sin mirarla, blandió el extraño bastón sobre el gimoteante, y lo descargó con fuerza sobre sus brazos y cabeza. El chillido del hombre fue definitivamente espeluznante cuando el bastón, emitiendo un destello azulado, le alcanzó. Le produjo tal sacudida el impacto, que el hombre saltó, igual que un muelle que hubiese estado encogido y fuese soltado de pronto. Saltó, se distendió, casi se puso en pie...
Otro bastonazo, y el hombre gritó de nuevo, enloquecido por el dolor, mientras de nuevo se producía aquel destello azulado... El hombre cayó de bruces, pero el compañero de Hagerty no parecía satisfecho con esto, porque soltando horrendas maldiciones se dispuso a golpear de nuevo el caído cuerpo.
La doctora Eleanor Marsh, cuya mente se había paralizado momentáneamente, no pudo resistir más aquella visión; dio un paso hacia el verdugo, le sujetó la mano con la que se disponía a dar el siguiente golpe, y disparó el otro puño, en potentísimo tsuki de karate, contra el costado del individuo. Fue un puñetazo tremendo que hizo crujir las costillas del hombre y lo derribó de lado sobre el que había estado golpeando.
En ese mismo instante, Eleanor Marsh oía tras ella el silbido...
Se volvió; todavía pudo ver el destello del bastón de Hagerty en el aire, y aún tuvo tiempo de apartarse lo justo para que el golpe no le alcanzase en la cabeza. Pero sí le alcanzó en el hombro izquierdo... Y desde allí, la descarga eléctrica irradió hacia todo el cuerpo de la doctora Marsh, que lanzó un alarido mientras daba un grotesco salto y caía sentada. Ante sus ojos parecieron encenderse millones de diminutas lucecitas de todos los colores... Así estaba, dolorida y estremecida, cuando el bastón volvió a silbar en el aire, y llegó a su espalda, cerca de los hombros.
Eleanor lanzó un aullido tremolante, brincó más por la sacudida de la descarga eléctrica que por sus propias fuerzas, y volvió a caer, ahora de rodillas, y en seguida, de bruces...
—¡Déjamela a mí, Jones! —oyó el rugido.
Como algo lejano, cómo algo perteneciente a otro mundo, distinguió la voz, y, débilmente, comprendió que él que había estado golpeando al hombre que ahora yacía sin sentido, se estaba incorporando, y que también quería tomar parte en el suplicio... ¿O podían matarla con aquellos golpes acompañados de descargas eléctricas?
Sacudió la cabeza, y le pareció que todo su cuerpo iba a romperse, que su cerebro saltaba en miles de pedazos.
Entonces recibió otro golpe y otra descarga en la espalda, y eso fue todo.
Lo primero que vio al abrir los ojos fue una rata.
Una rata.
Una rata.
Una rata...
Eleanor Marsh sintió como una explosión de espanto en todo su cuerpo, pero consiguió no gritar. Palideció, su rostro fue sacudido por una fortísima crispación de espanto, pero no gritó. Ella no era, ciertamente, una jovencita histérica. Jamás lo había sido, jamás...
Y a lo mejor, todavía estaba desvanecida, y aquello era un sueño, una mala jugarreta de su cerebro.
Pero no.
La rata era real, y ella estaba despierta. Estaba despierta y tendida en una cama, o algo parecido. La rata estaba sobre su pecho, acomodada allí, como un gatito en reposo, y la miraba fijamente con sus negrísimos ojos redondos y relucientes.
Sí. Tenía una rata cómodamente sentada en su pecho, y mirándola desde poco más de un palmo de distancia. Vio sus bigotes, su pelaje gris, sus orejas..., ¡y aquellos ojos como brasas negras, tan fijos en ella!
Eleanor cerró los ojos.
Había que conservar la serenidad. A toda costa, fuera como fuese, tenía que conservar la serenidad. Veamos..., ¿qué estaba ocurriendo? Sí, el hombre que se había orinado encima, los otros dos, los golpes eléctricos, la oscuridad total, el desvanecimiento. Luego, el despertar... ¿Qué había visto al despertar? Una rata. Una rata sentada sobre su pecho. Bien. ¿Qué más había visto? Pues, un techo. Solamente eso: una rata, y, encima, un techo. Estaba, pues, tendida boca arriba en una cama, y con una rata sobre el pecho.
Bien. Bien.
¿Qué podía hacer? Lo primero era la rata... ¡Tenía que quitarse de encima aquella rata! ¿Cómo hacerlo? La cuestión podía resolverse fácilmente, quizá. Sólo tenía que mover velozmente su mano derecha, golpeando a la rata para tirarla a un lado. Pero tenía que ser un movimiento veloz, velocísimo, tanto que la rata no tuviese oportunidad a la menor reacción.
Bien.
Tragó saliva, abrió los ojos, y vio los de la rata fijos en ella. Entonces, en aquel momento, Eleanor lanzó el golpe... Es decir, lo intentó, pero no lo consiguió. Hubo un extraño movimiento en su cuerpo, debido a la sacudida que partió de la muñeca derecha. Tardó sólo un segundo en identificar aquella sensación: estaba atada a la cama. Pero no... No, no podía ser una cama. Ni estaba atada con cuerdas, sino con algo más fuerte, más frío y más holgado, ya que hasta entonces no había sentido la presión en la muñeca, sólo al moverse.
Bien.
Serenidad.
Estaba en una camilla. Exacto. En una camilla con abrazaderas que sujetaban sus manos y sus pies... Intentó echar un vistazo a esas abrazaderas, y entonces se dio cuenta de que también su cuello estaba rodeado por una abrazadera. Tenía la cabeza colocada de modo que podía ver su pecho y la rata, pero no podía moverla de ningún modo. Miró de reojo a su derecha y a su izquierda, y sólo vio unos pequeños paneles metálicos.
Poco a poco, la comprensión fue llegando a la mente lúcida y lógica de la prisionera. Estaba en un cuarto de techo oscuro, en una camilla, sujeta de pies y manos por medio de abrazaderas metálicas, y con la cabeza sujeta y bloqueada también, de tal forma que sólo podía ver la rata y el techo. Sólo tenía aquel ángulo de visión... Cualquier cosa que hubiese a su alrededor, no podía verla. Sólo la rata y el techo.
Situación definida. Por supuesto, una mujer corriente estaría chillando una vez hubiera recobrado el conocimiento, pero ella no pensaba gritar. Su mente no era la de una mujer corriente, sus reflejos eran diferentes, su lógica, su control de sí misma no eran los normales, sino superiores. Superiores. Su-pe-rio-res.
No conseguirían hacerla gritar como a una mujer cualquiera, no conseguirían humillarla.
Miró a la rata.
—¿Hablas inglés? —le preguntó.
De buena gana se habría echado a reír ante su ocurrencia, pero temió que los estremecimientos de su cuerpo, al reír, molestasen a la rata, y ésta, asustada quizá, lanzase un mordisco a su pecho, o a su rostro. Sería terrible el mordisco de aquella rata. No sólo por el mordisco en sí, sino porque quizá pudiese contagiarle la rabia. Aunque..., ¿acaso todas las ratas tenían la rabia? Claro que no.
La rata la estaba mirando. De pronto, movió la pata derecha, y comenzó a restregar los bigotes con la zarpa. Movía graciosamente la cabeza. Utilizó la otra «mano» para limpiarse los bigotes del otro lado... ¿Cuánto debía pesar aquella rata? No era mucho más pequeña que un gato corriente, desde luego.... ¿Tres kilos?
La rata seguía limpiándose velozmente.
—Eres una ratita muy aseada —murmuró Eleanor.
¿Por qué negarlo? Se sentía helada de miedo. Sí, en su interior había un frío denso y profundo. Pero sus nervios eran sólidos, su mente, serena. ¿Qué habría hecho, en su lugar, su amiga Dorothy, por ejemplo, en aquella situación? Bueno, seguramente a Dorothy ya le habría mordido la rata, porque ella la habría asustado con chillidos histéricos, provocados por el miedo, que no habría podido evitar. Sí, porque las ratas se asustaban. Y cuando se asustaban, era precisamente cuando atacaban. Había estudiado esto hacía años, lo recordaba, lo SABIA. Pero como aquella rata no se había asustado, se dedicaba a observar a la persona y a asearse. Era una ratita muy aseada...
El cuerpo de Eleanor se estremeció. No pudo evitarlo. Fue una sacudida de miedo. No..: De pavor. De espanto. De terror. Tenía que controlarse más aún. Más.
Se pasó la lengua por los labios.
—¿De modo que no hablas inglés? —murmuró.
La rata volvió a mirarla.
—Puedes llamarme Eleanor —dijo ésta—. Es un nombre bonito, ¿no te parece? Lástima que no hables inglés, pues me dirías cuál es tu nombre. Veamos... ¿Te gustaría llamarte... «Minnie», por ejemplo? Es un bonito nombre, yo diría que incluso más que Eleanor. ¿Te gusta? Además, es muy apropiado para una ratita, aunque tú seas auténtica, y no un dibujo animado. De todos modos, no hablas inglés. Ni creo que hables alemán, o ruso, o francés, o...
Apareció un rostro sobre ella.
De pronto, brusca, inesperadamente.
Por un brevísimo instante, Eleanor quedó inmóvil, sin reaccionar, pues la emoción que prevaleció fue la sorpresa.
Pero ese instante fue brevísimo. En seguida, Eleanor Marsh palideció, respingó, dando una sacudida terrible a todo su cuerpo, y lanzó un incontenible alarido de fortísimas vibraciones, tan palpitante de súbito terror, que la rata saltó de encima de ella, desapareció.
Sólo quedó el rostro.
¿O no era un rostro? No, aquello no podía ser un rostro humano... Tenía un solo ojo enorme, negrísimo; el otro desaparecía bajo un costurón retorcido de color violáceo. Se veían algunos dientes, debido a la falta de parte de los labios... Y la nariz y parte de una mejilla carecían de carne, mostrando estremecedores boquetes de cicatrices. No había un solo cabello en aquella cabeza horripilante...
Sin dejar de gritar, Eleanor cerró los ojos. De pronto, dejó de gritar.
Serenidad.
Quedó con los labios apretados, respirando agitadamente, pero esforzándose en tranquilizar el ritmo...
—Es lamentable que mi rostro la haya asustado más que la rata, doctora Marsh —oyó la suave voz.
Eleanor abrió los ojos. Nada de sueños. Allá estaba el rostro del hombre. O de lo que fuese,
—Me ha defraudado usted —se movieron aquellos labios incompletos—. Hasta ahora había tenido más control de sí misma, hasta el punto de que me tenía francamente admirado. Ha sido un gran detalle de valor ponerse a conversar con... con «Minnie». Me gusta el nombre que le ha puesto usted a mi amiguita.
Eleanor aspiró profundamente, y luego murmuró:
—¿Doctor Chapman?
—¡Ah! —pareció encenderse una luz en el fondo del único ojo del personaje—. ¡Magnífico! Su capacidad mental de reacción es admirable. Lo suficiente, incluso, para que le perdone su reacción al verme. Comprendo que visionar mi rostro, de pronto, es todo un acontecimiento:... Sí, la disculpo, doctora Marsh.
—¿Es usted el doctor Chapman, entonces?
—Así es. Aunque estoy buscando otro nombre más adecuado a mi personalidad y a mis propósitos. Quizá usted que es tan imaginativa, puede hacerme alguna sugerencia al respecto. ¿Qué nombre le parece apropiado para mí?
Eleanor tragó saliva.
—Todavía no conozco su... personalidad, ni sus propósitos, de modo que no se me ocurre nada, de momento.
—Tiene razón... Es usted muy hermosa, doctora Marsh.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Oh, nos lo ha dicho el joven Parkinson, claro está. ¿Puede decirme qué fue a hacer usted al garaje? ¿Por qué fue precisamente allí?
—Me pareció que el joven que salió de la casa era demasiado amable. En su lugar, yo habría estado bastante molesto con unas personas que me habían hecho salir de la casa para preguntar por alguien cuya presencia pensaba negar. Fue demasiado amable..., aunque ahora comprendo que fue precisamente para atraernos. ¿Qué le ha ocurrido a Wendell...? ¿Qué les ha ocurrido a los dos Parkinson?
—Todavía no me ha dicho por qué fue al garaje.
—Me pareció sospechosa la amabilidad del joven, ya se lo he dicho. Pensé que el doctor Parkinson, padre, sí podía estar todavía aquí, y pense que quizá podría ver su coche en el garaje.
—Ah, ah, ah... Magnifico. Su capacidad de deducción es, en verdad, admirable. Bueno, es lamentable todo esto. Las cosas se han complicado un poco... para todos. Y lamentablemente, tengo que admitir que la culpa es mía.
—¿Por qué? ¿Qué está ocurriendo?
—Contraté a un colega del doctor Parkinson, pero no fue lo bastante discreto. Le habló al doctor Parkinson de su nuevo empleo privado, interesantísimo y bien pagado, y le dijo dónde podría encontrarle, si le necesitaba para algo. Eso fue un error, una desobediencia por parte de mi contratado. Pero ya ocurrió. El doctor Parkinson precisó algo de su colega, y vino aquí a verlo. No tuve más remedio que quedarme con él... Y ahora, con ustedes dos. Espero que ustedes no le hayan dicho a nadie que venían aquí.
—Se equivoca. Lo saben en Madame.
—¿En...? Ah, sí... Sí, ya sé. Bah, bah, bah. Bueno, realmente, no se puede decir que lamente su visita, doctora Marsh. La verdad es que estaba precisando más material... humano.
Eleanor parpadeó. Había conseguido serenarse completamente.
—¿El doctor amigo de Parkinson es el hombre que vi en el garaje, muerto de miedo? —preguntó.
—No, no. Caramba, doctora, debería usted haber comprendido que un colega amigo del doctor Parkinson padre tendría que ser mayor que el hombre que usted vio. No, aquél no era el doctor Newman. Aquel hombre era... uno de mis... pacientes.
—¿Es usted psiquiatra?
Un gesto que tenía que definirse como de asombro apareció en aquel horripilante rostro. Y, de pronto, el doctor Chapman se echó a reír, con unos sonidos crujientes, rechinantes, como si los dientes se restregasen unos contra otros.
—¡Psiquiatra! —exclamó entre crujidos y chirridos—, ¡Psiquiatra...! ¡Es usted verdaderamente graciosa, doctora! ¡O quizá no es usted graciosa, sino que es, simplemente, tonta!
Eleanor se quedó mirando fijamente el negro ojo del doctor Chapman, apretados los labios. El espanto ante aquel rostro había cedido, la primera impresión había sido dominada. Su mente volvía a funcionar con normalidad, con rapidez, con claridad. ¿Un loco? ¿Era el doctor Chapman un loco?
—¿Qué ha sido de Wendell..., de los dos Parkinson? —inquirió.
—No se preocupe por ellos —dejó de reír Chapman—. Preocúpese por usted.
—Está bien. ¿Qué piensa hacer conmigo?
—En primer lugar, violarla.
—Eso es decepcionante en un hombre como usted, que sin duda tiene un cerebro privilegiado, doctor Chapman. ¿Realmente interesan esas cosas?
Un destello reluciente pasó por el ojo de Chapman.
—No... No es usted tonta, no... —murmuró—. Pretende librarse de eso pulsando mi faceta científica, ¿no es así? Parece que un científico no debería pensar en esas cosas, y menos, por medio de la violación... Pero fíjese bien en mí, doctora Marsh: ¿cree que tengo alguna posibilidad de conseguir una mujer, si no es por este procedimiento? Y yo necesito una mujer... ¡La necesito, como los demás! Aún soy joven, aunque usted no haya pensado en ello.... ¡Aún soy joven, y necesitó una mujer... tan hermosa como usted!
—En verdad decepcionante —insistió Eleanor—, Pero, puesto que hay que admitir la existencia de deseos sexuales en usted, ¿no le parece que las cosas pueden hacerse mejor que recurriendo a la violación?
—¿Qué quiere decir?
—Pese al espanto que usted me inspira, yo preferiría... que nuestra relación se llevase a cabo de un modo más... amable. Quizá podríamos entendernos mejor si usted no recurriese a esta violencia.
Chapman se echó a reír con agudos chirridos.
—¡Pero, doctora, si precisamente lo que me encanta a mí es la violencia, el miedo, los gritos, la desesperación, la violación, en fin! ¡Lo que yo deseo no es sólo poseerla, sino VIOLARLA!
Mientras gritaba sus deseos, el doctor Chapman se había encaramado en la camilla, sobre el cuerpo inmovilizado de Eleanor Marsh, y, en un instante, rasgó las ropas de ella, dejando al descubierto su objetivo, sobre el que se abalanzó con terrible ímpetu masculino...
—¡No...! —gimió Eleanor—. ¡No, por favor, no!
—¡Sí! —rió Chapman—. ¡Sí! ¡Grite, grite, grite cuanto quiera! ¡Cuanto más grite, mejor...!
—¡No lo haga, no lo haga...!
El horrendo rostro cayó sobre el suyo, y los restos de aquellos labios se apoderaron de los de Eleanor. La boca horrenda ahogó el grito femenino en un beso satánico, mientras las manos se crispaban en las hermosas formas del cuerpo sometido.
Completamente sometido.
Eleanor Marsh se resistió ferozmente, intentó quitarse de encima a Chapman, apartar su boca de la de él, evitar el contacto humillante en su intimidad..., pero apenas podía mover la cabeza metida en aquella especie de cajón metálico, y el cuerpo, simplemente, se agitaba, pero permanecía sujeto a la camilla por las abrazaderas. Y con sus sacudidas, lo único que conseguía era satisfacer más los deseos de desesperación de Chapman, que seguía besándola y rugiendo...
De pronto, Eleanor Marsh quedó inmóvil, dejó de resistirse a todo. Quedó yerta, sin reaccionar en modo alguno. Sobre ella, Chapman proseguía su feroz agresión, besándola, arañándola y mordiendo a la vez...
Hasta que, de pronto, su cuerpo se tensó fuertemente, emitió un rugido, y acto seguido se desplomó sobre el cuerpo humillado de Eleanor. Esta cerró los ojos.
La voz de Chapman sonó de nuevo a su lado, sosegada, calmada:
—Ha sido muy satisfactorio... Seguiremos viéndonos, doctora Marsh.
Y luego, el silencio completo.
CAPÍTULO V
Simplemente, despertó.
Se quedó mirando el techo... Se había dormido, eso era todo, y ahora había despertado.
Volvió a notar lo que la había despertado: esto es, algo doloroso en una pierna. Miró hacia sus piernas, pero el abultamiento de los senos le impidió verlas... Lo que sí vio en seguida fue a «Minnie», de nuevo sobre su pecho, mirándola.
Allá estaba su amiga rata, mirándola de nuevo... Y de nuevo volvió a notar el dolor en una pierna. Y en la otra, y en la parte posterior de una cadera, y en un pie... Algo rebullía en la parte inferior de su cuerpo...
¡Hiiíiiccc, híccc, hiiíiiiicccc!, oyó, de pronto.
El contacto en una de sus piernas se concretó, fue identificado. Era piel. Era pelaje... Volvió a notar aquel dolorcillo... La comprensión de lo que estaba ocurriendo, estalló en su mente como una bomba: ¡estaba siendo mordida por ratas!
Un escalofrío intensísimo estremeció su cuerpo. Consiguió no gritar, pero no pudo evitar palidecer. Notaba ahora, con una sensación alucinante, los mordiscos. Sí, eran mordiscos... Eran mordiscos de ratas, que se movían entre sus piernas. Pasaban entre ellas, llegaban al vientre, mordían aquí y allá. El espanto fue subiendo en forma de grito helado, angustioso, hacia su garganta, pero consiguió controlarlo de nuevo.
Brincó al recibir un mordisco más fuerte que los otros, emitió un gemido.
Sobre sus pechos, «Minnie» la observaba atentamente, como fascinada por la mujer rubia de ojos azules. Un frío sudor comenzó a aparecer en el rostro de Eleanor Marsh. No quería gritar, ni suplicar, pero el miedo subía en oleadas desde su vientre, que parecía tan pronto agarrotarse como expanderse en un alarido de horror...
«Dios mío... —pensó la prisionera—. ¡Se me están comiendo las ratas!»
El pensamiento pareció hincharse, repetirse como un eco, rebotar en las paredes de su cráneo, multiplicarse. «Se la estaban comiendo las ratas, se la estaban comiendo las ratas, se la estaban comiendo las ratas, se la estaban comiendo las ratas, se la estaban...»
El sudor comenzó a brotar copiosamente en su frente. Era un sudor frío y denso. Lo notó también en el cuello, y alrededor de la boca.
«Se me están comiendo las ratas.»
Intentó apartar el pensamiento, pero volvía, una y otra vez, a cada mordisco en sus piernas, en sus caderas, en su bajo vientre, donde eran como pequeños pellizcos que estiraban el vello. Empapado ya el rostro en sudor, Eleanor miró a «Minnie», que continuaba en el mismo sitio, siempre mirándola. ¿Por qué ella no participaba en el festín? ¿Por qué «Minnie» no la mordía también? Sólo tenía que lanzar una dentellada, y se llevaría un buen bocado, un pedazo de uno de sus senos, o quizá de su cuello, o de sus mejillas, o sus hombros... ¿Por qué «Minnie» no comía su carne?
Sentía frío en la cabeza, y en todo el cuerpo; sabía que sus músculos estaban agarrotados. Debería gritar, debería gritar para ahuyentar el miedo y el asco y el terror de su cuerpo, de su vientre, de su pecho. Pero no quería gritar. A Chapman le gustaba que gritase. Así pues, no iba a gritar...
Chapman.
El doctor Chapman.
Recordó su rostro, y, de pronto, comprendió por qué lo tenía así: se lo habían comido parcialmente las ratas. Sí, el rostro del doctor Chapman evidenciaba que había sufrido el ataque de las ratas, que éstas le habían comido parte de su rostro, quizá el ojo... Seguramente, él se hallaba en aquellos momentos indefenso, como ella ahora, y las ratas le habían comido el rostro.
«Menos mal... A mí no me están estropeando el rostro..., por ahora. Por ahora.»
«Minnie» se movió un poco, pasando más peso al pecho derecho de la prisionera, que la miró con expresión desorbitada. ¡Ahora! ¡Ahora iba «Minnie» a comer! Le mordería el pecho derecho... Hundiría sus cortantes dientes en el seno, apretaría, daría un tirón, engulliría un trozo de carne...
Pero no. «Minnie» no hizo nada de eso. Sólo volvió la cabeza un instante, para mirar hacia la parte inferior del cuerpo de Eleanor, donde ésta continuaba sintiendo los mordiscos. Pero el dolor no era excesivo... Tampoco notaba el deslizarse de la sangre. No sentía mucho dolor, ésa era la verdad. Sólo los mordiscos, uno tras otro, en todas partes... Emitió un gemido ahogado, no pudo evitarlo, no pudo contenerse. «Minnie» se removió, volviendo a mirarla fijamente.
La doctora notaba cómo su resistencia se iba debilitando. De un momento a otro no podría contenerse y comenzaría a gritar. Era inevitable. Toda ella estaba ya empapada en aquel sudor frío. Estaba realizando un esfuerzo excesivo, mentalmente; aquel control mental no podía tener buenas consecuencias. Quizá sería mejor comenzar a gritar, dar rienda suelta a sus impulsos. ¿Por qué controlarse, por qué reprimirse? Esto era muy perjudicial para el equilibro nervioso, era mejor gritar...
De pronto, dejó de notar los mordiscos de las ratas.
«Minnie» volvió a mirar hacia los pies de Eleanor. Estuvo así unos segundos. Luego, volvió a mirar a la prisionera, sobre cuyo cuerpo comenzó a helarse aún más el frío sudor. Sí, ahora sentía frío, un frío terrible.
De pronto, se apagó la luz. Hasta entonces no sabía de dónde llegaba la luz, pero sí que había luz. Pero se apagó. El respingo de Eleanor Marsh fue fortísimo, todo su cuerpo se estremeció violentamente. Sobre su seno derecho notó la presión de las uñas de la rata, moviéndose...
Y más uñas.
Sí, más uñas sobre sus pechos, sobre su vientre, sobre sus hombros...
¡Hiiíiiccc, hiiíiiiiiiccc, híiccc...!, sonaron los chillidos de las ratas muy cerca de su rostro, mientras notaba los pequeños pinchazos de las uñas sobre sus pechos, vientre y hombros. Notó sobre su boca un aliento. Algo agudo rozó una de sus mejillas, notó perfectamente el contacto, como estaba notando los mordiscos en el cuello, en los pechos y en los hombros... Eleanor Marsh se desmayó.
Simplemente, despertó.
Sus párpados se agitaron en veloces aleteos. Las pupilas quedaron fijas en el techo. Luego, parecieron saltar hacia su pecho. No, «Minnie» ya no estaba allí: Tampoco sentía mordiscos en parte alguna del cuerpo. Las ratas se habían ido.
Se habían ido.
Se habían ido.
Se habían ido.
Pero... ¿qué habían dejado de ella?
Parpadeó de nuevo. Bien, al menos tenía párpados. Cerró los de un ojo, y vio el techo con el otro; cerró los de éste, y continuó viendo el techo. Así pues, al menos, continuaba teniendo los dos ojos, no había quedado como Chapman. Pero... ¿qué quedaba de su cuerpo? No le dolía nada, pero si había habido ratas comiendo allí, era lógico que le faltase carne. ¿De dónde? ¿De las piernas, de los pies, del vientre, de los pechos, de las caderas...? ¿Qué le quedaba?
Ah, ya había vuelto la luz. Sí, seguramente había sido la luz la que contribuyó a despertarla. Allá estaba de nuevo la luz, ya no había ratas... ¿Continuaba teniendo los labios? Los, movió. Sí, parecía que sí, que los tenía. No debían haber mordido allí, porque no notaba sangre. En realidad, no notaba sangre en parte alguna de su cuerpo. ¡Qué extraño!
Un rostro apareció en su campo visual, y Eleanor respingó. Pero en seguida, pese a todo, aquel rostro le pareció sencillamente angelical, maravilloso: era el muchacho que les había abierto las verjas cuando ella y Wendell llegaron al caserón. ¡Qué muchacho tan hermoso!
—Hola... —sonrió él—. ¿Qué tal se encuentra?
Eleanor quiso hablar, pero de su garganta brotó apenas un gruñido extraño. Se aclaró la garganta, y pudo susurrar:
—No lo sé...
—La comprendo. Ha pasado un mal rato con las ratas, ¿verdad? Bueno, ahora podrá descansar un poco. ¿Tiene apetito?
Eleanor le miró con expresión incrédula. ¿Apetito? ¡Había olvidado completamente ese aspecto de la existencia! ¡Apetito! ¡Las ratas sí que tenían apetito!
—Se lo digo —rió el muchacho—, porque ya es otro día, y me ha parecido que podía tenerlo. De todos modos, si no lo desea, no tiene por qué desayunar. ¿Le apetece algo, de modo especial?
Eleanor movió la cabeza negativamente. El muchacho estaba mirando su pecho, casi totalmente descubierto. Toda la ropa de Eleanor había quedado convertida en jirones, estaba prácticamente desnuda. El bello joven deslizó sus manos por los pechos de Eleanor.
—Qué cuerpo tan hermoso tiene usted —murmuró—. Nadie diría que es doctora; parece... una de esas chicas que salen desnudas en las revistas. Bueno, es mucho más hermosa que todas ellas...
Se inclinó, y comenzó a besar a Eleanor, que cerró los ojos. La imagen de Chapman destelló, como un relámpago, en su memoria. Por fortuna, el muchacho era bien diferente a Chapman. Notaba sus besos y sus caricias en todo el cuerpo.
Él alzó la cabeza, y la miró, sonriente.
—Me llamo Benny. ¿La estoy molestando?
La doctora Marsh no contestó. Se quedó mirando los hermosos ojos del muchacho llamado Benny. ¿Qué pretendía exactamente? ¿Qué estaba tramando ahora Chapman, por medio del muchacho? Este volvió a las caricias y los besos.
—¿Qué pretende? —susurró Eleanor.
Benny volvió a mirarla, sonriente, amable.
—Solamente hacerle olvidar un poco el miedo que ha pasado. Pero si no le gusta lo que le estoy haciendo, dígalo.
—No me gusta.
—¿De veras?
—¡Sí. No estoy en condiciones de... apreciar está clase de cosas, Benny.
El muchacho frunció él ceño y, por fin, asintió:
—Quizá tenga razón —admitió—. Será mejor esperar otro momento más oportuno, ¿verdad?
—Sí... Sí.
—Bueno, la voy a llevar ahora a un sitio más confortable. Tengo entendido que es usted una mujer... peligrosa. Lo digo por lo que pasó en el garaje. Jones y Hagerty están molestos con usted. Sobre todo, Jones. ¿Sabe que tiene dos costillas rotas? ¿Con qué le golpeó, realmente, usted?
—Con el puño... Hace años que practico karate para... para mantenerme en forma.
—¿De veras? —exclamó Benny—. ¡Es usted una doctora muy peculiar, sin duda! Bueno, le digo todo eso de Jones y Hagerty para que no intente usted escapar, o cualquier clase de tontería. Ellos dos, y otros compañeros, están siempre vigilando la casa, de modo que aunque usted me... lastimase a mí, no podría escapar. Yo creo que será mejor para todos que usted... siga la corriente". ¿Me he explicado?
—Sí.
Benny asintió, la volvió a besar y luego abrió las abrazaderas metálicas. Ayudó a Eleanor a bajar de la camilla.
—¿Puede caminar?
—Claro. Bueno, supongo que sí...
Probó. Podía caminar perfectamente, lo que no le sorprendió, ya que no había estado atada con cuerdas que dificultasen la circulación sanguínea, sino con abrazaderas holgadas. Todo estaba bien... Tan bien que, asombrada, no encontró en su cuerpo ni una sola señal de mordisco de ratas. Ni una sola señal. Nada.
Miró, desconcertada, a Benny, que sonrió.
—¿Qué busca?
—¿No me han mordido las ratas? ¿Lo he soñado?
Él se echó a reír, la tomó de un brazo, y señaló con la otra mano hacia la puerta del cuarto: Un simple cuarto, sin ventanas y con una puerta. La luz provenía de una lámpara de pared, de grandes brazos de latón. No había muebles, ni cuadros, ni alfombras... Nada, salvo la camilla con abrazaderas.
Salieron a un pasillo muy amplio. El piso era de madera. Había puertas a ambos lados. Dos apliques, también de latón, sostenían simples bombillas, que daban una iluminación... siniestra, sí, siniestra.
—¿Dónde están los Parkinson? —murmuró Eleanor—. ¿Qué ha sido de ellos?
—Los Parkinson y el doc...
Las luces se apagaron.
Eleanor y Benny quedaron clavados, de pronto, al suelo. En alguna parte se oyó chirriar una puerta, pero no apareció luz alguna. Se oyó un extraño sonido, y Eleanor notó el estremecimiento en la mano de Benny, que la sujetaba todavía por un brazo. Iba a preguntar qué ocurría cuando se oyó otro sonido, parecido al anterior, pero más... expresivo, más fácil de identificar.
Un rugido. Sí, era un rugido...
—¡Los tigres... —oyó la voz tensa de Benny—. ¡Ha soltado los tigres!
Eleanor dejó de sentir la mano del muchacho en su brazo, y oyó sus velocísimas pisadas, alejándose... Un rugido espantoso lo estremeció todo, todo vibró, se oyó, en alguna parte, vibración de cristales. El rugido lo llenó todo, de un modo pavoroso..., y todavía se estaba oyendo en su último eco cuando, más cerca de Eleanor, sonó otro, y un poco más allá otro, y otro a su espalda...
Era como si sus pies, realmente, estuviesen clavados al piso de madera. Se encontró envuelta en feroces rugidos poderosísimos. Oyó un bufido, otro rugido... A cada rugido era como si algo chocase contra sus carnes. En la oscuridad, Eleanor se imaginó cuatro o cinco tigres a pocos pasos de ella, rugiendo, abriendo sus fauces... Quizá la estaban viendo. Los felinos ven en la oscuridad. Claro que no era la oscuridad total, pero...
Un rugido a su lado, junto a sus piernas, la hizo reaccionar por fin, dando un salto en dirección opuesta. Chocó contra la pared, rebotó, y cayó sentada..., de modo que otro rugido llegó a la altura de sus oídos, formidable, alucinante. Se puso en pie de un salto, y echó a correr, con una mano deslizándose por la pared. No importaba adonde fuese, sólo alejarse de los tigres... Su mano se hundió, dejó de tocar pared, y comprendió en el acto que acababa de encontrar el hueco de una puerta.
Entró, tanteó hasta encontrar la puerta, y la cerró rápidamente. Afuera, en el pasillo, seguían rugiendo los tigres terriblemente, furiosos, enloquecidos. Unos golpes sonaron en la puerta, y Eleanor se apartó vivamente de ella. Quedó inmóvil, oyendo los golpes contra la puerta. ¡Una simple puerta de madera! Un tigre podía hacerla pedazos con un par de zarpazos.
Pero en el pasillo comenzó a oír voces, voces humanas, y los rugidos cesaron. La voz humana daba órdenes... Era la voz del doctor Chapman, enérgica, autoritaria. Todavía se oyeron algunos rugidos, más espaciados, alejándose. Luego, el silencio, hasta que oyó la voz de Chapman, nítida:
—¿Doctora Marsh? ¿Dónde está?
Eleanor se pasó las manos por la cara, que encontró como congelada, rígida. Y al moverse, todo volvió a funcionar en ella.
«Estoy en una habitación, así que debe haber una ventana.»
Giró en redondo, pero no vio claridad en parte alguna. No tenía por qué sorprenderse: como en la otra habitación, en ésta tampoco había ventana. Extendió los brazos, y caminó hacia donde sabía que estaba la puerta. Y estaba. Tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz, y lo accionó.
Se volvió rápidamente, todavía con la esperanza de que hubiese allí alguna salida que no fuese la puerta...
Se quedó mirando, con gesto de estupefacción, al hombre.
Sí, era un hombre.
Un hombre desnudo, colgando del techo cabeza abajo. Tenía las manos atadas a la espalda, y sus pies, sujetos con alambre, casi tocaban el techo, del cual pendía por medio de los alambres que habían sido pasados por un gancho. Todo el cuerpo del hombre estaba cubierto de manchurrones de sangre, y debajo de su cabeza, en el piso de madera, se veía una mancha oscura, ya seca.
Tan seca como los cabellos del hombre, apelmazados por la sangre, formando una extraña, insólita cresta. El hombre pendía de frente a la puerta, así que Eleanor pudo ver sus ojos abiertos, desorbitados...
—¡Doctora Marsh, no haga tonterías! ¡Salga de donde esté!
Eleanor se acercó al hombre. Sin ninguna esperanza, es cierto, pero se acercó, se acuclilló frente al rostro desencajado por el dolor y el miedo, y puso dos dedos en un lado del cuello. Tan sólo por el frío que sintió, supo que estaba muerto. Hacía ya horas que la vida había terminado en aquel cuerpo humano.
—¡Tiene que estar en una de las habitaciones! —oyó de nuevo a Chapman—. ¡Buscadla, vamos!
Se puso lentamente en pie, fue hacia la puerta, y la abrió. Salió al pasillo..., y se quedó mirando a Chapman que, unos pasos más allá, se había vuelto, y la miraba ahora con su negrísimo ojo siniestro.
—Ah, está ahí —pareció que sonreía Chapman—. Y ha visto cosas que no tendría que haber visto, doctora.
Jones y Hagerty aparecieron rápidamente, saliendo de sendas habitaciones. Ambos empuñaban una pistola, que guardaron al ver a la rubia prisionera. Chapman se acercaba a ella, caminando vivamente, como un bailarín. Era de baja estatura, delgado, y vestía ropas de calidad, muy elegantes. Pero su rostro seguía siendo horrendo.
—Venga, venga, doctora —tendió una mano—. Espero que no irá usted a negarme su colaboración. ¿Se ha quedado muda de miedo? ¿Es eso lo que siente? ¿Un miedo total?
Eleanor Marsh se pasó la lengua por los labios, y acto seguido, dijo:
—No. No tengo miedo.
Los tres hombres se quedaron mirándola, verdaderamente pasmados, en especial el doctor Chapman, cuyo gesto se tornó, de pronto, incrédulo.
—Ah, ah, ah... —rió— ¡Es usted una mujer muy orgullosa, doctora Marsh! Estoy seguro de que siente un miedo espantoso, si me permite el juego de palabras; pero su orgullo le impide manifestarlo. Y por el simple hecho de conseguir ese control, ya me parece usted admirable... ¡Admirable!
—No tengo miedo —negó, con firme voz, la doctora,
—Vamos, vamos... ¡Déjese de tonterías! Y venga conmigo, por favor. Realmente, su colaboración en mis estudios va a ser inapreciable. No tema, los tigres ya no volverán a aparecer.
Eleanor Marsh apretó los labios y entornó los ojos. Pareció a punto de decir algo, pero su boca permaneció apretada. Luego, bajó los párpados, ocultando sus pupilas a las miradas de los tres hombres: no quería que ellos se diesen cuenta de que ella estaba descubriendo lo que ocurría allí. O, a menos, parte de ello. Aunque no comprendía el porqué de todo aquello...
—¿Por favor? —insistió Chapman t
Eleanor le miró. Chapman caminaba hacia el extremo del pasillo hacia el cual habíanse dirigido ella y Benny, cuándo se apagó la luz. Todavía prietos los labios, la doctora Marsh caminó hasta emparejarse con Chapman. ¿Y si se estaba equivocando? Tenía que asegurarse bien, desde luego...
Llegaron al extremo del pasillo donde arrancaban las escaleras. Un amplio tramo, descendente. Abajo, se veía un gran vestíbulo. Y lógicamente, la puerta. La puerta del caserón. Y un par de ventanas, ocultas por oscuros y densos cortinajes. Pero, por debajo de la puerta se veía el leve resplandor del sol... El sol.
—Voy a rogarle a usted que no intente escapar —dijo el doctor Chapman—. Eso sería una tontería, doctora, Tengo no sólo hombres armados, sino algunos perros. Se lo ruego, sea sensata.
—Eso es lo que más deseo —murmuró Eleanor.
—Estupendo... Venga, venga,
Cruzaron el vestíbulo, directos desde el pie de la escalera hacia una de las puertas. Chapman la empujó, entró, y se volvió hacia Eleanor, haciéndole señas para que entrase. Tras ella lo hicieron Hagerty y Jones, y este último cerró la puerta.
Eleanor miraba con aparente indiferencia a su alrededor. Aquello parecía a la vez un salón y un laboratorio, o cuando menos una sala de consultas médicas. Habían pantallas que parecían de televisión, paneles con mandos, unas instalaciones de cables con electrodos en los extremos, dos camillas...
Precisamente hacia éstas estaba señalando el doctor, Chapman, al tiempo que decía:
—Lo siento, doctora, pero nuevamente tendrá que ocupar una camilla. Aunque no tema, esta vez no le morderán las ratas.
—¿Qué me ocurrirá esta vez? —preguntó serenamente Eleanor.
—¡Ya lo verá! —rió Chapman—. ¡Ya lo verá...!
CAPÍTULO VI
Eleanor Marsh miró una de las camillas, y luego otra vez a Chapman.
—Quiero saber qué quiere hacer conmigo —dijo fríamente.
—Vamos, no sea absurda. Jones y Hagerty pueden obligarla a colocarse en la camilla. Claro, que si usted piensa insistir en utilizar sus conocimientos de karate, quizá uno de ellos se ponga nervioso o se enfade tanto, que opte por dispararle una bala. ¿Por qué ha de complicar las cosas, doctora?
Jones y Hagerty, al oír a Chapman, habían sacado de nuevo sus armas, y apuntaban a Eleanor. La alternativa estaba clara, y, por otra parte, Eleanor pensó que no iba a perder nada por someterse a otro de los «experimentos» de Chapman. Porque ella sabía ya que lo que estaba sucediendo eran experimentos.
—Está bien —murmuró.
Se colocó en la camilla, y permaneció inmóvil mientras Chapman la sujetaba a ésta, también por medio de abrazaderas. Luego, comenzó a conectarle electrodos en la cabeza, y, finalmente, en el pecho, justo sobre la zona del corazón. El silencio era total.
Chapman acercó una silla, y se sentó junto a la camilla, Hizo una seña a Hagerty, y éste se acercó a un panel de mandos, una de cuyas pequeñas palancas bajó. Inmediatamente, se encendieron las pantallas de televisión, mostrando unas rayas horizontales, rectas y continuas, que iban de izquierda a derecha. También comenzaron a funcionar otros aparatos, de los que salía una tira de papel, en la que unas finas agujas iban marcando asimismo rayas rectas, unas, de color rojo, otras de color negro.
—Bien... —susurró Chapman—. ¿Qué es exactamente y concretamente lo que más la asusta a usted, doctora?
—No me asusta nada.
Chapman dirigió una mirada a los aparatos. Las agujas se habían movido, y también las rayas horizontales de los otros aparatos habían perdido la horizontalidad, formando rayas quebradas.
—Mis aparatos me dicen que miente usted —deslizó Chapman—. ¿Qué teme más? ¿Las ratas, los tigres, la oscuridad, la tortura física como a la que fue sometido el hombre que vio colgando, la violación.,.? ¿Qué es lo que más teme?
—No temo nada.
El ceño de Chapman se frunció. Alzó un poco la camilla y la orientó para que Eleanor pudiese ver cómodamente todas las pantallas. Luego, se acercó a la única que permanecía apagada, manipuló en el aparato, y, casi en seguida, Eleanor Marsh se vio a sí misma en la camilla que había estado ocupando en la otra habitación, vacía y sin ventanas... Se vio en el momento en que había despertado, en el momento en que vio a «Minnie» sobre su pecho. Y pudo ver perfectamente su gesto de sobresalto, de espanto.
—Si va a preguntarme cómo hemos obtenido esa película, no se moleste —dijo Chapman—. Se lo explicaré: es un videocassette, y fue obtenido por medio de una cámara que hay oculta en el techo, justo sobre la camilla donde estaba usted.
—No vi ninguna cámara, ni nada que se pareciese...
—Ya le digo que está muy bien oculta. Bueno, supongo que se reconoce usted, doctora, y que ha visto su gesto de sobresalto. Luego, es cierto, se controla usted muy bien, y habla con «Minnie».., Pero el miedo no la abandona nunca definitivamente. Observe la expresión de su rostro, cuando yo aparezco en su campo visual.
En la pantalla apareció Chapman, visto desde arriba. No se podía, por tanto, ver su rostro, pero sí se vio perfectamente el de la prisionera, y su gesto aterrorizado. La película televisiva continuó, y fueron apareciendo todas las escenas, incluida, por supuesto, aquella en la que Chapman saltaba sobre ella y...
Luego, se veía a Chapman saliendo del cuarto. La cámara permanecía fija en Eleanor, hasta que ésta se quedaba dormida. Hubo un fundido en la pantalla, pero en seguida reaparecieron las imágenes. Ahora, de nuevo aparecía «Minnie» sobre el pecho de Eleanor, en cuyo rostro muy pronto comenzaron a aparecer expresiones que implicaban diversos matices de temor..., mientras Chapman, acuclillado junto a la camilla, fuera de su alcance visual, iba pellizcando la parte inferior de su cuerpo, con un pequeño aparato metálico que parecía unas mandíbulas.
Eleanor miró a Chapman.
—De modo que no habían allí más ratas que «Minnie»...
—En efecto. Era yo quien la «mordía» con unas pequeñas mandíbulas construidas expresamente para el caso, y quien imitaba los chillidos de las ratas. Las conozco bien, muy bien —su voz bajó de tono, se hizo más densa, espesa, ahogada—. Las conozco bien porque fueron ellas las que, hace tiempo, hicieron esto conmigo. Pero volvamos a la pantalla, doctora. Obsérvese a sí misma, mire bien sus expresiones, mientras usted CREE que la están mordiendo auténticas ratas... ¿No es miedo lo que hay en su expresión, doctora?
—No.
—Es usted absurdamente terca. ¿Cómo no había de sentir temor, pensando que se la estaban comiendo viva unas cuantas ratas? Es una tontería que niegue lo que es evidente —señaló Chapman la pantalla—. Y es una tontería que niegue que tuvo miedo, cuando la luz se apagó y oyó los rugidos de los tigres que...
—...Que debían ser grabaciones, y que usted reproducía en un aparato adecuado, acercándose a mí.
—¡Cierto! —rió Chapman—. Pero el hombre muerto colgado del techo era auténtico. ¿Qué sintió al verlo? ¿Qué le produjo más miedo, de todas las cosas que le han estado ocurriendo?
—Ninguna de esas cosas me ha producido miedo.
—¡Va a conseguir que pierda la paciencia! —gritó Chapman—. ¡Yo estoy realizando unos estudios sobre el miedo, y usted, y todas las personas a las que someto a esos estudios, tienen que colaborar!
—¿Estudios sobre el miedo? ¿Para qué?
—¡Es usted quien tiene que colaborar conmigo, no yo con usted! ¡Mire los aparatos, cuando usted cree que la están mordiendo las ratas...! No sólo la pantalla en la que vemos su rostro, sino los demás aparatos: ¡Todas las líneas de comportamiento varían, en cuanto usted ve o habla de las ratas! Su corazón acelera el ritmo, en su cerebro se producen cambios de ondas... ¡Y eso significa que usted tiene miedo!
—¡No tengo miedo.
—¡Doctora Marsh, he estado experimentando hasta ahora con toda clase de sujetos, que me han ido confirmando en mis teorías, pero quiero que las confirme usted!
—¿Por qué yo?
—Porque es una científica, es una psicóloga, y sé que puede estudiar mejor que nadie sus propias reacciones, y explicármelas luego perfectamente. ¡Quiero que me explique perfectamente lo que pasa en su cabeza y en su cuerpo, cuando usted tiene miedo!
—¿Usted cree que las ratas dan miedo, doctor Chapman?
—¡Naturalmente! ¡Lo sé muy bien, por propia experiencia!
—En ese caso..., ¿para qué quiere mi testimonio, o el de otras personas?
—Porque yo ya he olvidado lo que sentí EXACTAMENTE, cuando las ratas me mordieron. Sólo sé que me inspiraron el mayor miedo de mi vida. Pero ahora ya no me dan miedo, así que quiero que usted me explique, científicamente, con todos los detalles, qué es lo que sintió usted al ver a «Minnie» sobre su pecho, y cuando creyó que la estaban devorando en vida.
—¿Cómo es posible qué usted no tenga miedo a las ratas?
—Ya no... He dedicado años de mi vida al estudio de las ratas, doctora. Usted sabe, sin duda, que hay en el mundo más ratas que seres humanos... ¡Y yo las odiaba! ¡Las odiaba tanto que sólo vivía para estudiar, en busca de algo que pudiese exterminarlas A TODAS!
—¿Pero ya no las odia?
—No, ya no... Ahora he decidido convertirlas en mis aliadas.
—¿Aliadas? ¿Con qué fin?
—Doctora Marsh: tengo en un lugar de esta casa más de mil ratas AUTENTICAS... —susurró Chapman—. Ratas hermanas de la fiel y dócil «Minnie», ratas VERDADERAS. ¿Quiere usted que la encierre con esas mil ratas en su cubil?
Los aparatos conectados a los electrodos que recogían las reacciones de Eleanor Marsh parecieron enloquecer; todas las líneas se quebraron, subieron y bajaron, los trazos fueron más gruesos. Y como consecuencia de ello, y viendo la expresión del rostro de Eleanor en directo. Chapman se echó a reír.
—¡Ya veo que no quiere eso! Muy bien: sólo lo evitará colaborando conmigo. ¿Sintió más miedo con las ratas que con cualquier otra de mis ideas para asustarla?
—Sí —murmuró Eleanor.
—En eso, sigue usted la línea de todos mis sujetos sometidos a experimentos. Ahora, explíqueme exactamente lo que sintió.
—Sentí... terror y frío. Se me heló la carne, y me pareció que incluso la sangre. Se me puso de punta el vello. Hubiese querido gritar, pero no podía... Sentí tal terror que me dije que, si no me sobreponía a él, iba a morir a causa de ese terror, así que... hice todo lo que pude para sobreponerme, para controlarme.
—Esa no es una explicación muy científica, doctora.
—Lo siento. Esa clase de sensaciones sólo puedo explicárselas como mujer, como ser humano. Todos mis conocimientos no sirven de nada, no aportarían nada sustancialmente diferente a lo que le he dicho con términos vulgares.
—Entiendo... Bien, adivine usted a quién tenemos muy cerca de nosotros, doctora.
Eleanor miró a Hagerty y Jones, que la contemplaban en silencio, muy interesados. Luego, con gesto interrogante, miró a Chapman. Este se inclinó hacia sus pies, se irguió, llevando en sus manos a «Minnie», y la colocó sobre el pecho de Eleanor... Los aparatos volvieron a enloquecer..., y Chapman volvió a reír.
—¡Es perfecto! —exclamó jubilosamente—. ¡Es perfecto! Pero no tema nada de «Minnie», doctora. En primer lugar, está conviviendo conmigo desde que era tan pequeña cómo mi dedo, y sabe comportarse... socialmente. Y, en segundo lugar, yo diría que usted le gusta a «Minnie»; al menos, es seguro que le gusta su voz, porque ha acudido al oírla, y estaba escuchando como embelesada. Mírela... Observe cómo la mira, con qué inteligente interés, con qué curiosidad y simpatía, ¿No le parece que las ratas son inteligentes?
—No lo sé.
—Vamos, vamos, no sea descortés con «Minnie»... ¡Dígale algo, ella está esperando oír su voz!
Eleanor Marsh se pasó la lengua por los labios, y miró a la rata. En los aparatos, las cosas se iban calmando rápidamente.
—¿Qué tal, «Minnie»? Hacía rato que no te veía, querida amiga... ¿Te trata bien el doctor? ¿Estás bien alimentada? Espero que tu vida sea amable y confortable...
Se calló. Chapman reía, y «Minnie» la contemplaba con sorprendente atención. Pero Eleanor sentía que la voz se le iba apagando, que las cuerdas vocales se le paralizaban... En la sala sólo se oía la risa de Chapman, jubilosa, alegre en verdad.
Por fin, dejó de reír, y pasó una mano por el lomo de «Minnie», que le miró.
—Pronto serás la reina del mundo, «Minnie» —dijo Chapman—. ¡La auténtica reina del mundo! Y no temas: nos quedaremos con la doctora Marsh, para que te deleite con su voz, y a mí me... satisfaga en otros aspectos. ¿Querrás compartir conmigo a la doctora, pequeña mía? Cuando yo no la necesite para mis desahogos, la pondré siempre a tu disposición. La obligaremos a hablar, hablar, hablar... Es cierto, tiene una voz preciosa, ¿verdad? Le daré libros para que te lea cosas interesantes... ¡Estaremos muy bien, cuando tú seas la reina del mundo, querida mía! Y cuando seamos...
Eleanor desvió la sorprendida, casi aterrada mirada, del doctor Chapman, para dirigirla hacia Jones y Hagerty, a fin de estudiar su reacción, su actitud ante los disparates de su jefe. Les vio un poco tensos, pero eso fue todo. Sus rostros permanecían inalterables. El doctor Chapman seguía hablando con «Minnie», pero Eleanor no le escuchaba. Estaba sumida en un torbellino de pensamientos, entre los cuales destacaba el que definía a Chapman como a un auténtico chiflado. ¿De qué hablaba? ¿Cómo iba a ser una rata la reina del mundo?
—¿Cómo? —preguntó en voz alta, sin darse cuenta.
Chapman se interrumpió, y la miró vivamente.
—¿Qué dice?
—Me estaba preguntando cómo podría ser «Minnie» la reina del mundo. Supongo que... que quiere usted decir, quizá, la reina de las ratas del mundo...
—¡Eso también! —exclamó Chapman, riendo de nuevo—. ¡Por supuesto que será la reina de todas las ratas, pero, además, será la reina ABSOLUTA del mundo entero!
—En ese caso, tendrá que encargarle usted una bonita corona, a un joyero importante, ¿no?
Las carcajadas de Chapman fueron estruendosas. Eleanor miró de nuevo a Hagerty y Jones, y los vio un poco más inquietos, más tensos que antes. Sus facciones no expresaban nada, pero ella sabía que no estaban del todo tranquilos...
—¡Me alegra mucho todo este asunto de la indiscreción de Newman! —exclamó Chapman—. ¡De este modo, las cosas han sucedido para mi beneficio, a fin de cuentas! Si Newman no hubiese sido indiscreto con el doctor Parkinson, y éste no le hubiera dicho, a su vez, a su hijo que venía en busca de un tal doctor Chapman, usted no estaría aquí, doctora Marsh... ¡Y yo no tendría la satisfacción de haberla conocido, y de saber que podré disponer de usted para siempre! Es más: ya no necesito al doctor Newman como ayudante para resolver mis dudas sobre la psicología de las masas, porque la tengo a usted. ¡Usted será la lectora de «Minnie», mi proveedora de placer, y mi ayudante! ¿Qué le parece?
—Maravilloso.
—Sí... ¡Sí, eso es! Así pues, desde este mismo instante deja de ser mi prisionera para convertirse en todo lo que he dicho. ¿Está de acuerdo?
—Por supuesto.
—¡Bien! La soltaré en seguida, en ese caso...
—Doctor Chapman —murmuró Hagerty—, quizá no es conveniente dejar que la doctora quede en libertad...
—¿Libertad?—alzó las cejas Chapman—. Bueno, será una libertad muy relativa hasta que nos instalemos definitivamente en nuestro palacio de gobierno. Mientras tanto, ella permanecerá aquí, quiero decir, dentro de la casa. La acompañaréis siempre, por si necesita algo. Y por favor, querida —Chapman pareció clavar su único ojo en Eleanor—, no intentes salir de la casa: los perros te harían pedazos.
—No saldré —aceptó Eleanor.
—Bien... ¡Bien!
Chapman liberó a la doctora de las abrazaderas, retiró la rata de sobre su pecho, y se dispuso a retirar los electrodos de su cabeza y su cuerpo. Hecho esto, se quedó mirándola, muy satisfecho.
—Empezaremos la trabajar mañana, querida —dijo—. Sé que has hecho un viaje largo, desde Nueva York, y luego, ¡todas estas emociones seguidas! Descansaremos el día de hoy. Aunque, en realidad, todo está ya terminado, poco trabajo queda por hacer: ¡ya lo he conseguido todo!
—¿Qué es lo que has conseguido? —murmuró ella,
—El «Ratox»... ¡El increíble «Ratox»!
—¿Qué es eso?
—Ya te lo diré... —rió, una vez más, Chapman—. ¡Mañana te pondré al corriente de todo, y nos ocuparemos de los últimos detalles! Si mientras tanto necesitas algo, sólo tienes que pedirlo.
—Me gustaría ver a los doctores Parkinson... ¿Puedo?
—¡Claro que sí! Bueno, si no te importa, yo voy a quedarme aquí, tengo algunas pequeñas cosas que dejar ordenadas para mañana. Jones y Hagerty te acompañarán... Por supuesto, almorzaremos juntos.
—Por supuesto —consiguió sonreír Eleanor Marsh; miró a Jones y Hagerty—. Sean tan amables de acompañarme a ver a mis colegas, por favor.
CAPÍTULO VII
Salieron al amplio vestíbulo, y, apenas Jones hubo cerrado la puerta del laboratorio, Eleanor se dirigió a Hagerty, sonriendo.
—Me imagino —dijo festivamente— que si «Minnie» va a ser la reina del mundo, ustedes serán no menos que príncipes.
Hagerty abrió la boca, pero la cerró de pronto, y frunció el ceño. Jones, reuniéndose con ellos, farfulló:
—¿Nos está usted llamando hijos de ratas?
—No, no —se sorprendió Eleanor—. ¡Claro que no! Lo que quiero decir es que si «Minnie», y, como consecuencia, el doctor Chapman, van a tener tanto poder en el mundo, es de esperar que ustedes reciban una buena parte de ese poder, o determinados beneficios importantes.
—Me parece que no tendremos motivos de queja —sonrió, todavía un tanto ceñudo, Hagerty.
—Me alegro por ustedes. ¿Qué me dicen de Benny?
—¿Qué pasa con él?
—Pregunto si el muchacho tendrá también su parte.
—Todos los que hayamos servido fielmente al doctor Chapman tendremos una buena parte de lo que consiga, esto es, una buena parte de todo lo que a usted se le ocurra imaginar que puede conseguirse en el mundo.
—Pues no se me ocurre imaginar nada, en este momento... ¿Qué es lo que puede conseguirse en el mundo que merezca la pena relacionarse con ratas?
—El poder total —aseguró Jones.
—Ah. ¿Quiere decir... el poder total del mundo?
—Naturalmente.
—Vaya, esto es magnífico, ¿no les parece?
—Escuche, usted quizá haya conseguido engañar al doctor Chapman con su sonrisa y su cuerpo, pero no a nosotros. Queda advertida de que pensamos vigilarla en todo momento, y que sí consideramos que está poniendo en peligro los planes del doctor Chapman, la mataremos.
—Eso quizá le disgustaría a él.
—Podemos simular un accidente, doctora.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, usted podría ser devorada por las mil ratas, debido a... a cualquier fallo, o a su imprudencia. O podríamos echarla fuera de la casa, para que los perros la destrozasen, y diríamos que había intentado huir. Y si usted dice algo de esto al doctor Chapman, lo negaremos, y luego la echaremos a las ratas. De modo que tenga mucho cuidado con lo que hace, y mantenga la boca cerrada.
—Entendidas sus amables sugerencias —murmuró Eleanor—. ¿Sólo ustedes y Benny trabajan para Chapman en esta casa tan enorme?
—Nosotros, los perros y las ratas, somos suficientes. Y ahora, usted, en sustitución del doctor Newman. Usted hará lo que el doctor Chapman le diga, Benny seguirá cuidándose de la comida de todos, y nosotros vigilaremos que nadie venga por aquí a meter sus narices en lo que no le importa. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Dónde está Benny ahora?
—En la cocina.
—¿Realmente hay perros afuera? Anoche, cuando, llegamos, no oímos ni siquiera un ladrido.
—Esos perros no ladran, doctora: muerden. Además, están muy bien adiestrados para obedecer. No tenían por qué aparecer, si estaban precisamente escondidos por orden de Benny, que fue quien salió a recibirles.
—Claro. ¿Saben?; es que estaba pensando que me engañaban, y que no existían tales perros.
—Si quiere comprobarlo, sólo tiene que salir de la casa.
—No, gracias. Bien, vamos a... Oh, una última cosa, que no he pensado en preguntársela al propio Chapman: ¿cuál es el nombre de él?
—Horace Archibald Chapman. ¿Por qué lo pregunta?
—Caramba... —se sorprendió graciosamente Eleanor—. ¡No voy a dedicarle toda mi intimidad a un hombre del que ni siquiera sabría su nombre, digo yo! Bien, vamos a ver a los prisioneros.
—¿A cuáles de ellos?
—¿Cuántos hay? —susurró Eleanor.
—Unos cuantos —sonrió Jones—. Aunque, claro, supongo que se refiere usted a los tres médicos.
—Sí... Sí, empezaremos por ellos. ¿Eso quiere decir que los demás prisioneros no son médicos?
—No. Son sólo sujetos seleccionados para los experimentos de temor, para los estudios sobre el miedo.
—¿Y qué clase de hombres son?
—Bueno, hay de todo, pero, en líneas generales, fueron seleccionados entre gente a las que se le suponía un valor considerable, ya que, como comprenderá, al doctor Chapman no le interesaban las personas histéricas o propensas al histerismo. De modo que seleccionamos sujetos a los que, como le digo, se les suponía un considerable valor personal: militares, policías, espías, mercenarios... ¿Por qué me mira así?
Eleanor Marsh miraba fijamente a Jones, pero en seguida parpadeó, y su expresión se suavizó de nuevo.
—Por nada especial... ¿Entiendo que a ésos hombres sólo los están utilizando como conejillos de indias, como cobayos? ¿O sea que no los utilizan o piensan utilizarlos por lo que son, esto es, como policías, mercenarios, espías...?
—Solamente son cobayos.
——Ya. ¿Y cuántos espías hay, por ejemplo?
—Dos. Es de lo que hay menos. Lo que más abunda son mercenarios, gente dura, ya sabe. Seleccionar todo este material nos llevó no poco tiempo y dinero, se lo aseguro.
—Lo supongo...
Se detuvieron delante de una puerta que estaba en la planta baja, debajo de la escalera que subía al piso de los dormitorios. Era una casa enorme y vieja, casi ruinosa. En los rincones de los altos techos se veían enormes telarañas,
—¿Qué mira? —preguntó Jones.
—Miro que precisamente no me parece, esto un palacio... digno de «Minnie».
—Ah, ya —rió Hagerty—. No se preocupe por eso. Últimamente, debido a la necesidad del doctor Chapman de tener ratas en cantidad importante, se hizo muy difícil permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Por fin, encontramos esto, que sólo es el lugar donde el doctor ha llevado, a cabo sus últimos experimentos. Esperamos abandonarlo pronto, cuando se haya producido la invasión.
—¿Qué invasión? ¿A qué se refiere?
—¡Quizá esté usted realmente viva para verlo! —volvió a reír Hagerty—. En cuanto al palacio de «Minnie», no se preocupe: es más que posible que nos instalemos, con ella, en el Palacio de Buckingham, en Londres.
—Debe ser un sitio confortable —admitió plácidamente Eleanor, casi sonriendo—, teniendo en cuenta que le gusta a la reina de Inglaterra. Aunque me pregunto sí será digno de «Minnie».
—Usted es simpática, en efecto —admitió Jones, sonriente—. Y hasta parece que, verdaderamente, no tiene demasiado miedo. Si es así, resulta admirable. Si todo se debe a su control personal, yo diría que casi es más admirable.
—De algo me ha de servir ser psicóloga y psiquiatra —murmuró Eleanor—. ¿Cómo podría ayudar a mis pacientes, si yo misma no estuviese capacitada para controlarme?
—Es una buena respuesta. De todos modos, nos está resultando usted una mujer extraordinaria.
—Muy amable.
Jones abrió la puerta y se apartó. Eleanor entró en la habitación, que, como todo en aquella casa, era enorme, de techo altísimo. También allí la ventana había sido cegada...
—¡Eleanor! —oyó—. ¡Gracias al cielo, estás bien!
Miró hacia el suelo, y hacia el fondo de la habitación. Allá había tres hombres, sentados en el suelo, y sujetos a la pared por medio de grilletes oxidados. A dos de ellos, de edad avanzada, no los conocía... Y al otro, al que había reconocido por la voz, tardó unos segundos en reconocerle físicamente, debido a su lastimoso estado físico. Por supuesto, era Wendell Parkinson, hijo, pero, al verlo, Eleanor se estremeció. Wendell tenía las ropas desgarradas, y todo él estaba cubierto de manchurrones de sangre seca; su rostro estaba magullado brutalmente, lleno de hematomas y costurones sangrientos.
Tras unos segundos de autocontrol, Eleanor se acercó a los tres hombres, y se acuclilló ante ellos. Uno de los dos de avanzada edad era calvo. El otro se parecía lo suficiente a Wendell para no tener que hacer preguntas. Tanto uno como otro estaban en mucho mejores condiciones que Wendell, prácticamente normales...
—¿No te han hecho nada? —jadeó Wendell—. Eleanor, ¿realmente estás bien?
—Tranquilízate —murmuró ella—. Ya ves que estoy bien. Sólo he pasado un poco de miedo. Doctor Newman, doctor Parkinson, ¿qué tal?
—Ya ve... —gruñó el viejo Parkinson—. Hijita, no sabe cómo siento haberla metido en esto, pero...
—La culpa no es de usted, claro está.
—Estuve tentado de enviarle un telegrama, o telefonearle, suplicándole que aplazase el viaje, pero me pareció una descortesía, ya que usted debía tenerlo todo organizado, adquirido el pasaje... Bueno, mi idea era hacerle una consulta a John —movió la cabeza hacia el calvo Newman— y regresar en seguida a Londres...
—Las cosas están así —sonrió Eleanor—, de modo que tendremos que aceptarlas. Ya encontraremos alguna solución.
—Lo dudo... —masculló John Newman—. ¡Ese Chapman está más loco que una campana! ¡Y pensar que yo creía haber encontrado un trabajo interesantísiiuu, y que me iba a enriquecer, por fin!
—Me parece que la Ciencia no es una vía muy adecuada para él rápido enriquecimiento —dijo amablemente Eleanor—. ¿Qué sabe usted de todo esto, doctor Newman?
Este, alzó la mirada hacia Jones y Hagerty, que se mantenían cerca de la puerta, al parecer indiferentes, Luego miró, sorprendido, interrogante, a Eleanor.
—Parecen... amigos suyos —susurró.
—El doctor Chapman y yo hemos llegado a un... entendimiento amistoso. Lo cual me permite interesarme por su estado, y ofrecerme para proporcionarles cualquier cosa razonable que necesiten...
—¿Has llegado... a un acuerdo con ese ser satánico? —murmuró Wendell, mirando sus destrozadas ropas..
—Cuestión de supervivencia. Haré lo posible por volver más tarde para hacerte una cura adecuada, Wendell. ¿Cómo es que a ti te han golpeado, y a tu padre y al doctor Newman no?
—Me puse un poco difícil anoche, cuando al entrar en casa con el muchacho me encontré con esos dos —señaló a Hagerty y Jones—, que salían en busca de alguien qué había escapado, me parece. Decían que como Benny había ordenado inmovilidad a los perros, todavía lo encontrarían vivo. Bueno, cuando me amenazaron, me pareció que todavía estaba en las mismas condiciones físicas de mis tiempos universitarios... y me dieron una paliza. Cuando me recuperé me dijeron que también te habían capturado a ti, me hicieron preguntas... Me dijeron que iban a echar a mi padre a las ratas si no les decía quién eras...
—Todo eso ya no tiene importancia. Y desde luego, espero de todos ustedes que acepten la situación con inteligencia. Bien, doctor Newman, repetiré mi pregunta: ¿qué sabe usted de todo esto?
—Sé que Chapman está loco —gruñó Newman.
—Yo no lo creo así —negó Eleanor—. Pero dígame por qué usted sí lo cree.
—Usted no ha visto a los prisioneros, ¿verdad?
—No... No. Todavía no.
—Pues yo sí... —sé estremeció Newman—.Cuando llegué, Chapman me, dijo que; tal como habíamos convenido, debería ayudarle a hacer sus experimentos con los cobayos. Me pareció bien. Bueno, normal... Yo estaba todavía asustado por su aspecto, pero...
—¿No lo había visto antes?.
—No. Primero me escribió a Londres, haciéndome una oferta que me pareció interesantísima, de índole estrictamente científica, sobre los impulsos de temor en seres vivientes. Bueno, usted ya sabe, en nuestra profesión todas estas cosas resultan poco menos que necesarias, para tratar pacientes con angustia vital, esquizofrenia, paranoia, y otras enfermedades. Pensé que no sólo iba a ganar más dinero, sino que podía aprender algo muy conveniente. Bien,, Chapman me contestó diciéndome que me llamaría por teléfono. Así lo hizo, quedamos de acuerdo, me dio esta dirección, y yo, en cuanto arreglé mis asuntos, me vine a trabajar con él... En cuanto vi los cobayos, comprendí que me había metido en un lío.
—Porque los cobayos eran seres humanos, ¿no es así?
—Hubo un momento —se estremeció de nuevo Newman— que dudé muy seriamente de que aquéllos seres que vi fuesen realmente humanos.
—¿Porqué?
—No quisiera tener que describírselo —jadeó Newman—. En cuanto a los propósitos de Chapman, no sé cuáles son exactamente. Pero si sé qué, sea lo que sea, los basa en el control, de todas las ratas del mundo.
—Es imposible controlar a todas, las ratas del mundo, doctor.
—No, para él, según parece. Dispone de algo llamado «Ratox», con lo que está seguro de conseguirlo.
—¿Qué es eso, el «Ratox»?
—No lo sé.
Eleanor Marsh asintió con la cabeza, y se volvió a mirar a Jones y Hagerty, que sonreían con leve ironía. No parecía que estuviesen dispuestos a molestarse en impedir cualquier clase de conversación entre los prisioneros. Lo cual no tranquilizó ni mucho menos a la doctora, pues pensó que solamente los muertos no dicen nunca lo que saben...
—Está bien —murmuró—. Dígame si puedo hacer ahora algo por ustedes.
—Tenemos hambre y sed —gruñó Newman—. Y el cuerpo molido de permanecer tirados en el puro suelo.
—Arreglaremos esto. Y me ocuparé personalmente de atender a Wendell. Mientras tanto, espero de la inteligencia de ustedes tres que acepten la situación. Hasta luego.
—¿Que te han hecho? —susurró Wendell—. Eleanor, ¿qué han hecho contigo...?
—Me han utilizado como cobayo, eso es todo. Aunque, por lo que voy comprendiendo, el doctor Chapman está ya en la fase final de sus experimentos y proyectos, y mi utilización ha sido solamente una última prueba de convicción. Volveré en cuanto pueda.
Se irguió, y fue hacia la puerta. Hagerty y Jones salieron tras ella, cerraron la puerta, y se quedaron mirándola amablemente.
—¿No podríamos conseguirles, aunque fuesen unos viejos colchones, que debe haber en la casa? —pidió Eleanor.
—Los buscaremos.
—Y comida. Y agua. ¿Qué necesidad hay de tenerlos en esas condiciones?
—Hay quienes están peor —rió Hagerty.
—Entiendo. Me gustaría verlos.
—¿A los otros prisioneros?
—Sí.
—Bueno, allá usted. Venga por aquí.
Fueron más hacia el fondo de la casa.
—Si le parece —dijo Jones—, primero podríamos ver a los que sólo han sido sometidos al miedo físico directo.
—De acuerdo.
Rodearon el bloque que formaban las escaleras, y llegaron a la parte de atrás de la casa, donde había más habitaciones... El fino oído de Eleanor Marsh comenzó a captar entonces un sonido que identificó muy pronto: híiiiccc, híccc, hiiiíiiicccc... Chillidos de ratas.
Miró a sus acompañantes, que sonrieron divertidos.
—No tema, están a buen recaudo... de momento.
Había cuatro puertas allí. Hagerty abrió una de ellas, y Eleanor Marsh entró en el cuarto.
En seguida vio a la media docena de hombres. Estaban encadenados a la pared, y en mucho peores condiciones físicas que Wendell Parkinson, hijo. La visión de aquellos seis hombres era simplemente espeluznante. Y aún más espeluznantes eran sus miradas, apenas unos destellos hundidos en las ensangrentadas órbitas oculares:... Pero la mirada de Eleanor Marsh no se apartó de ellos sólo por espanto y piedad, sino porque lo que había a su izquierda, en el enorme cuarto, llamaba muy poderosamente la atención.
Salvo que ella estuviese viendo visiones, había allí una horca y una guillotina. La horca estaba vacía, pero al mirar la guillotina, Eleanor no pudo contener un respingo, pues había allí un hombre colocado en el hueco, expuesto su cuello a la caída de la gran hoja de reluciente y afilado acero. El hombre, brutalmente atado, yacía de cara al techo, esto es, ofreciendo su garganta al corte, y pudiendo ver en todo momento la enorme hoja afilada, que se cernía sobré él. Todo el magullado cuerpo del hombre rezumaba sudor, que se deslizaba entre las costras de sangre...
El hombre estaba forzando el cuello para mirarlos, aunque fuese al revés. De su garganta brotó un ronco gemido, expresando tal angustia que Eleanor sintió como una descarga de frío en su cuerpo. Su mirada se desplazó lentamente hacia los demás, que miraban como obsesionados al que estaba en la guillotina.
—Por el amor de Dios —balbuceó Eleanor, volviéndose hacia sus acompañantes—. ¿Qué pretenden con todo esto?
—Ya lo sabe usted: el doctor Chapman está realizando estudios sobre el miedo. Miedo a varias cosas.
Pero, en realidad, ya sabe lo que más miedo produce a estos hombres..., como a usted: las ratas. El doctor Chapman quiere conocer, sin embargo, otros elementos de temor, a fin de utilizarlos públicamente con los rebeldes, cuando esté en el poder absoluto. A todos aquellos que se le opongan, los someterá a todos estos experimentos, a la vista de los demás, para que aprendan la lección, para que escarmienten. Sabiendo cómo provocar el miedo, sabrá cómo manejar a sus hipotéticos opositores. Pero, como le digo, esto será cuando ya haya conseguido el control total. Y para conseguir ese control total ha llegado a la conclusión de que lo más práctico y cómodo son las ratas. Luego, si es necesario, utilizará el resto de sus... conocimientos. El doctor Chapman es un amante del miedo, doctora. ¿Y sabe cómo empezó todo?
—¿Cómo empezó?
—El doctor Chapman tuvo hace tiempo un accidente de circulación. Su coche saltó por un pequeño puente de una carretera vecinal, y cayó desde unos siete u ocho metros al barranco. El doctor salió despedido del coche y perdió el conocimiento. Cuando lo recuperó y analizó su situación, se dio cuenta de varias cosas: tenía las dos piernas rotas, y también el antebrazo derecho, magulladuras diversas, tres costillas rotas, y contusiones sangrientas en la cabeza. Ya era de noche, había luna, el silencio era total, y... no parecía que aquella carretera fuese precisamente la más transitada del Reino Unido. No pasaba nadie. O casi nadie..., pasaron algunos vehículos, claro que sí, pocos. Y el doctor Chapman gritó pidiendo ayuda. Debemos suponer que no fue oído, naturalmente. El caso es que nadie se detenía. Salió la luna, y entonces el doctor Chapman vio muy cerca de él lo que producía el rumor que llevaba oyendo hacía un rato. Parecía un arroyo. Pero, a medida que sus ojos se iban acostumbrando a la luz de que disponía, vio que era un simple reguero de agua pestilente, y que en ambos extremos de ese supuesto arroyo se veía una gran tubería rota...
—¿Unas cloacas?
—Exacto. Por allí se marchaban las aguas y residuos de una pequeña localidad cercana al puente, hacia la cual se dirigía precisamente el doctor Chapman cuando tuvo el accidente. Estaba claro que la tubería se había roto, posiblemente hacía tiempo, y, o no se habían dado cuenta todavía, o esperaban cualquiera sabe qué para arreglarla. Como quiera que sea, estaba rota, y cerca del doctor pasaban las aguas residuales...
—Y las ratas.
—Es usted muy inteligente —murmuró Hagerty—. Sí, en efecto, y las ratas. Aparecieron dos o tres, luego otras tantas, después un par más... Al principio, el doctor Chapman pudo mantenerlas alejadas con sus gritos, que nadie oía..., salvo las ratas. Les tiró algunas, piedras. Consiguió un par de ramas podridas, con las que, utilizando el brazo sano, pudo darles algunos golpes, hasta que las ramas, claro está, se partieron. Ya no tenía ramas, ni piedras, ni nada, salvo un brazo sano. Pero, imagínese usted a un hombre que ha tenido un accidente en el que se ha roto las dos piernas, un brazo, algunas costillas, y que tiene magulladuras en todo el cuerpo y la cabeza abierta en varios sitios... Es una presa fácil, ¿verdad? Además, para cuando el doctor Chapman había agotado ya sus recursos y sus escasas fuerzas, había más de veinte ratas de cloaca rodeándole... ¿Va comprendiendo?
—Creo que sí... —murmuró Eleanor—. Finalmente, le atacaron con toda impunidad. El doctor Chapman debió desmayarse, supongo, o quizá se durmió.
—Sumemos el miedo, el dolor, el cansancio, la desesperación... El hecho cierto fue que, en efecto, las ratas pasaron al ataque. Bueno, no hace falta entrar en muchos detalles. Creo que es perfectamente imaginable la noche que pasó allí el doctor Chapman, ¿verdad? Lo recogieron cerca del mediodía siguiente.
—Bien, yo comprendo...
—Espere. Eso no fue lo peor, según asegura el doctor. Lo peor no fue lo de las ratas, sino lo de los hombres.
—¿Qué hombres?
—La gente, el género humano en general. El doctor Chapman fue atendido como era debido, naturalmente, y curado de todas sus heridas, incluso vacunado contra la rabia. Bueno, por lo que él me ha contado, a mí no me gustaría que me vacunasen contra la rabia, se lo aseguro... Pero eso no fue nada. Fue la gente. Usted es psicóloga. Muy bien: ¿cómo cree que reaccionó la gente cuando, por fin, el doctor Chapman, recuperado, intentó reanudar sus actividades y su vida... social?
—Mucho me temo —murmuró Eleanor— que el doctor Chapman comenzó a encontrarse muy solo.
—¿Solo? ¡Era como si fuese un leproso o un apestado! Claro que, hay que admitirlo, su aspecto no es como para enamorar a nadie, pero...
—En resumen: el doctor Chapman pasó a sentir un odio creciente hacia la humanidad.
—Evidentemente, es usted una buena psicóloga, doctora. Chapman comprendió en seguida que inspiraba miedo y repugnancia. Si va usted a decir que podía haber recurrido a la cirugía plástica, olvídelo. Él lo pensó... durante un breve período. Finalmente, y tras escuchar a varios cirujanos que no le garantizaron ninguna clase de resultado satisfactorio, el doctor Chapman llegó a la conclusión de que ni siquiera le importaba ya eso, porque el odio que sentía era superior a todo lo que podía ofrecerle el mundo. Aunque hubiese podido volver a ser como antes del accidente, ya nada sería igual para él. Odiaba demasiado, ya no podía dejar de hacerlo. Nunca podrían volver las cosas a ser como antes. De modo que empezó a pensar en su venganza. Y ahora está a punto de conseguirla plenamente.
—¿Con las ratas y el «Ratox»?
—Exactamente.
—Está bien... De acuerdo, comprendo la actitud de Chapman. Pero ese hombre —señaló al de la guillotina—. Por favor, Hagerty, retírelo de ahí. ¡Se está muriendo de miedo!
—Si es por eso, no se preocupe —sonrió Hagerty—: vamos a terminar con su miedo.
Se acercó a la guillotina, bajó una palanca rápidamente..., y la acerada hoja descendió, lanzando destellos.
Todo sucedió a la vez.
Eleanor Marsh lanzó un incontenible grito; gritaron los hombres encadenados; y chilló agudamente, enloquecido de miedo, el hombre que vio descender velozmente la poderosa cuchilla hacia su garganta. Hubo un blando chasquido, la cabeza saltó seguida de un chorro violentísimo de sangre, y fue a parar ante los pies de Eleanor, que dejó de gritar de golpe, quedó pálida como un cadáver, y, volviéndose, comenzó a estremecerse en violentas arcadas..., mientras los seis prisioneros chillaban ahora enloquecidos, daban tirones a sus cadenas, aullaban espantosamente.
Tambaleándose, la doctora Marsh salió de aquel cuarto, y quedó apoyada en la pared del pasillo, cerrados los ojos, demudado el rostro.
Cuando abrió los ojos, Jones y Hagerty estaban frente a ella, y los gritos de los seis prisioneros llegaban más amortiguados.
—Como usted comprenderá —sonrió Hagerty—, ese pobre hombre ya no tiene miedo, doctora.
—Ahora lo tienen los demás... —rió Jones—. ¡Saben lo que les espera, uno a uno!
—Debió usted desayunar —regañó amistosamente Hagerty—: si lo hubiese hecho, habría expulsado comida en lugar de bilis, en ese momento de flaqueza emocional.
—Y hablando de comida —miró Jones su reloj—, recuerde que se acerca la hora del almuerzo, y que el doctor Chapman quiere almorzar con usted. ¿Desea que vayamos a ver a los restantes prisioneros, o prefiere visitar a Benny en la cocina, para ver si puede conseguirle algo especial?
—Vamos, Jones, no seas sádico... —sonrió Hagerty—. Me parece que la doctora tampoco tendrá apetito a la hora del almuerzo. ¿O quizá sí, doctora?
Eleanor Marsh se pasó las manos por la helada cara. Luego, se quedó mirando fijamente al par de sádicos que tenía delante, y que sonreían cordialmente..., mientras sus ojos recorrían lúbricamente su cuerpo apenas cubierto por jirones de ropa.
—Quisiera ver a Chapman —susurró.
—¡Cómo no...! Volvamos a su laboratorio, en ese caso: él no puede estar en otro sitio.
CAPÍTULO VIII
Efectivamente, Chapman estaba en su laboratorio.
Una vez más, Eleanor tuvo que hacer un esfuerzo para no evidenciar su estremecimiento al verlo. Por su parte, él acudió hacia la puerta, con una horrenda mueca en la cara que se suponía debía ser una sonrisa.
—Ah, querida... ¿Cómo ha ido tu paseo?
—Mal —murmuró Eleanor.
—¿Mal? Vamos, vamos..., ¡pero si no has visto nada, querida!
—¿Cómo lo sabes...?
La voz de Eleanor se apagó. Su mirada fue vivamente hacia las pantallas de televisión, y acto seguido frunció el ceño, con un gesto que hizo reír a Chapman.
—¡Naturalmente, has tenido que comprenderlo, por fin! —exclamó—. ¡Lo he estado viendo todo! Instalarme en estas ruinas resultó un poco caro, pero, como comprenderás, debía hacerlo bien para tener en todo momento los recursos necesarios para mis estudios sobre el miedo. A veces, como es tu caso, los cobayos son demasiado orgullosos para demostrar su miedo, y estando yo presente lo dominan, en mayor o menor grado. Fue por eso que instalé cámaras ocultas de televisión en varios cuartos. ¿Sabes, Eleanor?: me has decepcionado.
—¿Por qué?
—Te has impresionado demasiado por una cabeza cortada... Yo paso ratos interesantísimos ante las pantallas, y ya nada me impresiona. Es por eso que necesito conocer las reacciones de otros seres que sí se impresionan...
—Es decir, que me has estado utilizando. Por eso has permitido que fuese a ver a los Parkinson y al doctor Newman, por eso has permitido que hablásemos de todo: querías vernos y escucharnos.
—¡Por supuesto, querida! Pero, como te digo, me has decepcionado. Te has perdido lo mejor. ¿No querrías verlo?
—No... Creo que no.
—Vamos, vamos, hay qué sobreponerse a estas pequeñas emociones. Ven, ven: verás a mis amigas.
—Preferiría...
—¡Quiero que lo veas!
Eleanor dirigió una mirada de soslayo a Hagerty y Jones.
—Está bien —murmuró.
Chapman se acercó a la pantalla que no funcionaba con los electrodos, la encendió, y manipuló en la selección de canales. Primero, Eleanor vio a los Parkinson y a Newman en su cuarto. Luego, a los seis hombres, que estaban contemplando en silencio la cabeza cortada del que había sido tan bestialmente asesinado. Luego, apareció otro de los cuartos del gran caserón...
Instintivamente, Eleanor Marsh retrocedió un paso, pero Chapman volvió la cabeza hacia ella, y ordenó:
—Acércate.
A la doctora le parecía que caminaba sobre un colchón; era como si el suelo fuese blando, móvil. Se acercó con ésta impresión, mientras su mirada permanecía fija en la pantalla. En ésta se veía otro cuarto, tan grande como los anteriores. En este cuarto, había ocho o nueve hombres, igualmente sentados en el suelo y sujetos a la pared por grilletes y cadenas.
Pero lo horroroso era lo que había en el centro de aquel cuarto, con telarañas en el techo. Había una gran caja de paredes de cristal, y dentro de ésta una cantidad incontable de ratas, del tamaño de «Minnie», amontonadas, moviéndose sin cesar, relucientes sus redondos ojos negrísimos. Algunas intentaban, en vano, escalar las paredes de cristal, caían sobre sus compañeras, se agitaban, se peleaban unas con otras ferozmente... Quizá no había mil, pero lo mismo daba. ¿Qué más daba que hubiese mil u ochocientas cincuenta?
Las miradas de los hombres encadenados permanecían obsesivamente fijas en las ratas. Como los otros seis, habían sido golpeados y torturados; su aspecto no podía ser más lastimoso.
Chapman alzó el volumen del sonido, y el laboratorio se llenó de los chillidos de las ratas, en un ensordecedor «híiiiccc, híiccc, híiiiiiccccc».
—Están furiosas —explicó amablemente Chapman—: hace dos días que no les damos de comer.
—¿Y qué... qué comen?
—¡Pero, querida...! ¿Qué han de comer?
Jones y Hagerty se echaron a reír, y Eleanor retrocedió de nuevo un paso, lívido el rostro.
—¿Hombres? —susurró.
—¡Naturalmente! De cuando en cuando les echamos unos de los prisioneros. No es sólo una consideración hacia su apetito, sino parte de mis estudios sobre el miedo: mientras las ratas comen, yo observo, desde aquí, las reacciones de los demás prisioneros. Sí, definitivamente, no hay nada mejor que las ratas para aterrorizar a los seres humanos. Y tienen la ventaja de que requieren pocos cuidados, pese a lo cual, no se acaban nunca, sino que, al contrario, a cada segundo que pasa, hay más y más ratas en el mundo. Supongo que sabes que las ratas son muy prolíficas.
—Sí... Lo sé.
—Todavía no he comprendido cómo es posible que hayan tantas y tantas ratas en el mundo. Si los seres humanos tuviesen que vivir en sus condiciones, la vida se habría extinguido ya sobre la Tierra. Sin embargo, ahí las tienes: comen de todo, lo aguantan todo, y cada día, cada segundo, nacen más ratas de las que mueren... ¿Te he dicho ya que en el mundo hay más ratas que seres humanos?
—Sí.
—Sí, te lo dije... ¡Son el más formidable ejército que se pueda imaginar! ¡Son inextinguibles! Date cuenta: si yo tuviese ahora a mis órdenes el ejército de Estados Unidos, o de Rusia, o de China, no sería tan poderoso como disponiendo del ejército mundial de las ratas. ¡Son más poderosas que los tres ejércitos juntos! Nada puede con ellas... Suponiendo que el hombre se decidiese a utilizar todos los medios a su alcance para exterminar todas las ratas, antes se exterminaría a sí mismo que a mi gran familia, y eso ocurriría tanto si utilizaba la energía atómica, como los insecticidas, o cualquier otro sistema. Si el hombre lo aguantaba, la rata lo aguantaría mejor. Podría, incluso, llegar el momento en que el hombre hubiese acabado con todo rastro de vida humana en la Tierra..., y todavía quedarían ratas. Así pues, son el ejército invencible.
—Pero no controlable —murmuró Eleanor.
—¿Por qué no? Si te refieres a que no escucharían mis órdenes, naturalmente tienes razón. Pero no se trata de dar órdenes en el sentido exacto de la palabra. No soy tan necio de creer que podría... nombrar soldados o generales entre mis ratas del mundo, y darles instrucciones sobre lo que tendrían que hacer. Eso es absurdo, querida. Sin embargo, puedo movilizar mis huestes a voluntad..; y conseguir siempre mis objetivos.
—¿Y tu objetivo es el control de todo el poder del mundo?
—Efectivamente.
—¿Y quién te otorgará ese poder? ¿Las ratas?
—Ellas serán mis armas. Pero el poder me lo otorgarán quienes lo tienen ahora. Por ejemplo, el presidente de Estados Unidos será un simple lacayo mío. Y lo mismo la reina de Inglaterra, o el rey de España, o el presidente de México... ¡Todos los actuales gobernantes del mundo serán lacayos míos!
—Y de «Minnie» —sonrió forzadamente Eleanor.
—¡Eso es! —exclamó Chapman—. ¡Y de «Minnie»! ¡Estoy contento de haberte conservado con vida y con tus facultades mentales incólumes! Me diviertes, además de gustarme... ¿Te he hablado del «Ratox»?
—Algo he oído sobre eso.
—Sí, me diviertes... ¡Tienes mucha presencia de ánimo! ¿Realmente eres sólo una doctora especializada en psicología?
—Sí. Pero eso no significa que sea una mujer indefensa en circunstancias difíciles. Como ya he demostrado, sé algo de karate, y en general me considero capacitada para defenderme.
—Claro, claro, claro...
—¿Qué es el «Ratox», Horace?
Chapman se quedó mirándola fijamente. Volvió a mostrar aquella mueca que, presuntamente, era una sonrisa.
—Has sido muy amable al interesarte por mi nombre... ¿Qué es el «Ratox»? Bueno..., ¿tú conoces el cuento del flautista de Hamelin?
—Sí.
—¿Realmente?
—Desde luego. Había un flautista que, con su flauta, hacía salir de sus escondrijos a todas las ratas, que acudían hacia él, fascinadas por su música. Entonces, el flautista tuvo una buena idea: ofrecer sus servicios en diversos pueblos para librarlos de las ratas. El tocaba la flauta, las ratas salían de sus escondrijos, y se las llevaba lejos, tras él, siempre escuchando su música, fascinadas. Las ratas iban tan embelesadas con la música del flautista, que no se daban cuenta de nada, y así, el flautista las hacía meterse en un río, donde se ahogaban, o las metía en una hoguera, o las hacía despeñarse por un profundo barranco... Como fuese, él libraba de las ratas a todos los pueblos que contrataban sus servicios. Pero, en cierta ocasión, cuando ya hubo llevado lejos de un pueblo llamado Hamelin todas las ratas, los vecinos de Hamelin no quisieron pagarle lo convenido. Entonces, el flautista se enfadó mucho con ellos, y, sin decir nada, se fue... Al cabo de pocos días, regresó a Hamelin, tocando la flauta..., y llevando tras él la más grande cantidad de ratas que la gente de Hamelin habían visto jamás, y que se instalaron en el pueblo, en cuanto el flautista dejó de tocar. Esa fue la venganza del flautista, por no haberle pagado lo convenido. Pero finalmente...
—¿Qué importa el final? —exclamó Chapman—. Sí, le pagaron y él se volvió a llevar las ratas, pero eso ya no importa. Importa sólo el poder de ese flautista, para llevar y traer ratas a voluntad. Pues bien: yo tengo ese poder, con el «Ratox». Y te voy a explicar lo que es el «Ratox»... Digamos que es... como la flauta del flautista.
—¿Hace salir a las ratas de sus escondrijos?
—Sí. Te diré cómo fabriqué el «Ratox»... Después de mi accidente, no sólo odié a la gente, sino, lógicamente, a las ratas. Así que me puse a trabajar: quería fabricar un raticida definitivo, un producto que fuese capaz de exterminar para siempre a todas las ratas del mundo. Esa era mi venganza contra las ratas. Bien..., poco tiempo después, tenía preparado el producto, al que puse el nombre de «Ratox». Es un gas de fácil y amplísima dispersión, que, como comprenderás, debía terminar, en cuestión de segundos, con todo signo de vida de las ratas... Y me dispuse a hacer la prueba: una noche lancé varias cápsulas de gas «Ratox» en unas alcantarillas de la pequeña ciudad donde me había instalado. Esperé, dispuesto a bajar a las alcantarillas, pasados unos minutos y observar la... matanza. ¿Qué crees que sucedió?
—Evidentemente, el «Ratox» no funcionó.
—¡Oh, sí! —rió jubilosamente Chapman—. ¡Ya lo creo que funcionó! Pero de un modo muy curioso: en lugar de morir, las ratas comenzaron a salir de las alcantarillas, como enloquecidas... ¡Tuve el tiempo justo de encerrarme en mi coche! Otras personas, muy pocas, pues era muy tarde, tuvieron menos suerte... ¡Tenías que haberlas visto corriendo, perseguidas por ejércitos de ratas! Fue... ¡maravilloso! Era un auténtico deleite ver corriendo a aquellas personas aterradas, perseguidas y mordidas por las ratas, que estaban verdaderamente furiosas, enloquecidas.
—¿Esos fueron los efectos del «Ratox»?
—Sí.
—¿Y continuaste adelante con él?
—Me asombras... ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Destruirlo.
—¡Destruirlo! Tengo que admitir que al principio quedé... asustado y decepcionado. Pero, de repente, me di cuenta de lo maravilloso que era ver aquella gente aterrorizada. ¡La gente que se aterrorizaba, también, cuando veía mi rostro! Reflexionando sobre esto, llegué a la conclusión de que odiaba más a las personas que a las ratas. Y fue en ese momento cuando concebí la gran idea: ¿por qué exterminar a las ratas, si podía servirme de ellas para aterrorizar a las personas? Fue el punto de partida de mi gran idea final: controlar el mundo. Y al mismo tiempo, a las ratas, pero odiándolas menos que a las personas. A fin de cuentas, las ratas, cuando me mordieron, cuando quisieron comerme, no hacían más que ejercitar el instinto de supervivencia. Aquélla era su vida: comer desperdicios... ¡Y yo, entonces, era un desperdicio humano! Analizando el asunto, tuve que admitir que las ratas cumplían su función. Pero... ¿es la función de la gente huir de mí? ¡Contesta!
—No. Sé que la gente no debería...
—¿No debería? ¡No debió hacerlo jamás! ¿Qué era yo? ¿Algo maldito, un monstruo? ¡Era sólo una persona que había tenido un accidente, un pobre desgraciado, al que debieron ayudar en todo, y consolarlo, y admitirlo, y compadecerlo...! ¡Pero nunca apartarse de mí, como si fuese un apestado! ¡Ellos se han portado peor que las ratas que me dejaron en este estado físico! ¿No es cierto? ¡No es cierto!
Eleanor Marsh aspiró hondo, siempre fija su mirada en el ojo de Chapman, que parecía encendido. Sí, era como una luz de fuego cegador...
—¡Contesta! —gritó Chapman.
La doctora se pasó la lengua por los labios.
—Sí... —murmuró—. Sí.
—¡Sí, ¿qué?!
—Las personas., se portaron contigo peor que las ratas.
—¿Lo dices convencida... o me estás tratando como a un loco peligroso?
—Lo digo convencida. Tengo que admitir que eso es cierto, Horace. Sin embargo...
—¡Sin embargo...! ¿Acaso pretendes encontrar una disculpa? ¡Yo era una PERSONA que había tenido una DESGRACIA! ¡Y ellos me hicieron aún más desgraciado! ¡Tuve que dejar todas mis actividades, mis amigos, todo lo que constituía MI VIDA! ¡Y todo ello porque había tenido un accidente que podía, incluso, haberme costado la vida! Pero ¿obtuve compasión o tan siquiera comprensión? ¡No! ¡Obtuve terror! ¡Pues bien, yo voy a darles auténtico terror a todos! ¡Voy a lanzar mi «Ratox» en todas las cloacas del mundo, voy a hacer que miles de millones de ratas salgan de sus madrigueras, que se lancen, enloquecidas, contra la humanidad, que dejen de vivir en agujeros, en cloacas, en cementerios, en basureros..., y que invadan el mundo, arrebatándoselo a los seres humanos, que no fueron humanos conmigo! ¡Si los seres humanos quieren sobrevivir, tendrán que irse a vivir ellos a las cloacas..., y quedar todos bajo mis órdenes! ¡O me aceptan como amo del mundo, o se producirá LA GRAN INVASIÓN, que no podrán controlar de ninguna manera! ¿Me he explicado bien, doctora Marsh?
—Sí... —tragó saliva la doctora-espía—. Sí, Horace, te has explicado muy bien.
—De acuerdo... —se tranquilizó de pronto Chapman; y esbozó otra de aquellas «sonrisas»—. ¿Te imaginas lo que pasará cuando eche mi «Ratox» en las cloacas de una ciudad como Londres, por ejemplo? Por si no lo sabes, te diré que hay en Londres más ratas que personas. Y lo mismo en París, o en Roma, o en Pekin, Tokio, Nueva York, Chicago, Madrid, Buenos Aires... ¿Conoces algún poder capaz de enfrentarse con las ratas, cuando éstas salgan a efectuar la gran invasión? ¿Algún poder que no resulte al mismo tiempo nocivo para el ser humano, utilizado masivamente, como requeriría la gran invasión? ¿Lo conoces?
—No, Horace.
—¡Bien! Pues yo tampoco... —se echó a reír—. ¡Yo tampoco ni nadie! Supongamos que suben a las calles de Londres diez millones de ratas... Piénsalo: ¡diez millones de ratas furiosas, enloquecidas por el «Ratox»! Supongamos eso: ¿qué crees que quedaría de la población londinense? Miles de muertos por el miedo, o devorados, o accidentados por causa de la masa de ratas, todo paralizado, hecatombes... ¡La rabia, la peste quizá! ¿Puedes imaginarte esto, doctora?
—No demasiado... bien... No demasiado... Pero, Horace, imaginar bien eso sería... espantoso. Habría que evitarlo.
—Quizá pueda evitarse. Pero sólo cuando los gobernantes del mundo me digan que lo han puesto a mi disposición. ¿Te has interesado ya por el almuerzo? ¿Hay algo de lo que tenemos en casa que te venga de gusto de manera especial?
—No... Todavía no. Horace, quería pedirte que permitieses que los prisioneros comiesen y bebiesen.
Horace Archibald Chapman estuvo unos segundos mirando con congelante fijeza a Eleanor. Luego, asintió, y desvió la mirada hacia sus hombres.
—Decidle a Benny que les lleve comida y agua a los prisioneros. Luego, echad un vistazo por el exterior. Durante el día siempre puede haber algún curioso que se complique la vida..., y nos la complique a nosotros. Si alguien entrase y uno de los perros lo atacase, nos meteríamos en un estúpido lío.
—¿Nos vamos los dos? —preguntó Jones.
—Eso he dicho. ¿Qué pasa?
—Bueno, si ella...
—¿Crees que puede atacarme? No lo hará, Jones. Si me ataca, y suponiendo que me matase, cosa que no es tan fácil como la gente cree, ella quedaría viva... a vuestra disposición. Por poco imaginativa que sea mi querida y bellísima Eleanor, podrá imaginar, sin duda, cuánto iba a lamentar mi muerte, mientras se la estuviesen comiendo viva mis ratas... Haced lo que os he dicho. Y recordad qué, después de almorzar nosotros, debéis darles "comida" a las ratas.
—Sí... —sonrió Jones—. Hasta luego.
CAPÍTULO IX
Salieron los dos del laboratorio, cerrando la puerta. Chapman apagó el receptor de las imágenes de los prisioneros y se volvió de nuevo hacia Eleanor Marsh.
Se sobresaltó al verla tan cerca de él, apenas a un par de pasos, mirándolo fijamente.
—¿Qué pasa? ¿Acaso preferirías continuar viendo el programa de televisión?
—Horace —murmuró Eleanor—, sé que tienes razón, en cierto modo. Digamos que es comprensible que estés resentido con el mundo que te rodea. Comprendo eso, y en ese sentido estoy de tu parte: verdaderamente, has sido tratado con crueldad. Pero piensa que no se puede esperar la perfección de la Humanidad. Hay que ser... tolerantes y comprensivos con ella.
—¿Igual que la Humanidad fue comprensiva conmigo?
—Debo... rogarte que abandones tus proyectos, Horace.
—No lo haré jamás. ¡Jamás!
—Eso significa que no me concedes otra alternativa.
—¿Quieres decir que piensas...?
La mano derecha de Eleanor Marsh silbó en el aire, y el borde golpeó en fortísimo shut sobre el pelado cráneo del doctor Chapman. Fue un golpe en el que Eleanor puso toda su técnica de karate: el cráneo de Horace Chapman crujió, y, por un instante, el monstruoso personaje tuvo la impresión de que dentro de su cabeza estallaba una bomba. Fue sólo un instante, porque en seguida, el cerebro dejó de funcionar, y Chapman cayó muerto, fulminado, a los pies de la rubia doctora en Psicología.
Esta se acuclilló junto a Chapman, y puso dos dedos en un lado del cuello. Todo se había paralizado ya en el cuerpo de Chapman... Su vida de odio y angustia había terminado.
Lentamente, la doctora Marsh se puso en pie. Estaba tranquila y serena, como si no hubiese hecho nada. En la vida hay que saber elegir, y su elección no podía haber sido otra de ninguna manera...
Salió del laboratorio tras asegurarse de que no estaban por allí Hagerty y Jones, pero, apenas había dado dos pasos cuando oyó la voz de uno de ellos. Regresó a toda prisa al laboratorio, entró, cerró la puerta y aplicó una orejita a la madera. Era absurdo enfrentarse a pecho descubierto a dos pistolas, si podía hacer las cosas de otro modo. Oyó los pasos de los dos hombres, y cuando calculó que estaban ya de espaldas, abrió un par de centímetros. Los vio ante la puerta, a punto de abrirla. Cerró completamente, esperó diez segundos y volvió a abrir. Ya no estaban dentro de la casa.
La doctora Marsh se orientó rápidamente hacia la cocina.
Cuando entró en ésta, Benny volvió la cabeza, alzó las cejas, como sorprendido primero, y sonrió acto seguido.
—¡Hola! —exclamó—. Acaban de darme su recado. ¿Sabe que tiene usted el corazón muy sensible?
—¿Por qué lo dice? —sonrió Eleanor.
—Por preocuparse por la comida de gente que pronto ya no tendrá necesidad de nada. Pero, en fin, si el doctor Chapman lo ha autorizado, yo no tengo ningún inconveniente.
—Me alegro. Por cierto, estoy pensando que los prisioneros no van a poder comer, puesto que tienen las manos encadenadas.
—No se preocupe. Los grilletes se abren con facilidad. Por eso hemos separado tanto unas manos de otras, para que no lleguen a los cierres... Me han dicho que está pasando usted unos cuantos sobresaltos, doctora.
—Cosas de la vida. Soy una pobre mujer que no está acostumbrada a estas cosas, compréndalo.
—Me hago cargo —rió Benny—. Bueno, ya que está aquí, ¿qué le parece si me ayuda a llevarles algo de comer a los doctores? Ya que la promotora de esto es usted, lo menos que puede hacer es colaborar... Tome esa bandeja, ¿quiere?
—Con mucho gusto —sonrió Eleanor.
Cada uno con una bandeja, salieron de la cocina, y fueron hacia el fondo de la casa, donde estaban los cuartos de los prisioneros. Entraron en el de los tres médicos, y Benny les saludó cordialmente:
—¿Qué tal, señores? Les traigo un pequeño banquete, que deberán agradecer ustedes a la doctora Marsh... Oh, déjela ahí mismo, en el suelo, doctora, junto a la mía... Les voy a soltar las manos durante cinco minutos —dijo, un tanto fríamente de pronto—, y espero que eso no traiga problemas.
Se acercó a los prisioneros, y procedió a alzar los cierres de los grilletes. Luego, retrocedió hacia la puerta, quedó junto a Eleanor, y sacó la pistola, con expresión siempre amable, divertida. Lanzó una carcajada cuando los tres hombres comenzaron a comer, con avidez...
El rodillazo en los testículos alcanzó a Benny cuando todavía duraba su carcajada, que se convirtió en un extraño sonido gutural tremolante. El impacto lo empujó contra la puerta, contra la que chocó de nalgas, pues se había inclinado ya hacia delante, encogido bajo el tremendo dolor que laceraba sus genitales; al chocar contra la puerta cayó de cara... y sólo al poner instintivamente las manos para parar el golpe contra el suelo se dio cuenta de que ya no tenía la pistola en la derecha.
Paró el golpe, se colocó de rodillas, y, como alucinado, miró a la doctora Marsh, que le apuntaba a la cabeza con su propia arma. Pero tan alucinados como Benny, estaban Newman y los Parkinson, que habían dejado de masticar y miraban con estupefacción la inesperada escena.
—No se mueva, Benny —murmuró Eleanor—: ahí, y en esa postura, está bien... hasta que lo encadenemos a usted. Cambio de turno, amiguito.
Wendell lanzó una exclamación, llevó las manos a los grilletes de los tobillos, los abrió, y se puso en pie de un salto un tanto torpe. Corrió hacia Eleanor, y tendió la mano derecha.
—¡Dame la pistola! ¡Ten cuidado con estas cosas, Eleanor!
—Tienes razón... —sonrió ella, tendiéndole el arma—. Podría disparárseme sin yo quererlo.
Todavía atónito, Wendell Parkinson, hijo, se encontró con una pistola en la mano, y, por el momento, dueño de la situación. En el suelo, Benny se iba recuperando del terrible dolor, pero ya no estaba a tiempo de intentar nada, a menos que aceptase el riesgo de recibir un balazo.
Parkinson, padre, y Newman todavía estaban atónitos. Eleanor señaló a Benny.
—Será mejor que lo encadenen cuanto antes. Jones y Hagerty están dando una vuelta fuera de la casa, pero no creo que tarden en volver. Creo que deberíamos amordazar a Benny.
—Sí... —asintió Wendell—. Sí, eso, eso... Papá, doctor Newman, ¿qué están esperando? Usted, Benny, desplácese de rodillas hacia los grilletes. ¡Y tenga, cuidado con lo que hace o le acribillo!
Eleanor Marsh sonrió angelicalmente. Los dos viejos médicos se habían incorporado ya, con cierto esfuerzo, y en cuanto Benny estuvo en la posición adecuada, lo llenaron de grilletes en tobillos y muñecas y, con su propio pañuelo, lo amordazaron fuertemente.
—¡Ya está! —exclamó Newman—. ¡Dios mío, no puedo creerlo! ¿Qué hacemos ahora?
—Sobre todo —dijo con una serenidad escalofriante Eleanor—, no olvidar a Jones y Hagerty..
—Sí... Volverán, claro... ¡Vamos a sorprenderlos y les obligaremos a entrar desarmados en casa...! No —Wendell, que caminaba hacia la puerta, se detuvo en seco—. Si salimos, puede que sean ellos los que nos sorprendan a nosotros. Nos verían salir, y quizá nosotros no les viésemos, seríamos sorprendidos, capturados de nuevo...
—Y además —dijo Eleanor—, están los perros.
—Sí... Eso es. Quédense todos aquí, yo me ocuparé de eso.
Se dirigió a la puerta, salió, y cuando se volvía para cerrar, se tropezó con Eleanor.
—Voy contigo —dijo ella.
—¡De ninguna, manera! ¡No quiero que...!
—He dicho que voy contigo.
Wendell se quedó mirándola,, estupefacto. Por fin, asintió con un gesto. Se alejaron de allí, acercándose a la puerta de la casa, atento al oído. Pero ni siquiera llegaba ahora el rumor de las ratas encerradas en su jaula de cristal. Tampoco llegaba ningún ruido desde el exterior. Ni siquiera un ladrido. Sí, debían ser unos perros muy bien educados...
Estaban los dos inmóviles frente a la puerta de la casa cuando de pronto, Eleanor se estremeció. Bajó la cabeza, y vio, junto al pie que había notado el contacto, a «Minnie», instalada cómodamente, dócil como un gatito casero. Un ramalazo de frío subió por las piernas de la doctora... ¿Sería cierto que «Minnie» le había tomado cariño? Bueno, peor sería que le hubiese tomado odio, desde luego.
Miró a Wendell, que estaba mirando también a la rata. La mirada de ambos quedó fija y Eleanor interpretó la de él.
—No... —susurró—.No dispares contra ella. Nos oirían fuera.
Permanecieron inmóviles frente a la puerta, a unos cinco metros. «Minnie» se movió un poco, comenzó a husmear por los alrededores de los pies femeninos, se alejaba, volvía... Un mordisco de rata, no mata, ciertamente, pero los mordiscos no son lo peor de las ratas. Claro que no todas tenían la rabia... Y «Minnie» parecía muy bien cuidada y atendida. Eleanor apartó de su mente la presencia de aquella rata junto a sus pies...
La puerta se abrió, de pronto, y apareció Jones empujándola. Hagerty iba un poco más atrás. Y detrás de los dos, el resplandor de un sol mortecino... Justo en el momento en que Hagerty entraba también, Jones se detenía al ver a Wendell y a Eleanor de pie en el centro del vestíbulo, de modo que el primero tropezó contra la espalda del segundo.
—¿Qué demonios...? —masculló Hagerty, al tropezar.
—No se muevan —dijo Wendell, con el brazo extendido, firme la pistola en su mano.
Hubo un instante de estupefacción por parte de los dos hombres. Pero, en seguida, Jones lanzó una maldición y llevó la mano derecha en busca de la pistola.
¡Crack!, sonó el fuerte estampido del disparo efectuado por Wendell Parkinson, hijo.
Chillaron a la vez «Minnie», Jones y Hagerty. La primera salió corriendo, despavorida; el segundo recibió el balazo en pleno corazón; el tercero tropezó con sus propios pies al recibir el empujón del cuerpo de su compañero y cayó sentado, apoyando ambas manos en el suelo para amortiguar el golpe... Por encima de una de sus manos pasó la rata «Minnie» corriendo a una velocidad increíble, escapando del caserón. Casi al instante, afuera se oyeron ladridos furiosos, que se fueron alejando rápidamente.
Hagerty estaba mirando fijamente a Eleanor, cuya serenidad era asombrosa. Pero desvió en seguida su mirada hacia Wendell, que continuaba sosteniendo firmemente la pistola; apuntándole.
—Me parece que esa rata lo va a pasar muy mal —murmuró el joven Parkinson—. La alcanzarán pronto y la despedazarán. Pero así son los perros... Usted, póngase en pie, vuélvase de espaldas a nosotros, saque su pistola y tírela fuera de la casa. Si tan sólo me parece que intenta volverse le meteré una bala en la nuca... Espero que acertaré.
Hagerty obedeció con toda exactitud, sin duda recordando la puntería de qué había hecho gala Wendell hacía unos segundos. Para cuando quedó desarmado, el viejo Parkinson y Newman habían aparecido corriendo en el vestíbulo, desencajados los rostros. Al ver un hombre muerto y otro a merced de Wendell quedaron inmóviles.
—Vamos a llevar a este hombre con el otro... Los llevaremos a los dos —dijo Wendell—, para que no quede nadie por aquí. Lo que me pregunto es dónde está el doctor Chapman...
—Está en el laboratorio... —murmuró—. Muerto.
—¿Muerto? —exclamó Wendell.
—Sí. Se cayó y se golpeó la cabeza. Y murió.
Los hombres contemplaban, de nuevo atónitos, a la doctora Marsh, pero Wendell reaccionó rápidamente, y miró a su padre y al doctor Newman.
—Vayan a buscarlo... —murmuró—. Los tendremos a todos en el cuarto donde hemos permanecido nosotros.
No poco impresionados, los dos médicos fueron en busca del cadáver de Chapman, que llevaron hacia el cuarto, mientras Hagerty llevaba el cadáver de Jones. Una vez en el cuarto, Hagerty fue encadenado junto a Benny, que se sofocaba debido a la presión implacable de la mordaza.
—Creo que ahora deberíamos ver si podemos hacer algo por los prisioneros de los otros cuartos —dijo Eleanor.
Salió del cuarto, y fue hacia el de la guillotina. Allí, procedió a liberar a los sorprendidos prisioneros, evitando mirar la cabeza que yacía en el suelo, y el cuello cortado, del que goteaba, lenta y espesa, la sangre.
—Ayúdenlos a ponerse en pie, a los que puedan permanecer así —murmuró Eleanor—. Que se muevan, que caminen y que ellos mismos vayan ayudando a soltar a los demás. Ven conmigo, Wendell.
Dejando a Parkinson y Newman en aquel cuarto, Eleanor y Wendell pasaron al de las ratas. Vieron la caja de cristal al entrar, y los chillidos parecieron taladrar sus oídos. Wendell palideció, y por un instante pareció que sus pies estuviesen clavados en el suelo. Pero reaccionó, y ayudó a Eleanor a ir soltando a los prisioneros, algunos de los cuales se desplomaban al ser liberados de los grilletes.
En la jaula de cristal, las ratas parecían haberse vuelto locas.
—Estos hombres están muy mal... —susurró Eleanor—. Necesitamos urgentemente ambulancias. Sigue con ellos, Wendell: yo voy a llamar por teléfono. Pediré a la operadora de la centralita que llame unas ambulancias.
—Y a la Policía —apuntó Wendell—. Dile que avise también a la Policía.
—Sí... Es cierto, sí.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente... Sí, perfectamente.
Salid del cuarto de las ratas y regresó al laboratorio, donde había visto él teléfono. Descolgó, y en seguida oyó la voz de la telefonista, a la que pidió ambulancias y que avisara a la Policía... Tuvo que insistir, porque la telefonista de Daventry creía que era una broma lo de pedir «varias ambulancias» y la Policía, pero finalmente la convenció.
Colgó el auricular y quedó inmóvil. ¿En verdad se encontraba perfectamente? Se sentía fría, y tenía la sensación de ser algo parecido a un... Sí, un autómata. ¿Era serenidad o era... insensibilidad, después de los horrores que había visto y oído en aquella casa?
Oyó los precipitados pasos fuera del laboratorio y se volvió hacia la puerta, Wendell apareció, todavía empuñando la pistola, pero asustado, lívido. No... Asustado, no: estaba... aterrado.
—¿Qué ocurre? —preguntó serenamente Eleanor.
—Los... los hombres que... los prisioneros... ¡Quieren tirar a las ratas a Hagerty y a los otros tres...!
—¡Pero si apenas pueden sostenerse en pie! —gritó Eleanor.
—¡Lo están HACIENDO! ¡Y no me atrevo a disparar contra ellos, no me parece justo...! ¡No sé qué hacer!
Eleanor echó a correr hacia la puerta, en el momento en que se oían unos alaridos espantosos. Corrieron los dos hacia el fondo de la casa... Y todavía llegaron a tiempo de ver a los martirizados prisioneros, que parecían simples despojos, llevando en alto, entre todos, los cuatro cuerpos humanos. Dos de los cuerpos ya permanecían ajenos a todo. Pero los otros dos, los de Benny y Hagerty, se agitaban frenéticamente. El rostro del amordazado Benny parecía a punto de, reventar, rojo, hinchado... Hagerty no podía estar más pálido, y sus gritos eran escalofriantes, parecían estallidos de locura.
—¡No! —gritó Eleanor—. ¡Déjenlos, no hagan eso...!
Pero la masa de martirizados personajes desapareció en el interior del cuarto de las ratas, y, cuando la doctora llegó allí, todo lo que pudo hacer fue escuchar el último alarido de Hagerty... mientras caía dentro de la gran caja de cristal, en confuso montón con Benny, Jones y Chapman.
Los cuatro cuerpos desaparecieron inmediatamente bajo una peluda y agitada masa gris.
Comenzó a ver carne viva, sangre rezumante, rostros mordidos...
Ya era demasiado.
Nadie podría culpar a la doctora Marsh de que, por fin, su serenidad se rompiese en mil pedazos y que el tremendo shock final la derribase sin conocimiento.
ESTE ES EL FINAL
—O sea, que te vas —murmuró Wendell Parkinson, hijo.
—Así es... —sonrió Eleanor—. He obtenido la colaboración de tu padre para intentar ayudar a mi paciente Stanley Howell, además de otros muchos consejos, desde luego. La Policía ya no necesita mis declaraciones, todo está en orden... Bueno, Wendell, he pasado aquí demasiado tiempo. Tengo que volver.
—Sí, lo comprendo. Tu trabajo, tus amigos... ¿Sabes una cosa? Voy a cambiar de especialidad.
—¿Qué? —exclamó Eleanor.
—Después de todo lo que ha ocurrido, creo que... Bueno, me gustaría profundizar un poco más en la mente humana, en sus motivaciones... Todo eso.
—¡No sabes cuánto me alegro, Wendell! Oh, y por supuesto, sé que lo conseguirás rápidamente. ¡Tu padre podrá ayudarte mucho!
—La verdad es que no he pensado en mi padre para que me ayude. Yo preferiría... Bueno: ¿no necesitarías un ayudante en tu consultorio?
—Pe... pero... ¿qué dices,..?
—No me gusta nada la idea de separarme de ti —gruñó Wendell—, y no creo que eso deba sorprenderte tanto. Así que cuando tomé tu pasaje, tomé otro para mí. Vamos, que me voy contigo mañana, en tu mismo avión.
—Wendell... —tembló la voz de Eleanor—. ¿Estás hablando... en serio?
—Completamente. ¡Que no me separo de ti, doctora!
—Pero eso..., ¿por qué?
Wendell Parkinson, hijo, deslizó una mano por el desnudo cuerpo de Eleanor Marsh, que yacía a su lado en la cama. Acarició la dulce curva de la cadera, subió hacia ella de nuevo, acarició suavemente el pecho, un hombro, el cuello... Ella le miraba fijamente. Todavía latía en sus cuerpos el placer del último momento de amor, todavía parecían sentirlo..., pero eso mismo les incitaba a desear más. Así que Wendell acercó su boca a la de Eleanor, mientras, sin dejar de acariciar su finísima y tibia piel, murmuraba:
—Porque estoy loco por ti..., y si vivimos juntos, me saldrá muy barato el psiquiatra... ¿Qué contestas?
Eleanor no contestó. No, al menos, con palabras. Apretó su cuerpo contra el de Wendell Parkinson, y acercó su boca a la de él...
FIN